
Robert Benton vivió
durante muchos años en el 244 de la calle 49 Este en Turtle Bay de Nueva York
mientras estudiaba en la Universidad de Columbia. Por aquellas casualidades de
la vida, enfrente vivía Katharine Hepburn y el propio Benton relataba que, un
día, mientras estaba estudiando, miró por la ventana y vio a la actriz dando un
beso a Spencer Tracy en la calle porque él se iba a trabajar. Aquello le marcó
porque no hizo más que reafirmarle en la idea de dedicarse al cine. En cuanto
terminó sus estudios, no dudó en asociarse con su mejor amigo, David Newman y
se pusieron manos a la obra porque Benton tenía una idea rondando la cabeza. Su
padre había sido predicador en el Medio Oeste y fue el encargado de oficiar el
funeral de dos bandidos famosos en los años veinte que respondían a los nombres
de Bonnie Parker y Clyde Barrow. Con esos mimbres, Benton y Newman escribieron
el guión de Bonnie and Clyde,
película señera de los últimos sesenta que fue ofrecida primero a François
Truffaut, luego a Jean Luc Godard y, por último, al cineasta americano más
parecido a la corriente de la nouvelle
vague francesa que no era otro que Arthur Penn. El resultado fue un éxito
sin precedentes, catapultando al estrellato a Faye Dunaway y reafirmando el
ascenso imparable de Warren Beatty.
Con el éxito a sus
espaldas, Benton y Newman abordaron el viejo Oeste con una perspectiva
abrumadoramente cínica para Joseph Mankiewicz en El día de los tramposos, una película de ladrones, cárceles y
engaños con unos extraordinarios Kirk Douglas y Henry Fonda en los papeles
principales. A pesar de todo, fue un fracaso, aunque totalmente inmerecido, y
la pareja de guionistas, decididos a ser versátiles como el que más, se
pusieron manos a la obra con un homenaje a las screwball comedies de los años treinta y escribieron para Peter
Bogdanovich el guion de esa maravillosa comedia que es ¿Qué me pasa, doctor?.
El éxito de este último
guion animó a Benton a pasarse a la dirección, continuando con la colaboración
de Newman en el guion y lo hizo con una película que, de alguna manera, también
bebía de El día de los tramposos y se
tituló Pistoleros en el infierno, con
Jeff Bridges en el papel principal de esta historia de pícaros en el viejo
Oeste. No fue demasiado bien, pero Benton tenía otro as en la manga. ¿Qué
pasaría si un viejo detective, de aquellos que pateaban las calles en los años
cuarenta, se viera involucrado en un caso ya en su tercera edad? Eso es lo que
plantea la excelente El gato conoce al
asesino, con un maravilloso Art Cartney en el papel principal, achacoso y
con la inteligencia intacta dentro de un mundo que ya no es el de las luces de
neón de los cuarenta. Una excelente película que sitúa a Robert Benton como uno
de los directores más interesantes de mediados de los años setenta.
Robert Benton, eso sí,
comenzó a ser un nombre en boca de todos, con su siguiente película. Kramer contra Kramer fue su gran éxito,
la película por la que todos le recordarán al narrar crudamente un divorcio
traumático con el hijo de corta edad en el centro. Dustin Hoffman y Meryl
Streep se llevaron su primer Oscar en esta película, que también significó el
premio para Benton y ha quedado como uno de esos melodramas inolvidables que,
de alguna manera, siempre se ha demandado a Robert Benton que siguiera haciendo
aunque él, fiel a su versatilidad y a esa obsesión por retratar héroes que
siempre van a contra corriente, no ha hecho demasiado caso.
Se piensa mucho su
siguiente proyecto y se decide por un homenaje descarado a Alfred Hitchcock con
Bajo sospecha, una turbia historia de
misterio, excelente en su planteamiento y en su definición, con Meryl Streep y
Roy Scheider como protagonistas que, no obstante, fue un fracaso en taquilla.
Se resarció con crecer con En un lugar
del corazón, un melodrama de superación que significó otro premio de la
Academia para su protagonista, Sally Field y que nos descubrió el talento
magnífico de un actor, por entonces completamente desconocido, como John
Malkovich.
Pinchó en hueso con su
siguiente película, una pretendida comedia de misterio titulada Nadine, con Kim Basinger y Jeff Bridges.
El resultado fue tan malo que Benton siempre quiso repetir con Basinger porque
sentía que “le debía una película”.
No pudo satisfacer su pretensión. Nunca volvió a trabajar con ella. El fracaso
estrepitoso de esta película le relegó de los primeros puestos en la dirección
de la época y tardó cuatro años en volver a ponerse tras las cámaras y lo hizo
con la aceptable Billy Bathgate,
retrato algo tenue del mundo de la Mafia, con un excelente Dustin Hoffman en el
papel principal y con Nicole Kidman y Bruce Willis apareciendo por allí. Otros
tres años de hiato y sorprende con una comedia de altura, de esas de sonrisa y
listeza, titulada Ni un pelo de tonto, con
un maravilloso Paul Newman acompañado de Jessica Tandy, Bruce Willis y Melanie
Griffith. Algunos, incluso, quisieron ver que este Newman avejentado y
ventajista es un retrato de la ancianidad que hubiera sido la segunda parte
ideal de Hud, aquel vaquero de sentimientos
duros y desarraigados que Newman interpretó a principios de los sesenta al lado
de Patricia Neal.
Cuatro años después,
Benton regresó al cine negro con una de las mejores películas del género en los
noventa. Al caer el sol, con Newman,
Susan Sarandon, James Garner y Gene Hackman con una trama nostálgica y
brillante en pleno Hollywood que nos dejó, posiblemente, un gran regalo que
muchos no han sabido apreciar.
Las dos últimas
películas de Robert Benton no estuvieron a la altura de su talento y de su
condición. La primera de ellas fue La
mancha humana, con Anthony Hopkins y Nicole Kidman, de la que se esperaba
mucho al estar basada en una novela de enorme prestigio de Philip Roth y que no
pasó del aprobado justito. La otra fue El
juego del amor, con Morgan Freeman dominando la función basada en un
sentido mágico del amor, ese gran desconocido que creemos controlar cuando es
el sentimiento más incontrolable de todos. Una película agradable de ver, pero
corta en ambiciones y en el talento que se supone a su director.
Robert Benton sólo nos
dejó una muestra más de su talento en una película tan atípico y tan
arrolladoramente buena y desconocida como La
cosecha de hielo, con John Cusack y Billy Bob Thornton de protagonistas y
la dirección de Harold Ramis, una aguda incursión en el cine más perplejo sobre
unos tipos que quieren aprovecharse y tienen que vérselas con las situaciones
más sorprendentes y los enemigos más inesperados. Una excelente película con un
guion brillante que no ha tenido el reconocimiento que merecía.
Robert Benton se retiró
en 2007, ya hace dieciocho años, y nos dejó huérfanos del estilo y de la clase
de un gran cineasta que nos retrató las dificultades de una serie de personajes
al oponerse a las reglas establecidas. A menudo, triunfaron, igual que él. No,
no tenía ni un pelo de tonto, porque sabía que, en cada uno de sus
protagonistas, anidaba una parte, aunque fuera pequeña, casi ínfima, de todos
nosotros. Así era. Cercano y deambulando alrededor de la genialidad.