viernes, 6 de junio de 2025

OPERACIÓN NAPOLEÓN (2023), de Oskar Thor Axelsson

 

Nunca se podrán saber los pactos secretos que los Aliados llegaron a acordar con los nazis cuando se derrumbaba todo. Y esta historia es una ficción, sin duda, pero es una especulación interesante con un plan maquiavélico destinado a sacar a Adolf Hitler del país antes de que los rusos llegasen a Berlín. Todo dependía de un pago gigantesco en obras de arte y oro cuya localización dependía de un mapa que nunca llegó a su destino. Ergo, nunca se ejecutó el plan. Y son varias las fuerzas que tratan de impedir que se sepa la verdad de una leyenda que todo el mundo ha podido consultar en diversas fuentes de internet. Desde el hijo del responsable de la operación, hasta los alemanes que no ven con buenos ojos que nadie meta las narices en los restos de aquel avión que, por aquellas casualidades, ha sido localizado por unos tipos que les gusta investigar los glaciares islandeses.

Hasta ahí, una premisa muy atractiva, con un punto de partida interesante y que podría haber dado lugar a una película de cierto valor. Sin embargo, a pesar de la confianza que últimamente se deposita en el cine nórdico, esta producción islandesa peca de desgana. Hay momentos en los que parece que se cansan de seguir el hilo y le falta fuerza a todo cuando la historia la tiene. Todo se concentra en una responsable de marketing que tiene unas imágenes enviadas por su hermano que nadie debe ver. A partir de ahí, comienza una persecución que, en teoría, debería ser trepidante, pero que no deja de ser bastante rutinaria. La policía, ese orden esterilizado de un país que parece dormido, los tremendos paisajes de los glaciares islandeses, algún personaje de cierta gracia como el misterioso Einar, interpretado por Olafur Darri Olafsson, un tipo de cuidado a pesar de una apariencia afable y de una mirada llena de miedo. Algunos activos se guardan dentro de la película, pero aún así, se nota la flojera, probablemente producida por el frío que se gastan los habitantes islandeses y por su falta de pasión en la visión del entretenimiento. Esto es pura especulación, igual que el atractivo argumento que exhibe la película. Faltaría más.

Así que quedémonos con esa chica de mirada casi felina, Vivian Olafsdottir, que lleva el peso de toda la acción y que resulta casi más creíble como ejecutiva agresiva que como aventurera capaz de llevar el arma de la presión al límite. Permanezcamos con la premisa argumental que podría dar lugar a una segunda versión, europea o americana, siempre y cuando la dirección ponga algo más de carne en el asador. Estemos con el hallazgo de los personajes interesantes y con la evidente sensación de peligro que va creciendo según avanza la trama. Y pongamos algo de calor en lo que se cuenta, que el espectador merece un entretenimiento con garra, con fuerza, con pasión y con creencia en lo que se cuenta, aunque sea una mentira del tamaño de un glaciar.

jueves, 5 de junio de 2025

LA TRAMA FENICIA (2025), de Wes Anderson

 

Uno de los grandes problemas en el cine de Wes Anderson radica en la búsqueda incansable del equilibrio entre argumento y sátira. Mientras en El gran hotel Budapest ese punto intermedio era casi perfecto con el fondo de Stefan Zweig, en sus últimas propuestas como La crónica francesa y la insoportable Asteroid City, el argumento importaba muy poco y la sátira, demasiado. En esta ocasión, consigue contar algo más sin abandonar ese estilo tan suyo de viñeta casi de dibujos animados en imagen real, pero tampoco llega a convencer. Tal vez haya llegado la hora de que Anderson cuente otras cosas o, incluso, que las cuente de otra manera. Comienza a ser bastante aburrido.

Es cierto que en el apartado satírico consigue dar en la diana con dos o tres cosas y, por supuesto, Anderson es uno de esos directores que cuenta con legiones de admiradores que le encumbran hasta los puestos más altos de la mitología artística, lo que hace que se sostenga por los pelos en su apenas ganado prestigio. Mientras tanto, nos entretiene (es un decir) con una trama conspiranoica sobre los sucesivos intentos de asesinato de un acaudalado magnate que va de aquí para allá tratando de conseguir financiación para tapar una brecha pecuniaria de la que se nos va informando con sucesivos carteles, siempre inmersos en esa supuesta perplejidad graciosa que siempre propone.

Entre medias, tenemos a un protagonista que no se toma demasiado en serio a sí mismo, como Benicio del Toro, que lo hace realmente bien, y está adecuadamente acompañado por Michael Cera, un agente doble, que se vuelve triple, cual Jekyll y Hyde de personalidad aún más múltiple. También aparecen por allí Tom Hanks, Scarlett Johansson y Benedict Cumberbatch, en uno de los papeles más absurdos y gruesos de su carrera. A veces, uno se llega a preguntar qué diablos hace que los actores acepten determinados papeles.

Cuéntame algo, Wes, aunque sea una sucesión de chistes sin gracia…espera, que eso es lo que haces salvo cuando te pones algo ácido y sí que consigues sacar un par de sonrisas. El resto es inocuo, vacío. Y ya no digamos cuando te elevas a las mismas puertas del cielo y vemos que Bill Murray es Dios, Murray Abraham uno de los guardianes de la ley celestial y Willem Dafoe se viste con los ropajes de un sumo sacerdote. Todo eso para decir que Dios tiene muy poco que ver con lo que hacemos por aquí abajo. Espléndido.

Así que yo que ustedes, no perdería el tiempo. Me agarraría un libro de Tintín, especialmente de la mitad hacia el final de la colección. Por lo menos, ahí te cuentan una trama de misterio o de aventuras que, a buen seguro, deja en pañales lo que Anderson trata de no-contar. Es lo que pasa cuando se gastan adjetivos superlativos para ensalzar un supuesto genio y se llega a creer que cualquier cosa que hagan es maravillosamente punzante y brillante y todo lo que se les ocurra que termine en “ante”. Incluso, delirante.

En el fondo, Anderson nos está diciendo que vivimos una farsa que, en realidad, tiene muy poca gracia y que estamos dominados por los de siempre. Es una lástima que la imaginación también sea un combustible escaso y que estemos enchufados a una corriente eléctrica que no nos llega para un viaje completo. Si quieren colaborar para tapar esa brecha económica que él pretende llenar con cada una de sus películas, adelante. Puede que, en el fondo, los villanos sean ustedes.

miércoles, 4 de junio de 2025

ASYLUM (2014), de Brad Anderson

 

Imaginemos por un momento que en un hospital psiquiátrico se han cambiado todas las tornas. Los pacientes son los médicos y el personal sanitario está encerrado en las mazmorras de los casos más graves. Es un pequeño mundo al revés que es posible que pueda ser descifrado por ese joven médico de Oxford que se presenta allí para hacer sus prácticas. El asilo es algo parecido a una mansión fantasmal que emerge de la niebla para proyectar su larga sombra siniestra sobre un páramo de soledad y hastío. Por supuesto, con su correspondiente bosque en las cercanías. Nadie quiere llevar los suministros allí porque se amontonan doscientos enfermos, todos ellos de familias pudientes que pagan para perder de vista a sus seres queridos mentalmente destrozados. No obstante, el médico parece que empieza a percibir que los métodos de tratamiento no son precisamente muy académicos y comienza a sospechar que algo no va bien. No se descubre nada, amigos. Esto ocurre nada más empezar la película.

Antes hemos asistido a una cruel clase en la que se pone de manifiesto los anticuados métodos de la medicina de finales del siglo XIX con la exhibición de una mujer que, por pura casualidad, también estará internada en el psiquiátrico de alto nivel y baja niebla. Algo no cuadra. No sabemos muy bien el qué. Puede que los locos no estén tan locos. Puede que el personal médico no esté tan cuerdo. Ya se sabe, sólo hay una delgada línea que separa la locura de la cordura. Aquí, son unas cuantas escaleras.

Basada en un relato de Edgar Allan Poe, la película posee un principio muy atractivo. Hay buenos actores en su reparto, la bellísima Kate Beckinsale, Michael Caine, Ben Kingsley, Sinead Cusack…y otro que no es tan bueno como Jim Sturgess que se encarga del papel protagonista. Ése es uno de los problemas que conserva la cinta. Es incapaz de dar un matiz de cierta ambigüedad a un personaje que lo pide a gritos. Otro es la dirección. En lugar de ir en dirección de lo inquietante, el director Brad Anderson se decanta por lo evidente, dejando que la historia se le escape entre las manos y situándose muy lejos de las intenciones de Poe. Parece como si a Anderson le interesaran más los fiestorros que se preparan en la impostada superficie del hospital que en el brutal juego de poder que se ha establecido, que en el calculado misterio que envuelve todo el ambiente. Existe un giro final, bastante interesante en el que se pone de manifiesto el jaque mate, pero la película deja de funcionar demasiado pronto a pesar de las prometedoras premisas de su comienzo.

Y es que no es fácil retratar los laberintos mentales de los enfermos, ni las complicadas manías de los sanos. Es posible que, en esa época, fuera bastante difícil distinguir entre unos y otros porque los tratamientos que ponían en práctica los que se dedicaban al estudio y curación de las enfermedades mentales se podrían asemejar mucho a los de la tortura. No es fácil ir con cuidado y deslizar pistas aquí y allá, en un misterio que podría funcionar a la perfección siempre que los mecanismos estén bien engrasados. De todas formas, no me hagan caso. Yo sólo soy un enfermo del cine y puede que esté en la habitación de mi manicomio tratando de escribir unas cuantas letras que el director me va a borrar en unos minutos. En realidad, estoy notando una corriente eléctrica que me recorre el cuerpo…

martes, 3 de junio de 2025

EL GENIO DEL AMOR (1994), de Fred Schepisi

 

El amor no deja de ser una reacción química, así que algo de ciencia se puede hallar en el núcleo sentimental de cualquier relación. Perdónenme mi frialdad prosaica, pero es que cuando el accidente va a ocurrir porque está muy claro, es mejor que entren las ciencias a arreglar el desaguisado. Me explico. Resulta que la sobrina de Albert Einstein se ha enamorado de un petimetre universitario de altos vuelos y la chica merece algo mejor. El profesor Einstein, certero como siempre, encuentra que el chico adecuado es un joven mecánico de taller que es inteligente, pero tampoco tanto. Para que la sobrina se vea atraída por él, debería demostrar algo de su valía científica. Así que Einstein y sus estupendos colegas, los profesores Podolsky, Godel y Liebknecht, se ponen manos a la obra. Se rescata un antiguo trabajo de Einstein, se simula un encuentro casual en el que todos están discutiendo el loco proyecto de fusión fría de ese don nadie y la chica comienza a encontrarle atractivo.

La cosa es fácil y, al mismo tiempo, difícil. El pretendiente pretencioso quiere dejar al joven mecánico en ridículo y le somete a una serie de pruebas delante de la comunidad universitaria para demostrar que vale menos que un tubo de escape. No importa. Einstein, Podolsky, Godel y Liebknecht le soplan las respuestas con un método tan ingenioso que puede que sea uno de los exámenes más divertidos que se hayan visto en el cine. Sí, la película es una comedia romántica y, además, no se avergüenza de serlo, pero tiene momentos en los que no se puede evitar la carcajada.

Y es que más allá del triángulo que forman Tim Robbins, Meg Ryan y Stephen Fry como el engolado pretendiente, la auténtica gozada de esta película está en ver a cuatro viejos sabios jugando a ser celestinos con medios de inteligencia científica. Ahí están Walter Matthau como Einstein, divertido, sagaz, con diálogos maravillosos; Lou Jacobi como Godel, en su última aparición cinematográfica, un niño travieso que disfruta con los resultados; Gene Saks, el director de La extraña pareja y Descalzos por el parque, como Podolsky, tratando de sacar conclusiones filosóficas a las distintas reacciones experimentales; y Joseph Maher como Liebknecht, perplejo y aún así tremendamente preciso en sus líneas. El resultado es una película agradable, risueña, en la que incluso aparece el doble perfecto del presidente Eisenhower, el actor Keene Curtis, con instantes de alta comedia, con enredos, con esos cuatro viejos revoloteando alrededor de un periscopio para perderse la aparición de un cometa en el cielo porque es mucho más interesante la evolución del amor en el campus de la Universidad de Princeton. Y es que la sabiduría, probablemente, consiste en saber vivir y en aplicar los descubrimientos a la rutina, si es que el amor se puede considerar rutina, naturalmente.

Así que siéntense con la debida compostura. Es una conferencia magistral de cuatro actores ancianos que nos enseñan lo divertida que es la inocencia, lo gamberra que es la ciencia y lo entretenida que es la película. Saldrán encantados y, con toda probabilidad, con un aprobado firmado por estos cuatro profesores que, por encima de todo, quieren reírse.

viernes, 30 de mayo de 2025

ROBERT BENTON: NI UN PELO DE TONTO

 

Robert Benton vivió durante muchos años en el 244 de la calle 49 Este en Turtle Bay de Nueva York mientras estudiaba en la Universidad de Columbia. Por aquellas casualidades de la vida, enfrente vivía Katharine Hepburn y el propio Benton relataba que, un día, mientras estaba estudiando, miró por la ventana y vio a la actriz dando un beso a Spencer Tracy en la calle porque él se iba a trabajar. Aquello le marcó porque no hizo más que reafirmarle en la idea de dedicarse al cine. En cuanto terminó sus estudios, no dudó en asociarse con su mejor amigo, David Newman y se pusieron manos a la obra porque Benton tenía una idea rondando la cabeza. Su padre había sido predicador en el Medio Oeste y fue el encargado de oficiar el funeral de dos bandidos famosos en los años veinte que respondían a los nombres de Bonnie Parker y Clyde Barrow. Con esos mimbres, Benton y Newman escribieron el guión de Bonnie and Clyde, película señera de los últimos sesenta que fue ofrecida primero a François Truffaut, luego a Jean Luc Godard y, por último, al cineasta americano más parecido a la corriente de la nouvelle vague francesa que no era otro que Arthur Penn. El resultado fue un éxito sin precedentes, catapultando al estrellato a Faye Dunaway y reafirmando el ascenso imparable de Warren Beatty.

Con el éxito a sus espaldas, Benton y Newman abordaron el viejo Oeste con una perspectiva abrumadoramente cínica para Joseph Mankiewicz en El día de los tramposos, una película de ladrones, cárceles y engaños con unos extraordinarios Kirk Douglas y Henry Fonda en los papeles principales. A pesar de todo, fue un fracaso, aunque totalmente inmerecido, y la pareja de guionistas, decididos a ser versátiles como el que más, se pusieron manos a la obra con un homenaje a las screwball comedies de los años treinta y escribieron para Peter Bogdanovich el guion de esa maravillosa comedia que es ¿Qué me pasa, doctor?.

El éxito de este último guion animó a Benton a pasarse a la dirección, continuando con la colaboración de Newman en el guion y lo hizo con una película que, de alguna manera, también bebía de El día de los tramposos y se tituló Pistoleros en el infierno, con Jeff Bridges en el papel principal de esta historia de pícaros en el viejo Oeste. No fue demasiado bien, pero Benton tenía otro as en la manga. ¿Qué pasaría si un viejo detective, de aquellos que pateaban las calles en los años cuarenta, se viera involucrado en un caso ya en su tercera edad? Eso es lo que plantea la excelente El gato conoce al asesino, con un maravilloso Art Cartney en el papel principal, achacoso y con la inteligencia intacta dentro de un mundo que ya no es el de las luces de neón de los cuarenta. Una excelente película que sitúa a Robert Benton como uno de los directores más interesantes de mediados de los años setenta.

Robert Benton, eso sí, comenzó a ser un nombre en boca de todos, con su siguiente película. Kramer contra Kramer fue su gran éxito, la película por la que todos le recordarán al narrar crudamente un divorcio traumático con el hijo de corta edad en el centro. Dustin Hoffman y Meryl Streep se llevaron su primer Oscar en esta película, que también significó el premio para Benton y ha quedado como uno de esos melodramas inolvidables que, de alguna manera, siempre se ha demandado a Robert Benton que siguiera haciendo aunque él, fiel a su versatilidad y a esa obsesión por retratar héroes que siempre van a contra corriente, no ha hecho demasiado caso.

Se piensa mucho su siguiente proyecto y se decide por un homenaje descarado a Alfred Hitchcock con Bajo sospecha, una turbia historia de misterio, excelente en su planteamiento y en su definición, con Meryl Streep y Roy Scheider como protagonistas que, no obstante, fue un fracaso en taquilla. Se resarció con crecer con En un lugar del corazón, un melodrama de superación que significó otro premio de la Academia para su protagonista, Sally Field y que nos descubrió el talento magnífico de un actor, por entonces completamente desconocido, como John Malkovich.

Pinchó en hueso con su siguiente película, una pretendida comedia de misterio titulada Nadine, con Kim Basinger y Jeff Bridges. El resultado fue tan malo que Benton siempre quiso repetir con Basinger porque sentía que “le debía una película”. No pudo satisfacer su pretensión. Nunca volvió a trabajar con ella. El fracaso estrepitoso de esta película le relegó de los primeros puestos en la dirección de la época y tardó cuatro años en volver a ponerse tras las cámaras y lo hizo con la aceptable Billy Bathgate, retrato algo tenue del mundo de la Mafia, con un excelente Dustin Hoffman en el papel principal y con Nicole Kidman y Bruce Willis apareciendo por allí. Otros tres años de hiato y sorprende con una comedia de altura, de esas de sonrisa y listeza, titulada Ni un pelo de tonto, con un maravilloso Paul Newman acompañado de Jessica Tandy, Bruce Willis y Melanie Griffith. Algunos, incluso, quisieron ver que este Newman avejentado y ventajista es un retrato de la ancianidad que hubiera sido la segunda parte ideal de Hud, aquel vaquero de sentimientos duros y desarraigados que Newman interpretó a principios de los sesenta al lado de Patricia Neal.

Cuatro años después, Benton regresó al cine negro con una de las mejores películas del género en los noventa. Al caer el sol, con Newman, Susan Sarandon, James Garner y Gene Hackman con una trama nostálgica y brillante en pleno Hollywood que nos dejó, posiblemente, un gran regalo que muchos no han sabido apreciar.

Las dos últimas películas de Robert Benton no estuvieron a la altura de su talento y de su condición. La primera de ellas fue La mancha humana, con Anthony Hopkins y Nicole Kidman, de la que se esperaba mucho al estar basada en una novela de enorme prestigio de Philip Roth y que no pasó del aprobado justito. La otra fue El juego del amor, con Morgan Freeman dominando la función basada en un sentido mágico del amor, ese gran desconocido que creemos controlar cuando es el sentimiento más incontrolable de todos. Una película agradable de ver, pero corta en ambiciones y en el talento que se supone a su director.

Robert Benton sólo nos dejó una muestra más de su talento en una película tan atípico y tan arrolladoramente buena y desconocida como La cosecha de hielo, con John Cusack y Billy Bob Thornton de protagonistas y la dirección de Harold Ramis, una aguda incursión en el cine más perplejo sobre unos tipos que quieren aprovecharse y tienen que vérselas con las situaciones más sorprendentes y los enemigos más inesperados. Una excelente película con un guion brillante que no ha tenido el reconocimiento que merecía.

Robert Benton se retiró en 2007, ya hace dieciocho años, y nos dejó huérfanos del estilo y de la clase de un gran cineasta que nos retrató las dificultades de una serie de personajes al oponerse a las reglas establecidas. A menudo, triunfaron, igual que él. No, no tenía ni un pelo de tonto, porque sabía que, en cada uno de sus protagonistas, anidaba una parte, aunque fuera pequeña, casi ínfima, de todos nosotros. Así era. Cercano y deambulando alrededor de la genialidad.

jueves, 29 de mayo de 2025

MISION IMPOSIBLE: SENTENCIA FINAL, PARTE 2 (2025), de Christopher McQuarrie

Todo héroe debe valorar el precio de su hazaña. Es posible que, una vez tras otra, Ethan Hunt haya tenido que salvar al mundo de los villanos de la peor especie tratando de salvaguardar la seguridad de aquellos a los que más quiere. En la mayoría de los casos, tuvo que arriesgar muchas vidas para que todo saliera bien. Por eso, en una paradoja imposible sobre héroes y villanos, es posible que sea el único capaz de detener a esa inteligencia artificial que ha tomado conciencia de sí misma y, al mismo tiempo, sea el villano perfecto sobre el que caerá toda la condena de la Humanidad si no consigue sus objetivos. Demasiada responsabilidad para alguien que se ha lanzado al peligro sin pensárselo dos veces.

Nuevamente, el enemigo es esa máquina del infierno que puede combinar millones de cálculos previstos para manejar todas las posibilidades y, aún así, seguir con sus metas de maldad fría y disparatada, aunque según el devenir de estos tiempos diabólicos, cada vez más probable. Tendrá que echar mano de todos aquellos que le han venido apoyando en su penúltima aventura y tendrá el añadido de algún viejo conocido que nadie espera porque se quedó clavado para asumir un destierro. Algo de oscuro tiene esta aventura del señor Hunt. Debe arriesgarse al máximo, manejando un tablero de ajedrez en el que la velocidad es vital, el tiempo sigue machacando con su impertinente caer de segundos y todos quieren controlar esa inteligencia cibernética que es mejor que, simplemente, desaparezca. ¿Mejor para quién? ¿Mejor para qué?

En estas últimas y levemente desesperanzadas aventuras del señor Hunt, Tom Cruise realiza un homenaje en toda regla al personaje. Alguien que, de alguna manera, ha marcado a generaciones que han crecido viendo cómo se enfrentaba al aún más difícil con una entereza y una decisión que le obligaba siempre a tomar decisiones extremas. ¿Y qué es una persona sino la suma de todas sus decisiones? Eso es lo que define a Ethan Hunt, un héroe que ha ido más allá de lo imposible para colocarnos en el primer plano de la acción más trepidante, con una saga que, a excepción de la segunda entrega, se ha colocado, tal vez, como la mejor de todos los tiempos por su ritmo endiablado, sus problemas insolubles, su continua advertencia sobre los malvados posibles y probables y su increíble resistencia a un mundo que, sencillamente, no le merece. Por eso, Ethan Hunt debe desaparecer una vez más entre la multitud, llevándose todos sus secretos y sus anhelos, sabiendo que hizo lo que debía, destilando cariño a todos aquellos que han sido su soporte y su defensa. Hasta la vista, señor Hunt. Y gracias. Volveremos a verle en futuras revisiones y, con toda seguridad, alguien recogerá el testigo dentro de algunos años para volver a acompañar a dos o tres generaciones más por los andares de la estúpida evolución humana.

El resultado es una película que maneja admirablemente el suspense por encima de la acción. Se nota que hay un trabajo especialmente cuidadoso en la narración de las acciones paralelas, con ideas originales y atrevidas. Por el lado negativo, podríamos anotar que no hay interpretaciones, sólo acciones. Incluso Tom Cruise que es un actor más que solvente, no tiene ninguna escena en la que demostrar su sabiduría dramática. Aún así, la música de Lalo Schifrin en ese insano compás de cinco por seis mientras nos dice con el ritmo en código Morse las siglas M-I ya se ha quedado para siempre en nuestra memoria física y sensitiva. Al fondo, muchos secundarios de enjundia, escenas mágicas repartidas en distintas entregas, aquí, incluso, podemos destacar un par de ellas. Nuestra emoción se ha adherido a los fotogramas de esta cédula de espías que siempre tienen que cortar cables, mirar el cronómetro, acabar con el ladino malvado de turno y rebelarse contra un sistema que nunca dejó de tratar a nuestro señor Hunt como un mercenario. Hasta la vista, señor Hunt. Nunca podremos olvidarle.

 

miércoles, 28 de mayo de 2025

EL MURO (The wall) (1982), de Alan Parker

 

Frecuentemente, cuando caen las lágrimas, nadie está allí para recogerlas. En una habitación de hotel, una estrella del rock inicia su particular descenso hacia la locura mientras en su enferma mente se suceden las imágenes de su infancia, de su madre, de su padre, de su terrible inseguridad, de la guerra, de las cosas que han pasado, de las cosas que desearía que hubieran pasado. Todo se está derrumbando a su alrededor y sólo queda ese muro que no puede atravesar porque es demasiado sólido, demasiado macizo como para arremeter contra él. Al mismo tiempo, esas imágenes que van surgiendo en su cerebro se acompañan de una música extraña que parece esperar el inevitable desenlace de que ese cantante sin pasado ni destino se arroje de una vez por la terraza del edificio.

El tipo se mira al espejo y no sabe cuántas historias anidan en su interior. Parece que fue ayer cuando fue a la escuela y los profesores le trataron como a uno más o, incluso, alguno que otro trató de humillarlo porque, al fin y al cabo, la enseñanza no es otra cosa que un ladrillo en el muro. Vio cómo los aviones se convertían en cruces mientras todos los jóvenes de la generación de su padre marchaban hacia el frente y nunca volvió a ver a quien más quería. Eso degeneró en una sobreprotección exagerada por parte de su madre, que nunca ha dejado de ejercer como tal, como si ahora, con un matrimonio fracasado, una vida hecha, millones de libras en el banco y demasiadas mochilas arrastradas, necesitase que alguien le vigilase y le cuidase. No, mamá. ¿Tú crees que lo mejor es tirar la bomba y acabar con todo?

Experimento de arte y ensayo donde, de un modo ciertamente especial y atrayente, Alan Parker articuló una historia de desesperación alrededor del famoso álbum del grupo Pink Floyd The wall. Usando todo tipo de recursos, la película es como un viaje al interior del pensamiento de ese protagonista que está caminando por un filo que le corta en la planta de los pies y está deseando saltar hacia el lado equivocado. Mientras tanto la certeza de que la vida no ha merecido la pena, de que los sueños se han quedado estancados en algún lugar por el camino, de que el amor ha sido algo tan efímero que apenas ha quedado tiempo para disfrutarlo, se agolpa en el interior de un hombre que cree que terminar con todo es la salida más lógica. Aunque lo lógico no sea precisamente el área que mejor domine. Es un alma en llamas que grita pidiendo auxilio aún sabiendo que nadie le oye. Son alaridos de vida en un entorno que sólo le llama hacia el otro lado del muro. Quizá deba de destruir esa pared y hacer que desaparezca. Quizá pueda. Quizá…

Sin duda, esa puede ser una salida mucho mejor que estar esperando a que los gusanos te devoren sentado al otro lado de ese muro que no debería estar cercando las ideas de alguien que, en el fondo, lo único que ha querido es el cariño sincero, moderado y sereno de aquellos que le han amado… si es que ha habido alguien.