viernes, 26 de abril de 2024

MEMENTO (2000), de Christopher Nolan

 

Escribir. Artículo. Película. Nolan.

Debo hacer memoria, si es que se puede llamar así. Vi esta película y quedé impactado por la tremenda originalidad de sus premisas, pero me olvidé rápidamente de ella. Tal vez porque había muchas otras películas que ver. O puede que fuera porque la vida y su rodillo pasaron por encima de mis recuerdos, siempre veloces, inaprensibles y fugaces.

Memoria. Película. Impacto. Recuerdos. Vida.

No es fácil narrar una película de atrás hacia adelante, en tramos de diez minutos porque la huella del pasado vuela como el aire invisible. Cierto es que las sensaciones duran un poco más. Uno siempre se acuerda de lo que sintió aunque no se acuerde de por qué lo sintió. Es la tiranía de la permanencia. Es la dictadura de lo etéreo. No hay vida si no hay recuerdos. No hay recuerdos si lo que más se quiso, se evaporó.

Pasado. Aire. Sensaciones. Permanencia. Etéreo. Recuerdos. Recuerdos.

La noche cae, y el sueño se erige como amo y señor de la mente. Al día siguiente, todo será un velo negro, sin tramos que revivir, sin experiencias que marquen. Alguien muere. Y eso es lo que queda. La muerte. La ausencia. La nada. La misma que se presenta cada mañana, cada diez minutos, con su apisonadora de aplastamiento. Somos lo que recordamos. No se recuerda nada. No somos nada.

Noche. Sueño. Experiencias. Muerte. Ausencia. Nada.

Christopher Nolan, sí, se me aparece su nombre. Y me dice que quiso romper fronteras con esta película. Quiso romper de otra manera la estructura narrativa, creada para dar saltos hacia atrás hasta llegar al mismo origen del problema. Guy Pearce, otro nombre que pasa rápido por mi memoria, parece estar a sus órdenes con diligencia, con cierta entrega, con la certeza de que tiene que interpretar a alguien que no sabe interpretar porque no recuerda el texto. Algo así como un crítico de cine que no tiene mucho que decir.

Fronteras. Estructura. Problema. Profesionalidad. Yo.

Y así, con cierta pasión por romper la línea de narración y volverla a juntar como se pueda, Nolan realiza una película que acaba por dejar huella en el recuerdo, a pesar de que se trata de no recordar nada. A veces, lo sabemos, la mente posee esos mecanismos de autodefensa para no tener que enfrentarse con lo que es demasiado horrible para su entendimiento. Desde el primer momento, Nolan consideró al espectador alguien inteligente, y dejó en sus manos la facultad de recordar o de olvidar. Todo depende de la calidad que se demuestra en cada película, en cada nueva historia que, al momento, se convierte en viejo recuerdo.

Pasión. Huellas. Mecanismos. Películas que se olvidan. Películas que se recuerdan.

La vida está contenida en la siguiente letra que se deja impresa. La vida es todo aquello que deja constancia y que, luego, se puede contar. Por eso el cine posee tanta vida. Por eso la letra es el testimonio de lo que somos capaces de hacer, de dar, de recibir, de transmitir, de impulsar, de idear, de crear, de embellecer. Y, también, es la declaración definitiva de la verdad.

martes, 23 de abril de 2024

CIVIL WAR (2024), de Alex Garland

 

Debido a una charla sobre "Cine y teatro" en Chiclana de la Frontera, mañana no habrá artículo. Para compensar, lo publicaré el lunes, día 29 de abril. El viernes, por supuesto, sí lo habrá. Mil disculpas.

Se da a entender que un gobierno vira tanto hacia el fascismo que algunos estados se levantan en contra del país para declarar una secesión con el apoyo del ejército. Por supuesto, no faltan aquellos extremistas que no pierden la ocasión para sacar sus armas, porque todo el mundo tiene unas cuantas, enfundarse un uniforme de camuflaje y convertirse en ejecutores de todo aquel que no sea sola y exclusivamente americano. En medio de todo ello, unos periodistas tratan de sacar instantáneas de la muerte en plena acción. Con disparos secos. Sin piedad. Sin ninguna apreciación por la vida de nadie. Es ese momento en el que la muerte envía sus huestes.

Planteada más como un homenaje a los reporteros de guerra que ponen en riesgo el pellejo con tal de contar la verdad, algo a lo que, lamentablemente, nos estamos acostumbrando hoy en día, Alex Garland dirige una película que no hace concesiones. Es dura, con momentos realmente terribles aunque el espectador acompañe en todo momento a esos periodistas que recorren una parte del país con tal de conseguir una entrevista con un presidente de personalidad volátil y voluntad totalitaria. Por el camino descubriremos a un redactor que trata de conservar la cordura aunque tienda a ahogar sus miedos y su rabia en el alcohol, a una fotógrafa que ya ha comprado el billete de vuelta y que está a punto de no aguantar más, a una novata que sueña con cazar los instantes más impactantes y a un veterano de las líneas que ya no puede correr y que está al borde del final. De fondo, un país arrasado en el que se confunden quiénes son unos y otros y en el que la vida tiene menos valor que una bala. Emboscadas con francotiradores, matanzas indiscriminadas, batallas feroces, esquinas traicioneras…todo pasa por delante de estos cuatro testigos que acabarán pagando la osadía de contar de forma muy cara.

De paso, ya que estamos revolcándonos en el fango, la película no deja de ser un recordatorio de la obligación que tienen los periodistas con la verdad. Si ellos no la cuentan, nadie la contará. Más allá de tendencias ideológicas, de ventas de líneas vergonzosas, de intereses que escapan a los mortales comunes, los periodistas deberían ser héroes de la sinceridad, sin perder la objetividad. Se juegan mucho. Y muchos juegan con la credulidad y el deseo de las gentes perdidas en situaciones extremas.

A destacar la interpretación desencantada y amarga de Kirsten Dunst, que exhibe cicatrices causadas por tanto horror en su mirada que se vuelve opaca desde el cristalino azul de sus ojos. Garland, por otro lado, demuestra dos virtudes muy evidentes. Una de ellas, fundamental en la película, es el impactante uso del sonido. La otra es el aprovechamiento totalmente funcional y creíble que hace de los recursos de los que dispone que, para algún que otro avezado, se notan algo limitados. El conjunto es una historia que hace que salgamos de la sala cabizbajos, con algunas imágenes repitiéndose para que no podamos olvidar lo que está ocurriendo en distintas partes de este planeta al que llamamos hogar y que estamos convirtiendo en el infierno.

Está muy lejos de ser una película fácil. Está muy cerca de rozarnos con disparos certeros desde algún lugar ignoto y oculto. Cuando la guerra cae cerca, no sabes de dónde viene la mordedura del diablo. Y, a veces, es mejor morir que arrastrarse para dar un testimonio de lo bajo que puede llegar a caer el ser humano. 

LA CARCOMA (1971), de Ingmar Bergman

 

El amor es como la carcoma. Va horadando las estructuras de lo que somos para reducirnos a seres huecos sin alma. En algún lugar de Suecia, una mujer no sabe muy bien lo que es experimentar esa sensación tan caníbal. Está felizmente casada con un hombre que la quiere y la cuida, pero eso no es suficiente. Y se da cuenta cuando conoce a un americano, un tal David, que tiene todo lo bohemio y es lo suficientemente atrayente como para olvidarse que ella tiene un anillo en el dedo. Sin embargo, David no es un hombre cualquiera. Es un superviviente del Holocausto y eso lo arrastra en la mochila de su moral y de su existencia. Posee los sentimientos de culpabilidad de los que han seguido adelante y, además, también guarda una especie de rencor contra el mundo. Eso hace que, de vez en cuando, tenga algún estallido de violencia. Eso, a ella, lejos de parecerle una razón para huir, es una para quedarse. Mientras tanto, de alguna manera, sigue siendo fiel a su marido. No todo es lo físico. Eso sólo es el pasto de la carcoma. Lo que cuentan son los rincones que reservamos en algún lugar de nuestro interior, destinado solamente a permanecer como santuarios en los que sólo se deja entrar a quien ayudó a construirlos.

Y es que la tentación de salir de la rutina suele ser muy poderosa. No es fácil mantener las emociones encerradas, ustedes lo saben bien. Todos mantenemos una doble personalidad que se ahoga y se salva a cada segundo, según vayan sucediendo los acontecimientos. David es un hombre que se mueve en el límite y no sabe quién es la mujer de la que se ha enamorado. Carcoma, carcoma, sigue avanzando en su camino en la madera, resintiendo toda fortaleza, llamando al derrumbamiento. Somos un cúmulo de vulnerabilidades que tratamos de mantenernos en pie acudiendo a cualquier recurso. El amor es escurridizo, inasible, a menudo, viscoso. Y es hora de ajustar cuentas con el alma.

Ingmar Bergman realizó esta película de triángulo y derrota con Elliott Gould, Max von Sydow y Bibi Anderssen en los papeles principales. En ellos, dibuja el lento desgaste de la carcoma que crece sin parar en aquellos seres que enferman de amor. No tuvo demasiado éxito esta película en su momento y está lejos de ser una de las peores del director, pero llega a ser comprensible porque mantiene a los actores suecos dentro de un registro de estoicismo, mientras a Gould le concede más espacio y eso no le sienta bien a la historia. El resultado es una película que exuda romanticismo, en el que, dentro del particular estilo de Bergman, nos podemos ver reflejados en ese mar de pasiones encontradas de tres personajes que no son más que islas azotadas por el viento. Es más cercana y, también, más hiriente porque vemos ansiedades y deseos que pueden identificarse con nosotros. Y, al mismo tiempo, también notamos distancias y alejamientos que todos hemos experimentado. La carcoma entra y sale sin saber muy bien cómo, pero sus huellas quedan atrás en forma de minúsculos agujeros que siempre quedan por cerrar.

viernes, 19 de abril de 2024

TOM JONES (1963), de Tony Richardson

 

El destino tiene cosas que acaban por ser un ejemplo de la picaresca. Imaginemos a un niño abandonado en la cama de un caballero pudiente. Sorprendido, trata de hallar a los responsables y acusa a los primeros que tiene a mano. Sin embargo, no es mala persona, y tratará de educar al niño como un caballero. Puede que Tom no tenga conductas propias de la época, pero sí que consigue ser un caballero. Tiene un sentido de la justicia bienhumorado, sabe lo que está bien y lo que está mal, lo pasa en grande, eso es verdad, y salta de jardín en jardín hasta que encuentra a la mujer de sus sueños en Sophie Western. A partir de ahí, el destino comienza a mover sus piezas de forma caprichosa, aunque sabe que, al final, todo encajará a la perfección. Tom cae en desgracia, Tom debe marcharse, Tom es agredido y asaltado, Tom llega a Londres. El chico, hay que reconocerlo, es bien agraciado y no dice nunca que no a pesar de que su corazón sigue perteneciendo a la ingenua Sophie. Las convenciones sociales son el principal enemigo y Tom se dedica a volarlas con pólvora bien mechada. No obstante, guarda una virtud sorprendente. Puede que no le gusten o no le importen las reglas establecidas, pero tiene una ética que hace que no sea el típico aprovechado, estúpido, lánguido y soso de su contrincante en el corazón de Sophie. Ella no le ama, pero el taimado Blifil conspirará en contra de Tom. Inglaterra se convierte en una cama y una de las conquistas de Tom puede que, incluso sea su madre. Válgame el cielo, qué atrevimiento. Camisones al viento y espadas desenvainadas, que un falso testimonio estará a punto de enviarle al patíbulo. Tom es un buen hombre y eso escasea en la pérfida Albión.

Ninguno de los integrantes del equipo de la película quedó satisfecho con el resultado de la película. Basada en una novela picaresca de Henry Fielding, con adaptación del gran John Osborne, el director Tony Richardson pensó que, en cierto modo, era una traición a los preceptos del free cinema al que pertenecía. Al protagonista Albert Finney le pareció una película aburrida. Al ladino Blifil, interpretado por David Warner, le granjeó un buen puñado de enemistades porque se sintió maltratado. A la bellísima Susannah York no hubo quien la tosiera. Sin embargo, en contra de todo pronóstico, cuando se estrena, la película triunfa de forma arrolladora. Gana cuatro Oscars en 1963, entre ellos mejor película y mejor dirección, es el espaldarazo al free cinema. Su ritmo llega a ser frenético narrando las andanzas de este pícaro inglés del siglo XVII. La producción es espectacular, con una ambientación excepcional. Las interpretaciones de todos los actores son muy destacables, incluso la de Hugh Griffith, borracho durante la mayor parte del tiempo que duró el rodaje, como el padre de Sophie. Hay calidad, quizá algún momento algo desquiciado, pero Richardson no deja pasar la oportunidad de criticar a la sociedad británica de cabo a rabo y, de paso, tiene momentos de alta comedia y baja cama. Hoy en día, igual que el resto de esos jóvenes airados que revolucionaron la literatura, el cine y el teatro británico, permanece en el olvido. Y causó un impacto tremendo por su libertad, por su sana sinceridad, por su risueña osadía. Algo que, desgraciadamente, ya se ha perdido en los procelosos mares de lo políticamente correcto.

miércoles, 17 de abril de 2024

LA PRIMERA PROFECÍA (2024), de Arkasha Stevenson

Si no lo digo, reviento. Cincuenta años después de escucharlo por primera vez, aún me estremezco al escuchar las notas del Ave Satani, de Jerry Goldsmith, eso sí, convenientemente remasterizada. Esta sólo es una de las virtudes que adornan esta precuela de La profecía, de Richard Donner. Más allá de eso, se puede destacar el altísimo ritmo de inquietud que se imprime a esta historia que nos descubre la historia de la desconocida madre del niño Demian. Después del debido planteamiento, no hay escena en la que no haya algo enormemente turbador, o terriblemente tenso, o espantosamente temido. Y eso es muy difícil en una película de terror que no cae en los errores habituales del género en los últimos tiempos.

Y es que la conspiración para instalar el reino del Anticristo en los vivos arranca desde mucho antes de aquella decisión tomada por el embajador estadounidense en Roma de adoptar un niño recién nacido después de que su hijo natural se malograse…aunque, tal vez, no fue exactamente así. Es cierto que hay alguna que otra escena que no queda demasiado ajustada porque, con toda probabilidad, el montaje quiso añadir más precipitación, pero se perdona porque llega un momento en que, en la propia sala de cine, comienza a sentirse que la oscuridad posee personalidad propia. Se mueve, se siente y se llega a sentar al lado en la butaca contigua. También no es menos cierto que, al final, decae ligeramente, pero, aún así, mantiene el pánico presentido y que todo, de alguna manera, cuadra con lo que vimos hace cinco décadas. El Diablo se hizo carne y ya el miedo nunca volvió a ser lo mismo.

En esta ocasión, nos movemos por los turbios terrenos de la iglesia más rancia, deseosa de instalar los deseos del maligno a través de su propio mesías y que, además, aquello no se hizo realidad al primer intento. El Diablo, ya se sabe, se introduce en aquellas almas que más puras pueden ser. Y sus obras salen del mismo fuego y de la misma rabia contra Dios. En unos tiempos en los que la fe es un bien en desuso, la bestia campa por sus respetos. La primera víctima es la propia iglesia que, en su lado más oculto, acoge a todos aquellos que hacen de ella una cueva de maldad y de ignominia.

Curtida en mil batallas televisivas, la directora Arkasha Stevenson consigue una película llena de brío, con muchas ganas de contar y, para ello, se agarra con fuerza al esforzado y notable trabajo de Nell Tiger Free como la novicia que se traslada a Roma para tomar los hábitos definitivos y que se mueve temerosa por los rincones tenebrosos de una iglesia que ha perdido el centro de su fe y busca nuevas fórmulas para enganchar a un mundo descreído y turbulento, que está destruyendo sus valores a conciencia. Por supuesto, hay referencias conocidas y algún que otro personaje al que se explica con más paciencia que en su aparición en la película original. Stevenson no alcanza una historia redonda y sin fisuras, pero no cabe duda de que hay oficio y de que el intento, en una mirada general, es más que notable.

No está de más echarse un vistazo a las desventuras del Embajador Thorne, aquel personaje interpretado por Gregory Peck, antes de acercarse a ver este explicado y repleto de crispación capítulo primero de la venida del demonio al mundo. Quizá así se tenga una visión a vista de cancerbero de lo que son las puertas del infierno. Basta con hacerse preguntas ante lo inexplicable de algunos comportamientos y en no olvidar que el seis de junio, a las seis de la mañana, lo imposible se convierte en verdad absoluta. Como los quejidos de las voces en eco de los centenares de templos que adornan una ciudad como Roma. Si conseguimos separarlos, encontraremos que en uno de ellos se profiere el alarido que da comienzo a la era del caos.         

 

CARRIE (1976), de Brian de Palma

 

Las risas de los demás pueden ser tan hirientes como un cubo de sangre derramado sobre la cabeza. Y, a menudo, nadie es consciente de ello. Y eso sí que no es una cuestión de libertad porque nadie tiene derecho a reírse de nada de lo que le pase a otro. Carrie es una chica que sólo quiere ser considerada normal, aunque ella misma sabe perfectamente que no lo es y no por lo que la gente piensa. Tiene problemas en casa, con una madre desequilibrada, que se ha sentido maltratada por los hombres y, aderezada con una iconografía religiosa fanática, se ha decantado por echar la culpa de todos los males a los perversos machos que sólo quieren una cosa de las chicas. Carrie sólo desea una vida tranquila, con amigos y amigas, quizá algún amor si se presenta, quizá alguna alegría de vez en cuando. No es ambiciosa. Sólo es tímida. Y, sin embargo, ella guarda dentro de sí una serie de facultades que escapan a todo entendimiento. Si los sembradores de burlas supieran lo que oculta en su interior, se reirían menos, se cortarían un poco más, tendrían miedo.

La vida dentro de un instituto siempre es dura. Los jóvenes están pendientes de lo que dirán los demás, de las miradas, de los gestos, de las palabras mal dichas y, también, de las bien dichas aunque sean muy escasas. Cualquier detalle puede ser objeto de chanza. Un hilo de un pantalón, una lágrima no deseada, algo mal pronunciado, una furtiva ojeada a alguien atractivo…Es la estupidez propia de una juventud que se define a sí misma como errante y aventurera, inconsciente y temeraria, tonta y fútil. Es el camino hacia la madurez, desde luego, pero es una etapa en la que se puede hacer mucho daño porque las personalidades no están cerradas y no hay escudos suficientes como para protegerse de la provocación y de la burla más insidiosa. Aunque quizá los que no tienen escudos suficientes son los demás si Carrie está dispuesta a demostrar lo que ella es y lo que ella vale.

Brian de Palma dirigió con un estilo muy propio de los setenta una de las mejores adaptaciones de Stephen King en su primera novela, con un reparto de jóvenes que estaban dispuestos a llegar muy alto en el cine de entonces y que consiguieron arrancar una serie de escalofríos con este muestrario de acosos escolares (algo bastante inherente a la literatura de King) que llegaba hasta la crueldad con la ignorancia como bandera porque, detrás de cada persona, siempre hay un conflicto. Carrie tiene el suyo y sabe utilizar la respuesta. Más vale no humillarla, ni agitar demasiado ese sentimiento de superioridad teñido de imbecilidad que muchos jóvenes, de entonces y de ahora, no han dejado de enseñar. La sangre va a correr. El fuego se va a extender. Y entonces ya no habrá risas. Habrá llantos. Ya no habrá complicidades tóxicas. Habrá muertes repentinas. Ya no habrá nada. Ni siquiera madres fanáticas reprimidas sexualmente y refugiadas a los pies de una cruz. Sólo la voluntad propia, que acabará por esconderse y salir sólo cuando Carrie lo desee.

martes, 16 de abril de 2024

LA BELLA DE MOSCÚ (1957), de Rouben Mamoulian

 

“Amo el este, oeste, norte y sur de ti”. Y es que París tiene estas cosas, este no sé qué de seducción que resulta especialmente atractivo para los que no lo han probado ni de lejos. Las burbujas de un champagne, la embriaguez de la noche, el lujo de un hotel y el cariño de un tipo que bailaba con alas en los pies. No se puede pedir más. Incluso cuando todo acaba y hay que regresar a compartir una casa con otros dos núcleos familiares y se compone algo realmente fresco como es un blues rojo para acabar montando una fiesta al ritmo de rock and roll en el Ritz. Todo se desliza sobre el suelo en un baile grácil y totalmente etéreo para encontrar el amor enfundado en unas medias de seda. Siberia espera, caballeros y señora. Tal puede ser el final cuando resulta que las tentaciones de París se convierten en razones para desertar. Apúrense.

Uno de los últimos musicales de Fred Astaire emparejándose de nuevo con quien fue su mejor compañera de pasos, Cyd Charisse, para volver a contar la historia que ya se conocía con Ninotchka, de Ernst Lubitsch e, incluso, con la mediocre Faldas de acero, de Ralph Thomas, con Bob Hope y Katharine Hepburn. En esta ocasión, la novedad reside en las canciones de Cole Porter que, además, odiaba la inclusión de The Ritz Roll and Rock como número final porque era un ritmo que no le gustaba nada y que sólo respondía a una moda que se alejaba mucho de sus melodías habituales. Sin embargo, el resultado es encantador, con Astaire y Charisse paseando su amor por París y ella realizando ese número excepcional que es Red Blues en el piso de Moscú. En la parte cómica, no hay que olvidar la lección que imprimen los tres comisarios interpretados por Peter Lorre, Jules Munshin y Joseph Buloff, encantados con el descubrimiento de vida más allá del Berlín Oriental y abatidos con la posibilidad de regreso a Moscú. La dirección de Rouben Mamoulian es relajada, sin pretensiones, sólo con la intención de hacer un musical divertido sobre una historia conocida. Y así, de alguna manera, nosotros también acabamos amando el este, el oeste, el norte y el sur de ti.

Y es que quién no se ha sentido frustrado cuando se ofrece el mundo a alguien que parece que no quiere saber nada del amor y de sus catastróficas consecuencias. Si no se piensa en algo, simplemente no existe. Y es mejor no saber que otras cosas y otras formas de vivir existen. Un gimnasio se puede convertir en una maravillosa pista de baile con todos sus accesorios, unas piernas pueden transportarnos a lugares de ensueño y el buen gusto, se quiera o no, siempre atrae a todo el mundo cuando se liberan los prejuicios clasistas de la lucha de clases. Cariño, amor mío, el este, oeste, norte y sur de ti, voy para allá porque es donde quiero estar. En todos esos lugares, en todos esos centímetros de tu piel, en todos esos momentos que nunca tuvimos y soñamos tener. Si hay un cielo, terminaremos juntándonos a los pies de la Torre Eiffel.