miércoles, 27 de agosto de 2008

ALMAS DESNUDAS (1949), de Max Ophüls


A través del cine que nos legó Max Ophüls nace el cine de Stanley Kubrick. Su técnica impecable en el seguimiento de personajes, su profusión estilística, su virtuosismo admirable nos remite con perfección hacia una historia a la que siempre se subordina la planificación y el alcance de una cámara que, en movimiento, parece un personaje más de todo aquello que se nos cuenta. Sin embargo, mientras el cine de Kubrick es de marcada vocación pesimista en la que no existen las segundas oportunidades, el cine de Ophüls siempre nace de una situación descolocada que desemboca enfáticamente en una vuelta a la normalidad a través de experiencias difícilmente olvidables. En esta ocasión, Ophüls nos presenta a una valerosa ama de casa que tiene que tirar ella sola de la pesada carga que supone el carro familiar. Su mirado está fuera, intentando ganar el suficiente dinero para que las preocupaciones económicas sean parte de un pasado que se obstina en dejar de ser presente. La hija mayor, atractiva como ella, sale con un hombre poco recomendable que muere en un estúpido accidente después de discutir con la chica. A partir de ahí, una pareja de usureros profesionales no duda en hacer chantaje a la madre pues poseen una serie de cartas que la hija escribió a la víctima, pero ahí no reside el nudo de una acción que se presenta como mera excusa hacia una drama de psicología más profunda. Martin Donnelly (magníficamente interpretado por James Mason) es el encargado de llevar a cabo el chantaje y, desde el primer momento, se da cuenta de lo admirable que resulta el mantener el núcleo familiar unido en una vida difícil, rutinaria pero llena de cariño arropado. Donnelly ansía lo que nunca ha tenido. Ni siquiera se enamora de la señora de la casa (Joan Bennett, extraordinariamente adusta y atractiva en sociedad, sutilmente quebradiza en la intimidad) aunque la admira intensamente. Él no puede hacer daño a una familia que, ante las dificultades, destila cariño, que le acoge con educación y respeto, algo a lo que no está muy acostumbrado; que hace brotar sonrisas en el corazón a pesar de todas las dificultades porque, al final, lo único que queda, lo que siempre queda, es la familia.
Ophüls nos regala el drama de una mujer que no tiene el asidero de un hombre al que agarrarse y la caída al vacío de un hombre que siempre quiso sentir el calor de un hogar avivado por una mujer de empuje y conciencia. El mundo, según Kubrick, no es un sitio agradable para vivir. El mundo, según Ophüls, no es una vida alfombrada con pétalos de rosa aunque siempre habrá una que se resista a ser arrancada de su tallo para permitir que otros pisoteen la vivacidad de su rojo. Las almas desnudas destapan lo que realmente somos a través de lo que realmente quisimos. No hay mayor sinceridad, ni técnica, ni argumental, que la de Max Ophüls dirigiendo la historia de un silencio sobrepasado por la fuerza de un destino inevitable. Al fin y al cabo, Ophüls puede ser la diéresis del destino que te guía por senderos de tortura hacia un lugar que está escrito de antemano.

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