martes, 30 de septiembre de 2008

HARPER, INVESTIGADOR PRIVADO (1966), de Jack Smight


La soledad del hombre que se enfrenta a la basura de nuestras vidas se puede resumir en el simple gesto de rescatar un filtro de café de los desperdicios. Y, tal vez, Harper, investigador privado fue una película clave dentro del género negro a mediados de los años sesenta cuando los héroes estaban demasiado cansados y a Humphrey Bogart, unos años antes, se lo había llevado ese matón llamado cáncer que aún no se ha cansado de actuar.
En cualquier caso, aún manteniendo algunos elementos del más clásico cine negro gracias a un guión espléndido de William Goldman, uno de los mejores escritores de cine, a partir de la novela de Ross McDonald La diana móvil, la película supone una renovación de las premisas típicas de tanta mujer fatal, de tanta impenetrabilidad en la vida privada de los investigadores…esos tipos que encienden un cigarrillo con la esperanza de no encontrarse la vida a la vuelta de la esquina y que intentan arreglar la existencia de los demás dentro de un mundo que aborrecen. En cualquier caso, es una película nacida del esfuerzo personal de Paul Newman (cuyo personaje, Lew Harper, estaba inmortalizado en las novelas de McDonald como Lew Archer y que se cambió por simple sonoridad), que navega con una abrumadora precisión por las escurridizas aguas de la ambigüedad, que siempre pide la colaboración del espectador para seguir el pensamiento del protagonista en los tortuosos recovecos del crimen que investiga y que, en más de una ocasión, se sirve de medios más que reprochables para llegar a algún sitio distinto de lo sórdido y lo ingrato.
La película, dirigida por un artesano que nunca hizo un trabajo mejor en toda su filmografía como Jack Smight, contiene, además del inmejorable trabajo de Newman, extraordinarias interpretaciones de una episódica Lauren Bacall, una poco habitual Shelley Winters, un excelente y versátil Robert Wagner, una eficaz y adornante Pamela Tiffin y una cortante y experta en caminar por el filo del alma Julie Harris que hace que nos sobrecoja el corazón y nos provoque un tierno e incómodo rechazo. Personajes todos con un lado turbio que encoge nuestra visión y que nos hace estar al lado de un héroe que hace de su trabajo una religión y que no puede poner en orden su vida precisamente porque se dedica a la de los demás.
No hay nada que no pueda arreglarse con las necesarias dosis de dureza si se sabe prescindir del sentimiento. La mirada azul de un sabueso puede acabar en un golpe seco en el pómulo o una barra de hierro en una cabeza. Perder es lo normal. Ganar no siempre significa vencer. Y al final de cada calle, siempre hay una mujer que tan sólo necesita una bala de cariño. Ellas son transparentes y verdaderas. El hombre es oscuro y cruel. Lew Harper sabe de todo eso y si están dispuestos a alquilar sus servicios, llegará hasta el fondo del asunto. Simplemente siéntense y cuéntenle lo que les pasa. Él encenderá un cigarrillo y escuchará atentamente.


sábado, 27 de septiembre de 2008

DULCE PÁJARO DE JUVENTUD (1962), de Richard Brooks

Sólo una pequeña referencia a una película del grandísimo actor que nos ha dejado. Quizá no es la mejor pero...¿acaso importa?

Prostituirse al siempre excesivo precio del éxito puede llevar a la purificación de lo que realmente importa. Partirte la cara y salir de la brecha del ser humano que amó y quiso vencer…mientras tanto, se escapa entre los dedos, como granos de arena en la playa de la pasión, el ave de una juventud que emigra ante la ventisca de las arrugas y el vendaval que se lleva toda la cosecha de la inocencia, de la ingenuidad y de los sueños…
Triunfar es una palabra tan vacía y, a veces, tan importante…Para algunos, triunfar es vivir y el resto es sólo esperar y un joven que cansó a la esperanza se lanzó a la victoria para probar el amargo y fútil sabor de la derrota. Y es que hay que saber mirar para saber triunfar. El triunfo puede estar simplemente en que la mujer de tus sueños te mire con la misma intensidad con la que es capaz de sentir tu amor. El triunfo puede vivir en la simpleza de un pueblo que hace que cada día sea exactamente igual al anterior. El triunfo puede ser una simple ramera que hoy se fija en ti pero que mañana se irá con el primero que pase. El triunfo puede ser otra manera de perder. El triunfo puede ser tan amargo como la hiel y la derrota, llena de dolor y con el sabor dulzón de la sangre golpeada, el principio de una victoria que jamás seríamos capaces de reconocer. Dulce pájaro de juventud que huye con la velocidad del tiempo…
Después del éxito que supuso La gata sobre el tejado de zinc, Richard Brooks se atrevió con la adaptación de otra obra de Tennessee Williams, radiografía de alguien que quiere escalar peldaños hacia el éxito y sólo asiste al derrumbamiento de unos sueños que nunca debieron existir, Dulce pájaro de juventud, otro roce con las obras maestras que contiene interpretaciones dignas de estudio debidas a Paul Newman, Geraldine Page, Shirley Knight, Ed Begley, Rip Torn (a la sazón marido en la vida real de Geraldine Page) y Mildred Dunnock. Más allá de todo eso, es más que un melodrama que habla sobre el fracaso, el hundimiento, el sexo gratuito, el amor apasionado…y que contiene escenas que parecen creadas para golpearte de tal manera que te dejan la carne entumecida y el futuro desfigurado. No puedo evitar sentir cómo la amargura se deposita en mi ánimo mientras el horizonte se abre para que unos ojos tan cerrados como la propia juventud sepan mirar allí donde está el verdadero éxito.
Sorteando, una vez más, los enormes problemas de censura que planteaba la obra original de Williams, Richard Brooks supo no perder el espíritu del original y hacernos transpirar con el calor que emana de una ciudad a la que nunca quisimos volver…porque tal vez nos recuerda que allí, justo allí, donde hay unos ojos que te esperan, es donde fallamos más estrepitosamente. La película es intensa, es brillante, es ajustada, por momentos sobrecogedora…y, poco a poco, según avanza la historia, se nos empequeñece el corazón porque quizá, volviendo la vista atrás, no somos ni la mitad de hombres que soñamos ser cuando teníamos veinte años… ¿o sí?...Enhorabuena al que ha contestado afirmativamente, aunque dudo mucho de que tenga memoria para recordar lo que quiso ser mientras el pájaro se escapaba alrededor de su mirada…

PAUL NEWMAN: LA NOSTALGIA EN AZUL

A continuación reproduzco el artículo escrito en homenaje al último de los más grandes tal y como aparecerá publicado en las páginas del periódico en el que trabajo. Con respeto y admiración para él.

En el fondo de los ojos color azul lago de Paul Newman, yacen algunos de mis sueños vestidos de cine. Explorando en sus aguas de rostro moldeado por los dioses, hallé, en una tarde en la que una chica tomó un camino distinto al mío, la auténtica derrota de un hombre al borde del abismo en Veredicto final, de Sidney Lumet…y él, sólo él, con aquella cara que delataba el sabor del vencido hizo que yo entrara en la sala con la decepción y la amargura y saliera con, al menos, una mirada más sabia…y antes, mucho antes de eso, en una noche de calor asfixiante en un cine de verano, comprendí el significado de un “click” en la cabeza que nunca llegaba mientras una mujer le deseaba, un padre se moría y un hermano trepaba hacia una cima que no era…convenciéndome de que saltar de un tejado de zinc caliente fuera algo tan permanente que aún se dibuja en los laberintos de mi pensamiento…y también recuerdo otra noche…una de aquellas de cine-club en televisión, cuando aún todo era de color blanco o negro y sus ojos se difuminaban en el gris de nuestra imaginación, en la que vi y me revolví viendo una mítica partida de billar contra el Gordo de Minnesota que hizo que pensara que Eddie Felson, “El Rápido”, era el mejor y que un día regresaría para ganar mientras una mujer que le amaba se quedaba en el camino de la desesperación y su brazo, poco a poco, se convertía en un taco de madera con mira telescópica haciéndonos creer que buscarse la vida era algo para los más listos…cuando, en realidad, es para los más hábiles.
Y él tenía una cualidad que muy pocos han tenido...cuando ha sido joven, todos los que lo veíamos pensábamos en joven…cuando ha sido mayor, lo que hemos pensado ha sido en nuestra propia mirada, viendo la suya, cercada con las arrugas del mirar más descansado, abandonando ese punto de insolencia de su intenso ver y convirtiendo a la leyenda del indomable en la serenidad de lo eterno…Aunque, claro, tal vez eso sea sólo la impresión de quien ha visto sus ojos en reposo y ausentes del vértigo de la velocidad que ha sido su amante infiel mientras Joanne Woodward le esperaba en silencio en algún lugar de la carrera de su vida.
Me gustaría ser más exhaustivo y recordar de qué color era el dinero, de qué está hecho el camino de la perdición, qué intensidad tiene el amarillo del cielo al caer el sol, demostrar que no tengo ni un pelo de tonto aunque me sobren los cabellos, hablar del rostro contenido de lujuria de Patricia Neal cuando Hud, el más salvaje entre mil, la coge por la cintura; del golpe de unos tipos capaces de arriesgar el pellejo con tal de vengar a un compañero muerto aunque sea engañando al más listo…que siempre es el público…o hacer que el destino de unos hombres coincidan en uno solo pero realmente, esto no pretende ser un estudio sino únicamente un homenaje al último de los grandes que tuvo una vida sin regalos, que no pasó por rectas de meta y que, hace muchos años, pronunció la más hermosa despedida que se le puede hacer: “Me gustaría dejar el recuerdo de un tipo que ha intentado ir con su época, ayudar a la gente a comunicarse entre sí y realizar algo decente en su propia vida. El recuerdo de alguien que ha sabido seguir adelante sin celebrar, no obstante, sus victorias. El recuerdo de alguien que no ha estado plácidamente satisfecho de sí mismo. El recuerdo de alguien que no ha sido abatido por los fracasos…”
Quizá también por eso, Paul Newman sea mi nostalgia en azul…mi recuerdo en cielo…mi zoo de cristal…

viernes, 26 de septiembre de 2008

EL AMERICANO TRANQUILO (1958), de Joseph L. Mankiewicz


Uno de los más valientes y más sólidos directores de los años cincuenta y sesenta, Joseph L. Mankiewicz, se atrevió a rodar esta versión de la afamada novela de Graham Greene (posteriormente revisada por Philip Noyce con Michael Caine de protagonista con el título de El americano impasible) y tuvo serias dificultades para llevar a cabo el rodaje. Estamos hablando de 1958, época en la que ya los americanos estaban llevando operaciones de desestabilización del gobierno de Vietnam como prólogo de la guerra más larga del siglo XX y el Código Hays de censura aún estaba vigente, es decir, Mankiewicz no podía sugerir con claridad que el gobierno de los Estados Unidos estaban interesados en el brote comunista del Sudeste Asiático. Como resultado de todo ello, Mankiewicz no quedó contento del resultado final (aunque hay que reconocer que sortea los avatares de la censura con una inteligencia envidiable) y Graham Greene abominó de esta versión y no dudó en echar la culpa al director.
Después de lo anecdótico, lo opinable. Y es una opinión que sé que muchos no van a estar de acuerdo. El americano tranquilo, de Joe Mankiewicz es una estupenda película, realizada con un escrupuloso sentido de la historia de amor que se contiene en ella y que elude las prohibiciones acudiendo directamente a la inteligencia del espectador. Dos y dos son cuatro, sólo hay que hacer la suma. En el papel principal, extraordinario, Michael Redgrave que, con una clase que nunca más se ha vuelto a dar en el cine, aporta elegancia y un toque de corrupción a su personaje de periodista que sólo sabe perderse entre la multitud para que en su vida no haya nada que decir. Bien es cierto que un error mayúsculo fue la elección de Audie Murphy para el papel de ese extraño americano que aparece en un país asolado por un terrorismo que puede parecer incomprensible (pero que no lo es en absoluto). Lanzado al estrellato con La roja insignia del valor, de John Huston, Murphy es un actor que alcanzó fama por ser héroe de la Segunda Guerra Mundial pero con recursos dramáticos muy limitados y con una estatura física realmente pequeña para un personaje que requiere un encubrimiento que los espectadores deben desvelar pero eso no empaña el esfuerzo de uno de los directores con la más sólida carrera, cuya filmografía puede o no gustar pero que, de ningún modo, se puede decir que alguna de sus películas fuera mala. El americano tranquilo es una excelente historia que está rodada de manera mucho más fiel (…y evidente) en la versión de Philip Noyce pero que, en esta ocasión bajo la batuta de Mankiewicz, revela la aguda visión de un director que tuvo que jugar con los sentidos para no equivocarse de dirección.
Así que, hagan memoria. Tal vez quienes fueron sus enemigos lo fueron por razones mucho más convincentes que una guerra en ciernes. Quizás la noche oscura del pelo de una mujer que esconde tu corazón sea un camino empedrado de estrellas que tienes que pisar para no ver derrotado el orgullo de tu hombría. Nunca es tarde para seguir siendo joven. Y no hay que perder de vista a quien dice ser un hombre tranquilo…precisamente ése es el tipo que está agitando el suelo por donde andas…


jueves, 25 de septiembre de 2008

VICKY CRISTINA BARCELONA (2008), de Woody Allen


Si a Woody le quitáramos el nombre y le pusiéramos otro cualquiera, por ejemplo, Eric y en lugar de Allen le colocáramos otro apellido que encajara con el nombre, Rohmer, que además también tiene reminiscencias judías, nos encontraríamos con una película que se acercaría peligrosamente a las líneas delimitadas por un pedacito de vida que hace pensar que el último trazo del arte es la frontera de la misma existencia.
Y es que si en películas como Interiores, Otra mujer o September Woody Allen intentaba acercarse al universo impregnado de intimismo existencialista de Ingmar Bergman; en Sombras y niebla, quiso transportarnos a las brumas del expresionismo alemán y en Recuerdos, su punto de referencia era Federico Fellini; en esta ocasión, trata de introducirnos una de esas historias que tan bien se le daban al director francés en las que, a través de diálogos tangenciales, se va conformando una geometría de mutación matemática en la que la reducción al absurdo es la única solución al problema.
Y el problema es que hace mucho que Woody Allen, el único Woody Allen, hace mucho que ha dejado de ser Woody Allen. Desde Melinda y Melinda (otro pedacito de vida rodado bajo dos ópticas distintas pero recogido en un envoltorio magnífico y personal preparado por el propio director), el hipocondríaco y magistral hombre de cine no ha rodado nada parecido a una obra maestra (llévense las manos a la cabeza los admiradores de Match Point porque eso no era más que una versión actualizada de Un lugar en el sol, de George Stevens con pretenciosos aires de un free cinema fracasado de antemano) y, en esta ocasión, tampoco lo ha conseguido.
Y el caso es que sobre toda la película planea la sospecha de si Allen tenía un guión y lo vendió a unos interesados en producirlo o el proceso fue al revés: si alguien dijo a Allen que si hacía un guión ambientado en Barcelona, le produciría la película. El caso es que no es una comedia, tampoco es un drama, ni mucho menos es un misterio...Esta película dista mucho de ser nada salvo el retrato de un par de chicas americanas con distintas concepciones de la vida, el de un pintor con más cara que espalda que piensa que lo que te da la vida lo debes coger, y el de una mujer más desequilibrada que la balanza de don Senén de 13 Rue del Percebe (una lamentable Penélope Cruz que se dedica con denuedo a intentar imitar a Anna Magnani) que conforman todos juntos el trazado de un triángulo que quiso tener cuatro lados y que precisamente la extraviada y confundida línea del cuarto lado es la que realmente hubiera merecido la pena si el destino no hubiera dispuesto todo para dejar pasar la ocasión de una felicidad que es más esquiva y más suave que la luz de las estrellas.
El trabajo de Javier Bardem es bueno, el de Scarlett Johansson es del montón, y el de Rebecca Hall pasa por ser el mejor, el más completo aún haciendo el papel de una mujer que viene a realizar una tesis sobre “La identidad catalana” y no tiene ni pajolera idea de que exista una ciudad con un nombre tan peregrino como el de Oviedo. Yo no pondría muy buena nota a esa tesis pero eso quizá sólo lo diría Eric Rohmer.
Por otro lado, Javier Aguirresarrobe hace un estupendo trabajo de fotografía consiguiendo esos colores calientes que tan bien quedan en todas las películas de Allen ( ha sido un director profundamente preocupado por la fotografía de sus películas y ha trabajado con los mejores, desde Sven Nykvist, cinematógrafo de Ingmar Bergman, hasta Giuseppe Rotunno, hacedor de imágenes de Federico Fellini, pasando por Gordon Willis, escultor de la tiniebla en las oscuras intenciones de Francis Ford Coppola) y, de verdad, el grupito ese que le dejó la canción Barcelona en la recepción del hotel a Allen hace que eche muchísimo de menos a un tipo que se atrevía a colocar tanto y tan buen jazz en sus bandas sonoras (y, no, no lo digo porque yo sea amante del jazz. Lo digo porque soy amante del cine).
Barcelona es preciosa y Oviedo siempre será la ciudad que Clarín imaginó para describirnos a su Vetusta en La Regenta pero yo estoy deseando que Woody Allen regrese a Manhattan porque ahí es donde siempre ha hecho lo mejor de su filmografía y porque él, en esa ciudad, consigue transmitirnos un amor que ni en Venecia, ni en Londres, ni en Barcelona, el director ha conseguido mostrarnos. Y habrá muchos que no estén de acuerdo con todo lo que acabo de escribir...y...¿saben lo que les digo? Que ni siquiera el título es afortunado, así que por qué no dejamos que Allen vuelva a su medio natural...Quizá allí se deje de tan frecuente mediocridad...

miércoles, 24 de septiembre de 2008

LA VIDA PRIVADA DE SHERLOCK HOLMES (1970), de Billy Wilder


Muchos llegaron a decir que el cine de Billy Wilder era claramente misógino. Yo siempre he disentido de tal afirmación. Para mí, Billy Wilder siempre ha sido un romántico con los ojos algo entornados por la amargura. Y en esta película eso es algo que transpira por cada uno de sus fotogramas. La desmitificación del héroe pasa por la comprensión de sus defectos. Aún con toda la retranca inherente al cine del gran director, en esta película, se destila el agrio sabor del amor que se aleja mientras se abre y se cierra una sombrilla en un código secreto que sólo los amantes entienden. En estos parajes de la ficción, nos damos cuenta del motivo de una jeringuilla en una piel que sólo merece ser mancillada por el roce de la ropa. Y, aún con todos los cortes que se propinaron a una producción que estaba pensada para durar tres horas y media, la película roza la obra maestra porque los genios, en sus obras, nunca pueden ser mutilados.
Así es, después de un fracaso tras otro, Wilder articula esta película con una duración propia de gran producción, en la estela de otros clásicos de los sesenta que arrasaban en las pantallas con sus duraciones desmedidas, sus formatos panorámicos y su lujosa presentación, pues Wilder, desde “El apartamento” no tiene ningún éxito de público y esta vez quiere seguir siendo rentable. Por el reparto pasaron Peter O´Toole como Holmes y Peter Sellers como Watson…pero el fiasco de Sellers con Bésame, tonto (fue sustituido en pleno rodaje por un inoportuno ataque al corazón, para gran alivio de Wilder cuyas relaciones con el cómico fueron desastrosas), le hicieron ir variando su idea original hasta adjudicar los papeles a Robert Stephens, un actor sobresaliente procedente de la Royal Shakespeare Company, y a Colin Blakely, eficaz comparsa que queda un tanto diluido ante los cortes que ahora hablaremos.
La película, en su guión original, quedó estructurada en tres grandes misterios que Holmes debería resolver. El que vemos en esta película hubiera sido el tercero de ellos. De los otros dos, uno llegó a ser rodado, pero nunca fue incluido en el montaje final. El otro ni siquiera pasó del papel en el que estaba escrito. Los productores se echaron atrás y distribuyeron La vida privada de Sherlock Holmes tarde y mal, con una duración al uso y muy alejada de las propagandas habituales de las caras películas producidas en aquellos años. El resultado fue otro completo fracaso para Wilder que provocaría un retiro de tres años hasta que abordó Avanti con Jack Lemmon.
De todas formas, estamos ante una gran película, llena de romanticismo, repleta de amargura, con su misterio absorbente, con el héroe en plenas facultades, con un cinismo que es casi un acto reflejo en toda la obra de Wilder y con unos extraordinarios decorados debidos al que está considerado el mejor director artístico de todos los tiempos, Alexandre Trauner.
Pero por encima de todo eso, y aunque tal vez parezca mentira…esta película, sobre todo, habla mucho de la enorme e inteligente personalidad de uno de los mejores cineastas de la historia y de su mirada llena de cariño y de comprensión hacia sus personajes aunque el color del cinismo ácido recubra, como el humo de una pipa, hasta la última de sus escenas.


martes, 23 de septiembre de 2008

EL DISCÍPULO DEL DIABLO (1959), de Guy Hamilton


Las marionetas de la tiranía siempre son derribadas por la rebeldía de los grandes. Cuando la injusticia es hermana de la represión es cuando estalla la ira de los que no se conforman. En unos, el amotinamiento es su estado natural y se les bautiza por parte de los que atisban la derrota como los discípulos del diablo. En otros, cuando tienen la seguridad de que están ungidos por la mano de Dios es el instante en el que encuentran el camino de la oposición y de la lucha más justa. Al fondo, en el lado de los conquistadores, siempre habrá un hombre que tenga la certeza de que la victoria no es posible porque “si pierdes la huella, pierdes la herradura; si pierdes la herradura, pierdes el caballo; si pierdes el caballo, pierdes la bota; si pierdes la bota, pierdes el jinete; y si pierdes el jinete…pierdes la guerra”.
En medio de tanto ruido y tanta furia, una mujer pierde la dirección de sus sentimientos y, en el amor, todo se torna rebeldía. Batirse por una causa justa, por librarse de la bota que oprime, es la nobleza en guerra…pero nunca es heroísmo. Es suplantarse a la hora de afrontar la muerte para que otros puedan vivir en una tierra que les pertenece. Las marionetas seguirán marchando y arrollando todo a su paso, poseídas por la arrogancia del uniforme y por la presunción de superioridad pero precisamente ahí es donde comienza la pérdida…y la razón se convierte en un arma tan poderosa como una sepultura que habla por sí sola, como una amistad que es el lazo que mantiene a toda una rebelión, como un grito de aviso advirtiendo la llegada de los temidos aunque vulnerables casacas rojas.
Esta es una de esas grandes películas desconocidas que constituyeron un sonado fracaso en su estreno y que, revisadas hoy, se erigen como un certero retrato de lo que hizo triunfar a lo que parecía imposible. Y en la unión de dos amigos del alma como lo fueron Kirk Douglas y Burt Lancaster se trasluce una historia de camaradería, sacrificio y grandes pinceladas de humor que se convierten en rifles contra el invasor. Frente a ellos, un caballeroso y descreído Laurence Olivier que, obligado a ejecutar órdenes, nunca cree en vencer y que se ríe, con una sonora carcajada interior, de todos aquellos que pertenecen a su bando y que se empecinan en instalarse en la superioridad falseada. Dirigida con maestría en las trepidantes escenas de acción por Guy Hamilton y basada en una obra teatral de George Bernard Shaw, no se puede dejar de sonreír al verla. Con una sonrisa de rebeldía. Con una sonrisa de inteligencia. Con una sonrisa de buen humor. Con una sonrisa de complicidad…Entre otras cosas porque, en realidad, nunca sabremos con sinceridad quién es el discípulo del diablo.

viernes, 19 de septiembre de 2008

CHANTAJE CONTRA UNA MUJER (1962), de Blake Edwards


Un mal hombre puede hacer cosas buenas. Puede someter a tortura a una mujer para conseguir dinero con el que ayudar a un niño. Puede tener un corazón encendido en medio de una respiración difícil. Puede ser la cumbre de un montículo de tierra mientras la muerte le hace un home run de béisbol. Puede hacer que alguien quede colgado mientras se difumina su vida en medio de una montaña de maniquíes fríos y casi humanos…
Una mujer aterrorizada puede tener pocas salidas para pedir ayuda. Su boca está amordazada y no puede gritar porque está en la prisión de una aspiración enferma que le marca el ritmo de su vida al compás del pánico. No tiene más que redaños ganados a base de salir adelante con una hermana pequeña que empieza a descubrir cómo la existencia puede zarandear a la juventud. Entre las sábanas llora su miedo y sólo queda un resquicio con asidero por donde intentará entrar para salvar todo lo que tiene, porque sabe que, si cede, la lucha que ha estado librando no habrá servido de nada.
Un agente federal está orgulloso y tranquilo porque nunca ha tenido que disparar a nadie. Tiene un sentido de la profesionalidad que le hace grande. Irradia seguridad y regala discreción. Su labor es de hormiga. Comienza siempre con un hilo que tiene que seguir hasta convertirlo en cadena. Por mucho que lo intenta, no puede distanciarse de quien ha sufrido. No lo aparenta. Sabe que si en él hay tranquilidad todo sufrimiento será más llevadero porque acuden a él en busca de seguridad…y si no la da, el resultado puede ser el terror desbocado buscando una puerta hacia la muerte…
Los ejemplos soberbios del miedo creado por el infierno que hay a tu alrededor a través de una violencia que casi ni imaginas convierte al blanco en oscuridad y al negro en algo revelador. No es un sueño. No es una pesadilla. Pero esta película hay que verla con la luz apagada y la respiración muy, muy tranquila…Adentrarse en los vericuetos intrincados de la violencia moral puede ser un motivo para apartar nuestros pensamientos con mucha mayor vehemencia que lo explícito. A menudo, la sobriedad tiene tanta elegancia que basta con un aliento entrecortado para darnos a entender cuán difícil es respirar estando bajo las lentes de un gran angular colocado por el miedo.
Blake Edwards dirigió “Chantaje contra una mujer”, con Glenn Ford y Lee Remick en los principales papeles, y aportó los elementos necesarios para que supiéramos cuál es la variable derivada del experimento en el terror en una estupenda y desconocida película, sobria y apasionante historia que gira en torno de la debilidad de nuestras propias vidas.


jueves, 18 de septiembre de 2008

LA CONJURA DE EL ESCORIAL (2008), de Antonio del Real


Antes de comenzar, ruego me disculpen vuesas mercedes al no dedicar mi perorata al solaz y al sosiego de seguidores de frailes angelinos y del sajón McAvoy pero poderosas son las razones que atienden a mi proceder. La primera de ellas, líbreme Dios, es de la pura hartura que me produce, muy a mi pesar, la estética del modernamente llamado video-clip y que mi moral y mi inteligencia peca de, en extremo, corta al considerar suficiente por ahora el traslado del cómic del cine en tanto en cuanto no haya algún medio que, como por arte de magia, lleve el camino inverso.
La segunda razón es que el ilustrísimo don Antonio del Real, máximo responsable de la representación escénica sobre estas intrigas palaciegas en la corte de Felipe II, estudió en el mismo colegio en el que lo hizo el que suscribe así que ha merecimiento de detenerse en el pensamiento y herir el papel con la pluma con unas cuantas impresiones hacia su loable aunque fallido intento de recreación de una ficción histórica permaneciendo al fondo un atractivo escenario de Villa, Corte y Prostíbulo.
Pues el caso, nobles señores, es que el asunto comienza bien, no sin grandes dosis de paciencia, con una atractiva presentación versada en el arte y el buen hacer de ínclitos ebanistas que fabrican con mimo y cuidado una bellísima ballesta que se antojará vital para descubrir la necia conjura pero, pronto, el señor del Real se pierde en los recovecos de la narración y nunca acabamos de descubrir los motivos que mueven a Don Antonio Pérez y a la dilecta Princesa de Éboli para actuar en contra del Rey. Pecata minuta si comparamos el desliz con los flagrantes errores en la elección de alguno de estos hijos de Tespis en cuya verbigracia me detengo para delatar el nombre de Blanca Jara, hermosa de pies a cabeza pero vacía de talento dramático, o el deleznable trabajo, que Dios me perdone, de Jürgen Prochnow como el alguacil atravesado por las flechas de Cupido que aparece más viejo que un trillo manchego de exposición y museo y que se revela tan torpe con la espada que del Real no tiene más bemoles que acudir a la vieja treta de acortar el plano para falsear realidades y sincerar leyendas.
Por otro lado, Juanjo Puigcorbé hace honor a su sabiduría y confiere gusto y divertimiento a un Rey, demonio del mediodía, maestro de la penumbra de lo ladino, que siempre está rodeado de la carne corrupta de sus colaboradores, aunque hace el retrato acerado de un rey astuto que se dedica a medir la talla de quienes le rodean. Jason Isaacs compone un adecuado Antonio Pérez, primer ministro que se debate en el camino de la traición presentada como una excusa a favor de su país aunque nos quedemos en la desdichada ignorancia de qué es lo que sale ganando, aunque justo es decir que, consultados manuscritos de nuestro glorioso pretérito, la Corona de Portugal se antojaba como premio a su felonía. Julia Ormond está un peldaño por encima del resto de sus compañeros con su Ana de Mendoza bella, tentadora, práctica, provocativa, promiscua y atrayentemente tuerta. Jordi Mollá recube a su clérigo del resbaladizo aceite de la ambigüedad que se torna tozuda honradez en unos tiempos en los que uno llega a dudar de que la Iglesia tuviera la nobleza de la justicia como la principal de sus virtudes. Joaquim de Almeida está enérgico, vive Dios, con pátinas de veteranía en su encarnación del valido de Flandes...y lo de ese italiano de nombre encabezonado, Fabio Testi, no tiene nombre, ni adjetivo más plausible que el de ridículo acompañado del consejo que debe tomar sin pago alguno de que retorne a esos entretenimientos de plebe donde se demuestra que quien se denomina “gran hermano” es un hombre muy, muy pequeño.
Y, en fin, en todo se destila un cierto aire de falsedad, como en los duelos a espada que parecen demasiado estudiados para creer en terceras y medias espontáneas, o la lucha que se arma por mor de un ajuste de cuentas en medio de un poblacho (que, con poca fortuna, repite escenario de una secuencia anterior) y que se transforma por obra y gracia del Santísimo en una humorada increíble que no halla lugar en la seriedad de todo el movimiento...Empero no todo han de ser maledicencias. Hay que alabar con creces y afilados elogios los pentagramas escritos por Alejandro Vivas, alma de una historia que deja con sabor a poco lo que pudo ser bonanza y exceso empapado de gloria; o los atinados guardarropas, las bien rodadas cabalgadas...todo un mosaico de motivos que conforman las luces y sombras de una época negra.
Cúbrase, señor del Real.. No dejo de proclamar mi orgullo ante su intento, notable pero irregular, elogiable pero no mucho, cuidadoso pero fallido y comparto su visión de que cuanto más alto se sube, más grande es la caída...o, tal vez, como diría Kipling...”eso ya es otra historia”

miércoles, 17 de septiembre de 2008

LA GRAN ILUSIÓN (1937), de Jean Renoir


Un espejismo de amor puede parecer la gran ilusión de la libertad. Un aristócrata alemán y otro francés tienen la certeza de que ni siquiera en la guerra hay un lugar para ellos. El honor de caballeros es incompatible con la crueldad, con la persecución y con la falta de educación. Los hombres duros, curtidos en mil batallas, son los que nunca dejarán de luchar por la gran ilusión. La impía Naturaleza se pondrá contra ellos, las heridas abiertas en carne viva suplicarán su rendición, la decepción del fracaso se cebará en su moral y, sin embargo, seguirán en la brecha, creando un segundo frente porque, simplemente, no creen que la guerra sea una cuestión de caballeros. Compartir lo poco que se tiene hará que el calor de la amistad sea su verdadero y único código de honor. Las gruesas paredes de una fortaleza almacenarán el frío que les penetrará en los huesos aunque tengan sus corazones abrigados. El aislamiento será peor que la muerte. Y una solitaria lágrima caerá sobre una lata de conservas recién abierta como una señal en el cielo de que la vida no deja de dar oportunidades.
El aviador alemán con dos fracturas de columna vertebral, se quedará embutido en una imposible coraza que le deja con la conducta atada y la frustración callada. El oficial francés que merecerá su respeto sabe que si él se juega la vida, entonces otros serán libres y eso sí que es un acto de caballeros: “Un campo de golf es para jugar al golf. Un campo de tenis es para jugar al tenis. Un campo de prisioneros es para evadirse”. Y el segundo frente nacido de las entrañas mismas de la retaguardia alemana comenzará su serenata de cacerolas para permitir que un granjero y un judío escapen hacia esa gran ilusión que ellos fabrican con cada uno de sus días como prisioneros, en cada una de sus prisiones como días.
Dirigida con un estilo totalmente desprovisto de énfasis, Jean Renoir creó “La gran ilusión” con la colaboración de unas interpretaciones impecables y creíbles de Erich Von Stroheim (fantástico como el aviador que se ve rebajado a dirigir un campo de concentración, aristocracia encajonada en un trabajo de plebe), Pierre Fresnay (atinado y distante como un oficial francés de Estado Mayor que sabe que hay una bala que, en algún momento, se cruzará en su camino empedrado de oro), Jean Gabin (duro como la yesca, combativo hasta el último aliento y derrotado porque encuentra el paraíso en una tierra que no le quiere) y Marcel Dalio (generoso y compañero, inteligente y comprensivo, orgulloso y judío, minúsculo punto que busca entre la nieve la libertad, la palabra más hermosa jamás escrita por el hombre) y lo que consiguió fue una obra maestra que no deja de poner los ojos húmedos, ojos de tristeza, ojos de esperanza, ojos de lobo en medio de las montañas que aprietan. Que “La gran ilusión” no desaparezca nunca del corazón de los hombres…

martes, 16 de septiembre de 2008

LUZ QUE AGONIZA (1944), de George Cukor


Un guante que contiene la infantil admiración de un niño que se enamoró de una voz. Una joya desaparecida que sólo quiere encontrar un hombre sin corazón. Una luz que disminuye cuando la búsqueda, poco a poco, va tornándose en el oscuro abismo de la locura. Una mujer que desea ser feliz después de no llegar a ningún puerto en una vida desperdiciada. Un intruso que sabe quién necesita una amistad en la niebla. Un cuadro movido de sitio. Un regalo que se evapora. Un ambiente opresivo. La maldad acecha. El alma que se quiebra. El hombre que vigila. El descuido al volver la esquina. Una casa que parece que empequeñece a quien se adentra en ella. El amor es un espejismo. El amor es un traidor. El amor está ahí, pero no delante…puede que aguarde en un rincón para volver a recoger el guante que un día guardó un seguidor incondicional y que nunca olvidó que dentro de un amor, siempre hay una joya. Un Oscar para Ingrid Bergman. Ella es Luz que agoniza.
Basada en una excepcional obra teatral de Patrick Hamilton, George Cukor dirigió con aires de guiñol victoriano una historia de misterio en la que brilla por encima de todo una Ingrid Bergman de impresión, de amplísimo registro y que eclipsa por completo al un tanto sobreactuado Charles Boyer y al inevitable y lejano Joseph Cotten. Para ello, Cukor mimó al máximo la interpretación de Bergman, cuidando los matices, limando aristas, cincelando motivaciones, esculpiendo en celuloide el mito de una de las mejores actrices del séptimo arte. El resultado es una obra maestra del cine de misterio, situado en una época invadida por el puritanismo que condena la pasión y exalta la mesura y las estúpidas reglas sociales impuestas por la rigidez colectiva de un tiempo en el que no hubo nada más allá del interés. Pero yo, cada vez que veo esta fantástica película, no puedo evitar un deseo desconsolado de ayudar a una mujer cuya mirada; incluso cuando atisba la crueldad, cuando se asoma al barranco del enloquecimiento provocado; me acoge y me suplica, me susurra y me entristece, me sobrecoge y me enamora. Ingrid era así: con una leve caída de sus ojos, me conquistaba como un sueño que sólo los espectadores, los que somos mortales, tenemos el privilegio de articular.
Y es que todo es un sueño, una pesadilla de valor, un agobiante moverse en las tinieblas que hace que se dude de los actos convencionalmente aceptados. Una mujer destruida puede llevar el amor inscrito en sus escombros. Y lo sentimos con intensidad, lo intuimos con precisión, lo queremos por necesidad. Todo funciona como un exquisito mecanismo de terror y pasión, desde la impecable adaptación de John Van Druten hasta la inquietante fotografía de Joseph Ruttenberg; desde la exquisita dirección artística de Cedric Gibbons hasta la odiosa aparición de la jovencísima Angela Lansbury. Y es que muy a menudo no hace falta desplazarse para visitar los bajos fondos. Es posible que nosotros seamos el barrio donde se amontona la mugre y la pobreza de espíritu. Y, por cierto… ¿creen que ustedes han leído un artículo sobre Luz que agoniza? Miren bien lo que están sujetando entre las manos…Es posible que la luz haya bajado su intensidad y lo que han leído sólo sea un producto de su propia imaginación…


viernes, 12 de septiembre de 2008

EL DESTINO TAMBIÉN JUEGA (1966), de Fielder Cook


Henry Fonda era uno de esos actores que se desenvolvían como pez en el agua en el drama, pero su versatilidad le permitía tener altos grados de eficacia en la comedia y, en esta ocasión, lo demuestra sobradamente. Arropado por un estupendo reparto de ases que incluye a Joanne Woodward y Jason Robards nos sumergimos en el mundo del juego en aquella época de paisajes desérticos y pueblos del Oeste. Las balas son las cartas y el que mejor sabe emplearlas es el que sobrevive. Emparentada lejanamente con la que, probablemente, sea la mejor película que se ha hecho sobre el póker, El rey del juego, de Norman Jewison (comenzada por Peckinpah) pero que opta por la sonrisa y por la ligereza en lugar de la taciturna seriedad de ésta, El destino también juega es una historia divertida, que deja un agradable sabor suave en la boca y que nos enseña cuál es la cara que hay que tener en una mesa de juego mientras suben las apuestas.
Y es que esta película tiene una gran ventaja. Es muy poco conocida y ello llevará a que, aquellos que la vean, tengan una bonita sorpresa delante de los ojos, salpicada de originalidad, con un final brillante y prisionero de lo atónito. Es más, no cabe duda de que junto a otra cinta en la que las cartas son las auténticas protagonistas como la más que aceptable El póker de la muerte, de Henry Hathaway, el tapete verde erige un bonito díptico sobre la suerte y el engaño visitando las dos caras de la seriedad y del humor.
Fielder Cook, el director, un hombre que se movió más en el terreno del telefilm, consigue aumentar la sorpresa según va avanzando la película. Sabe lo que es ir desde una mirada trágica con la que comienza a un cínico y divertido entramado que acaba siendo una pequeña joya, así que si se sientan delante del televisor, tengan un poquito de paciencia. Al principio, es muy seria. Más o menos como la circunspección que siempre escribe en nuestro rostro la pura necesidad.
Y cuando la vean, por favor, borren de su expresión esa cara de extrañeza. Quizá hace falta rememorar El golpe para sentirse cómodo en un poker de tantos ases mientras una escalera de color se está construyendo para sorprendernos. El humor no se debe perder cuando estamos arruinados, por la sencilla razón de que puede ser el último asidero de una vida que se escapa en una apuesta que no era más que un farol.
Así que ya saben. Barajen bien. Mantengan la cabeza fría. Vigilen las pulsaciones de su corazón ansioso por la victoria. No dejen traslucir sus emociones. Y vamos a ver si la película les gana la partida o se llevan todo el dinero acumulado.


jueves, 11 de septiembre de 2008

EL TREN DE LAS 3,10 (2007), de James Mangold


Proverbio I. Versículo 1: En 1957, Delmer Daves articuló una historia de exactitud cronometrada en torno al eterno enfrentamiento entre Fausto y Mefistófeles con Margarita al fondo cambiando el fuego del infierno por la aridez de un pueblo mortecino que espera la llegada de un tren que se llevará al diablo con destino a las mazmorras de Dios.

Versículo 2: El hecho de que "El tren de las 3,10" en esta ocasión estuviera dirigida por James Mangold hacía concebir ciertas esperanzas a que la jugada saliera bien habida cuenta de aquella película una tanto olvidada que dirigió en 1997 con el título de "Copland" y que contiene la mejor interpretación de toda la carrera de Sylvester Stallone hábilmente secundado por Robert de Niro, Harvey Keitel y Ray Liotta.

Proverbio II. Versículo 1: Hacer un "remake" de una clásico indiscutible, cuando menos, es innecesario. Aún lo es más cuando en la adaptación nos olvidamos de las intenciones del original y nos dedicamos a transformar la historia en la redención de un hombre que, por una vez en su vida, quiere ser un héroe dejando aparte el hecho de que toda la aureola mítica que quiso desprender Daves con su versión de 1957 aquí queda diluida convirtiéndose, eso sí, en un sinsentido mítico (para mayor información véase el incomprensible cambio de actitud del personaje de Russell Crowe que en la primera versión está totalmente justificado en la piel de Glenn Ford, el inútil diseño del personaje de Peter Fonda que resulta totalmente prescindible, la milagrosa curación de los heridos de gravedad y la increíble velocidad de los compinches de Crowe al hacerse 80 millas a caballo con la rapidez con la que se pasa de un plano a otro. En el film de Daves se explica con un desvelo que hace pensar que los malvados de aquella época eran mucho más listos que los de ahora).
Versículo 2: Aunque pueda parecer pasado de moda, uno echa muchísimo de menos escuchar la voz de Frankie Laine entonando la melodía "3,10 to Yuma".
Versículo 3: A pesar de que Crowe añade a su personaje algunos matices de interés, Glenn Ford supo transmitir los deseos de un hombre que, en su nada típica maldad, envidia a su captor porque tiene una familia que defender y por la que está dispuesto a sacrificarlo todo. Van Heflin conseguí darnos a entender que, con su trabajo, él era un héroe todos los días de su vida. Aquí, Christian Bale aporta mucha intensidad en su mirada y muy poca profundidad en su trazado.
Versículo 4: Realmente, parece que los objetivos de Mangold no son parecerse a Daves sino aproximarse a una historia de perdedores con el vigor de Samuel Fuller y con algunas pinceladas del "Solo ante el peligro", de Fred Zinnemann. Pero Mangold tampoco es Fuller. Y mucho menos, Zinnemann.
Proverbio IV. Versículo 1: Desde que Clint Eastwood revolucionó al western con una película tan extraordinariamente clave como "Sin perdón" parece que todas las películas del género quieren imitar su realismo hasta caer en la impostación (quizá con las honrosas excepciones de dos joyas totalmente olvidadas y subvaloradas pero de desarrollo fascinante como las muy personales "Desaparecidos", de Ron Howard y "Open range", de Kevin Costner).
Proverbio final: La gente salía entusiasmada del cine. Y, modestamente, pienso que poner el acento en la palabra "violencia" no hace a una película necesariamente mejor y tampoco tiene por qué ser más realista. Yo recomiendo, sin importar el orden, que vean la versión de 1957 de Delmer Daves y la de 2007 de James Mangold. El corazón del público es grande e indulgente. El de un crítico de cine tiene que dedicarse a pesar los corazones de las películas...Por eso, por la mañana me colgarán sin dejar que vea el sol...
Responso: No importa lo que se haga ahora. Seguro que ya se hizo antes y, muy probablemente, se hizo mucho mejor.
Amén.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

EL OTRO (1972), de Robert Mulligan

Una vez más, la mirada infantil cobra especial importancia en el cine de Robert Mulligan, pero en un radical cambio de registro, en esta ocasión, esa mirada está impregnada de horror y con una realización admirable, con un pulso milimétrico de tensión y que hace que esta película sea una de esas pocas películas del género del pánico que rozan la obra maestra.
Basada en la novela de un antiguo actor, Tom Tryon, protagonista de El cardenal, de Otto Preminger y que decidió abandonar el cine porque el director alemán le hizo la vida poco menos que imposible, El otro trata de una descripción minuciosa de los dos lados de un espejo. Dos gemelos que se convierten en representaciones del bien y del mal que convierten un verano en una guerra psicológica y que, en manos de Mulligan, se convierte en un paradigma extraordinario de cómo se puede realizar un film realmente inquietante sin necesidad de sangre a borbotones, ni basura visceral…y eso se convierte en un elemento potenciador del miedo. No hay que confundirse. El horror no es sobrenatural, es puramente psicológico y eso hace que un escalofrío recorra nuestra espalda por la sencilla razón de que, en algún lugar de nuestro interior, tengamos la certeza de que dentro del ser humano existe toda esa maldad…incluidos nosotros mismos.
La inquietante profesora de arte dramático Uta Hagen, una leyenda entre la profesión, realiza un memorable papel de abuela de los dos gemelos en cuestión y, aunque el resto del reparto no es familiar para los no versados Chris y Martin Udvanorky realizan uno de los retratos más memorables del mundo infantil que se han visto nunca con matices extraordinarios que delatan la gran dirección de Mulligan y el mimo con el que se empleó con actores noveles.
Es una película que merece verse por muchas razones. Entre otras cosas porque es uno de esos clásicos perdidos que rara vez aparecen mencionados en ninguna parte y que sin embargo, merece estar en un lugar de honor en nuestra filmoteca particular. Tiene escenas absolutamente inolvidables que se graban no en nuestra memoria, sino en nuestras sensaciones lo cual confiere aún más inquietud a nuestra alma de espectadores. Tal vez porque, un poco atónitos, asistimos a una precisa mezcolanza de varias dosis de horror con unas gotas de inocencia. Si deciden ver esta película, tengan mucho cuidado. Sin darse cuenta, te va envolviendo, te va haciendo parte de ella, te hace mirar en tu espejo de horror y crueldad. Y lo que ves te hiela la mirada…



lunes, 8 de septiembre de 2008

EL CABO DEL TERROR (1961), de Jack Lee Thompson


No cabe duda de que al hablar de esta película es demasiado fácil caer en comparaciones con la versión de Martin Scorsese que se estrenó con el título “El cabo del miedo”. En cualquier caso, las diferencias son notables. Mientras Scorsese prefería centrarse en la personalidad psicopática de ese delincuente que sale de la cárcel y sólo tiene en mente vengarse del abogado que le defendió porque cree que no fue demasiado diligente en su trabajo, la versión de 1961 de Jack Lee Thompson se fija más en la amenaza latente, en un trabajo soberbio de Robert Mitchum, de un hombre que tiene paciencia y sabiduría para reírse de los torpes intentos de la ley por atrapar a un ave de presa.
Sin duda, la venganza y el odio están presentes y hay que destacar esa impresionante fuerza sugeridora que Mitchum imprime al personaje en el que el espectador, impasible e impotente a la vez, percibe de forma casi intuitiva el rencor acumulado de un perturbado al que la cárcel sólo ha hecho alimentar un cierto deseo de venganza contra el mundo, contra lo primero que pase por delante, contra un sistema que nunca fue de su agrado y contra cualquier otro ser humano que le mire por encima del hombro.
La vida cómoda del abogado que interpreta Gregory Peck, a la sazón también productor del film en una época en la que los actores comenzaban a dar el salto hacia la producción creando empresas propias para ello, ya es algo que, de por sí, hace que el fuego del odio crezca en el personaje de Mitchum. No acepta que nadie haya tenido mejor fortuna que él…entre otras cosas porque él quiere dar las cartas. Quiere tener el poder de dar y de quitar. Tiene verdadera ansia por reírse de la misma ley que le encarceló. Disfruta con el más leve roce que levanta un amenazante deseo sexual en su líbido encerrada durante tantos años. No importa que la víctima sea la hija, o en su caso, la mujer del abogado. Todo es pura lluvia en el músculo. Verdadera mirada que traspasa la piel para desahogar la rabia enfurecida que ha anidado en su interior mientras sólo podía ver barrotes que le recordaban al maldito abogado que ayudó a que acabara entre rejas.
Fiera incontrolada, propondrá el duelo en el entorno salvaje al que, por afinidad, pertenece, un pantano convertido en selva donde los cocodrilos esperan agazapados en las aguas oscuras. Más allá de todo eso, además de Peck y de Mitchum, la película cuenta con un excelente plantel de secundarios, llenos de seguridad y de saber estar delante de una pantalla, como Martin Balsam, Jack Kruschen y Telly Savalas, destacando, por encima de todos ellos, a Polly Bergen en el papel de la aterrorizada aunque fuerte mujer del abogado que resiste los embates de la furia sexual de su contrincante con una entereza admirable aunque revestida de una sutil fragilidad.
Por otro lado, más allá de los intrincados y siempre interesantes planos de Scorsese, la dirección de Jack Lee Thompson destaca por su sobriedad, sin grandes estridencias, sin espectaculares movimientos de cámara que nos sitúan en medio de la historia como un árbol que asiste a los manejos de la mente humana que ya no sabe diferenciar donde termina la maldad y empieza la crueldad gratuita.
Al mismo tiempo que admiramos esta historia, podemos disfrutar con una extraordinaria banda sonora debida al gran Bernard Herrmann en cuya obra hierve la amenaza que se cierne sobre esa familia que parece ajena a todo y así poder imaginar lo que habría sido de esta película si la censura hubiera dejado conservar algunos fragmentos referidos, sobre todo, a la escena entre Polly Bergen y Mitchum que fueron más allá de lo moralmente permitido en aquellos años.
No viajemos nunca solos hacia el cabo del terror. Tal vez alguien intente ahogar nuestra felicidad…

viernes, 5 de septiembre de 2008

DE REPENTE, EL ÚLTIMO VERANO (1959), de Joseph L. Mankiewicz


El canibalismo devorador de una madre que mantiene un amor obsesivo se transforma en unos ojos condenados a decir una verdad escondida por el mismo horror. El poema de verano puede ser una hoja en blanco en medio de un jardín detenido en la prehistoria, esqueleto de una personalidad podrida por la opulencia, la superioridad y la belleza falseada en exaltación. El calor se adhiere a la ambición y la sangre se mezclará con el blanco de la arena y el oscuro mar repleto de sal se tragará el límite de la cordura. El atajo más corto no siempre es la amputación de la raíz de los impulsos. Pedir ayuda a lo inalcanzable puede ser el primer paso de la ascensión a un cielo fabricado a medida. No vale cualquier camino para alcanzar lo que se desea. La ciencia debe ser siempre secundada por la razón. La verdad puede ser tan impensable que la provocación se antoja un mero pretexto para la sexualidad. Y la mente, tan débil, tan influenciable, esconde lo que nunca debió ser nombrado.
Con una maestría que aleja lo teatral para acercarse a la tragedia, Joseph L. Mankiewicz rodó esta soberbia película basándose en la obra de Tennessee Williams. Contó con un reparto excepcional, encabezado por una Katharine Hepburn inmensa, espléndida, grandiosa, indiscutible; por una Elizabeth Taylor que, por momentos, alcanzaba la madurez dramática, intensa, preciosa…tanto que se llega a atisbar la inacabable oscuridad que invade su tormento; por un Montgomery Clift que, a pesar de tener un rodaje difícil en el que el propio director perdió la paciencia con él unas cuantas veces, es capaz de transmitir una serenidad desequilibrada, como un hombre que, acostumbrado a caminar por el borde de la locura, tiene un cuerpo asimétrico y un rostro descompuesto pero que no deja escapar la seguridad de sus propios pensamientos. Y así, con un argumento de desesperación e intriga, con unos actores que son tan altos que ni siquiera se puede llegar a sus rodillas y con la sabiduría de una dirección precisa, calculada, milimétrica, deliberadamente incómoda, Mankiewicz puso delante de nosotros una película que llega a la maestría. Y nosotros, plantas carnívoras devoradoras de moscas e insectos, no hacemos más que quedarnos boquiabiertos pidiendo un poco más de ese arte impuesto desde el muro de los que sólo saben hacer la imagen para que nosotros supongamos, fabricar la suposición para que nosotros veamos, buscar la verdad para que nosotros seamos…
Y delante de ese monstruo que devora las entrañas de nuestra apreciación de la calidad, se nos echa encima, así, como de repente, el último verano. El día en que sólo hubo ansia y hambre. La estación en la que dejamos en blanco el poema que, con nuestros propios ojos, sabemos rimar como testimonio del descanso. La época en la que los buitres se lanzaron sobre nuestros restos y no quedó ni rastro de lo que era vivir.
Incómoda, sensacional, extrema, peligrosa, descriptiva, elegante, brillante, única, verdadera, profunda, atemporal, calurosa, indagante, intrigante, infamante, tremenda, principio, fin, excepcional, atrevida, oscura, impactante, psicológica, blanquecina, abismal…Creo que no deben perdérsela…


jueves, 4 de septiembre de 2008

UN CRIMEN POR HORA (1958), de John Ford


Dentro de las difusas fronteras que delimitan el llamado “género negro” nos encontramos con que todos los grandes directores de la historia han hecho alguna incursión en el mismo convenientemente filtrada por el crisol de sus estilos e ideas. Ejemplos los tenemos a cientos. Orson Welles no le tenía ningún miedo al firmar dos obras maestras del calibre y la talla de “La dama de Shanghai” y, por supuesto, “Sed de mal”. Billy Wilder introduce nuevas fórmulas y miradas en “Perdición”. Stanley Kubrick desestructura sus entrañas para poner en marcha un mecanismo de relojería de precisión milimétrica en “Atraco perfecto”. Sam Peckinpah lo abre en canal en la fabulosa historia de Jim Thompson “La huida”. John Huston perfila sus líneas maestras con “El halcón maltés” y “La jungla de asfalto”. François Truffaut le rinde preclaros homenajes con “Tirar sobre el pianista”, “La sirena del Mississipi” y “La novia vestía de negro”. Ingmar Bergman lo reviste de barroquismo trascendente en la turbulencia inquietante y parcialmente fallida de “El huevo de la serpiente”. Elia Kazan no duda en asaltarlo en “El justiciero”. Joe Mankiewicz lo maneja con herramientas de maestría en "Sólo en la noche" y "Escape". Luchino Visconti le da una manierista vuelta de tuerca con “Obsesión”. Alfred Hitchcock tiene una muy personal mirada bajo el prisma de sus propias fijaciones en “Falso culpable”. Robert Aldrich realiza un acercamiento bajo el telón de la guerra fría con “El beso mortal”. Otto Preminger revoluciona el género con “Laura”, “Vorágine”, “Al borde del peligro” y “Cara de ángel” (“Ángel o diablo” me parece una película decididamente menor). Pietro Germi penetró con puntería con la peligrosa lanza del neorrealismo italiano con la excelente “Un maldito embrollo”. Akira Kurosawa da en la diana con sus particulares vistazos a los universos de Georges Simenon y Evan Hunter en las maravillosas “El perro rabioso” y “El infierno del odio”. Howard Hawks dejó la aventura, abandonó la sonrisa y descabalgó del caballo para ofrecernos “El sueño eterno” o “Tener y no tener”. Delmer Daves nos hizo un ejercicio de destreza visual insuperable en la habitualmente menospreciada “La senda tenebrosa”. Los Hermanos Coen dirigen su mejor película en “Muerte entre las flores” y…sí, incluso John Ford, con el ojo que le quedaba sano se encargó con singular maestría de la excepcional “Un crimen por hora” (si exceptuamos su intento en el año 1935 con Edward G. Robinson y escorándose descaradamente hacia la comedia en “Pasaporte a la fama”).
Los avatares y desventuras del Inspector Gideon de Scotland Yard durante un día de su azaroso trabajo sirve a Ford para mostrarnos, sin olvidar su peculiar sentido del humor y su insuperable capacidad de trascender la mera sugerencia, a un Londres que se hunde en la espesura y el color de su niebla climática, de su oscuridad criminal pasando desde el más ligero desliz hacia el mismo asesinato intercalando los problemas personal de un investigador criminal que tiene verdaderos problemas para conciliar la vida laboral y familiar. El resultado es una obra tan atípica como apasionante, llevada con mano firme y que apenas deja un minuto de respiro tanto al atribulado protagonista (brillante Jack Hawkins) como al angustiado y divertido espectador que asiste al paso de las horas que se van echando encima como los golpes de maza de un rutinario tribunal de vida comprimida al máximo.
No existe aquí el típico “cherchez la femme” aunque “la femme” tiene un papel decisivo, ni una música envolvente, ni sombras de un expresionismo que Ford, con su parche de tuerto genial, convierte en luminoso impresionismo de naturaleza urbana. Es una obra profundamente personal y única dentro de la obra de un hombre que supo hacer de un gesto, la ternura; y de un quehacer diario, la brillante lucha contra veinticuatro horas irrepetibles coronados con una escondida sonrisa de malsana satisfacción.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

CHE, EL ARGENTINO (2008), de Steven Soderbergh


Revisar la figura de un mito que no lo fue tanto significa todo un reto para cualquier cineasta y Steven Soderbergh aprueba el examen gracias a una mirada que se atreve a establecerse en la lejanía y presentarnos los nobles motivos de una revolución de justicia que, establecida en el poder, se escora peligrosamente hacia las sinrazones de un radicalismo disfrazado de ideal que hace del triunfo una progresiva corrupción del poder a cualquier precio. De cualquier modo, la película tiene nombre y apellido mediante la poderosa y asombrosamente natural interpretación de Benicio del Toro que cautivó en el preestreno con su simpatía y su falta de artificio deseando “mucha mierda” a todos los que participaron en ella.
Hacía ya tiempo que la leyenda de Ernesto “Che” Guevara necesitaba una película que se ajustara con visos de sinceridad al devenir del hombre que creyó ver una luz al otro lado del río. Si exceptuamos aquel despropósito de 1969 dirigido por Richard Fleischer e interpretado por Omar Sharif bajo el genérico título de Che, el primer paso fueron los Diarios de motocicleta que Walter Salles dirigió bajo la producción de Robert Redford y con el rostro de Gael García Bernal. En esta ocasión, la hermosura de unos ideales de liberación sin el condicionante de la subordinación hacia la extinta Unión Soviética recae sobre los hombros de un potente y admirable Benicio del Toro que dibuja a un “Che” que quiere satisfacer el ansia de lo justo sin afanes de revanchismo derrocando a una dictadura sangrienta que merecía caer desde lo más alto sin red. Al mismo tiempo, Soderbergh, con cierta maestría documentalista, nos muestra la radicalización hacia el comunismo más descarnado a través de oportunos flashforwards que describen la histórica aparición del “Che” en la Asamblea de las Naciones Unidas ufanándose de los fusilamientos que tuvieron lugar en Cuba tras el triunfo de la revolución y, al mismo tiempo, reprochando los que se efectuaban en Venezuela bajo una represión político de signo opuesto y calificándolos sin rubor de “asesinatos” y proclamando, con orgullo, que el único país que comprendía el afán y el pensamiento de Cuba era la Unión Soviética tras el formulado slogan de “Patria o muerte”.
Soderbergh toma como referencia la objetividad de Lawrence de Arabia, de David Lean sugiriendo la aparición del extranjero que, aparentemente, no tiene por qué implicarse en una revolución ajena con el fin de sostener con ideales la razón de las armas y unificar a unos y a otros bajo el manto de la utópica libertad y, al mismo tiempo, perfila, a la manera de Patton, de Franklin Schaffner, la seguridad de que alguien como Ernesto Guevara no tiene cabida en la supuesta paz que sigue a la revolución. Es un hombre en permanente estado de guerra. El resultado, brillante en su primera mitad, se apaga con la mediocridad que destila el último tercio de la película con la larguísima, innecesaria y repetitiva secuencia de la toma de la ciudad de Santa Clara, último eslabón para llegar a La Habana, que no duda en detenerse en detalles mal resueltos y que pone acentos en sílabas que se antojan caprichosas en el abismo de la precipitación más inútil.
Por otro lado, la interpretación de Benicio del Toro es tan poderosa, tan natural, tan fascinante, tan ajustada, que ensombrece al resto de los miembros del extenso reparto (Jorge Perugorría aporta una excepcional intensidad a un personaje que apenas le deja margen para maniobrar) y que se torna absolutamente magistral si la cotejamos con la composición que Demián Bichir hace de Fidel Castro con un acercamiento al personaje notoriamente basado en sus vehementes discursos pero que nos hace dudar seriamente si el Comandante se comportaba igual en sus conversaciones privadas con el “Che” o con cualquier otro compadre de armas.
En cualquier caso, en alas de una excepcional fotografía realizada por el propio Soderbergh bajo el seudónimo de Peter Andrews y de un sobrecogedor sonido obra de Antonio Betancourt, aún tendremos que esperar al estreno de la segunda parte de esta biografía (con el título de Guerrilla) para conocer la cara y la cruz de un hombre que, de tanto ver la pobreza, derramó muchas lágrimas que, más tarde, enjugó con la sangre de una razón que olvidó en algún lugar del camino.

martes, 2 de septiembre de 2008

AL BORDE DEL PELIGRO (1950), de Otto Preminger


Cuando la acera termina, ya no cabe la excusa. Hay que lanzarse a la calzada y detener los coches que pasan con la violencia del tubo de escape. Tener antecedentes de brutalidad puede ser una losa demasiado pesada de la que sólo te libras si una mujer te hace ver los rincones que hace tanto tiempo tenías sumidos en la oscuridad. Ser policía no te vale como eximente. Debes atrapar al hombre. Debes cercarlo y acorralarlo. Pero no puedes cazarlo porque tu control es el mismo que el de un tambor girando en un revólver. Desbocarse no es la solución porque cuando tu destino te juegue una mala pasada y parezca que eres culpable sin serlo…todo apuntará a que lo eres.
Las mejillas de una acera de porcelana que tiene la mujer que amas serán el asidero que te haga ver que la huida hacia delante siempre termina en una alambrada que no puedes cortar. Entre medias, tendrás que moverte por garitos de juego, por las luces de la ciudad y por la sonrisa socarrona de quien te hace perder los nervios, pero cuando se está al borde del peligro, los sentidos están alerta y el ala ancha de tu sombrero es la sombra en la que te refugias mientras tu mirada enturbiada se aclara por unos besos que nunca soñaste en recibir.
Otto Preminger decía que “si encuentran restos de nuestra civilización en siglos venideros y en ellos están las películas, los investigadores tendrán un perfecto mosaico de lo que ha sido la humanidad”. Y a ello se aplicó dentro de una obra que tocó los más diversos temas, nos descubrió a Gene Tierney y removió las entrañas del cine negro de tal modo que supo abrir nuevos caminos de fascinación en la turbia mirada del ser humano.
En esta ocasión, cogió a la misma pareja protagonista de “Laura” y añadió algunas escenas trepidantes que sí nos ponen al borde de ese peligro que está en medio mismo de la acción mientras intentamos encontrar algunas razones que nos hagan desear que un hombre de mal espíritu entienda cuál es la honestidad de vivir y otro ser abyecto e inalcanzable sea agarrado de las solapas para acabar en el único lugar donde, a los demás, nos deje tener un poco de esperanza.
Abran la puerta a la policía, les están enseñando su placa. El rostro de la ley es serio y, a menudo, injusto. Pero quizá sea el momento de hacer frente al día que se presenta, aunque no tenga muy buena cara. Tal vez, nosotros no la tengamos mucho mejor. Sólo la verdad podrá ser lo que aleje la sospecha y lo que tranquiliza la conciencia. En lo negro siempre hay un poso de desengaño y una búsqueda angustiosa de una sinceridad que se escapa con unas esposas puestas…