viernes, 31 de octubre de 2008

LOS SOBORNADOS (1953), de Fritz Lang


Cuando te arrebatan lo que más quieres es cuando te das cuenta de que tu interior, quebradizo como el cristal, no es más que una quimera que tú mismo has llegado a imaginar. Emprendes el camino de la venganza, ese plato que siempre se come frío, y sólo hay un pequeño hilo, de cinco añitos, que te sigue uniendo a una vida que desprecias. De pronto, como si saliera de la nada, una mujer que siempre ha tenido mucho que perder y creyó que mucho que ganar te hace sentir que el visón sigue perteneciendo a una piel herida, que la venda no es capaz de destrozar la hermosura, que seguir un camino es comenzar una rebelión contra un destino que se empeña, terco e ingrato, en someterte, en aniquilar tus sueños, en arrasar lo que sientes.
Fritz Lang sabía mucho de todo esto. Su cine está lleno de todo lo descrito y no duda en bajar a los instintos más sucios para mostrar la violencia de un mundo poblado de serpientes. En la negrura del género de Los sobornados, hay un rechazo frontal a la corrupción, hay un acogimiento comprensible hacia quien se arrepiente, hay un asco visceral hacia los que manejan los destinos ajenos con la cruel sonrisa de unas bestias sedientas de poder. Admirable Glenn Ford en el que, quizás, sea el mejor papel de su carrera, en un continuo vagar sinuoso en busca de quien hizo volar todo aquello que convirtió a la rutina en una continua declaración de amor. Maravillosa Gloria Grahame que, bella y metafórica, nos muestra el lado más desfigurado de un mundo relleno de dinero, de tiendas caras, de caprichos innecesarios y de brutalidad desmedida. Extraordinario Lee Marvin que ya daba muestras de ser un malvado de categoría prescindiendo de unos escrúpulos que quedan reflejados en unas miradas que, de puro hielo, llegan a quemar. Estupenda esa actriz secundaria, viuda del policía que se suicida, Jeanette Notan, que siempre supo estar en el segundo plano de la obra maestra de otros directores de leyenda como John Ford u Orson Welles. Espléndida esa fotografía del mítico Charles Lang (nada que ver con el director) que esculpe el instante en la oscuridad de una trama tan negra como los corazones que la habitan. Fantástico el guión de Sidney Boehm que contiene diálogos que dejan notar el arma en la sobaquera, la mirada en el blanco y la suavidad que se emana de todo aquello que se desea. Y, por supuesto, magistral la dirección de Fritz Lang, maestro indiscutible en la que es, tal vez, su mejor película en los Estados Unidos, una pieza de arte bañada en el oro de unos buenos tragos, forrada por el acero de unas balas con nombre grabado, ensamblada por el genio de quien sabe mirar por el desagüe más corrompido de una forma de vida que dejamos que nos domine y que sólo nos convierte en animales feroces que sólo desean luchar por una supremacía que hunde sus cimientos en la pornografía del poder.
Es el momento de cargar el tambor del revólver, de tener la certeza de que el suave tacto del visón sólo puede ser propiedad de un rostro de porcelana mancillado por el abuso, de dejar de ser juguetes en manos de desalmados para volver el rostro y decir que no. El gran calor puede agobiarnos pero nunca puede asesinar el alma de lo que tantas veces hemos deseado y que puede que sea, simplemente, la perfecta normalidad. Una obra maestra esta noche. Una cita con el destino después del último disparo…


jueves, 30 de octubre de 2008

TRANSSIBERIAN (2008), de Brad Anderson


A medio camino entre Alarma en el expreso, de Alfred Hitchcock y de ese maravilloso guión escrito por Akira Kurosawa y rodado por Andrei Konchalovsky titulado El tren del infierno, Brad Anderson articula un paisaje de crueldad apoyándose en la orografía de un primer plano repetitivo y mareante para remarcar que el peligro está en las fieras que acechan en la estepa y no en los secretos que esconde el desierto blanco.
La mayor virtud de esta película está en que es muy consciente de su condición de serie B y que no pretende ser otra cosa. Con las premisas del misterio que emanan las traviesas de una vía que puede no llevar a ninguna parte, Anderson construye con paciencia un argumento de inquietud maestra y de emoción carente. El resultado es la inevitable conclusión de que el trayecto es mucho más interesante que el final. El juego de equívocos, engaños, viajes de vuelta e ingenuidades de ida se convierte en un apasionante muestrario de matrioschkas que siempre guarda una sorpresa en su interior. Para ello, Anderson cuenta con un admirable plantel de actores que, desde el primero hasta el último, son capaces de helarnos el semblante a través de un uso de planos cercanísimo y desencuadrado que puede llevar a la irritación para combinarlos después con unas impresionantes tomas aéreas del convoy que se adentra en el infierno de hielo.
Más allá de eso, Anderson, en su guión, es hábil aireando la trama con ocasionales salidas para dar un respiro al espectador, como si quisiera cambiar del blanco al rojo, y después de intentar, hasta con planos imposibles, transmitir la agobiante sensación de estrechez que se respira en un expreso que va parando en las estaciones de la normalidad, la sorpresa, el estupor, el despiste, el ataque, la muerte, el equívoco, la vileza y la fascinación por un par de personajes que consiguen poner en marcha el tiempo y desenterrar el futuro que tantos aún tenemos congelado.
Y es que no cabe duda de que hay viajes que, por el mero hecho de hacerlos, son una aventura que nos sumergen en pesadillas mientras, casi sin darnos cuenta, nos van mostrando vagones enteros de la realidad. Anderson sabe deslizar con habilidad en el guión algunas trenzas sobre la responsabilidad en la vida, sobre un país en trance de destrucción emocional como herencia de un régimen que hizo que vivieran en la oscuridad para luego desaparecer y encender la luz para que la gente muera y sobre el derecho que todo el mundo tiene sobre las segundas oportunidades.
En las traviesas de cada uno de los fotogramas que van pasando a velocidad de locomotora por delante de nuestros ojos, siempre hay un lugar para el misterio bien contado, con los típicos chorretes de hielo colgando de las ruedas del tren y con el tan traído y llevado mito del falso culpable planeando por algunos de los flecos de una trama que no siempre guarda lógica pero que sigue religiosamente el mandamiento de Alfred Hitchcock en el que la lógica era totalmente prescindible si el trayecto de la incoherencia era suficientemente divertido. Y como muestra un botón en la que es, posiblemente, la mejor escena de la película: el intento de la chica por deshacerse de alguna manera de una mochila que la inculpa y la compromete en un país donde se vive y se convive diariamente con el peligro. Ahí está la herencia del maestro inglés.
Y, al final, enganchado en el último de los vagones del convoy, como figura muy importante que sobrevuela el relato, siempre está el pasado, rémora y experiencia que es preciso desenganchar definitivamente para poder afrontar el siguiente tramo de una vida blanca y escondida en algún lugar de nuestro carril de hierro mientras, con denuedo, intentamos matar a nuestros demonios llevándonos también a todos nuestros ángeles.

miércoles, 29 de octubre de 2008

UN MARIDO RICO (1942), de Preston Sturges


Como casi todas las películas de Preston Sturges, Un marido rico se apoya en la premisa de una falsa identidad. La búsqueda, por parte de una mujer de soluciones rápidas y decisiones inapelables, de un marido rico para resolver sus problemas económicos y, de paso, los de su primer marido da paso a una comedia hilarante, inteligente, de complejidad sorprendentemente simple, en el que destaca el trabajo de una maravillosamente encantadora Claudette Colbert, la eficaz labor de un circunspecto Joel McCrea, la carcajeante singularidad que despliega Mary Astor y la apabullante torpeza romántica de Rudy Vallee sin olvidar ese excepcional personaje del millonario que enciende la mecha de toda la historia, mezcla de loco mecenas y de viejo verde que interpreta con maestría Arthur Stuart Hill.
El caso es que Preston Sturges, una vez más, nos regala una de sus obras maestras que convierte la vida en un rato extremadamente divertido, con un mosaico de personajes ruines pero repletos de esperanza, que se sirven de su propia corrupción para poder alcanzar lo que en condiciones normales no son capaces de agarrar, y que hablan del sexo como una causa que oscila peligrosamente entre la celebración y la condena. En el fondo, Sturges era un hombre que hablaba de cosas muy pequeñas pero que, por arte de magia y talento, podía transformar en grandes ideas revestidas de una pequeña lección moral pero sin erigirse en conciencia de nada ni de nadie. Y ésta es una de sus grandes comedias, repletas de situaciones regodeadas en el barro de la paradoja (Rudy Vallee cantando una romántica e inadecuada serenata a su amada con toda una orquesta sinfónica mientras ella está en su dormitorio pegándose un revolcón con Joel McCrea). La sonrisa es un valor seguro en la bolsa de valores del cine de Preston Sturges, que arruinó su propia vida luchando por el elevado precio de la independencia. No en vano, Sturges fue uno de los pocos privilegiados que fueron capaces de saltar la infranqueable barrera que permitía a los guionistas dirigir sus propios guiones en el viejo y rígido sistema compartimentado de estudios y formó un grupo de sabios de élite del que formaban parte nombres tan ilustres como Billy Wilder (que en varias ocasiones declaró su profunda admiración por el cine de Preston Sturges), Joseph Mankiewicz y John Huston. Póker de ases para ganar la apuesta del ingenio con cartas demasiado seguras.
Quizá el secreto de la imperecedera genialidad del cine de Preston Sturges se halla en una frase de Voltaire: “el hombre debe caminar a carcajadas por el camino de la verdad”. Y es que el genial director soñó un día con morir de risa al crear un chiste propio y lo que consiguió fue arruinarse después de que nadie apostara por él, desgracia de una vida que no tardó en devorarle después de una carrera que se antoja como increíblemente corta para alguien que quiso hacer verdad y quiso hacer risa.
Su autobiografía arranca con una inusual frase melancólica que reflejaba el estado de ánimo de un hombre que era famoso por su buen humor pero que traslucía una impecable calidad literaria: “Frías son las manos del tiempo que se arrastra a duras penas, destruyendo despacio pero sin piedad lo que ayer era joven. Sólo nuestros recuerdos resisten esta desintegración y mejoran con el paso de los años”. Y sólo las extraordinarias películas de un adelantado a su tiempo, de un inventor de la comedia que consiguió coger elementos del Capra desprovisto de optimismo y del Lubitsch menos inocente para hacer un cine tan personal que nunca tuvo referencias ni mucho menos continuadores. Un marido rico es una de los ejemplos de lo que podía llegar a hacer, es una cumbre de la comedia, una delicia para las ganas de reír. Busquen al marido rico, no se arrepentirán, es puro gozo para el no siempre satisfecho contento.

martes, 28 de octubre de 2008

CIUDAD SIN PIEDAD (1961), de Gottfried Rheinhardt


La moral es algo que puede ser arrancado con la facilidad con la que se destrozan unas bragas de satén. En el fondo de un pueblo alemán, de vencidos y rencores, se halla el odio dispuesto a saltar a la más mínima oportunidad. Cuatro soldados americanos violan a una chica, a la misma inocencia, hija de uno de los poderes fácticos del provincianismo. Ellos merecen la muerte por su brutalidad impía, por su conciencia contaminada y ausente, por su convencimiento de vencedores en una guerra que ya hace mucho que pasó por un pueblo que muere de aburrimiento. Consejo de guerra. Se pide la pena de muerte. El abogado defensor huele la mierda a distancia y sabe que son merecedores de un castigo duro, sin concesiones, pero la muerte es algo que hay que desterrar cuando ya sólo quedan venganzas ajadas por combatir.
El defensor busca fórmulas para atenuar la mirada de lo salvaje. Está a favor de una durísima condena de reclusión pero cree que la muerte de un hombre no debe ser equiparada a la de un himen. Simplemente porque hay una delgada línea que separa la justicia de la venganza. Quiere salvarles, quiere condenarles y, al mismo tiempo, dejar a la inocencia apartada del dolor porque sabe que lo único que perdura no es la justicia, ni tampoco la venganza…lo único que perdura es el dolor.
Y en parte, esa ciudad sin escrúpulos quiere el castigo a muerte de los soldados por satisfacer la pírrica venganza sobre los vencedores. Y parte de esa misma ciudad, ebria de desprecio, quiere que los soldados no mueran como venganza hacia una generación que llevó cruelmente a la desesperación y a la vergüenza aunque el precio a pagar sea la piel de la víctima.
El abogado recorre tortuoso los senderos de la justicia, intentando poner paz en corazones sedientos de sangre y rabia, intentando encontrar un silencio cómplice, una comprensión espontánea, un rostro de humanidad. La solución no es la muerte para ninguna dirección y en ningún sentido. La muerte trae odio, el odio no supura las heridas, las heridas se infectan, la infección crea enfermedad en vida, la vida mancillada, la vida amortajada, la vida detenida. Y después de haber visto correr ríos de sangre en una guerra sin concesiones hay que dejar que la vida fluya, que la vida sea un río donde retozan los sentimientos que comienzan a nacer, que la vida sea una fuente juvenil donde el sol descanse del gris y bañe con sus reflejos dorados la esperanza de una época que allí, en aquel villorrio sin piedad, se resiste a aparecer.
Maravillosa y agobiada, fascinante, terrible y cruel, Kirk Douglas protagonizó esta fantástica película, “Ciudad sin piedad”, tal vez para recordarnos que los prejuicios son los yugos que sostenemos contra nuestra propia libertad. Tortura sin piedad en una vida que podría ser luz y que sólo está bañada en el vómito y el asco del rencor.

viernes, 24 de octubre de 2008

UN CORAZÓN EN PELIGRO (1944), de Clifford Odets


Si hubiera que definir esta película en dos palabras no habría nada más fácil: Cary Grant. Él es el centro, el corazón y el peligro de ésta historia dirigida por un dramaturgo de calidad excepcional, Clifford Odets, que probó suerte en el campo de la dirección en este título y, años más tarde, en un desastre comercial para Rita Hayworth, Sangre en primera página. Odets, además, fue perseguido por el Comité de Actividades Antiamericanas precisamente porque la díscola madre de Ginger Rogers, Lela Rogers, escritora de profesión, dijo que ésta película que hoy nos ocupa era “el más perfecto ejemplo de propaganda comunista”. Por otro lado, Cary Grant siempre dijo que era una de sus películas favoritas porque le dio la oportunidad de mostrar un inusual y amplio registro de aptitudes dramáticas muy alejadas de las comedias a las que tenía acostumbrado al gran público. Y lo cierto es que no podemos evitar una cierta emoción al comprobar cómo un personaje como el suyo lucha por mantener su orgullo y su independencia por encima de cualquier otro valor porque cree firmemente en que el ser humano es mejor, puede ser mejor y debe ser mejor.
De hecho, Cary Grant entendió muy bien a su personaje. La acción se desarrolla en los suburbios de Londres y él interpreta a un hombre de acentuada tendencia cockney, precisamente lo que él mismo fue mucho, mucho antes de convertirse en Cary Grant. Detrás de él, en el papel de su madre, está esa extraordinaria dama, de mirada inquietante e intensa como sólo la ancianidad puede serlo, de nombre Ethel Barrymore y que ganó el Oscar a la mejor actriz secundaria por su trabajo en la película.
La historia es fascinante, con gruesas advertencias de injusticia social y no cabe duda de que puede haber una cierta extrañeza en su visionado pues, tal vez, los problemas de las clases sociales bajas en una Inglaterra que es desconocida para el gran público nos resultan claramente ajenas aunque haya una cierta magia oscura y misteriosa en cada uno de los callejones de almas perdidas que jalonan el mapa de los sentimientos de los demás. Y cuando se habla de sentimientos puede que la luz al final del horizonte sea la de un dulce sol que nos baña con rayos de amargura. A veces es difícil, muy difícil, saber cuál es el camino correcto para una vida llena de drama con la calle como único rincón para detener los latidos de tu propio corazón.
Y es que hay mucha más poesía en esta historia de la que nos suponemos. Sin ir más lejos, su título original, None but the lonely heart, es el de un poema compuesto por Johann Wolfgang Goethe y en estos versos se inspira la película:

Sólo el que conoce la soledad
Puede entender mi sufrimiento y mi tormento
Miro hacia el horizonte en aquella dirección
Y quien me conocía y me amaba está demasiado lejos.
Sólo el que conoce la soledad
Puede entender mi sufrimiento y mi tormento
Arde mi corazón…
Y sólo el que conoce la soledad
Puede entender mi sufrimiento y mi tormento

Después de esto, la película resulta convincente y algo se nos remueve allí mismo, en el corazón. No puede pasar otra cosa cuando es una historia que nos habla del fascismo, del materialismo, de la inevitable guerra, del salto generacional, de la hermandad entre los hombres, de la dialéctica hegeliana en la que los extremos llegan a tocarse y del mito del eterno regreso al hogar… Quizá, después de ver esta película, el corazón que esté en peligro sea el nuestro.

jueves, 23 de octubre de 2008

MAX PAYNE (2008), de John Moore

Pañon… pañon… pañon… pañon…más pañon…ras…zaaaaca…bum…bum…chas….cloing…glasss…forroglasp… jo, la de rojo, da gloria verla…pfiuu…pfiuuu…batablum….recontrabatablum…hiperrapuntalazatablum…cómo mola, tío…y el cielo se convierte en el infierno…y los ángeles del infierno, las valkyrias esas…joer…guai, tío, guai.
Bueno, pues ya está. Ya está hecha la crítica ¿no? Al fin y al cabo, desde la olvidada atalaya de la modestia, uno empieza a cansarse de declaraciones por la red y varios medios de prensa escrita y visual que para hacer una crítica…no hace falta haber visto chopocientas mil películas, ni escribir algo acentuado en la sal, ni tener tantas referencias. La opinión de ese tipo de al lado que ha estado jugueteando con la botellita de plástico dándole fuerte a su rodilla cual culata de pistola en cráneo de una de las 165 víctimas que salen en este engendro, vale tanto como la del más experto de los estudiosos de la teoría del cine. De hecho, en cuanto termine estas líneas al vuelo, voy a ver al encargado de la sección de ciencias del periódico, a ver si me deja deslizarle la opinión de que el universo se expande siempre que la mecánica cuántica experimente una contracción inversamente proporcional a la inteligencia exprimida al ver esta cosa…total, mi opinión vale tanto como la suya.
Sí, sí, ya lo sé. A usted, el que ha guiñado el ojo encontrando una réplica tales líneas. Yo también me doy cuenta de que lo que el cine intenta (desde hace más de diez años) es atraer a las salas al público que ha crecido saltando entre junglas de video-juegos, que cree que la vida es un interminable plano a cámara lenta y que la estética del cuero es lo más conquistador que ha parido madre. De paso, el cine ha dejado de dar alimento a la generación que creció con él, total, una panda de viejos que utilizan algo tan anticuado, tan absurdo, tan efímero y tan relativo como es la inteligencia. ¿Solución? Hagamos cosas como ésta, o como Wanted, o como tantas y tantas otras. Disparemos una media de mil seiscientas balas, movamos la cámara mucho, como disfrazándonos de algo importante, procuremos trucar los planos de tal manera que un hombre como Mark Wahlberg (de movimientos más torpes que una rana en una jaula de pájaros y que se mueve por la pantalla con la gracilidad de un árbol) parezca un misterioso hombre que no tiene nada que perder porque ya lo ha perdido todo (algo nunca visto en el cine, totalmente novedoso). Y ya está, tenemos el argumento, las balas, la cara, la cámara lenta dispuesta a coger la estética de lo imposible. No exijamos más. El cine camina hacia eso. Un argumento cogido con hilitos de pespunte casero, unas cuantas explosiones a lo bestia, unos tíos muy feos haciendo de malos y dándoles así como un aire siniestro de títere vampiresco, una chica que pa qué, oscuridad, laberintos más fáciles de resolver que el juego de las palabras cruzadas y…la desolación, snif, triste desolación de un hombre que camina entre la basura para poder llegar a un paraíso en el que no cree. Ja.
Y el caso, aún más preocupante, de que, en un cine a medio llenar, la gente salía satisfecha como diciendo: “Pues ha molado”, “Joer, el tiro ése que el tío hace patrás”, “El vídeo juego es mejor”, “Me esperaba menos”. Y yo, entonces es cuando me quedo sólo en un universo plano, desolador, vacío y más oscuro que las sonoras chupas de cuero que pueblan estos desastres y me digo a mí mismo: “Pero si la droga azul ésa que desata un mundo de cómic para niños de doce años, seguro que sabe a lima limón”. Y corro intentando buscar la salida de un mundo futuro de pesadilla en el que todas las películas son parecidas a ésta y se me ocurre una reacción que no tiene nada que ver pero que sirve al propósito del pañon….pañon…
Y es que exigimos tan poco que hasta las balas están mal disparadas. Somos una civilización de lo visual que se ha hundido en la barbarie de la expectación pasiva de ojos fijos y bocas abiertas. En cuanto hay algo explicativo, aprovechamos para hablar con el de al lado. Mientras haya fuego, explosiones y cartuchos saliendo en un imparable desfile de estupor estético, nos quedaremos con la boca abierta. Y, total, para saber cómo es esta película, no lean todo este rollo. Pregunten al de al lado. Les dirá: “Pos mola”. Y su opinión valdrá tanto como la del mismísimo François Truffaut.

miércoles, 22 de octubre de 2008

YO CONFIESO (1953), de Alfred Hitchcock


Ir a buscar la paz allí donde crees que se encuentra puede que no sea más que un paso hacia el silencio. En tu vida, hay lluvias que no se pueden borrar y cosas que no han hecho más que empujarte a vivir de acuerdo con Dios. Por eso, cuando la tentación de ser mártir es algo más que un sueño de santidad, refrenas unos impulsos humanos, cortas en seco lo que te ata y te colocas en tu atalaya de hombre, allí mismo, donde nadie te puede reprochar que no has vivido, que no has sentido, que no has amado y, sobre todo, que no has defendido el silencio en el que crees.
Alfred Hitchcock dirigió esta película sabiendo que la polémica estaba servida ante el tan traído secretismo de la confesión. Un hombre escucha. Y otro se parapeta detrás de su silencio. Así no sólo tranquiliza su obsesión por ser cazado, sino que también, de alguna manera, se siente protegido por Dios. ¿Cabe el silencio obligado ante la injusticia? En lo alto de la escalinata un hombre orondo pasea su figura recortada ante el cielo gris que delata el rumbo tan difícil de tomar. Pero es que la dificultad es la especialidad de quien se tortura por callar. Por eso eligió ese estilo de vida tan alejado de los cánones habituales en los que nos movemos los demás. Escogió el camino más difícil para que, de alguna manera, pudiese seguir sintiendo que es un hombre. Y en este caso es cuando más lo demuestra. Rodeado de la oscuridad, de la intriga, de la traición y de sus creencias, la lección de humanidad consiste en resistir y en confiar en que, alguna vez, las nubes se disipen y otro ser con remordimientos le libere de una creencia que fue libertad y que ahora no hace más que atarle.
Montgomery Clift fue un gran actor. A pesar de todas sus inseguridades, de su vida disipada en las drogas y en una más que complicada asunción de su propia identidad sexual, hizo de la interpretación toda una confesión, una muestra de lo que puede guardar el alma que sabe dar cuando se le exige. Clift, un actor de corta filmografía, apenas 17 películas, nos dio una hoja de Biblia con cada una de ellas, delgada, fina, casi transparente, para que pudiéramos escribir nuestros sentimientos al ver su mirada que no dejaba de buscar en medio de una inseguridad que, en el fondo, era una impresionante certeza como actor. Su forma de interpretar nos hizo ver que, tal vez, al otro lado de la cortina de un cine, habrá siempre un hombre al que podríamos confesar terribles secretos con nuestras miradas apasionadas, divertidas, intrigadas, deseosas…
Nunca tuvo gran apreciación esta película de Hitchcock y Clift, pero en algún lugar de mi corazón se guarda, con llaves de sagrario, la verdad de las infinitas imitaciones que tuvo una película que no gustó a nadie. Puede que sea una mera contradicción bíblica…o el caprichoso destino de seres humanos que se guarecen tras el muro del silencio cómplice…


martes, 21 de octubre de 2008

LA NOCHE SE MUEVE (1975), de Arthur Penn


Harry Moseby es uno de esos detectives privados que saben que la noche se mueve, que es escurridiza, inasible, algo viscosa, algo traidora. Cuando, por pura casualidad, descubre que su mujer le engaña entonces también sabe que, en esa noche en movimiento, está el deseo en forma de un cuerpo deseable y prohibido, que no deja de moverse al compás que marca la intensa profundidad del placer. Harry Moseby sabe muy bien que la noche se mueve…
Y se mueve porque en sus manos cae el caso de una chica que nunca desapareció pero que hace que la noche se vuelva loca deseando tocar una carne reservada a los que viven. Y es que la noche no vive. La noche nace con el crepúsculo y muere con el amanecer. La noche se muere…
Y se muere porque a veces te encuentras con una mujer que crees que es capaz de abrirte su corazón y entregarse porque sí, porque sabe lo que quiere, como un mate en tres movimientos que lleva a perderse entre un pelo que sabe a sal y a reflejo de sol en el mar, entre unos pechos que se erizan cuando están cerca de ti, una noche que se mueve…
Y se mueve porque, en una noche de agrado y estrellas, se descubre el cadáver equivocado. Y ese cadáver lleva a un crimen. Un crimen que Harry Moseby no soporta de ningún modo porque, por culpa de él, la víctima está donde debía estar y él tiene que resolver algo en su vida, tiene que parar a esa noche que le zarandea y le oculta bajo un manto de silencio, de pasividad y de fracaso. La noche, en esa dirección, también se mueve…
Y se mueve porque Harry Moseby descubre verdades y secretos, tesoros escondidos y aviones de muerte y la noche le hace volver a su punto de partida dejando por el camino un reguero de sangre que nunca quiso dejar. La noche se mueve siempre allí, en el fondo del mar, a unos cuantos metros de la superficie. Y la noche, a pesar de haberle llevado a su principio, se mueve porque, de algún modo, Harry Moseby permanecerá dando vueltas alrededor de algo que se pudo evitar simplemente con la verdad y sin hacer su maldito trabajo.
Junto con “La jauría humana”, Arthur Penn realizó su mejor trabajo en “La noche se mueve” con Gene Hackman buscando respuestas en los tortuosos caminos de la penumbra. La noche se mueve también gracias a ellos y sabes que es posible que la noche no te suelte mientras sigue su imperturbable movimiento de escondite y muerte.

viernes, 17 de octubre de 2008

REGRESARON TRES (1950), de Jean Negulesco


Otra estupenda película, con una maravillosa y adecuada dirección de Jean Negulesco y un guión de hierro de ese mito de las letras en el cine que se llamaba Nunnally Johnson y que se atrevió a adaptar la historia verdadera de una mujer, Agnes Newton Keith, y sus penalidades de campo en campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial dejándose un buen pedazo de pellejo en cada uno de ellos. Uno de los grandes aciertos de ese impecable guión de Johnson está en que, aunque indudablemente los japoneses son los malvados unidimensionales de esta historia, el comandante del campo con el que la señora Newton Keith entabla una curiosa relación es un hombre que se aleja de los planteamientos típicos de aquellos que defendían la injusticia de encerrar a mujeres y niños en crueles campos de concentración (para ello, Negulesco contó con el maravilloso Sessue Hayakawa, al que siempre se le recordará como el insufrible comandante del campo de concentración de El puente sobre el río Kwai, de David Lean). Ése es uno de los puntos fuertes de una película que nos habla, nos describe y nos convence de que el coraje es una palabra que debería ser de uso exclusivo para las mujeres.
Para ello, hay que reconocer el valiosísimo trabajo que realiza Claudette Colbert en el papel protagonista, vistiendo a su personaje con los complejos ropajes de la lección moral y en el error precipitado de creer que quien está en el bando que no tiene razón es un malvado por naturaleza. Cada vez que ella está en escena, es como si soplara un viento de aire fresco en medio de un infierno que está volando en pedazos. Así mismo, a su alrededor, hay una acertada ambientación que hace que sintamos que estamos allí, junto a ella, tragando polvo y humillación, y a la vez haciendo que seamos más fuertes, más herméticos, más inexpugnables porque desde el mismo momento en que ella decide tomar las riendas de un destino que la zarandea peligrosamente, sabemos que no las soltará nunca. De paso, así como quien no quiere la cosa, mientras las lágrimas dejan rastros que no se pueden borrar, la incertidumbre del día siguiente nos abruma y unos ojos oblicuos nos hacen temer que quede algo de humanidad en un mundo en llamas, Claudette Colbert y Jean Negulesco nos dejan caer un buen puñado de valores familiares que hacen que las alambradas parezcan un poco más pequeñas y que el día siguiente, además de incierto, también sea un amanecer de esperanza. Regresaron tres es una de esas películas que te erizan los pelos de los brazos, como si tus adormiladas sensaciones se pusieran en guardia a la espera de una sombra que al final, aparecerá mancillada en lo alto de un horizonte.
En esta ocasión, el mando es de las mujeres (lo siento, señores). Son ellas las que tienen que apoderarse de la visión de esta película. Son ellas las que, de todas formas, acaban siendo el motor de su vida y el de todos los que las rodean. Son ellas las que hacen siempre que haya un motivo para regresar. Son ellas las que ponen la fuerza. Nosotros sólo somos trémulos espectadores, puro músculo, pura carne, puros ojos…nada de mujer…




jueves, 16 de octubre de 2008

QUEMAR DESPUÉS DE LEER (2008), de Joel y Ethan Coen


¿Se puede construir una historia a través del trazado de unos personajes? ¿Los personajes deben de ir trazados en función de la historia? ¿Hay historia en algo que no tiene ninguna importancia? ¿Los personajes envueltos en una historia sin importancia son importantes? ¿Hay alguna inteligencia suelta por el mundo incluidos los servicios de inteligencia? ¿Hay algún sentido en lo que hacemos o nos movemos por simples estímulos exteriores como el sexo, la estética, la estupidez, la frialdad, el desequilibrio, el desentendimiento y la desconfianza? ¿No es mejor quemarlo todo después de leer estas preguntas?
Bueno, pues esas son las preguntas que se dedican a contestar los Hermanos Coen en Quemar después de leer, una comedia inteligente para inteligencias relativas que sabe hurgar con cuchillas de afeitar en los males que afectan nuestras enfermedades diarias. ¿Que somos paranoicos? ¿Y qué? ¿Que estamos insatisfechos de nuestras vidas aunque aparentemos que somos los más felices del planeta –y no utilizo la palabra “planeta” de modo casual- y además no tenemos ninguna vergüenza en confesar nuestras pequeñas debilidades normales? ¿Y qué? ¿Creemos que eso va a afectar a la seguridad nacional? Eso, con el humor marca de la casa de estos excepcionales directores, está contestado. Lo que a usted le pase, querido lector, no le importa a nadie. A nadie. Vivimos en una torturante soledad que nos aísla aunque nos relacionemos. Nos movemos entre conductas desequilibradas con la soltura de la más perfecta normalidad. Y aunque no sea normal, lo aceptamos como tal. Engrandecerse los pechos a través del chantaje puede ser algo tan corriente como asistir a extraordinarias muestras de la mayor estupidez que te puedes encontrar dentro de una persona humana (¿cómo van a ser las personas sino humanas, chichilivaina?) y decirse a sí mismo: “Bueno ¿y qué? Tipos como éste los hay en todas partes. Existen, sí. Son un mal que no hace mal”. Hasta que lo comienzan a hacer intentando jugar con cosas como si fueran fuego cuando su chispa no pasa del fósforo perdiendo la cabeza al rascarse con la caja.
Los Coen, a través de esa construcción de acero forjado que realizan en sus personajes, nos hacen una radiografía en los territorios de la screwball comedy tamizada por una violencia inesperada de los males que afligen nuestras vidas, la dependencia excesiva a la que hemos limitado una existencia que, ya de por sí, es tonta. Y el resultado es una película brillantemente absurda, agudamente estúpida, dirigida a todas las inteligencias que son conscientes de la relatividad de unos valores que hemos convertido en papel de quemar.
Sin duda, en esta ocasión, los Coen han rehusado seguir por las sendas trazadas de No es país para viejos y han optado por caminos más cercanos a los que ya nos hicieron intuir en El gran Lebowsky. Si allí cogieron el universo de Raymond Chandler y sustituyeron al inefable protagonista de puntada sin hilo por un tipo sucio, desastrado, desclasado y más pasado que un filete de media suela, aquí cogen a una serie de personajes que podrían muy bien haber formado parte del reparto de una comedia loca de Howard Hawks, integran la violencia (que aceptamos todos los días en el telediario sin ningún problema) y lo que les sale es algo profundamente particular, es una mirada llena de desesperanza (una pediatra más fría y más despreciable que un asiento con consolador), es un pesimismo teñido de una sonrisa acompañada de esa frase tan manida de “mejor será que nos riamos porque si no….”
En cuanto al apartado interpretativo, muy importante dentro de una película que basa toda su armazón en el diseño de personajes, todos están absolutamente brillantes, sin excepción. John Malkovich aporta un histrionismo muy necesario a un personaje que se hace evidente en su sustitución; George Clooney es la visión paranoica del tipo que cree que merece algo mejor, pero sabe que lo mejor para él siempre está a la vuelta de la esquina, con lo cual difícilmente será mejor; Brad Pitt está fantástico con un personaje que pinta de fresa la estupidez y la llena de torpeza balanceada por el baile más hortera (y no quiero decir más de este personaje, es una mina que Pitt sabe saquear); Frances McDormand pasa del registro más adusto al más histérico en una progresión dramática que no se sale nunca de lo risible pero que inspira una indudable pena; Tilda Swinton es el rostro férrico de lo helado, de la incapaz de sentir, de la insensibilidad capaz. Todo un rosario de estupendos actores dirigidos por un par de tíos que saben, desde el principio, lo que quieren dar a entender y hacia donde se dirigen con una climática y estupenda música debida a Carter Burwell.
Y eso es todo. En realidad, es una película que no es más que una enorme bola de nieve surgida de algo que no tiene la más mínima importancia. ¿Y qué puede hacer el espectador? Nada. ¿Ha aprendido algo? No. ¿Alguna lección que sacar? No volverlo a hacer…si es que se ha hecho algo. ¿Hay más preguntas? Para quien sepa leer…no. Para quien no sepa, lo único que tiene que hacer es coger este papel, hacer con él un burruño y quemarlo en la hoguera más próxima. No sirve para nada.

miércoles, 15 de octubre de 2008

VIVA ZAPATA (1952), de Elia Kazan


Tal vez, el relinchar de un caballo blanco en lo alto de una colina nos traiga de nuevo el espíritu de una revolución necesaria. Y mientras se construyen las razones de una rebelión, nos damos cuenta de lo terrible que es que un dictador de ademanes y maneras paternalistas encierre nuestro nombre dentro de un círculo. “Viva Zapata” es una película de una valentía admirable al hacernos comprender el sentido de la verdadera revolución frente a los propósitos de aquellos que quieren cambiarlo todo para que todo siga igual y tener el escudo protector de haber luchado por lo que es justo aunque su propia corrupción ebria de poder haga que ya no lo sea. Y es que la tentación del poder es muy fuerte. Tanta que aquel cuyo nombre fue señalado, también lo hace con el de otros que se atreven a decir la verdad en su presencia.
En el camino de la revolución, se quedará la simpleza de quien, después de dejarse la sangre en el intento, también espera su recompensa. No hay revolución si no hay la oportunidad de ser como aquellos a quienes derribas. Y las leyendas no pueden ser acribilladas por la sencilla razón de que una idea…tan sólo una idea…es algo mucho mayor que un hombre. Las ideas pasan de un corazón a otro y se quedan ahí, formando parte de ti. Los hombres son sólo eso. Hombres. Susceptibles de caer en el error, en la tentación, en la corrupción, en la manipulación, en el egoísmo, en el interés, en la opresión, en la imposición…y las ideas no admiten imposición porque en el momento en que se imponen…dejan de ser una idea.
No puedo dejar de nombrar en esta película soberbiamente dirigida por Elia Kazan, el trabajo extraordinario de un Marlon Brando admirable en su ternura y en su timidez que contrasta con el guerrero que lucha por una causa justa sin amedrentarse y con la seriedad propia de algo que juega con la vida de mucha gente. Es un trabajo de esos que dejan huella que se ve acompañado por un Anthony Quinn intachable y por Jean Peters, perfecta en el complemento ideal de Emiliano Zapata, y Joseph Wiseman, odioso manipulador, extremista y corruptor de ideas que se antoja como una sombra amenazante desde su aparente inocencia.
“Viva Zapata” es una película que nunca debería hacernos olvidar las razones que hacen que cortemos las cuerdas que nos arrastran por el polvoriento sendero de la pobreza mientras el abuso nos ata con cadenas al compromiso de decir, por una sola vez, con el puño apretado y la mirada dura…que no…que nuestros hijos no se alimentan con promesas…ni con tiempo…


martes, 14 de octubre de 2008

SIETE MUJERES (1966), de John Ford


En una tierra de barbarie, un oasis de desesperanza donde el agua se vuelve lágrima en los ojos de un puñado de mujeres que no tienen más defensa que la de su propia resistencia. Una de ellas, enemiga del beaterio, con los pies bien agarrados al suelo, lucha con la fortaleza propia de una mujer, intentando salvar las vidas de quien dependen de ella. No hay lugar para asirse al socorrido puritanismo del fracaso, ése que convierte en pasividad la ética por el miedo, por el atroz presentimiento del daño, por la inútil solución mística frente al mucho más incómodo problema práctico. Cuando llega la hora del sacrificio, esa mujer, esa heroína, agua de conducta en mitad del incendio que todo lo arrasa, será el cordero propiciatorio, la mujer dispuesta a dar su vida por la de los demás. Por algo, un día hizo un juramento hipocrático que la acreditaba como médico, porque su misión es salvar vidas y, con su decisión, salva también al coraje, a la valentía, a la bravura, a la decisión y a la honestidad que queda manchada con la huella de la lujuria de guerreros sin cerebro pero que, aún así, en los sitios de su moralidad permanece intacta.
En cierto modo, las mujeres siempre presienten cuándo llegan al final del camino. Es un sentido que nace en ellas, al igual que su mirada acuosa ante las arremetidas de la sinrazón, al igual que su orgullo incapaz de morir cuando dos hombres se baten hasta la muerte con tal de disfrutar del cuerpo que les hace inferiores, sedientos de asco y fuerza y no…el poder no lo tienen ellos, planos de emoción, vacíos de conquista, carentes de sentido y de sentimiento. Lo tienen ellas, tan fuertes como para crear vida, mantenerla y entregarla. Siete mujeres que, aún con sus debilidades y sus defectos, son baluartes en la conservación de la dignidad y de la proeza.
“Siete mujeres” fue la última película que dirigió John Ford y, posiblemente, sea la historia que más a favor ha hablado de las mujeres en toda la historia del cine. Ford no se molesta en trazar los personajes masculinos más allá de su cerebro situado por debajo de la cintura (exceptuando al pusilánime Eddie Albert) sino que, con su maestría de tuerto que mira con su ojo por el objetivo de la cámara, hace que la imagen recoja todo lo que él es capaz de ver y dibuja siete retratos femeninos con la penumbra invadida por toda la luz que ellas mismas irradian, sean de la condición que sean y, en especial, esa fantástica actriz que era Anne Bancroft (que sustituyó en pleno rodaje a Patricia Neal, víctima de un derrame cerebral gravísimo) que se convierte en el centro, el nudo, la solución y el desenlace prohibido. Al fin y al cabo, no es tan terrible despedirse de la bestia a través de un brindis de muerte. Más tarde, sólo se verá el fuego que arde dentro de cada mujer…ese fuego que nunca deja de estar vivo…

viernes, 10 de octubre de 2008

NUESTRO HOMBRE EN LA HABANA (1959), de Carol Reed


Puede que ser espía sea lo más aburrido que hay en el mundo. También puede que se encargue ser espía a un hombre que es lo menos dotado posible para hurgar en los senderos del secreto y la confidencialidad. Puede que el mundo entero sea un espía y tu seas un simple vendedor de aspiradoras. También puede que la imaginación de una sombra te lleve a hacer un plano de una planta armamentística y se parezca sospechosamente a…un aspirador. Por último, puede, tan sólo puede, que harto ya de engaños y de una profesión de oscuridades y sangres que nunca fueron derramadas, aprietes el gatillo y acabes de una vez con los malditos escrúpulos que no te permiten tomarte demasiado en serio.
Alec Guinness le da a su papel de espía forzoso un cierto aire de ironía caribeña, un acabado andar por las calles de La Habana en busca de una información que no se presenta como un proveedor. Su papel es rico en matices, su interpretación es de maestro en expresiones. Nuestro hombre en La Habana está basada en una excelente novela de Graham Greene que, eso sí, abominó luego de la versión cinematográfica realizada por Carol Reed porque su visión del ridículo, del espionaje y de la furia que todos llevamos dentro no era tan poco seria. Greene era también crítico de cine. Y como buen crítico, también erraba. La película es de una factura impecable, y no pone sonrisas en nuestros labios pero sí una mirada descreída a un mundo que siempre se nos ha descrito como fascinante y…bueno, tal vez sea sólo la blanca visión de unos urinarios públicos.
Carol Reed, el tipo que dirigió tan buenas y desconocidas películas como Larga es la noche o La llave pero que también tiene su lugar en la leyenda del cine con títulos como El tercer hombre (aunque parte del resultado final sea culpa del gran Orson Welles) y El tormento y el éxtasis, propuso en esta ocasión un juego de encantos en manos de Maureen O´Hara; otro de astucias y de irritantes aspiradoras en el rostro moldeable de Alec Guinness; otro de amistades e informaciones cruzadas en esa mirada salvaje que tenía ese gran actor que se llamaba Burl Ives y otro más de fingimientos ridículos y de informes engolados en el ridículo del verdadero espía que era Noel Coward. El resultado es una soberbia comedia negra, mezcla de cuba libre con ironía, cuidado que puede llegar a emborrachar. En las nubes de la ebriedad podemos saber lo que no queremos, podemos encontrar la casualidad esperándonos a la vuelta de una Revolución, podemos perder la sístole que nos hace hombres y la diástole que nos convierte en sensibles. Tengan cuidado, mucho cuidado. Nuestro hombre en La Habana es un tipo más listo de lo que parece, y puede que ustedes se queden con la sonrisa congelada en pleno trópico de espías y engaños.


jueves, 9 de octubre de 2008

ASESINATO JUSTO (2008), de Jon Avnet


O sea, vamos a ver si lo entiendo. Como reguero de pólvora, se extiende la opinión de que Robert de Niro y Al Pacino están acabados porque hace más de diez años que no dan pie con bola. Según eso, Marlon Brando estaría acabado en los sesenta, Sean Connery tocó techo con Los intocables y Paul Newman en la segunda mitad de los setenta sería más inútil que una tortuga con muletas.
Pues no, señores, no. En una sola mirada de estos tipos hay más cine que en cientos de películas protagonizadas por esos actores de salón de muñecas tipo Shia LaBeouf, Matt Damon o Mark Wahlberg. Detrás de sus ojos, siempre acertados, siempre acerados, se adivinan intenciones oscuras, pensamientos entrecruzados y secretos en la penumbra de su personalidad. Entre ellos (miedo tienen de coincidir en un plató, decían cuando se estrenó Heat y hace mucho que vi el making of y ambos estaban frente a frente en aquella mesa) se establece un juego que raya en el humor, como una justa de caballeros que se baten intentando poner cada vez el listón más alto al contrario. Y ambos resisten. Y se atreven. Y disparan interpretación en un maravilloso repertorio de gestos, actitudes y tentativas. Y si en Heat quien ganaba la partida era de Niro, aquí debo decir que, con apenas un cuerpo de ventaja, el mejor es Pacino.
Y es que entre las retorcidas curvas del argumento intuimos el equilibrio que emana de una balanza que tiene dos contrapesos ideales en un delicado caos de precaria estabilidad. Cuando uno de los dos lados de la balanza opta por pesar un poco más, el otro cae en la desilusión y la derrota, en la decepción y en la ira desbocada, en el juicio injusto y sumario sobre unos crímenes que merecen el mayor de los castigos. Siempre hay alguien que sufre cuando se toma una decisión que se sale de los cánones de un estilo de vida que tiene sus compensaciones, sí, pero también tiene enormes caídas al vacío.
No cabe duda de que Jon Avnet olvidó la destreza en algún fotograma de Tomates verdes fritosy que, desde entonces, es un director menos que discreto y en esta ocasión no hace más que confirmar su evidente mediocridad. Pero… ¿saben una cosa? Viendo esta película me importa tres narices que detrás de la cámara haya un tipo que no sepa hacer la o con un canuto. La película es de de Niro y de Pacino (muy bien secundados por un actor tan seguro como Brian Dennehy, un tipo de cierta intensidad creíble como John Leguizamo y una atractiva chica de ojos grandes y piernas largas como Carla Gugino) y ellos dominan y devorar el argumento, con su planteamiento, desenlace y final.
A veces es descorazonador ver cómo, a la salida, la gente comenta cosas como “sí, te sientes algo intrigado pero…”…Claro, la película que tiene muchas explicaciones y pocas balas te tienen intrigado pero… Es que en esta película, la verdad, la intriga no es lo importante. Lo importante son los motivos de la intriga, esa balanza que se desequilibra por un hecho puntual y justo, y por la actuación tan impresionante, el jugo que saben sacar a sus personajes dos actores de baja estatura pero recursos ilimitados como son Robert de Niro y Al Pacino. Y es eso lo que hay que ver en la película. El resto, quizá, es sólo una excusa.
Hace algunos años, Al Pacino recibió el premio del American Film Institute por toda su carrera. Su amigo de siempre, Robert de Niro, le mandó un mensaje grabado desde donde rodaba una película: “Al, sabes que te quiero y que siempre he pensado que eres el actor más brillante de tu generación…si exceptuamos a mí mismo, por supuesto…”. Así que ahí, tal vez, es donde se empieza a medir la inmensa categoría de los realmente grandes. Dos tipos que cuando tienen que enfrentarse con las armas de la interpretación no tienen miedo a que una voz resuene en un transmisor con un aviso a la central: “10-53 Agente herido”. Y la razón es que nadie puede herirlos. Ellos lo saben todo. Incluso cuando han disparado a un mal blanco.

miércoles, 8 de octubre de 2008

LA MUJER DEL CUADRO (1944), de Fritz Lang


A veces la realidad es tan sentida que todo parece ser un sueño. Es como notar, poco a poco, cómo se estrecha la soga de la horca en torno a tu cuello. Es la casualidad que te invade para forzar las tuercas del engranaje de tu destino. Es dar fuego a alguien a quien nunca debiste dárselo. Es indagar en la mente humana. Es rebuscar en la mente criminal. Crimen y humanidad, dos palabras que están indisolublemente unidas en algún lugar de nuestro subconsciente.
Un veterano profesor de criminología se queda sólo en la ciudad mientras su familia se marcha de vacaciones. Sus planes son muy sencillos. Trabajar, repasar unas cuantas notas e irse a cenar al club, una buena charla, tal vez un buen libro y luego recluirse en casa. Vaya, he utilizado “recluirse”. A menudo, hasta los planes más sencillos se vuelven complicados, una cosa lleva a la otra y todo acaba siendo una espiral enorme de variables que no se despejan y que sólo dependen de un signo. La belleza, con frecuencia, es tan turbadora que hace que se nos despierten los sueños más prohibidos, aquellos que sólo podemos bordear con el alma porque sabemos que si nos adentramos en ellos, dejamos de ser quienes somos.
Qué gran maestro del cine era Fritz Lang. Con qué facilidad nos ponía por delante una de sus historias que jugueteaban alrededor de un destino extrañamente dominante en unas vidas de aparente normalidad. Puso talento, belleza, un argumento arrolladoramente negro…pues…¿qué es más negro que la perdición por culpa de la belleza…del enamoramiento pasajero…de ese callejón anegado por la lluvia tan atractivo que no lleva a ninguna parte?...Para ello, Lang contó con un Edward G. Robinson que sabía ir desde el rostro de la maldad hasta el lienzo de lo inesperado y caer inocentemente en el remolino de unos acontecimientos que no puede controlar. A su lado, Joan Bennett (les diré un secreto, siempre estuve enamorado de esta mujer) que es tan turbadora, tan atractiva, tan desbordantemente soñada que no se puede encerrar su mirada y su piel en los estrechos límites de un marco. Husmeando como un perro policía, Raymond Massey que, sin saberlo, llevará a un amigo hasta el mismo límite de la culpabilidad. Y, por supuesto, arrolladoramente despreciable, Dan Duryea, con una de esas sonrisas que uno tendría verdadero placer en borrar de un puñetazo.
Siempre que he visto esa película, me he puesto a pensar qué es lo que hubiera pasado si, en lugar de haber dicho que no sabía dónde estaba una calle a una chica de mirada interesante, me hubiera esforzado en buscarla con ella. O por qué no ayudé a aquella otra en el aeropuerto que iba con tantas maletas que se le iban cayendo del carrito. Las curvas del destino son tan intrincadas que nunca se sabe cuál es el final del camino. Y perdónenme pero no pienso decir nada más. Ni se les ocurra pedírmelo.

martes, 7 de octubre de 2008

LA FURIA DE LOS JUSTOS (1955), de Mark Robson


Un crimen puede ser manipulado hasta tal punto que el proceso sobre el mismo llega a convertirse en una razón para el radicalismo. No es la primera vez que sucede. El color de la piel es un poderoso motivo para que los fascistas deseen una muerte…y para que la izquierda más maldita desee convertir en mártir a un pobre chico mejicano que no tiene barricadas en su pensamiento. Hay momentos en que la honradez de un solo hombre puede salvar una vida, restablecer una justicia, buscar un precedente y, al mismo tiempo, esa misma honestidad puede verse también golpeada al ser consciente de que la realidad está muy alejada de la teoría. Luchar porque la balanza de la justicia halle su justo equilibrio es la auténtica furia de los justos. No importa la piel y toda ideología que busque un río de sangre es tan despreciable, tan alejada del idealismo que lo único que merece es el castigo por desacato, la indiferencia de las masas que quieren atraer…Y es que la moral, tan olvidada y tan prostituida, puede ser aún más fría que una soga.
Un profesor de Leyes ve peligrar su puesto en la Universidad porque no tiene experiencia procesal. Pronto, muy pronto, el hedor de la corrupción y de la manipulación más abyecta inunda todo a su alrededor y entonces es cuando sólo le quedará la seguridad en una inocencia que se quiere teñir de conveniente culpabilidad. Y tendrá que navegar sobre la delgada línea que separa a la justicia interpretable de la justicia natural. No podrá agarrarse a ningún asidero porque quieren transformarle en peldaño fundamental de la escalera que lleva a la cúspide. Es un ciudadano que ansía la evidencia de lo injusto y, al final, tendrá que mirar a la ceguera de la injuria con los ojos de quien no puede perder porque la razón es patrimonio del que hace lo correcto y eso sólo puede conllevar la consecuencia de la victoria.
Glenn Ford está brillante en esta película dirigida con sencillez por Mark Robson porque, en todo momento, consigue transmitirnos la sensación de incomodidad, el temperamento de la impotencia, la mirada silenciosa del perdedor que, por una vez, quiere ganar. Detrás de él, está un insuperable Arthur Kennedy (siempre un extraordinario actor que en muy raras ocasiones ha estado fuera de lugar) y una desengañada Dorothy McGuire. Y cuando se estrenó esta película nadie quiso ver todos los peligros que diseñaba…como si nosotros, más listos que nadie, fuéramos incapaces de ser timados por aquellos que sólo quieren alcanzar un largo y continuado éxtasis en aras de la maldita erótica del poder…

viernes, 3 de octubre de 2008

EL LARGO Y CÁLIDO VERANO (1958), de Martin Ritt

Vamos a terminar ya con todos estos pequeños homenajes al gran actor que dejó al ojo de la cámara llorando. Podría haber elegido cualquier otra película para finalizar pero me he decidido por ésta porque es ahí donde conoció a Joanne Woodward y ambos se convirtieron en las dos partes de una misma persona. Tal vez a él le hubiera gustado que un crítico de ninguna parte hablara de aquella película que le trajo tanta felicidad.

Cuando un hombre va dejando tras de sí un reguero de fuego y pasión entonces es cuando el verano se convierte en un infierno de sudor y drama. La intensidad que desprende El largo y cálido verano podría ser comparable a cualquier otra película basada en las obras de Tennessee Williams, sólo que en esta ocasión el punto de partida es William Faulkner. Dominando el espectáculo de agobiantes sentimientos a punto de estallar en un clímax de sofocante tragedia, está el Orson Welles que se inspira, no muy lejanamente, en el Burl Ives que, un año antes, había interpretado el papel del abuelo en La gata sobre el tejado de zinc, de Richard Brooks. Sembrando la vegetación de una ardiente mirada de llama azul, Paul Newman intenta encontrar un camino que nunca llegó a pisar pero que nos da muestras sobradas de lo gran actor que siempre ha sido. Quemando nuestros ojos con una belleza radiante y utilizando sabiamente todos los registros dramáticos que van del blanco al rojo, pasando por el amarillo, Joanne Woodward se nos aparece hermosa y deseable, única actriz de carrera singular que aún sigue enamorada del hombre que conoció en esta película. Detrás de las cámaras, Martin Ritt, un director que siempre supo lo que quería en sus adaptaciones al cine, especialmente cuando sus guiones iban firmados por ese otro matrimonio inseparable formado por Irving Ravetch y Harriet Frank. Nombres y más nombres para describir una historia que te arrastra por los pantanos de nuestra propia búsqueda interior.
Ben Quick es un hombre que vive rápido y huye hacia delante porque, por detrás, se van cerrando las puertas. Busca la honestidad que le permita vivir y, sin embargo, siempre va acompañado del fuego, de la rapidez de las estancias, de una vida nómada y plenamente insatisfecha…Tal vez porque no se ha visto reflejado en el estanque de agua que apaga ese fuego que siempre lleva en su interior y que hace que algunos hombres dejen de buscar y comiencen a conservar. Plantaciones de un cariño que brilla por su ausencia son sus paradas, como estaciones naturales del devenir de su tren, y en una de ellas, allí donde el sol se convierte en un castigo, ve una flor blanca, de belleza inmarchitable, que le hace reflexionar, que le hace detenerse, que también le hace crecer. Ya sólo queda vencer al fuego que todo lo arrasa…incluso su corazón.
En las miradas sin mucho sentir es donde existe el peligro real. Ahí es donde germina la semilla de la esterilidad, ahí es donde queda el enemigo siempre alerta para quien es capaz de enternecer porque, simplemente, nunca ha tenido el calor, el verdadero calor, de sentirse amado. Por eso, el verano se convierte en largo y cálido. Por eso, las brasas avivarán el fuego del hombre que camina para no quemarse los pies.
Ahí, en medio justo de su salón, en el camino que separan sus miradas del televisor, hay una razón por la que vale la pena detenerse y ser parte de una lucha que arrancará más sudor de todos nosotros que el pesado yunque de un verano que ahoga…

jueves, 2 de octubre de 2008

EL NIÑO CON EL PIJAMA DE RAYAS (2008), de Mark Herman


“La niñez mide por olores, sabores y visiones antes de que llegue la oscura edad de la razón” y así es como abre, de negro, ésta película que nos habla desde el azul de los ojos de un niño al que nadie ha explicado la razón de nada. Y él, desde su mundo de infancia y soledad, llega a la certera conclusión de que la razón sólo puede crear monstruos y, en su virgen pensamiento, no tienen cabida las bestias que comienzan a agrandarse de forma terrible en medio de sus olores, sabores y visiones. El horror está ahí, al alcance de la mano, al otro lado de una alambrada.
Y es que cuando las púas electrificadas caen nace el nudo que ni siquiera la muerte es capaz de separar. Sentir que no se está solo quizá sea algo por lo que merece entregar tu propia oscuridad. Ya, desnudos ante la verdad, no habrá más pijamas a rayas, ni más circunloquios para explicar lo inexplicable. La carne lacerada se encargará de explicar toda la verdad que se ha estado negando para evitar precisamente una herida y, en ocasiones, más vale provocar una herida para que los demás sientan el exacto significado de la verdad.
Es difícil, muy difícil, explicar a un niño que se odia por racismo y hacerle ver que se tiene razón. Es desgarrador tener que sentarse con él y explicarle que lo que parece una granja, en realidad, es un sitio donde habita la muerte y que exterminar a toda una raza carece de la justificación necesaria para hacer de un padre un verdadero hombre. La obediencia ciega no es ninguna respuesta, es sólo una pregunta más. El lavado de cerebro educacional no es ninguna excusa, es un signo de lo culpable revestido de dignidad prostituida. Y ahí, a través de un débil e insignificante cuadrado de alambre, dos niños se dan la mano para instituir el perdón, para asesinar la soledad, para sentir que uno no está muerto en la libertad y que el otro está vivo en el terrible cautiverio. Si no podemos hacer que el mundo que hemos imaginado llegue hasta nosotros, entonces es cuando cavamos túneles para palpar una realidad que casi nunca es como nos la ha construido la mente. Y entonces sólo quedará el alarido, la crueldad, la desesperación, la desolación y la lágrima furtiva en medio de una violenta lluvia de furia y rabia.
Sólo era cuestión de tiempo que se adaptara al cine la novela de John Boynes. Y el resultado es un pisotón en la moral que acusa, una certeza de que el miedo hace cambiar, una amargura al caminar por la mitad justa de los solares de lo sórdido. Ahí es donde la excepcional banda sonora aportada por James Horner hace que sintamos los pentagramas como cinco alambradas de niñez adormecida y brutalmente arrancada. Ahí es donde el fantástico trabajo de Benoit Delhomme (que ya nos enseñó el significado de la imagen más precisa en la maravillosa El caso Winslow, de David Mamet) como director de fotografía hace que en los ojos se nos enreden las miradas de dos niños que, como dos niños cualquiera, un día quisieron jugar y lo que hicieron fue, precisamente, superar todo aquello que los adultos asesinaban. Ahí es donde el seco y rotundo trabajo de dirección de Mark Herman (que ya hizo una apreciable labor en Tocando el viento) nos traslada al temerario brillo de unos rayos exhibidos con orgullo en el cuello de un comandante alemán y, construyendo con mimo la historia de un columpio, de una puerta abierta, de una ventana cerrada, de una aterradora soledad, de un gris hermético y compacto lo convierte en un poema sobre la inocencia y se acerca con precisión a las letras derramadas por John Boynes que han sido un éxito de ventas en todo el mundo.
Por el camino, es muy complejo intentar andar por las miradas que tornan en ambigüedad los hechos según provengan de un lado o de otro. Es loable el intenso trabajo de todos los actores aunque los niños, en especial Asa Butterfield en el papel de Bruno, destacan por su ternura y su realidad. Y es que esta película está hecha para permanecer como una cicatriz en la memoria, para adentrarnos en el fascinante e interminable universo del juego de los niños que convierten la más fea sinceridad en una risa irrepetible. Morir es el final. Pero el final no termina con la muerte. Siempre habrá un paso más que dar en dirección a los niños. Una verdad vomitada por el humo de unas chimeneas. Unas lágrimas vertidas por un médico aplastado hasta la humillación por el poderoso. Un algo que se tiene que ver por mucho que alguien tenga que sufrir. Quizá El niño del pijama de rayas sea el reverso de la moneda que Roberto Benigni nos mostró en La vida es bella. La diferencia es que, con el alambre del odio de por medio, un pijama de rayas nunca podrá ser un intento de proteger a un niño ante un juego que sólo consiste en la muerte. Y cuando las luces se encienden, la devastación se ha instalado, intrusa y arrogante, en medio de todos los que, además de ojos, también tienen corazón.

miércoles, 1 de octubre de 2008

LA GATA SOBRE EL TEJADO DE ZINC (1958), de Richard Brooks


Un hombre que busca un "click" en el cerebro sólo quiere un cariño capaz de reparar todo el daño que se ha hecho a sí mismo. Ni siquiera el amor erizado de una mujer que le quiere con el alma es capaz de llenarle. Sólo cuando se da cuenta de que allí donde él mismo no había llegado nunca dentro de sí, hay puñados de amor dejados por un padre moribundo. Y es cuando consigue llegar a la verdad, dejando atrás las falsedades, los intereses creados y la insania de lo prohibido. En ese lugar es donde encontrará las fuerzas que perdió al saltar una valla y romperse el tobillo y perder a un amigo que le hacía sentir que la vida merecía la pena. A su alrededor, los niños saltan de forma irritante, las ambiciones aparecen para que las heridas que aún no se han abierto sean ya sangrantes y debajo de todo ello, apilado en algún rincón, lleno de polvo y tiempo, hay un enorme amor que sólo se puede ver si consigue traspasar las telarañas del alcohol. Su mirada nítida es la de un ciego. No ve qué es lo que tiene al lado porque le domina el asco que él mismo se ha fabricado a medida. Y al lado…al lado…tiene una mujer que es como una gata sobre un tejado de zinc caliente, está a punto de saltar porque se quema las pezuñas pero no, no. Ella hará lo indecible para no saltar, para quedarse con el trozo de vida que le pertenece. Ella tiene que enseñarle que el amor no es algo que se vaya cuando la muerte siega voluntades. Ella sabe que el amor es algo que permanece y que no se elige. Es toda la vida que le rodea porque el amor, el amor domina todos los actos de nuestras ganas, todos los sinsabores que nos hunden, todas las seguridades que hacen que sepamos a ciencia cierta que no estamos solos…
Sorteando con habilidad la censura previa, Richard Brooks dirigió de forma elegante, con los colores de calor y el agobio de una noche de verano la obra más meritoria de Tennessee Williams. El reparto fue pura literatura en sí mismo, la dirección es de una elegancia suprema…las palabras…no, las palabras que no son dichas las van a tener que poner ustedes porque hay mucho más detrás de todo aquello que no es pronunciado que aquello que se nos muestra tan claro como la luz a través de una copa de whisky. Amar a un padre es conquistar lo que un día dejamos ir a la deriva. Amar a una mujer es encontrar lo que nunca abandonaríamos en medio de tempestades y hogares descompuestos. Amar es un “clic” que, a veces, no suena en medio de la cabeza por muchos tragos que hayamos apurado. Es una película hermosa. Es una historia de búsqueda sin salir de una casa. Es puro cine interpretado con pasión de vida.