martes, 28 de octubre de 2008

CIUDAD SIN PIEDAD (1961), de Gottfried Rheinhardt


La moral es algo que puede ser arrancado con la facilidad con la que se destrozan unas bragas de satén. En el fondo de un pueblo alemán, de vencidos y rencores, se halla el odio dispuesto a saltar a la más mínima oportunidad. Cuatro soldados americanos violan a una chica, a la misma inocencia, hija de uno de los poderes fácticos del provincianismo. Ellos merecen la muerte por su brutalidad impía, por su conciencia contaminada y ausente, por su convencimiento de vencedores en una guerra que ya hace mucho que pasó por un pueblo que muere de aburrimiento. Consejo de guerra. Se pide la pena de muerte. El abogado defensor huele la mierda a distancia y sabe que son merecedores de un castigo duro, sin concesiones, pero la muerte es algo que hay que desterrar cuando ya sólo quedan venganzas ajadas por combatir.
El defensor busca fórmulas para atenuar la mirada de lo salvaje. Está a favor de una durísima condena de reclusión pero cree que la muerte de un hombre no debe ser equiparada a la de un himen. Simplemente porque hay una delgada línea que separa la justicia de la venganza. Quiere salvarles, quiere condenarles y, al mismo tiempo, dejar a la inocencia apartada del dolor porque sabe que lo único que perdura no es la justicia, ni tampoco la venganza…lo único que perdura es el dolor.
Y en parte, esa ciudad sin escrúpulos quiere el castigo a muerte de los soldados por satisfacer la pírrica venganza sobre los vencedores. Y parte de esa misma ciudad, ebria de desprecio, quiere que los soldados no mueran como venganza hacia una generación que llevó cruelmente a la desesperación y a la vergüenza aunque el precio a pagar sea la piel de la víctima.
El abogado recorre tortuoso los senderos de la justicia, intentando poner paz en corazones sedientos de sangre y rabia, intentando encontrar un silencio cómplice, una comprensión espontánea, un rostro de humanidad. La solución no es la muerte para ninguna dirección y en ningún sentido. La muerte trae odio, el odio no supura las heridas, las heridas se infectan, la infección crea enfermedad en vida, la vida mancillada, la vida amortajada, la vida detenida. Y después de haber visto correr ríos de sangre en una guerra sin concesiones hay que dejar que la vida fluya, que la vida sea un río donde retozan los sentimientos que comienzan a nacer, que la vida sea una fuente juvenil donde el sol descanse del gris y bañe con sus reflejos dorados la esperanza de una época que allí, en aquel villorrio sin piedad, se resiste a aparecer.
Maravillosa y agobiada, fascinante, terrible y cruel, Kirk Douglas protagonizó esta fantástica película, “Ciudad sin piedad”, tal vez para recordarnos que los prejuicios son los yugos que sostenemos contra nuestra propia libertad. Tortura sin piedad en una vida que podría ser luz y que sólo está bañada en el vómito y el asco del rencor.

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