jueves, 2 de octubre de 2008

EL NIÑO CON EL PIJAMA DE RAYAS (2008), de Mark Herman


“La niñez mide por olores, sabores y visiones antes de que llegue la oscura edad de la razón” y así es como abre, de negro, ésta película que nos habla desde el azul de los ojos de un niño al que nadie ha explicado la razón de nada. Y él, desde su mundo de infancia y soledad, llega a la certera conclusión de que la razón sólo puede crear monstruos y, en su virgen pensamiento, no tienen cabida las bestias que comienzan a agrandarse de forma terrible en medio de sus olores, sabores y visiones. El horror está ahí, al alcance de la mano, al otro lado de una alambrada.
Y es que cuando las púas electrificadas caen nace el nudo que ni siquiera la muerte es capaz de separar. Sentir que no se está solo quizá sea algo por lo que merece entregar tu propia oscuridad. Ya, desnudos ante la verdad, no habrá más pijamas a rayas, ni más circunloquios para explicar lo inexplicable. La carne lacerada se encargará de explicar toda la verdad que se ha estado negando para evitar precisamente una herida y, en ocasiones, más vale provocar una herida para que los demás sientan el exacto significado de la verdad.
Es difícil, muy difícil, explicar a un niño que se odia por racismo y hacerle ver que se tiene razón. Es desgarrador tener que sentarse con él y explicarle que lo que parece una granja, en realidad, es un sitio donde habita la muerte y que exterminar a toda una raza carece de la justificación necesaria para hacer de un padre un verdadero hombre. La obediencia ciega no es ninguna respuesta, es sólo una pregunta más. El lavado de cerebro educacional no es ninguna excusa, es un signo de lo culpable revestido de dignidad prostituida. Y ahí, a través de un débil e insignificante cuadrado de alambre, dos niños se dan la mano para instituir el perdón, para asesinar la soledad, para sentir que uno no está muerto en la libertad y que el otro está vivo en el terrible cautiverio. Si no podemos hacer que el mundo que hemos imaginado llegue hasta nosotros, entonces es cuando cavamos túneles para palpar una realidad que casi nunca es como nos la ha construido la mente. Y entonces sólo quedará el alarido, la crueldad, la desesperación, la desolación y la lágrima furtiva en medio de una violenta lluvia de furia y rabia.
Sólo era cuestión de tiempo que se adaptara al cine la novela de John Boynes. Y el resultado es un pisotón en la moral que acusa, una certeza de que el miedo hace cambiar, una amargura al caminar por la mitad justa de los solares de lo sórdido. Ahí es donde la excepcional banda sonora aportada por James Horner hace que sintamos los pentagramas como cinco alambradas de niñez adormecida y brutalmente arrancada. Ahí es donde el fantástico trabajo de Benoit Delhomme (que ya nos enseñó el significado de la imagen más precisa en la maravillosa El caso Winslow, de David Mamet) como director de fotografía hace que en los ojos se nos enreden las miradas de dos niños que, como dos niños cualquiera, un día quisieron jugar y lo que hicieron fue, precisamente, superar todo aquello que los adultos asesinaban. Ahí es donde el seco y rotundo trabajo de dirección de Mark Herman (que ya hizo una apreciable labor en Tocando el viento) nos traslada al temerario brillo de unos rayos exhibidos con orgullo en el cuello de un comandante alemán y, construyendo con mimo la historia de un columpio, de una puerta abierta, de una ventana cerrada, de una aterradora soledad, de un gris hermético y compacto lo convierte en un poema sobre la inocencia y se acerca con precisión a las letras derramadas por John Boynes que han sido un éxito de ventas en todo el mundo.
Por el camino, es muy complejo intentar andar por las miradas que tornan en ambigüedad los hechos según provengan de un lado o de otro. Es loable el intenso trabajo de todos los actores aunque los niños, en especial Asa Butterfield en el papel de Bruno, destacan por su ternura y su realidad. Y es que esta película está hecha para permanecer como una cicatriz en la memoria, para adentrarnos en el fascinante e interminable universo del juego de los niños que convierten la más fea sinceridad en una risa irrepetible. Morir es el final. Pero el final no termina con la muerte. Siempre habrá un paso más que dar en dirección a los niños. Una verdad vomitada por el humo de unas chimeneas. Unas lágrimas vertidas por un médico aplastado hasta la humillación por el poderoso. Un algo que se tiene que ver por mucho que alguien tenga que sufrir. Quizá El niño del pijama de rayas sea el reverso de la moneda que Roberto Benigni nos mostró en La vida es bella. La diferencia es que, con el alambre del odio de por medio, un pijama de rayas nunca podrá ser un intento de proteger a un niño ante un juego que sólo consiste en la muerte. Y cuando las luces se encienden, la devastación se ha instalado, intrusa y arrogante, en medio de todos los que, además de ojos, también tienen corazón.

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