martes, 7 de octubre de 2008

LA FURIA DE LOS JUSTOS (1955), de Mark Robson


Un crimen puede ser manipulado hasta tal punto que el proceso sobre el mismo llega a convertirse en una razón para el radicalismo. No es la primera vez que sucede. El color de la piel es un poderoso motivo para que los fascistas deseen una muerte…y para que la izquierda más maldita desee convertir en mártir a un pobre chico mejicano que no tiene barricadas en su pensamiento. Hay momentos en que la honradez de un solo hombre puede salvar una vida, restablecer una justicia, buscar un precedente y, al mismo tiempo, esa misma honestidad puede verse también golpeada al ser consciente de que la realidad está muy alejada de la teoría. Luchar porque la balanza de la justicia halle su justo equilibrio es la auténtica furia de los justos. No importa la piel y toda ideología que busque un río de sangre es tan despreciable, tan alejada del idealismo que lo único que merece es el castigo por desacato, la indiferencia de las masas que quieren atraer…Y es que la moral, tan olvidada y tan prostituida, puede ser aún más fría que una soga.
Un profesor de Leyes ve peligrar su puesto en la Universidad porque no tiene experiencia procesal. Pronto, muy pronto, el hedor de la corrupción y de la manipulación más abyecta inunda todo a su alrededor y entonces es cuando sólo le quedará la seguridad en una inocencia que se quiere teñir de conveniente culpabilidad. Y tendrá que navegar sobre la delgada línea que separa a la justicia interpretable de la justicia natural. No podrá agarrarse a ningún asidero porque quieren transformarle en peldaño fundamental de la escalera que lleva a la cúspide. Es un ciudadano que ansía la evidencia de lo injusto y, al final, tendrá que mirar a la ceguera de la injuria con los ojos de quien no puede perder porque la razón es patrimonio del que hace lo correcto y eso sólo puede conllevar la consecuencia de la victoria.
Glenn Ford está brillante en esta película dirigida con sencillez por Mark Robson porque, en todo momento, consigue transmitirnos la sensación de incomodidad, el temperamento de la impotencia, la mirada silenciosa del perdedor que, por una vez, quiere ganar. Detrás de él, está un insuperable Arthur Kennedy (siempre un extraordinario actor que en muy raras ocasiones ha estado fuera de lugar) y una desengañada Dorothy McGuire. Y cuando se estrenó esta película nadie quiso ver todos los peligros que diseñaba…como si nosotros, más listos que nadie, fuéramos incapaces de ser timados por aquellos que sólo quieren alcanzar un largo y continuado éxtasis en aras de la maldita erótica del poder…

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