viernes, 28 de noviembre de 2008

LA CASA DE BAMBÚ (1955), de Samuel Fuller


Si hubiera que definir el excepcional cine del director Samuel Fuller con una sola palabra, yo lo tendría muy claro: vigor. Este tipo mal encarado, con su sempiterno puro colgando de los labios te agarraba de las solapas y te decía con su voz ronca que tenía una historia que contar y no podías zafarte de él hasta que terminara todo lo que creía conveniente decir. Siempre moviéndose en una pertinaz independencia, Fuller se las tuvo que ver con presupuestos irrisorios, películas inacabadas, terriblemente mal hechas pero terroríficamente bien contadas. En tan sólo un par de ocasiones dispuso de los medios necesarios y en una de ellas se decidió a contar la historia del desmantelamiento de una banda de gángsters por parte de un infiltrado que se gana la confianza del jefe y luego no duda en prender la espita que explote todo el entramado de ladrones que unos americanos mal encarados han tejido en Japón.
Pero Fuller, ese hombre que bajo la apariencia de historias mil veces contadas te quería decir algo más, sabe deslizar con maestría la existencia de un triángulo homosexual entre los protagonistas, Robert Ryan (¡qué gran actor y qué poco valorado!), Robert Stack y Cameron Mitchell y cómo la cuestión de confianza se va reduciendo al mínimo porque, en realidad, es una mera cuestión de celos. El relato de Fuller no da lugar al respiro, no hay tiempo para pensar. Enseguida nos damos cuenta de que el hombre de la gabardina marrón no está allí para ganar dinero, sino para ganar toda la partida, de que el mundo gira con las estrellas alrededor mientras las balas silban buscando al propietario de la carne en la que tienen que hincarse, de que las casas de bambú son frágiles por muy cerradas que estén sus puertas, de que el amor puede ser una tabla de salvación cuando el cerco se estrecha aunque no seas quien dices ser y sólo te quieres aprovechar de la situación de un hombre que apenas balbuceó unas palabras antes de morir, de que la muerte es aún más dolorosa cuando viene dada por la mano de un amigo...
Fuller, jugando con la mente inconsciente de quien asiste a la historia, reviste de technicolor lo que es una historia negra de cabo a rabo, huye del expresionismo propio del género y lo visita con una luminosidad sorprendente, como si no hubiera nada que pudiera esconderse bajo el sol cuando de verdad se quiere descubrir quién aprieta los gatillos y quién planea los atracos. No en vano, Fuller consiguió, con esta película, realizar el primer rodaje íntegro de una película norteamericana en Japón después de la Segunda Guerra Mundial y captó, desde el primer momento, el colorido de un país que había sido derrotado pero que no perdió ni un solo matiz de una alegría visual que podía trasladarse al retorcido argumento de un film noir sin extraviar ni un ápice de todo su sentido.
El agua se calienta, no mucho. La copa en la que se va a beber el sake se introduce en el recipiente del agua. Una vez que la copa haya absorbido parte del calor, se vierte el sake y se bebe despacio. Así es cómo hay que degustar una película de intenso color negro con el monte Fujiyama esperando en la quietud, allí mismo, en el fondo de la pantalla recortada...mientras, probaremos el profundo sabor de la traición...mitad amargo, mitad delicioso...Es Fuller, que tenía mucha mayor pegada que varias copas de sake tomadas sin pausa.


jueves, 27 de noviembre de 2008

QUANTUM OF SOLACE (2008), de Marc Foster


Vaya por delante que, para mí, el único Bond, James Bond, tiene los rasgos y maneras de Connery, Sean Connery y que los demás han sido remedos, más o menos afortunados de prolongar una serie que puede ser, en ocasiones, la gallina de los huevos de oro y, en otras, la defenestración definitiva del actor encargado de dar vida a tan mítico personaje.
Bueno, y perdonen, que me voy por los cerros del Planalto. El caso es que seguimos asistiendo a esa transformación del más famoso agente secreto del mundo con su gusto por la oscuridad, por la venganza impía, por el asesinato gratuito, por la carencia total de sentimientos (curiosamente Connery abandonó el papel precisamente por estas mismas razones que, ahora, se convierten en el principal activo de la saga). Daniel Craig, por su parte, no lo hace nada mal. Es duro, más duro, tan duro que llega a parecer un hombre de roca que, a través de la venganza, busca una dosis de consuelo (traducción libre del título original) para su corazón herido que venía maltrecho desde Casino Royale culminando su venganza en medio de la aridez de un desierto tan hostil como unas cuantas bombas ¿Cuál es la diferencia? Pues estriba en que el director de aquélla, Martin Campbell, es un reconocido especialista en el cine de acción y el de ésta, Marc Forster, sabe dirigir las escenas trepidantes con la misma destreza con que lo haría un realizador hasta el píloro de Martini con Vodka, y más que nunca, agitado, no removido.
El asunto es que Forster (que se había especializado en películas de corte intimista con resultados notables con títulos como Monster´s ball y Descubriendo Nunca Jamás) sabe muy bien dónde colocar la cámara en todas y cada una de las escenas explicativas pero en cuanto se les escapa una bala o un puñetazo, madre mía, quizá le pondría a ver, no sé, cien o doscientas veces una película como French connection, de William Friedkin para que vea cómo, con un montaje que no da respiro, se puede hacer algo que los espectadores asimilen sin ningún problema (aún me estoy preguntando qué ocurre con la barca a la que Bond le pone un gancho y por qué salta, o la espectacular secuencia de la viga y los andamios…debe ser muy espectacular sí porque soy incapaz de encajar en orden secuencial las imágenes, torpe que es uno). Para que se hagan una idea es como si yo escribiera algo así:
La sonora apreciable acompaña Bond pasos camino consolar corazón. Durante destacar hábil Judi Dench empeña dirigir Bond sendero chico. Cierto, M desacertada nunca toda serie, pata continuamente respalda espía hace consuelo alma agente perdió tiempo ha.
Si se fijan ustedes, algo de sentido tiene…pero mi montaje es para dejarme abandonado en medio del desierto con una botella de aceite de motor como único refresco ¿no? Pues eso. No se dejen engañar. Éste tipo mientras se habla, dirige, mientras se lucha, se estrella. Hasta se atreve a montar una acción paralela en alguno de sus guirigays y llega ser ridículo y francamente ingenuo. Eso sí, sobresaliente sin reparos a la intrigante y muy bien dirigida escena de la ópera y en el precioso homenaje a la que, tal vez, sea la mejor película de la serie: Goldfinger, de Guy Hamilton.
Por otro lado, pillines, la Kurylenko. Sí, muy guapa, palmito a mogollón, pero esa chica debió de recibir clases de interpretación en la Escuela del Mar Negro, método Zhirinovski, porque actuar es un verbo totalmente desconocido para ella. Incluso en la única escena en la que la chica tiene que mostrarse pelín atormentada, el plano es cogido para que sea vea solamente un ojo, signo inequívoco de que el señor Forster se interesó más bien poco por las reacciones emocionales (que sólo existen en el rostro de piedra agrietado por el dolor de Daniel Craig) y se dejó seducir por el poderoso caballero don Talón Con Muchos Ceros.
De todas formas, no nos engañemos. Una película de Bond sigue siendo una película de Bond. Es entretenida. Nadie sale del cine engañado. Los títulos de crédito siguen siendo muy atractivos (en esta ocasión han errado con la canción Another way to die), el tipo en cuestión va de arriba abajo, hay personajes que sobran, el malo malísimo debería recibir también unas cuantas lecciones para no actuar siempre como si estuviera colgado hasta las cachas…pero se pasa un buen rato, como siempre, y es más, yo, ahora mismo, no tenga ninguna duda en irme hasta el espejo e intentar decir con cara de granito…”Mi nombre es Bardés….César Bardés….”

miércoles, 26 de noviembre de 2008

HOMBRES INTRÉPIDOS (1940), de John Ford


El gran valor de esta película no es la presencia de John Wayne. Es la exhibición interpretativa que hace ese gran y tan a menudo ignorado actor que era Thomas Mitchell. En esta historia sobre hombres de mar, en su rostro se dibujan las arrugas excavadas en la piel por el salitre, las olas del océano embravecido, el amargo sabor del aire de sal mientras el agua que le rodea se convierte en un hogar del que no quiere salir. Hombres intrépidos, en contra de lo que pueda parecer, no es una película de aventuras. Es un retrato de unos cuantos hombres que sólo saben andar por la oscilante cubierta de un barco y que se sienten incómodos en la quietud de la tierra firme. Sus manos están encallecidas de tanta cuerda deslizada entre ellas, sus hígados están pateados por la visita demasiado continuada del alcohol. Son hombres intrépidos porque sobreviven en el buque de su alma medio sumergida en un mar que no siempre les trata bien.
John Ford adaptó tres entremeses teatrales de Eugene O´Neill con la ayuda de esa eminencia literaria que era Dudley Nichols, para hacer este largo viaje a casa y lo hizo con la colaboración fotográfica de Gregg Toland, uno de los mejores de su profesión, que, por momentos, deriva hacia un expresionismo marinero que hace que destaque aún más ese retrato de personajes cuya riqueza reside en la amistad que se profesan unos a otros, algo que se antoja vital en esta historia de mar, sal y taberna.
Y podemos sentir en ella la textura de sus vestuarios secados al sol, la mirada nostálgica de quien no tiene un hogar esperando, el consuelo de un buen trago, la tristeza apagada por el calor de quien bien te quiere, las ahogadas emociones de unos hombres que hablan de casas cuando no tienen ninguna; de amores que nunca les han esperado; de esperanzas que nunca han aguardado en la orilla, la protección destilada hacia quien aún no ha vivido, la madera invadida por el agua y la sabiduría de un actor que brilló con luz propia incluso en sus habituales papeles secundarios y la de un director que sabía narrar una tragedia existencial sin necesidad de icebergs rajando el costado de un barco.
Tengan buen cuidado al ver esta película en la que los sentimientos son la aventura…quizás haya reservado un papel para ustedes como mascarones de proa y el mar…maldito mar…bendito mar…suele pegar muy duro…

martes, 25 de noviembre de 2008

LA GATA NEGRA (1962), de Edward Dmytryk


Los ojos de una gata negra brillan en la oscuridad de un agujero que es escondite y hogar. Sus andares cadenciosos, elegantes y estilizados comienzan un paseo por el lado más salvaje de la bajeza, acompañados por la extraordinaria banda sonora de Elmer Bernstein. El jazz sincopado guía los pasos de la gata mientras cruza a uno y otro lado de la valla de un destino que la llevará a enfrentarse inevitablemente con otra gata, blanca y negativa, deseosa de arañar, de destrozar y de hacer suyo todo lo que no le pertenece. Pero los ojos de la gata negra permanecerán ahí, como dos diminutos faros en la penumbra, mientras la música nos seguirá recordando la inasible distancia que separa el lado salvaje de la tranquilidad felina de una vida que no es cómoda pero que es natural.
Con unos impresionantes títulos de crédito de Saul Bass comienza “La gata negra”, de Edward Dmytryk, basada en la densa y climática novela de Nelson Algren “Paseo por el lado salvaje” y en donde se nos muestra, bajo la agobiante capa de una época de perdedores donde la vida lucha por escaparse por las esquinas de los arrabales, la pasión que lleva a un hombre a atravesar medio país en busca de la mujer que un día amó. Y el hombre, primario y tozudo, se topará con una realidad teñida de violencia y lesbianismo, arropada por el calor de una ciudad que quiere echarle, disimulada por el cariño de algunas personas que encuentra y que saben lo afortunado que es simplemente porque en su inmensa nada, ese hombre tiene algo por lo que vivir.
En muchas ocasiones, parece que los callejones de las existencias se intrincan para llevar a un nudo de caminos del que no existe la salida. Y hay veces en que todos los senderos parece que te llevan a ella. Ella es lo único que mueve tus pasos. Ella es la que hace rechazar todas las mendicidades de cariño, todos los ofrecimientos inconscientes, todas las invitaciones al abandono. No rendirse también puede significar la desolación y el encuentro inesperado con la tristeza de la más absoluta de las derrotas. Y la gata habrá caminado, por fin, por todos los lados de una acera que se va estrechando por culpa de la ambición, del destino equivocado, de la vida fácil y desordenada, del intento por agarrarse con uñas de felino a la fruta más prohibida.
Laurence Harvey interpreta con convicción al hombre resuelto que es un analfabeto del sentir pero que sabe leer los impulsos de pasión como si fueran sueños que es capaz de alcanzar. Capucine compone un delicado papel repleto de matices que hacen de esta película el mejor trabajo de una carrera que nunca fue demasiado reconocida. Jane Fonda aporta el juvenil candor de quien se quiere hundir en las miserias sin haber abandonado los embriones de la inconsciencia. Anne Baxter, fantástica, amarra su rostro de decepción al viaje de vuelta que hace mucho que emprendió. Barbara Stanwyck, fría, calculadora, ladina, lujuriosa e inquietante, realiza su último papel en el cine y, con su pelo blanco, tiñe de negro todas las vidas que se atreven a rozar su incólume maldad. Quizá, después de todo, “La gata negra” sea una película interesante.

viernes, 21 de noviembre de 2008

EL GRAN CARNAVAL (1951), de Billy Wilder


Perseguir la noticia. Mantener la noticia. Prolongar la noticia. Ser la noticia. La manipulación de la emoción para seguir vendiendo. Y el hombre que lo hace posible convierte su nombre en cabecera de periódico, como tantas veces hemos visto: “Por Charles Tatum”. En el camino, el alma se queda encerrada en un agujero del que se puede sacar a quien agoniza. Todo el mundo tiene su precio. Y eso es lo que da verdadero miedo de la historia que Billy Wilder nos cuenta. Mucho más allá del terrible circo que se monta en la pantalla, hay algo ahí, en algún lugar de nuestras entrañas, que se remueve, salvaje. Todos tenemos un precio. Todos tenemos algún rincón donde llegar…puede ser la primera línea de un periódico, puede ser volver vivos de una guerra para morir en una cueva oscura, puede ser coger un autobús para salir de ninguna parte para llegar a ningún lugar, puede ser la admiración de un joven que empieza a ser periodista, puede ser querer ser reelegido o puede ser, y tanto que puede ser, acceder a la corrupción con tal de que el negocio se convierta en una empresa que arroje tantos beneficios como podredumbre.
Mientras tanto, la gente, la masa manipulable y estúpida, dará vueltas en una noria, se comprará un cucurucho de helado y, con la excusa de la emoción y del siempre falso apoyo popular, merodearán alrededor de lo que es la muerte. Billy Wilder con “El gran carnaval” se adelantó a su tiempo en cincuenta años porque fabricó el as en la manga del mismo “reality-show”. Es por eso que, en su momento, se aborreció esa película. Era una historia que te decía en la cara: “Carroñeros de mierda, en cuento oláis la víctima acudiréis en tropel con la despreciable excusa de las lágrimas y de cuánto sufre la familia…y lo que queréis es disfrutar del parque de atracciones erigido con el capital de la muerte…”
Obra maestra indiscutible, agresivamente dirigida con una precisión casi insultante (yo creo que el mejor plano de toda la carrera de Billy Wilder, junto con el descenso de las escalinatas de Gloria Swanson en “El crepúsculo de los dioses”, es el último de esta película, con un periodista ofreciéndose a la muerte con una oferta que no se puede rechazar, como primera plana de un periódico al borde mismo del abismo sensacionalista), “El gran carnaval” es algo más que una película. Es un retrato oscuro, muy oscuro, de la misma orilla de nosotros mismos.

jueves, 20 de noviembre de 2008

QUE PAREZCA UN ACCIDENTE (2008), de Gerardo Herrero


- Mamá, mamá, mamá, en el cole me llaman mafioso.
- ¡Uy! Pues voy a tener que ir a hablar con la profesora.
- Vale, vale…pero que parezca un accidente ¿eh?
Pues eso, tal vez esta película también sea un accidente, una ligera comedia de media sonrisa que deja entrever nuestros dientes negros de colmillos afilados, nuestra mala leche contenida en el día a día de una vida que nos gusta más bien poco y nuestro chismorreo estúpido que convierte lo que no nos importa en lo que no nos afecta.
Y es que Gerardo Herrero mostró muy buenas voluntades en dos películas que, sin llegar a ser obras maestras, fueron loables intentos de hacer un cine de cierta calidad en títulos como Territorio Comanche y, sobre todo, en esa pequeña joyita olvidada llamada Desvío al paraíso. En esta ocasión, hay buenas intenciones en Herrero al intentar hacer un accidente con aires de comedia negra que siempre merecerá un comentario elogioso por mi parte. Más que nada porque soy un firme creyente en que los españoles somos bastante aceptables cuando nos decidimos por hacer un cine de género y nos dejamos de esas historias pesadas, tristes, baldías y con aire de trascendencia del “polvo que nunca eché” (y perdonen la expresión, pero es que es así). El caso es que el intento es una película que se deja ver con una cierta simpatía, que nunca explora los rincones de la carcajada y que se sale del cine con una cierta impresión de que Herrero ha visitado los vericuetos de otros realizadores más clásicos como Blake Edwards. Por cierto, Gerardo, qué estupenda secuencia la de los títulos de crédito con ese plano en helicóptero que empieza con Luppi conduciendo su bólido y que termina en la otra punta de la ciudad con Maura en la terraza. Magistral y, sin dudarlo, lo mejor de la película.
Dejando siempre bien presente que la película simplemente se deja ver, creo que el defecto fundamental del cine de Herrero es su evidente flojera en la pegada. En esta ocasión, navega por caminos trillados de comedia negra, de comedia de enredo, de comedia seria, de comedia trágica, de comedia enseñante, de comedia loca y de comedia tonta y no se queda en ninguna de ellas. Podemos decir que es simpática pero no que es una excelente película. Podemos decir también que la media sonrisa no se nos cae de los labios en todo el metraje salvo en la muy adecuada seriedad del comienzo, pero no llega nunca a la diversión total que supone salir del cine exultante y comentando pasajes que se nos han quedado grabados de forma indeleble porque nos ha arrancado la carcajada única y exclusiva que pertenece tan sólo a determinadas películas. El caso es que Herrero maneja con mucha maestría, eso sí, a los personajes de Luppi (un asesino profesional que, a la manera del Samuel Jackson de Pulp fiction, siempre pregunta a sus víctimas si saben quién mató a John Fitzgerald Kennedy), de Maura (una mujer madura en pleno climaterio que tiene migrañas que la avisan de las infidelidades y que desencadena todo cuando no tiene la más mínima importancia) y de esa excelente, infravalorada y muy poco conocida actriz que es Marta Fernández-Muro (una mujer aburrida que tiene menos cerebro que un percebe canario y que coloca a Carmen Maura en el camino del crimen). Y no cabe duda de que Herrero conoce a la perfección los trucos de Edwards cuando hace entrar en escena a una especie de Clouseau que quiere operar al otro lado de la ley y que se arma de los mismos trucos y mete las mismas patas.
Así pues, saliendo del cine, no podremos dejar de sonreír al pensar que suegra no hay más que una…afortunadamente, aunque sólo sea un tópico más que es parte de una existencia bastante aburrida dentro de unos parámetros que son parte de una hartura que hemos convertido en el desayuno de todos nuestros días. Y voy a dejarlo aquí porque esta palabrería me está dando un dolor de cabeza que ni les cuento (a pesar de que hay algunos críticos de escaso buen gusto que no dudan en calificar esta película de…bueno…ese tipo seguro que no sabe quién mató a John Fitzgerald Kennedy).

miércoles, 19 de noviembre de 2008

LA COLINA DEL ADIÓS (1955), de Henry King


Hay precios que merecen la pena pagarse por vivir lo que muy pocos mortales han sido capaces de ver. Cuando el amor se adentra en todos y cada uno de los latidos de nuestro corazón es cuando realmente estamos expuestos al dolor más desgarrado, a la pena más incomprensible, a la soledad más inextinguible. Vivir con el roce de unos labios que sabes que son de tu propiedad es el tacto de un jardín secreto al que sólo tienes acceso desde el pedestal de la vida…porque amar es vivir, es sentir, es probar el verdadero significado de la emoción. Y puede que sólo se experimente durante un instante, un imperecedero momento que queda grabado con la caligrafía de un beso acentuado con el alma en la orilla de nuestros sentimientos. El recuerdo de ese beso, de ese preciso segundo en el que vencimos al tiempo y quedamos suspendidos en alguna parte al ritmo de un corazón que ya no latirá nunca igual, es el auténtico tesoro que guardamos en esa parte de nuestro interior que nadie, jamás, podrá atisbar por mucho que se acerque.
Y ahí, en esa despedida que nunca quisimos que fuera, en esa mirada que nunca asimilamos como última es cuando hay una especie de misterioso despertar espiritual que no nos dejará cerrar los ojos, que no permitirá que dejemos de sentir lo que con tanta fuerza pudo invadirnos. El viento mece la hierba al tiempo que la tempestad de nuestra experiencia acaricia con la lluvia a un corazón que, una vez, en lo alto de una colina, amó tanto que ya nada consiguió acercarse a ese rincón donde reside el hombre o mujer que realmente somos. Y es que el amor, además de vivir, sentir…también es verdad…
No caben sorpresas si viendo esta película nos descubrimos con un surco de lágrimas en mejillas que se esfuerzan en mantener la serenidad. No se preocupen, son sólo un signo de que alguna vez, quizá en otra vida, todos hemos dicho adiós y hemos sentido el aplastante peso de una soledad inmerecida cuando hemos dado tanto por quien amamos. Y es que el cine, maldito traidor, a veces tiene estas cosas. De repente, sin avisar, nos lanza un dardo en pleno centro de nuestra emoción y hace que demostramos la sensibilidad que siempre nos hemos permitido esconder.
Para ello hay un gran actor, algo infravalorado, que aquí destila elegancia y saber estar como es William Holden. Detrás de él, convincente medio asiática, está una Jennifer Jones en el que fue, quizá, el último de sus grandes papeles. Tras las cámaras, un artesano que hizo cosas bien y cosas mal como fue Henry King pero con un guión escrito con la poesía que compuso John Patrick era difícil errar el tiro. Y la música que, una y otra vez, se repite en la película y, en mi caso, siempre perdura en la estrecha sala de audición de mi mente porque tal vez me hace pensar que todos hemos tenido una banda sonora adornando los momentos de nuestra vida que nunca queremos olvidar.
El consejo es que preparen los pañuelos y alguna que otra bebida exótica para sentir el calor de una playa que inicia un amor eterno; y que preparen las piernas para subir, a velocidad de pasión, esa colina que dejó a un hombre y a una mujer allí para toda la eternidad mientras nuestro maltrecho corazón queda arrasado por una historia que, lo crean o no, fue real…Fue amor…


martes, 18 de noviembre de 2008

EL HÉROE ANDA SUELTO (1968), de Peter Bogdanovich


El verdadero terror no está ahí, en la pantalla de cine. El cúmulo de abyecciones, bestialidades y mentes cóncavas que el cine nos ha mostrado no es más que pura fantasía, medios para describirnos una historia que un creador nos quiere hacer llegar simplemente porque cree que tiene algo que contar. Lo demás es todo puro efectismo visual, pensamiento gótico en planos atemporales de ficción, un juego de focos allí, un exceso de víscera de juguete bien condimentada con una salsa de tomate que no siempre adquiere colores de realidad por aquí. El terror, el auténtico terror está aquí mismo, a nuestro lado. Es ese tipo que nos saluda todas las mañanas con la amabilidad del vecino. Es aquel cliente que entra en nuestra tienda con una sonrisa abierta de par en par dispuesto a adquirir legalmente lo que vendamos. Es el típico fulano que, todos los días de su vida, hace exactamente lo que se espera que haga, bien vestido, bien trabajado, bien adolecido, bien amaestrado.
Pero debajo de la blanca laxitud de la falsa calma, ruge la furia, la sed de la sangre de verdad, el deseo de disparar a todo lo que se mueve por el simple placer de alterar su movimiento o, incluso, dejarlo muerto. Su sociopatía es enfermiza y salvaje. Su odio a todo lo establecido late bajo su piel y quiere volarlo todo mientras finge una situación que ni quiere, ni le interesa mantener. La vida carece de importancia porque lo importante de la vida es acabar con ella.
Mientras tanto, un veterano actor de películas de miedo se da cuenta de que los monstruos no necesitan máscara. ¿Para qué va a inspirar miedo a nadie cuando los héroes andan sueltos? Su trabajo ya carece de sentido, incluso de sentido del entretenimiento. Los monstruos no son los que salen en la pantalla…son los que miran a la pantalla y él se siente blanco fácil de un destino predeterminado como en aquella historia en que un criado huye espantado de un mercado persa porque se ha encontrado a la muerte haciéndole un gesto amenazante y le pide a su amo un caballo para huir a Samara. El amo, intrigado, le presta el caballo y va al mercado para encontrarse con la muerte y allí, ante ella, le pregunta por qué amenazó a su criado. La muerte sólo responde:
-. Yo no le amenacé. Tan sólo hice un gesto de sorpresa porque tengo una cita con él mañana…en Samara…
Y el actor, fiel a una cita ineludible con un destino que tantas veces ha fabricado en la ficción irá al encuentro del monstruo para acabar con el miedo que condiciona las vidas de los que tantas horas han pasado mirándole.
“El héroe anda suelto”, de Peter Bogdanovich es una espléndida película, terriblemente premonitoria de todo aquello en lo que nos hemos convertido cuando nuestros sueños se hunden en el infierno y en la penumbra. El rostro de Boris Karloff, magnífico en su papel de vieja estrella del pánico, pone la oscuridad de sus arrugas para trazarnos un preciso plano de lo que es el miedo, el verdadero miedo.

viernes, 14 de noviembre de 2008

LUNA NUEVA (1940), de Howard Hawks


Realmente, yo no debería escribir sobre esta película. Es como tirar piedras contra el propio tejado. De todas las historias que giran en torno al mundo de la prensa, probablemente esta sea la sátira más feroz y demoledora. Y qué diablos…es una película condenadamente buena. Sus armas para que los periodistas queden retratados como aves de rapiña en busca del sensacionalismo en letras de imprenta son los extraordinarios diálogos vertiginosos, la acción continua provocada por unos personajes ávidos de carroña, las trampas sin descanso que hay que sortear con la máquina de escribir marcando el ritmo de las rotativas y el desbroce de la ética que transita sin vergüenza entre lo amoral y lo canallesco. Y lo mejor de todo…La sonrisa y la carcajada no se descuelgan de la boca. Afilamos los colmillos con la tinta de periódico resbalando por la comisura de los labios y los ojos se nos encienden al olfato de humor de mala idea, con un Cary Grant en estado de titular en negrita, soberbiamente replicado por Rosalind Russell, que despliega las alas de buitre en pos de una noticia, de una malicia y de recuperar, en la misma jugada, a la mujer que ama. Tampoco podemos olvidar en el papel del guapo que tiene menos cerebro que una pelota de tenis al galán Ralph Bellamy, aquí riéndose asumidamente de sí mismo y del que Cary Grant, en un maravilloso ejercicio de improvisación, llega a decir: “Es muy guapo…Se parece a ese chico…ese chico de las películas…¿cómo se llama?...aaaa…Ralph Bellamy…”
En esta película, de ritmo galopante, no podemos olvidar al genio tras la cámara. Howard Hawks dirigió la historia con pulso acelerado agarrando al espectador por el cuello y meneándolo nerviosamente. No en vano era un maestro en el arte de lo que se dio en llamar “screwball comedy”, comedias locas de latido frenético que atropellaban al menos avezado y obligaban a correr con desazón a quien quería acompasar su pensamiento con películas como “La fiera de mi niña” o “Bola de fuego”. En cualquier caso, es difícil encontrar una mala película en toda la filmografía de Hawks y “Luna nueva” es una de las mejores. Así que, después de cenar, pónganse a verla y sacúdanse la modorra. El maestro exige ojos brillantes, cerebros despiertos, agudos y prestos en la salida y hay que poner al perezoso pensamiento al límite de velocidad. Pónganse el cinturón de seguridad, las curvas a 24 fotogramas por segundo en esta película son de aúpa…Que se lo digan a Archie Leach, que en un viraje de vértigo, se convirtió en Cary Grant…si hasta lo dice en la película


jueves, 13 de noviembre de 2008

RED DE MENTIRAS (2008), de Ridley Scott


Yo fui de aquellos que quedaron deslumbrados con el arte del primer Ridley Scott cuando, con asombro, comprobé que obras como Alien, Blade Runner o el maravilloso policíaco La sombra del testigo estaban muy cercanas a lo que podríamos llamar obras de arte. El tiempo pasa, el público castiga la mediocridad y Scott supo adaptarse a la nueva época en la que el público exigente decreció y sólo pidió todo aquello que Scott da sin el menor esfuerzo y además sin ninguna intención de cambiar.
Una historia, un par de actores con tirón, unas cuantas escenas rodadas con oficio y la sana impresión de haber visto algo importante aunque no lo sea tanto. Ahí está la sapiencia de Ridley Scott. Sus películas no es que sean buenas, tan sólo lo parecen, lo cual para los tiempos que corren está muy bien porque entre tanta mediocridad no hay duda de que lo que hace este hombre también tiene sus virtudes.
Y es que después de ver Red de mentiras, uno se retrotrae un tanto hacia el universo del espía gris y desengañado, muy alejado del glamour de James Bond y muy cercano al mundo de decepción que tan bien sabía describirnos John Le Carré. El espionaje es un oficio cuajado de mentiras, de jefes que no dudan en abortar lo preparado, de presiones procedentes de no sabes quién, de desiertos que sólo guardan oasis de fuego y destrucción mientras en una guerra interminable, el enemigo se acomoda, se asienta y se adapta a las dificultades y entonces es cuando se deja de utilizar el correo electrónico, los móviles y cualquier otro cacharrito del progreso y, claro, es ahí donde los países hiperdesarrollados encuentran apuros. Las guerras largas no son soluciones. Son problemas.
El problema en esta ocasión es Oriente Medio y la solución, desde luego, no son los americanos. Hacia esa dirección apunta una película que tiene una de sus principales bazas en Leonardo di Caprio, un actor que, entrando en la madurez, está dando muestras de que sabe muy bien lo que hace (y que, por esta vez, se merienda con patatas fritas a Russell Crowe) y que aporta un rostro, un gesto y una expresión al típico agente de campo que suele tener las manos atadas porque arriba, en las oficinas de Langley, Virginia, no suele haber mucha confianza en los árabes. En ningún árabe, sin excepciones.
Cabe destacar también, el excelente trabajo desarrollado por Mark Strong en el papel del jefe de la inteligencia jordana, un hombre que, sin abandonar su elegancia, sabe esconder sus cartas y actuar por encima de prejuicios, con profesionalidad y que tan sólo exige a cambio sinceridad. Aún así, es un veterano en el oficio y sabe que el culpable no es el que soporta la pirámide del poder, sino que, algunos peldaños más arriba es donde está el verdadero peligro personificado en cualquier chupatintas que se parapeta detrás de un despacho, lleva a sus niños al colegio y cree que sus dotes son superiores a cualquier otro que no piense como él. Un hombre odioso con el que compartir pasillo aunque haya puertas de oficina de por medio.
La dirección de Ridley Scott se caracteriza siempre por unos cuantos planos brillantes, unas ciertas dosis de trucaje argumental que no terminan de funcionar, un uso certero de la cámara documental (sí, cuando la cámara al hombro está justificada por la narración incluso me parece un acierto), una ambientación siempre perfecta, el presentimiento de que dos días después de ver la película sólo quedará un vago recuerdo en la memoria (lo mejor que ha rodado Scott en los últimos años ha sido Los impostores y, por favor, si tienen algo que decir a favor de Gladiator mándenme un correo a la Vía Apia, allí me encontrarán) y un continuo intento por llevar más arriba una historia que nos viene tirando un poco de la sisa.
En cualquier caso, aceptable intento que nos sumerge con aires de verosimilitud en el mundo destrozado en el que hemos convertido el objetivo de nuestros desvelos. Los musulmanes fundamentalistas odian y odiarán siempre a los infieles. Los cristianos y los judíos fundamentalistas odiamos y odiaremos siempre a los infieles...Y las víctimas del mal reaccionarán siempre con el mal, intentando que todo quede arrasado mientras todo es destruido. Quizá la solución no sea sólo alejarse de quien trabaja para nosotros, sino tener la certeza de que el amor no es algo que esté hecho para los espías que vinieron del calor. Incluso este artículo puede que sea un mensaje cifrado...¿o no?.


miércoles, 12 de noviembre de 2008

ÁNGELES SIN BRILLO (1958), de Douglas Sirk


Basada en la novela de William Faulkner "Pylon", Douglas Sirk llega con esta película a uno de los puntos más altos de su inspiración. En esta ocasión, el director alemán aparca la lágrima para rozar la columna de unas vidas encontradas y que se entrelazan en la pasión. Las palabras hermosas de un periodista dichas cuando las hélices callan se convierten en puras flechas envenenadas contra aquello que no puede alcanzar. Una mujer, una de esas que no importa cómo sean porque acaban devorándote las entrañas, será el pivote sobre el que giran las vidas de los que sólo deberían preocuparse por volar. Y allí, en el cielo, con el sol quemando las alas es donde nos daremos cuenta de que hay ángeles que no tienen brillo porque ha sido gastado por querer siempre y no dar nunca.
La película es excepcional, con unas interpretaciones maravillosas (uno de los fuertes de la dirección de Sirk) entre las que destaca ese pecado de mujer que fue Dorothy Malone y que se apoya en espléndidos trabajos de un atormentado Robert Stack y un atribulado Rock Hudson, ambos actores de cierta limitación que, en manos de Sirk, se convierten en firmes pilares interpretativos, capaces de llenar la escena con un guión excepcional de George Zuckerman, que ya había trabajado con Sirk en otra de sus cumbres, "Escrito sobre el viento", y con una serie de expresiones que van mucho más allá de lo que intentan decir con un texto que, por momentos, es puro ejemplo de brillantez.
Aunque está rodada en blanco y negro, en sus imágenes se deja traslucir una mirada cristalina sobre los atardeceres recortados por las siluetas de los aviones y, por unos instantes, es una historia de tal fuerza que hace que nos preguntemos si hay brillo en nuestras almas, si en algún momento podemos soñar con ser ángeles, si en el camino de la felicidad hay tantas paradas en ningún sitio que nos señalan que es el final. El poder de una película, a veces, nos transporta a una serie de signos de interrogación que rozamos al dar la vuelta para poder dar contestación a todo aquello que nos hace correr temerariamente, desear sin esperanza, amar sin saber lo que es volar de verdad alrededor del corazón de alguien que no te deja entrar. Son unas imágenes que te hunden en el melodrama del blanco y te dan un asidero en la desesperación del negro.
Quizá a nadie le guste asistir a una historia sobre seres devastados por una vida que se empeña en estrellarles. No importa que sea a través de un avión o del vértigo que, en muchas ocasiones, acompaña a una máquina de escribir. Pero hay películas que nos enseñan, que nos dejan el sabor de haber probado un trocito de cielo, de haber acompañado a unos hombres que quisieron hacer una buena película y que, a pesar de la difícil historia, consiguieron elevar nuestras sombras hasta auparnos en las alas de los ángeles. Con toda su neurosis, con toda la decepción que desprende, con toda la desilusión que emana…hay algo que hace que pensemos que todo eso está muy bien hecho, muy bien contado y que puede que, entre el público de unas imposibles exhibiciones aéreas estemos nosotros mismos, con la mano cegando el atardecer.

martes, 11 de noviembre de 2008

A QUEMARROPA (1967), de John Boorman


Los pasos de Walker resuenan con el eco de la rabia, son reverberaciones de impotencia que pretende superar. Ha sido traicionado, disparado, abandonado, saqueado y ha muerto, pero Walker es el primero que sabe que los muertos vuelven siempre para llevarse lo que es suyo. Y él regresa para disparar a quemarropa, para dejar un rastro que nadie olvide con la única meta de llevarse lo que le pertenece. Le sobra inteligencia. Le sobran arrestos. Y si hay que humillarse para conseguirlo, no hay ningún problema. Cuando se mata a un hombre, no sólo le quitas todo lo que tiene, sino también todo lo que puede llegar a tener. Y él no tiene dudas. Dispara con saña al lecho que le convirtió en un ciego. Utiliza sin escrúpulos a quien sea con tal de conseguir lo que se ha propuesto. Y también sabe que le están utilizando para rematar una jugada sucia pero a la hora de entrar duro, él lo hace más duro que nadie porque así tiene que ser si, por una vez, quiere vencer.
La línea de la vida de un hombre va hacia adelante y hacia atrás, intentando encontrar amarras en la que atar cierta coherencia con todo lo que hace de él un ser humano, aunque en su camino de venganza haya justicia; aunque en su sendero repleto de ajustes de cuentas haya un casi imperceptible de ética profesional. En el mientras tanto perderá parte del corazón que ya tiene roto pero encontrará consuelo en destrozar todo un mundo que había acabado con él. La misteriosa red de organizaciones, corporaciones, cabecillas de maldad y colas de león dormido sucumbirá ante el empujo de un entorno que Walker maneja con la facilidad con la que aprieta un gatillo implacable. En realidad, es como si supiera exactamente cómo moverse en medio de espacios en blanco, de unos puntos suspensivos que hay que rellenar con el fogonazo de la sangre a bocajarro. Y él sigue caminando, imparable por un largo pasillo que, a cada zancada, le recuerda el enfado, el desprecio, la desesperanza que siente en medio del vacío, la terrible inutilidad de la descarnada furia que siente y que, sin embargo, no dudará en soltar cuantas veces haga falta. Él es esa bala que entra a quemarropa y que, además de matar, chamusca la ropa que atraviesa, dejando la negrura de un agujero por donde escapa la vida en un pozo de sangre seca y rencores sustraídos.
“A quemarropa”, de John Boorman, basada en la magistral novela de Donald Westlake y en su creación en serie del personaje Parker (rebautizado Walker), película clave en el género negro, marca un punto de partida en el cine que, algunos años después, Martin Scorsese pondría en práctica con la desestructuración de un relato que mantiene una asombrosa unidad convirtiéndose en una obra indispensable del cine contemporáneo. Más allá de eso, Quentin Tarantino aprendió a quebrar en cristal las líneas narrativas de lo cruel, escritas con sangre interrumpida y fragmentada, rompecabezas de coherencia pertrechada que hurga en las razones de la ilógica, condena de trizas finiquitadas en lo que puede ser la última alucinación de un hombre que agoniza, acribillado, entre las paredes de una celda abandonada.



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viernes, 7 de noviembre de 2008

DUELO DE TITANES (1957), de John Sturges


La amistad puede ser una buena razón para morir. Sobre todo cuando eres alguien que realiza un viaje de ida sin vuelta con escala en muchos vasos de whisky. El juego es sólo una válvula de escape para reírse de una vida que ha sido ingrata. Al mismo tiempo, puede que la honradez tenga que ser demostrada a golpe de bala. El amor es un fantasma al que hay que perseguir hasta que se atrapa y te abraza. Y son sólo tiempos en los que vale quién desenfunda más rápido.
El mítico duelo del O.K Corral, ya llevado doce años antes a la pantalla por John Ford en Pasión de los fuertes, se recrea otra vez aquí, en medio de un agradecimiento en un interminable caminar hacia la muerte. Mientras Ford nos ponía en el corazón una gota de poesía, un poco más allá del sentimiento y una mirada rápida sobre la inquebrantable gratitud, John Sturges nos describe aquí una amistad surgida de la nada y que a la nada se destina pues un duelo es solamente una forma de jugarse la vida en la apuesta más alta posible. Aún nueve años después, Sturges realizaría una versión mucho más cercana a lo que pasó en realidad en La hora de las pistolas, una muy estimable película con James Garner en el papel que aquí realiza Burt Lancaster y con Jason Robards en lugar del que aquí encarna Kirk Douglas. Bien es cierto que La hora de las pistolas arranca con el duelo del O.K Corral mientras que aquí es el colofón de una historia que nos deja, a pesar de las buenas intenciones, con un amargo sabor de boca, como si tosiéramos una gota de sangre que rebosa el respirar de unos pulmones enfermos. En cualquier caso, la visión de Sturges es siempre ambiental, recreada por un entorno que lleva a los personajes a un desenlace inevitable. Difiere mucho de Ford, entre otras cosas porque ambas versiones son pura fantasía que tergiversan la historia de lo que en realidad ocurrió, pero, diablos, uno ve esta película y es como si un buen trago arrasara la piel de nuestra garganta y abrasara nuestro pecho en un insospechado brindis por algunos hombres buenos.
Así pues, dejemos de lado la historia y quedémonos con el espíritu de indomables, con el alma de esa música que no deja de repetirse en la cabeza bajo la voz de Frankie Laine, con la intención de esa fotografía tan particular que se deja ver en prácticamente todas las películas de Sturges, con la magia tan particular, impregnada de la amistad en la vida real, que desprende una pareja tan sugerente y tan adecuada como Lancaster y Douglas; sólido, fiable y de cierto agrado el primero; impresionante, brillante y creíblemente enfermo el segundo. También hay que fijarse en que, a pesar de lo prototípico de algunas situaciones, es un western que se construye con una cierta lentitud depresiva y que deja un leve poso de estridencia cuando las balas comienzan a sonar. De todas formas, después de ver Duelo de titanes uno no deja de tener una cierta sensación de que ha visto algo grande con pólvoras de enorme calidad. Y para mí eso es suficiente como para calificar una película de O.K.

jueves, 6 de noviembre de 2008

LOS NIÑOS DE HUANG-SHI (2007), de Roger Spottiswoode


Bajo la sombra demasiado alargada de El albergue de la sexta felicidad, de Mark Robson, con una inolvidable Ingrid Bergman, asistimos a otra larga marcha de penalidades y esperanzas rotas que se tratan de reconstruir a través del ejercicio desinteresado del amor. Lástima que el lienzo en el que se dibujan todas estas sensaciones sea tan plano y carente de emoción como el rostro de Jonathan Rhys Meyers, un actor que, lo que es actuar, actúa bien poco.
Y es que el susodicho no es Ingrid Bergman ni por intuición. Y lo peor es que es una pena mientras se mueve dentro de una historia que, de haber sido bien trabajada en el guión, estaríamos al menos ante un amago de lágrima y un suspiro de aire fresco en medio de una aventura de gigantes protagonizada por pequeños en un inmenso país debatido entre la guerra, el hambre y las turbulencias propias de un océano de amargura.
Caminando entre montañas, nos podemos encontrar con simas tales como la historia de un corresponsal de guerra que, en ningún momento, consigue hacer algún trabajo para un medio de prensa. O que sea capaz de ganarse a los hostiles niños simplemente arreglando el generador de la luz (nada de maestros ejemplares, oiga, hágase usted electricista y se ganará el aprecio de toda la infancia). O que, como nota de dramatismo cruel uno de los niños decida poner fin a todo ante la perspectiva de un traslado de larga distancia. Claro, tantas simas hacen de la cordillera un campo de golf y, con tanto agujero, el conjunto se resiente. Sobre todo si el hilo conductor de toda la odisea son unos diálogos banales y muy pillados al vuelo que hacen que, al terminar la película, una cruz negra en el cielo anuncie que el intento haya sido fallido.
Por otro lado, sí, cabe destacar el trabajo de Radha Mitchell, muchísimo más intensa que su compañero Rhys Meyers, o de Chow Yun Fat, seguro en su papel (¿qué diablos hace un graduado de West Point metido a comunista? ¿Alguien me lo puede explicar? ¿O es mejor no explicar por darle misterio a un personaje que puede ser fascinante pero que no está desarrollado?) y vacilante en una trama que le zarandea en plan comodín. Y, sobre todo, hay un acierto indiscutible en la excepcional banda sonora de David Hirschfelder (que ya destacó en películas como Shine, de Scott Hicks, o Elizabeth, de Shekhar Kapur), un trabajo brillante, climático y en el que, en otras circunstancias, la historia encontraría un apoyo que juega con el mundo de la infancia, el exotismo oriental y la tremenda aventura que pudo ser y que no es. También hay que fijarse muy detenidamente en ese espléndido muestrario de fotografías que acompañan a los títulos de crédito finales, obra del cinematógrafo Xiaoding Zhao, que ya había realizado anteriormente espléndidos trabajos para Zhang Yimou en La casa de las dagas voladoras y La maldición de la flor dorada.
No cabe duda de que la historia se parece demasiado a la que Ingrid Bergman realizó 42 años atrás pero mientras allí se esbozaba el esfuerzo titánico de una mujer que, desde el principio, sabía cuál era su misión en la vida y fue despreciada por todos hasta que llevó a unos cientos de pequeños hacia la libertad, aquí parece que el tal corresponsal de guerra no tiene mucha idea de qué es lo que quiere, acepta hacerse cargo de los niños a regañadientes y su evolución personal es tan nula como su trabajo para la prensa, cosa que realmente no ocurrió si nos atenemos a su verdadera historia y que resulta verdaderamente chocante si nos fijamos en el nombre del director, Roger Spottiswoode, un hombre de trayectoria ciertamente irregular pero que realizó una de las mejores disecciones sobre la corresponsalía de guerra en esa pequeña y singular joya que fue Bajo el fuego, con Nick Nolte y Gene Hackman.
Así pues tendremos unos paisajes bonitos bañados en un pentagrama irreprochable, una historia ya vista y a un actor más panoli que jugar con cerillas al lado de un montón de leña. No. No llegamos con esta película a la séptima felicidad atravesando el mar amargo que siempre ha sido China, tierra en la que la libertad huyó porque hubo muchos hombres que, armados sin armas, no libraron las batallas que pudieron ganar.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

LOS TRES DÍAS DEL CÓNDOR (1975), de Sidney Pollack


Dicen que el cóndor es un ave en peligro de extinción. Tiene un vuelo majestuoso del que sólo son testigo las altas cumbres de los Andes. Por eso, pasa desapercibido aquí abajo, en la vorágine de las grandes ciudades. Aquí, en medio del estúpido tráfico, donde el nido está hecho de asfalto, tan sólo es un descifrador de mensajes en clave introducidos como por casualidad en todo lo que se edita. Puede que, para algunos, sea alguien mediocre, una especie de oficinista eficiente con mentalidad algo cercana al síndrome de Peter Pan. Pero cuando despliega sus alas, muestra la grandeza de una inteligencia privilegiada, blanco móvil para unas balas profesionales que buscan su exterminio porque da en el clavo por pura coincidencia. El peligro está en esa unidad de espionaje que opera dentro de una gigantesca entidad de viscosos tentáculos, cazadores de la información más recóndita, que hemos dado en denominar como C.I.A.
Así, el cóndor tiene que sortear las trampas de una naturaleza urbana hostil sin saber muy bien por qué él es la presa. Pasa en vuelo rasante alrededor de esos árboles que intentaron rascar el cielo y que se conocieron como Torres Gemelas. Tiene que convertir al metódico cazador que le persigue con una frialdad casi admirable en un ser de mirada expectante que deja pasar su vuelo tan sólo por el espectáculo de su astuto planear. Debe coger, para su propia protección, a una presa inofensiva que sepa atisbar dentro de su interior enlosado con riscos de inquietante inteligencia. Pero el cóndor no es un ave de acción, es un mero escribiente, un chupatintas, un burócrata sin más armas que su nómada personalidad y su intento de usar esa inteligencia superior en el mismo aire de un abismo que ni siquiera comprende del todo…
Sidney Pollack dirigió Los tres días del Cóndor con el realismo de la violencia más fría utilizada sin el menor énfasis. Puso alas a Robert Redford, hizo a Faye Dunaway con la debilidad de una presa sin rumbo, caracterizó a Max Von Sydow con la avidez de quien sabe esperar con infinita paciencia para sacar con furia templada el golpe que nunca yerra y, por último, convirtió a Cliff Robertson y a John Houseman (aquel socio y amigo de Orson Welles que renegó violentamente de él a raíz de Ciudadano Kane) en aves de carroña dispuestas a devorar todo lo que exhale un suspiro de verdad.
El resultado es una de esas películas que Sidney Pollack supo manejar con peculiar maestría (más allá de melodramas desdichados e, incluso, desafortunados como Caprichos del destino, género al que también se dedicó con pasión) como fue el caso de la excelente La tapadera. Sin embargo, hoy no es día de quedarse quieto esperando que te alcance el disparo que lleva el nombre de un pájaro de alturas y miradas. Hoy es tiempo de proteger al cóndor…Él lo merece.


martes, 4 de noviembre de 2008

EL MEJOR HOMBRE (1964), de Franklin J. Schaffner


Alcanzar el poder a través de medios razonables es una quimera que tan sólo resulta posible para los que aún creen en el idealismo. Y todo el mundo sabe que el idealismo, el verdadero idealismo, es incompatible con el poder. Esa es la encrucijada en la que se tiene que mover un hombre que quiere cambiar las cosas si consigue la nominación a la presidencia dentro de su propio partido. No quiere el chantaje. Y si el contrario quiere jugar con las cartas marcadas, que lo haga. Él cree que la honestidad y el deseo de hacer las cosas bien son su mejor arma. No importa quién sea el hombre. Lo que importa es la confianza en la capacidad para hacer que las cosas vayan mejor, que la gente viva, aunque sea, un poquito mejor; que el lento discurrir de la maquinaria legal y política sea mejor. Y tiene la certeza de que el que pueda conseguirlo…ése es el mejor hombre.
No es ajeno a las jugadas tramposas y arteras que depara el entramado político. Él también quiere pactar y hacer tratos pero todo con un fin común. El poder en sí mismo no es la meta, es el medio para conseguir pensar en los demás porque sabe que esa clase de gobernante está en absoluto peligro de extinción y, que si no hay hombres como él, dispuestos a prescindir del poder si es necesario y sin ningún apego por la ambición personal, la gente sufrirá…sí, tendrá instantes en que se celebren victorias, leyes, proposiciones y decretos pero será la alegría de un momento efímero, la gloria de hoy que cubra la decepción del mañana y algo que sólo puede alimentar la memoria de lo concreto, no la estabilidad de lo que desean la mayoría de los ciudadanos, lo que todos compartimos, lo que todos queremos.
Henry Fonda aporta su inolvidable rostro de héroe infeliz a ese hombre que llega a la conclusión de que, inevitablemente, el mejor hombre, el más indicado, el que verdaderamente tiene preocupaciones por servir al bien común es aquel que no se presenta. Sencillamente porque la tela de araña de intereses creados alrededor de una línea política es tan densa que tapa cualquier otro propósito. Quizá pueda servir mejor al bien común desde fuera. Por el camino, se ha visto tentado a desviarse de su conducta normal, de ser corrupto con figura de honradez, de ceder a la erótica de un poder que se ceba en las entrañas de quien cae en ella. Y no le importa salir por la puerta de atrás, sin ruido, sin alharacas, sin magnas despedidas. Platón revisitado en nuestra cultura moderna. Una prueba más de que él es el mejor hombre.
Dirigida con una increíble precisión de la puesta en escena por Franklin Schaffner en un proyecto que, en principio, iba a ser dirigido por Frank Capra (de lo que, estoy seguro, hubiera salido una película totalmente distinta), “El mejor hombre” se va convirtiendo en una cinta de asombrosa actualidad ahora que tenemos cerca los comicios norteamericanos y que destapa cómo, con el tiempo, los candidatos que se presentan con premisas de esperanza son prisioneros de un millar de intereses que han caído sobre ellos en el interminable espectáculo en el que se convierte su propia campaña electoral. Y lo peor de todo es que sabemos, gracias a esta película, que ninguno de ellos es el mejor hombre.