martes, 31 de marzo de 2009

EL DIFUNTO PROTESTA (1941), de Alexander Hall


Aunque parezca imposible, el cielo también puede cometer imperdonables equivocaciones. Al fin y al cabo, los funcionarios celestiales son tan divinos como cualquier otro y un ángel se puede llevar el alma de un vivo mucho, mucho antes de tiempo. Y claro, no hay oficina de reclamaciones...y como buenos funcionarios del más allá no se les ocurre otra solución más que un parche: volver a colocar el alma en el cuerpo de uno que se ha ido a la hora en punto. Pero, luego, se plantea otro problema. ¿Cómo realizar nuestros más deseados sueños en el cuerpo de alguien que no tiene nada que ver con nosotros? Y resulta que eso puede ser una explicación para la excentricidad. Y, tal vez, cuando el sueño se convierte en realidad, es cuando hay algo dentro de nosotros que se rinde, que se cansa, que se obtura, que se rompe...y puede ser que el brillo de los ojos de nuestra mirada soñadora se traslade a otro y el sueño comience otra vez, entrando en un bucle de eternidad, de cíclica historia de un anhelo que, en el fondo, todos podemos desear, sobre todo si es para ser campeones en el corazón de una mujer que no hemos visto nunca pero que, sin embargo, somos capaces de reconocer con tan sólo un rápido vistazo.
Maravillosa película dirigida por Alexander Hall en base a un guión del histórico Sidney Buchman y que ha sido versionada en múltiples ocasiones (la más famosa de todas ellas puede que sea la dirigida por Warren Beatty en 1978 con el título de El cielo puede esperar), El difunto protesta es una encantadora fantasía con un Robert Montgomery bastante adecuado para el papel principal pero que se ve peligrosamente eclipsado por un imponente Claude Rains. Ambos se encargan de salpimentar toda la historia con el suficiente humor para que la sonrisa no se nos caiga de los labios y que lleguemos a pensar que la muerte puede que sea el colofón para alguien que ya hizo todo lo que tenía que hacer entre nosotros y que quien no lo consiguió tendrá siempre la segunda oportunidad de los encargados de la burocracia divina.
Así pues, viendo esta película, tenemos la impresión de que las figuras del cielo deben de ser muy parecidas a las que vemos aquí en la Tierra; que las listas de nombres allá arriba tienen que ser tan importantes como las que manejamos por aquí abajo y que el error, en el fondo, también tiene su hermosura al conceder una vuelta a empezar que todos, alguna vez, hemos ansiado.
Y aunque sea una recomendación que puede apartarse de lo habitual, fíjense tan sólo en la sofisticación y el encanto que tiene el vestuario en esta película, a cargo de la legendaria Edith Head, convirtiéndose en un apartado importantísimo en la composición de planos y en la dirección de arte de un film que le sobra clase por todos los lados.
En ese momento en que pongan los pies en alto para asistir a esta historia, justo en ese momento, es cuando el interminable cuadrilátero de su mente tiene que registrar sus rincones para saber si han alcanzado sus sueños, si han realizado la tarea vital para la que estaban destinados o si, cuando sea el momento, también protestarán ante el funcionario que preguntará su nombre en las puertas del cielo que nos auguraba Bob Dylan... Seguro que nunca será la hora correcta.

viernes, 27 de marzo de 2009

MUERTE ENTRE LAS FLORES (1990), de Joel Coen


Un sombrero vuela por el aire agitador de un otoño de violencia. Es un sueño que se repite en la vida. Un sombrero sin dueño porque no pertenece a nadie más que a sí mismo. La trampa está presente en el juego negro de ropajes marrones al borde de un abismo abierto por unas balas disparadas con saña. Un hombre intenta salvar a su amigo del alma, ése con el que ha compartido disparos, borracheras, chicas y escaladas hacia el poder y, en su plan, tiene que enemistarse con él y dejar que se aleje sin volver la mirada. Deber perder su amistad para salvar su vida y la posición que ha ganado luchando a su lado. Un judío trapacero vende información de apuestas. Un italiano desquiciado quiere hacerse el amo de la ciudad. Un danés asesino desea salvaguardar a su amante y aniquilar todo lo que amenace su privilegio de apretar tantos gatillos como quiera. Una mujer sabe que los hombres honrados jamás podrán ser ricos. Y él, sombrero marrón de ala caída que tapa su mirada delatora, no quiere el poder, ni la trampa, ni perder la honestidad que guarda con la sangre derramada y con la inútil crueldad de la matanza gratuita sólo para afirmar que es el más inteligente, el más válido, el más amigo.
Su sombrero se deja caer en su pie colgante emanado del cruce de piernas relajado y exultante. El sombrero del judío siempre está en las rodillas, como escondiendo la próxima patada y la ridiculez de su compostura de perdedor. El italiano no tiene sombrero porque una calva ofrece un espléndido blanco. Y siempre, por todo el calvario de la traición fingida y del engaño en fuga, habrá sombreros boca arriba porque la violencia se habrá llevado cabezas que se pudrirán entre las flores.
Al final, sólo queda el aprecio. El amor se escapa porque siempre es un mal perdedor que no atiende a explicaciones. La amistad es imposible porque la falta de confianza es el percutor que la asesina y permanecerá el consuelo de haber hecho lo correcto en una ciudad en la que hasta el asfalto está corrupto.
Absorbiendo el universo de Dashiell Hammett descrito en “Cosecha roja” (maravillosamente trasladado a Oriente de la mano de Akira Kurosawa en “Yojimbo”) y en “La llave de cristal”, los Hermanos Coen articularon esta película armados de una deslumbrante técnica que fue desde el protagonismo de los sombreros como metáfora de los estados de ánimo e intenciones de los personajes hasta una magistral visita al cómic en esa escena en la que Albert Finney dispara con furia su ametralladora Thompson bajo los compases de la canción popular irlandesa “Danny boy”. Y así, sumergidos en lo más profundo de la encrucijada del cine más negro nos dieron a entender que, tal vez, la súplica más falsa y desesperada es la mejor rúbrica para una sentencia de muerte mecida en una mentira que no tiene perdón.

jueves, 26 de marzo de 2009

LOS ABRAZOS ROTOS (2008), de Pedro Almodóvar


Siempre he pensado que Pedro Almodóvar se desenvolvería especialmente bien en el género negro, utilizando sus retratos ibéricos con acomodaticios argumentos que reflejaran la retorcida y especialmente proclive personalidad del español más grotesco para ofrecernos retratos repletos de cinismo y agudeza. En esta ocasión, el director manchego roza la frontera del género de penumbra para narrarnos el asesinato de una película y lo que le sale es una película herida de muerte.
Los abrazos rotos son esos cariños interrumpidos por un destino que parece estar basado en Orfeo y Eurídice y en el Ascensor para el cadalso, de Louis Malle aunque Almodóvar, muy acertadamente, hace oportunas paradas en clásicos referenciales y reverenciables como Te querré siempre, de Roberto Rossellini (no en vano el neorrealismo pasa por ser uno de los rasgos de su propia personalidad cinematográfica), como El fotógrafo del pánico, de Michael Powell, o como Belle de jour, de Luis Buñuel. Todo ello no es planteado como un homenaje sino como un testimonio de amor hacia una película o, mejor dicho, hacia el cariño inmenso, interrumpido siempre por las tijeras del montaje, con que se hace una película hasta convertirla en razón y ser, en foco y decisión, en imaginación revelada, en esperanza que se marchita en rojos pasión, en negros de melodrama, en obsesión magnífica.
En ese camino que tanto se parece a un encefalograma de la creación, hay algunos planos fascinantes, de una originalidad deslumbrante y con algunos instantes de tanta brillantez que la admiración se convierte en mirada y no se puede apartar la vista de la pantalla pero Almodóvar se deja algo del atrevimiento que siempre le ha caracterizado por el camino, no parece que quiera llegar al corazón sino a la cabeza. El matar a una película no conmueve en ningún momento (sobre todo si es una película que se parece sospechosamente a Mujeres al borde de un ataque de nervios) cuando podría ser un motivo de absoluta perfección a la hora de abordar el exterminio de la pasión de crear por la simple aparición de la pasión de amar.
En toda la historia sobresalen con luz propia algunos nombres propios como Lluis Homar, el ciego que ve y que cree que lo que más talento debió tener es lo más cercano a la frustración y al fracaso que han probado sus labios de inolvidable sabor, o como Blanca Portillo, intensa e intentando extraer todo el dramatismo de un personaje con más corazón que fotograma, o como ese extraordinario actor que es José Luis Gómez, capaz de hablar con la mirada y de mirar con la boca. Pero en los vericuetos de la trama se cuela la inverosimilitud en algún pasaje importante como la inusitada y repentina confesión del personaje de Blanca Portillo sin presión de ningún tipo, precisamente cuando todo comienza a tener un cierto orden que había sido hecho añicos catorce años antes. Y es precisamente en el suelo de la sala de montaje donde se han dejado algunas cosas que hubieran otorgado más coherencia a un conjunto que hubiera merecido la pena, que hubiera sido una pequeña maravilla hacia una forma de hacer cine nacida desde el mismo núcleo del corazón. Una película, aquí, es asesinada y no es la que se nos cuenta.
Y no, no voy a hablar de Penélope Cruz y de los fútiles intentos de intentar asemejarla a Audrey Hepburn o cosas similares. El fenómeno está ahí y de tontos sería no aprovechar la estela de las estrellas. Al fin y al cabo, eso también es pasión por hacer una película y yo le doy las gracias al de Calzada de Calatrava por su intento porque en su error también ha estado acertado, y eso es algo que sólo pueden hacer los grandes.

miércoles, 25 de marzo de 2009

EL CARTERO SIEMPRE LLAMA DOS VECES (1946), de Tay Garnett


Los senderos de la pasión siempre van marcados por la estrecha cintura de una mujer que hace que te precipites en el pecado y en la corrupción. Cuando la amargura te rodea, entonces cualquier asidero merece la pena con tal de seguir adelante, sacando la cabeza, aunque tus nudillos se aferren a esas curvas que te marean, que te hacen saltar de la derrota a la perdición, que te obligan a deslizarte por el barranco del deseo y de la muerte. El cartero siempre llama dos veces, sí, pero no siempre estás allí para abrir la puerta.
Y es que, a menudo, el cine negro alcanza cotas de obra superior si sabe adentrarnos en la blancura de la piel que admiramos con ojos de espectador que no puede tocar. Por nuestras pantallas, desfila una mujer no muy alta pero que dispara la pasión hasta que te hiere el corazón de negrura y fatalidad. El blanco y negro de la película se convierte en el rojo de la sangre derramada con premeditación, en el rojo del deseo indomable, en el rojo de la ambición corta y la vida a corto plazo, en el rojo del destino implacable que cae como la noche sobre los que conspiran para ser esclavos de la nada.
No hay maestría en el pensamiento, y tampoco en la ejecución. Sólo son dos personas que se ven arrastradas violentamente hacia su lado más turbio intentando el dinero fácil, la libertad temporal, el fracaso a la vuelta de la esquina, la finalidad de existencias inútiles. Sólo hay una química brutal esperando a explotar y hábilmente disfrazada en una época en la que simplemente se podía sugerir y todo se ve recubierto por una climática atmósfera de polvo, lujuria y asesinato. La respiramos. La sentimos. La intuimos. No la vemos. Pero el cine no tiene por qué mostrar. El cine sólo tiene que esbozar algunas líneas maestras. El cuadro completo lo tenemos que poner nosotros.
El cartero siempre llama dos veces, de Tay Garnett, es una película estructurada de forma muy diferente a lo que se tenía por habitual en los años en los que se realizó. Fue un poco más allá de lo permitido por el Código Hays de censura y Lana Turner se convirtió en un símbolo sexual que transpira por cada uno de los agujeros de su ajustada ropa un torrente de calor que llega al público en oleadas de imaginación. John Garfield, muerto apenas unos pocos años después víctima de un ataque al corazón por causa del agobio al que le sometía el Comité de Actividades Antiamericanas, sabe transmitir en su cara lo que hoy en día no hay ningún problema en mostrar por debajo de la cintura. El resultado, claro, es una obra maestra que supera a la afamada versión de 1981 con Jessica Lange y Jack Nicholson con escandalosa escena de sexo incluida.
Y es que en un mundo de cinismo y maldad tal vez todos tenemos que esperar que el cartero sólo llame una vez. Si vuelve, es que nos han pillado bajando por el tobogán que nos precipita hacia las caderas insinuantes de lo prohibido y, por el camino, hemos tenido que eliminar los obstáculos que nos estorbaban por los medios que nuestra inteligencia nos ha dado. Y esa inteligencia, aunque creamos que no, nunca es mucha. Siempre hay alguien que es más inteligente que nosotros. Aunque sea el mismo objeto de nuestro imparable deseo. Aunque sea el cazador que eche el cierre a nuestra jaula.

martes, 24 de marzo de 2009

VOCES DE MUERTE (1948), de Anatole Litvak


Una conversación telefónica cruzada y la ciudad allí, siguiendo su latido, como si el ritmo de la vida continuara con su ir y venir cansino y acogido por las luces que hieren la penumbra de su ventana hacia el mundo. Ella no puede acompañar ese aire nocturno porque sus piernas hace tiempo que dejaron de responder a sus llamadas de necesidad. La muerte ronda con palabras y el auxilio parece no querer creer a quien grita. Y una de esas voces de muerte es la de alguien a quien ama, de alguien de quien no esperaba la súbita traición teñida de la violenta y necesaria ambición. Ella lanza su desespero pero no puede andar, no puede huir, no puede gritar más que a través del hilo de un teléfono que se convierte en su única ventana, en su único consuelo, en su único asidero de voz lejana y escéptica.
Al final, el arrepentimiento será un tren que salga demasiado impuntual y el teléfono será tan sordo como ella inválida y el agobio se transformará en dolor, la angustia será jinete del ensañamiento, la luz caerá víctima de la noche de la crueldad, la mano se deslizará por el encaje donde quedará bordado el emblema del asesinato, la voz se apagará porque nadie escuchó, nadie nunca escuchó, sólo se prestaron oídos a los cánticos distorsionados de la ambición. Ella es rica. Ella está muerta desde que nació.
La historia claustrofóbica de una mujer que no puede andar y que, por pura casualidad, escucha por teléfono la conspiración para su propio asesinato se convierte aquí en una reflexión existencial sobre la desgracia abocada a la muerte, sobre la soledad sobrevenida por una inutilidad revestida de oro, sobre la corrupción del saberse dependiente e intentar demostrar que puedes valer sin ayuda, que puedes llegar sin empujones de dinero, que puedes matar sin apretar más gatillos que el disco amenazador de un número marcado.
En el rostro de Barbara Stanwyck se deja ver el viaje por las esquinas de una habitación que contiene el ansia posesiva de una mujer que cree estar enamorada y queda encerrada en la frustración de un camino que no puede recorrer. Soberbia la dirección de Anatole Litvak, que nos convierte en la pared donde las lágrimas son derramadas y la angustia por la proximidad de lo inevitable es el gotelé de una pintura que nunca se debió dejar secar. Igual que un amor perdido en una ceguera de cariño. Igual que una voz que susurra que la muerte se acerca en la sombra recortada de una escalera que desciende hasta el mismo centro del infierno.

viernes, 20 de marzo de 2009

A CIEGAS (2008), de Fernando Meirelles


Cuando no hay nada que merece la pena de ser visto, el cuerpo evoluciona, se adapta y aparece la ceguera. Es absurdo que tengamos un sentido que, realmente, no nos sirve, está obsoleto, es inútil. Y entonces es cuando la razón entra en cuarentena porque no entendemos, no conocemos, no sentimos y apenas nos damos cuenta de todo aquello que nos rodea y de toda la felicidad que nos negamos.
La metáfora que Saramago nos describe en su Ensayo sobre la ceguera no es más que un retrato de nuestro propio aislamiento sumido en el egoísmo. Somos incapaces de ver más allá de todo el lujo caótico que nos envuelve y nos aliena. Nos da igual que, mientras aquí nos movemos en el despilfarro y en la comodidad, en otros lugares haya seres como nosotros que son explotados para que podamos vivir en el estilo de vida que se nos antoje. Estamos ciegos ante la prostitución y la trata de blancas que existe por el mero hecho de que hay gente dispuesta a ser consumidor. Somos invidentes ante el hambre, ante el abuso de poder y ante la triste certeza de que lo que nos pueda ocurrir no le importa a nadie y mucho menos a nuestra mediocre y pusilánime clase dirigente, adormecida en la almohada de la riqueza y del terco mantenimiento de la erótica que experimentan poseyendo el poder.
El micromundo que la película de Fernando Meirelles nos plantea es extrapolable con facilidad a la política abusiva de los países que no dejan de enriquecerse a costa de los que cesan de empobrecerse. Estamos ciegos, sí. Y lo estamos porque no podemos ver la persona que tenemos a nuestro lado. Lo estamos porque no sentimos a la persona que pasa a nuestro lado. Lo estamos porque volvemos inútilmente el rostro cuando alguien necesita una ayuda que no pide simplemente porque el dolor atenaza el grito y el sufrimiento corroe las entrañas de la tortura de vivir.
El problema de todo este fascinante (e, incluso algo obvio) retrato del egoísmo absoluto en el que vivimos es que Meirelles utiliza técnicas de ciego para transmitir el agobio al espectador. ¿De verdad es necesario que haya secuencias en las que no se ve absolutamente nada? ¿Resulta perentorio la repetición hasta la saciedad de situaciones que ya hemos sentido con la suficiente sordidez? ¿Es imprescindible la reiteración para que nos entre bien en la cabeza el mensaje de que somos unos malvados, de que son unos malvados, de que hay muchos malvados?
Salvando esos, a menudo grandes, baches narrativos no dejamos de preguntarnos cuál sería nuestra actitud si estando rodeados de ciegos fuéramos los únicos que pudiéramos ver y si no utilizaríamos esa ventaja fundamental para hacernos con el control de una situación que devora lo poco que tenemos de humanos. En un país de ciegos repentinos, el ciego natural es el dictador. En un país de ciegos arrepentidos, el vidente es el líder de una democracia que no deja de ser sucia. Tal vez el que ve es bendecido con el don del liderazgo natural porque ama la vida y no el dinero, ni el lujo, ni la soberbia...
Entre el mar blanco que se abre en una película en la que se ve más bien poco, la peor duda es diferenciar si estar ciego es lo mismo que ser ciego y es posible que la respuesta nos asuste de tal manera que preferimos mantenernos en la atrevida y siempre peligrosa ignorancia. Y ya dejo de escribir porque, poco a poco, me doy cuenta de que ya no veo y la hoja de papel se me convierte en un espejismo blanquecino con unas cuantas sombras que parecen letras y no son más que reflexiones de nadie, de nada, de nunca.


miércoles, 18 de marzo de 2009

BOLA DE FUEGO (1941), de Howard Hawks

 Supongamos que, por un momento, Blancanieves fuera una descarada y preciosa cantante de cabaret que, debido a algún que otro lío con la madrastra policía, tiene que esconderse en la mansión de los siete enanitos, siete estudiosos de la lingüística que, casualmente, de tanto estar encerrados averiguando los porqués de la gramática y los cómos de la semántica, han quedado totalmente desconectados del mundo real y, lo que es aún peor, yo diría que catastrófico: del habla de esa gente moderna que habita garitos indecentes, cubículos de depravación y que escupen jergas de los bajos y nuevos fondos. ¿Saben cuál es el resultado? El resultado es una comedia divertida, genial, ocurrente, atinada, graciosa, única, colosal y fantástica. ¿Los culpables? Pues miren, es que detrás de la cámara había un enanito, así como con pelo blanco plateado, un conquistador nato y un tipo que sabía contar historias como pocos que se llamaba Howard Hawks y esta vez auxiliado por otro enanito que fotografiaba como los ángeles y que se llamaba Gregg Toland. Y, por si fuera poco, había otros dos enanitos que escribieron un guión maravilloso e intachable que respondían a los nombres de Charlie Brackett y Billy Wilder. Delante de la cámara había otro enanito...no, no, éste era más bien alto...que se llamaba Gary Cooper y que, con esa mirada de buena persona que poseía, parecía perderse en el bosque de letras, palabras y sentimientos en el que se adentra cual Caperucita con pantalones para toparse con que el lobo ha cambiado de sexo y tiene las preciosas piernas y el atractivo físico de Barbara Stanwyck. ¿Sólo con este párrafo no les entran ganas de ver la película? Yo no sé quién lo ha escrito, pero estoy como loco por verla.
Y es que es una historia que nos va llevando desde la A a la Z del despertar a la vida, y lo hace con un montón de diálogos inteligentes, agudos, irónicos e, incluso, estúpidos en el mejor sentido de la palabra. Y sorprende ver a actores como Cooper o Stanwyck, expertos contrastados en otras lides, desenvolverse con tanta soltura en los difíciles terrenos de la comedia más alocada. Eso sin olvidarnos de unos cuantas raciones de química sexual que funciona como un cóctel bien agitado y de unas pocas copas de romanticismo atenuado por toda la gracia del asunto. Cosas de enanitos.
Así que prepárense a empollarse bien todo un diccionario de situaciones hilarantes mientras hacen un detenido repaso por el pasado. Las asignaturas pendientes pueden estar relacionadas con la psicológica exploración de la maldad convertida en risa a mandíbula batiente. Ah, y tengan mucho cuidado. Quizá haya un maestro (mejor en femenino, maestra) esperando en algún lugar para impartirles unas cuantas clases de recuperación. Ir de sobrado no es nada bueno porque siempre hay alguien, por poco que parezca, que es mejor que tu.





martes, 17 de marzo de 2009

EL BUSCAVIDAS (1961), de Robert Rossen


A menudo, golpear a una bola en la mesa de billar se parece demasiado a los golpes que el destino propina mientras las bandas son los límites de un mundo que se antoja cada vez más pequeño. La ambición puede ser el veneno que empuje hacia el triunfo y cuando éste se halla al alcance de la mano entonces es cuando la realidad se hace taco de madera y el lance queda inutilizado. Y en el largo y duro camino estarán los que se quieran aprovechar, estará el amor que siempre se ha dejado en segundo lugar porque de quien se está realmente enamorado es de la victoria, habrá que ganarse la vida por tugurios de mala muerte que serán las astillas que dejen rotos unos pulgares que impedirán el juego y, por fin, cuando la mirada es más sabia, cuando los movimientos son más seguros, cuando el temperamento se ha ido forjando para asumir con tranquilidad el riesgo, entonces es cuando surgirá el campeón, el as, el único, el mejor.
Y es que la juventud a veces se bebe con tragos demasiado largos. Alcanzar la cumbre demasiado deprisa es el caldo de cultivo ideal para la estúpida arrogancia del espíritu. La vanidad, pecado favorito del diablo, sólo tiene que usarse como una herramienta que se ha aprendido a usar con la experiencia. Crecer por dentro. Encontrar que ahí, en algún lugar de uno mismo, hay un corazón que está a salvo de los sueños de grandeza de una partida ganada. Saber que la derrota no es la humillación sino una lección de cómo aprender a vencer. El oficio de buscavidas es para otros, para todos aquellos que creen que el taco es su novia y la tiza azul es el lápiz de labios. Hay que subir pero hay que hacerlo peldaño a peldaño. Hay que ganar pero hay que hacerlo derrota a derrota.
Esta película, simplemente es una maravilla. Está magníficamente dirigida por Robert Rossen. Contiene unas interpretaciones impresionantes de George C. Scott, Jackie Gleason y Piper Laurie y, por supuesto, la categoría interpretativa de Paul Newman, en esta ocasión, alcanza lo sublime. Todo ello salpicado con una fotografía de Eugene Shuftan que hace que lleguemos a aspirar el humo de los garitos, que percibamos el olor de la colonia del “Gordo de Minnesota”, archivillano del héroe que intenta que las bolas del juego ocupen los agujeros de los que él ha salido porque Eddie Felson siempre vuelve y cuando lo hace, es para ganar.
Si se deciden a verla, noche de auténtico juego para los que aman el cine, el verdadero cine y nos quedaremos totalmente hipnotizados por la interpretación de un hombre que dominaba todos los recursos expresivos que podían extraerse de un rostro de hierro como el de Newman. Es una gran película que nadie debe perderse. Tal vez porque estamos ante una obra maestra. Y pasar de largo es como...como...perder la partida de tu vida.


viernes, 13 de marzo de 2009

COMANDO EN EL MAR DE CHINA (1970), de Robert Aldrich

 El heroísmo puede que sea uno de los actos más inútiles que la raza humana es capaz de hacer. Puede que un hombre cuya alma está llena de cobardía se convierta en un héroe porque, sin pensarlo, tiene una mochila llena de valentía. O tal vez puede que otro hombre que es un héroe pero que reniega de esa condición renuncie a su propio enaltecimiento como signo de una rebeldía que nunca ha llegado a apagar con el ruido de las balas. Incluso puede que haya alguien que se imponga la pesada y triste tarea de llegar a ser un héroe porque en su propia conciencia, la bravura esté en entredicho. Ser un héroe con el cuerpo lleno de agujeros es sólo una caída libre en medio de un campo abierto donde la hazaña se convierte en un blanco demasiado fácil.
En sus excelentes memorias, Mi vida y yo, Michael Caine cuenta que Cliff Robertson no era una persona que le cayera demasiado bien. Decía que ese actor, realmente, se creía un héroe. En mitad del rodaje, se le concedió el Oscar a Robertson por su interpretación en el mediocre melodrama Charly y no pudo ir a recogerlo. A Robertson le aterraba la posibilidad de que, a la vuelta, le fotografiaran bajando la escalerilla del avión sin su Oscar en la mano así que mandó al encargado de atrezzo que le fabricara una estatuilla de madera para pasar por delante de los fotógrafos, sonriente y con premio. Cuando llegó el momento, allí que salió Robertson con su Oscar de madera para comprobar, espantado, que al pie de la escalerilla le esperaba el Presidente de la Academia para entregarle el auténtico Oscar y, presa del pánico, tiró su Oscar de mentirijillas por encima de su espalda dándole en un ojo a Michael Caine que estaba justo detrás de él. Caine relata la escena con una mezcla de humor y de mala leche que hace que, por una vez, ser un héroe resulte incluso algo cómico, algo que solamente tiene valor cara a una galería de falsos admiradores.
Y es que es así. En el heroísmo, la guerra psicológica es un factor que deshace los principios que creemos que forman parte de nuestra propia personalidad. Una pandilla de canallas adentrándose en la selva puede estar repartida a partes iguales entre cobardes batidos en retirada y valientes lanzados al ataque. La guerra no saca lo mejor del hombre. La guerra, en sí misma, es una canallada. Y cuando las ráfagas silban, los canallas corren. Unos, en una dirección. Los demás, en otra.
Siempre que termino de ver esta película me pregunto a mí mismo si mi naturaleza es heroica o cobarde. Si me tuviera que ver perseguido por un reguero de disparos, mis piernas volarían o me paralizaría el miedo. Si cuando el cansancio me derrumbara, tendría fuerzas sacadas de la nada para continuar hacia delante. Y nunca consigo responder a estas cuestiones. Quizá nunca somos lo que nos gustaría ser. Quizá nunca seamos lo que creemos ser… Mi mirada, en este momento, lo está escribiendo en este papel. No creo en mí. Creo en el instinto natural de una supervivencia que, a veces, vale bien poco. Corran…corran…no dejen de correr…las balas no entienden de enemigos…sólo de descansos en el colchón de una carne tensa por la huida…



jueves, 12 de marzo de 2009

GRAN TORINO (2008), de Clint Eastwood


Quitarse de encima las telarañas de la edad es un sacrificio que, muy a menudo, nos devuelve una dignidad que creíamos perdida en los ojos quemados por el horror y la soledad. En esta ocasión, Clint Eastwood, impresionante y sabio, nos regala un auténtico gozo para el alma que tan bien sabe pintar, un sobrecogimiento para la vejez que tanto nos espera y un estremecimiento para las lágrimas que luchamos para no derramar.
Y es que los hombres, cuando tienen un pie en el estribo a punto de partir hacia el ocaso definitivo de la muerte suelen mirar a su alrededor para ver qué es lo que han hecho. Walt Kowalski tiene plena conciencia de que sus hijos no le quieren, de que su mujer murió dejándolo en compañía de una perra y de unas cuantas cervezas y de que el pasado se le presenta, justiciero y rencoroso, durante todos los días de su vida. En su barrio, se siente extraño y muestra un cierto desprecio hacia todos por la sencilla razón de que nunca ha sentido el calor del cariño acariciando sus arrugas. La inmigración y las reacciones que suscita están implícitas en esta película de un alcance mucho mayor que el de una escopeta de mira telescópica y el sufrimiento de quien mata vuelve a ser, como en Sin perdón, motivación y destino de un hombre que está aterrorizado con la posibilidad de morir durmiendo.
Puede que, en un instante ajado de nuestras vidas, nos demos cuenta de que sólo hay un par de cosas que realmente nos importan. Puede que una de ellas sea un montón de chatarra lustrosa que guardamos en el garaje. Puede que otra sea el cariño que un puñado de extraños vierten como un agradecimiento que sea algo desconocido para nosotros. E incluso puede que otra sea descubrir que hay alguien que sabe y conoce los entresijos de un perdón que nunca hemos disfrutado. Y quizá seremos conscientes de que el mejor castigo es dejar que la misma vida sea la encargada de impartir justicia. De hacer que muera quien ya vivió, de dejar que se pierda quien no supo vivir y de dar una oportunidad a quien pide a gritos disfrutar de la vida.
En cualquier caso, en los rincones del alma de un viejo, hay todavía mucho amor que repartir en silencios elocuentes. Hay la capacidad de intentar un último esfuerzo de superación. Hay ironía para hacer que el declive sea más llevadero en ese desidioso torbellino de la edad que ronda la muerte. Hay todavía unas cuantas cervezas más que apurar mientras irse puede ser un último cigarrillo liado con las hebras del placer.
En esta película, hay escenas de John Ford salidas de las entrañas de un hombre que sabe mostrar, con su última obra, cuál es el auténtico mutis de los héroes, la verdadera salida de los hombres que supieron hacer cine, el atardecer teñido de sangre de una vida que ha merecido la pena aunque puede que no haya conseguido ser novia de la felicidad. Aquí, Clint Eastwood, nos maneja con esa maestría insuperable en la que sugiere y no muestra, en la que muestra y no mata, en la que revisita al director que más y mejor ha sabido ser su maestro como el tuerto genial (y, no, por mucho que digan, Eastwood aprendió la técnica pero bebe más bien poco de Don Siegel y de Sergio Leone. Él y su cine poseen el genuino sabor de Ford) y nos deja con la sensación de haber visto una gran película, de haber asistido al último cabalgar del jinete pálido, de oír el último giro del tambor del revólver de Will Munny en Sin perdón o de, incluso, encajar el último uppercut de la chica que valía un millón de dólares. Él, con su dirección y su interpretación, hacen que el gesto de los dedos parezca una pistola humeante en busca de una historia que sólo él sabe contar. Es el final. Es la última canción. Es la última bala disparada con la tranquilidad del mejor. Es fantástica.

miércoles, 11 de marzo de 2009

LOS BLANDING YA TIENEN CASA (1948), de H.C. Potter


Planteada como una hábil parodia del american way of life, esta película nos retrotrae a aquellos tiempos en los que todos hemos hecho reformas en la casa de nuestros sueños para darnos cuenta de que, cuando se acaban las reformas, el sueño, de alguna manera, muere. Qué serio me estoy poniendo para una película que es una comedia desternillante, con un Cary Grant intentando construir una casa familiar que no encuentra más que problemas para erguirse y que, como siempre en Cary Grant, es como si un smoking fuera al sastre para que le den unas puntadas en la hombrera. Hasta cubierto de yeso y disgustos es elegante el muy…En fin, perdonen mi sana envidia. Alicatemos el techo de este texto con baldosines académicos.
Esta película es un claro ejemplo de cómo no siempre el director es el genio de una película. El desternillante guión de Melvin Frank, un hombre dedicado prácticamente por entero a la comedia, es el culpable de que la sonrisa no se nos caiga de la boca al estar con masilla adherida al pavimento de nuestro rostro. El director, H. C. Potter, una auténtica mediocridad de la que ahora sólo recuerdo uno de los peores vehículos que se hicieron nunca para la pareja Astaire-Rogers La historia de Irene Castle, no es más que un hombre que sabe manejar la cámara y que mantenía una buena relación con el actor principal consiguiendo de él un registro cómico que, en algunas ocasiones, se acerca al mejor de los espíritus.
Por otro lado, no puedo dejar de nombrar esa cenefa bellísima, que adorna las paredes de nuestra diversión, perfecta esposa en cualquier película y una actriz repleta de serenidad y de talento cómico como es Myrna Loy y, por supuesto, a otro actor tan todo terreno como el mismo Grant, secundario de lujo en esta ocasión, Melvyn Douglas. Con tal guión y semejante cartel, la verdad, era muy difícil hacer una película mala. Y por contrato escrito, afirmo que es una película que me divierte, que me relaja, que me hace pensar que ninguno de los sueños son realidades y que ninguna de las realidades son sueños, desgraciadamente. Pero lo hace poniéndome una sonrisa en la cara, unos ojos luminosos y una carcajada que sustituye a la inevitable taladradora que agujerea las paredes de nuestro equilibrio.
Por supuesto, sí, en los olvidables ochenta, Spielberg produjo una especie de remake nunca confeso de esta película titulado Esta casa es una ruina pero yo, la verdad, prefiero las paredes algo más sofisticadas, la marquetería algo más fina, los zócalos bien ajustados y los armarios empotrados con una bella madera de cerezo. Y la verdad, a mí, al final de la obra…por mucho que haya sufrido y por más que me hayan deteriorado el parquet…me salen las cuentas.


martes, 10 de marzo de 2009

LOS SIETE MAGNÍFICOS (1960), de John Sturges


Ser un pistolero a sueldo sólo quiere decir que la única fortuna que se tiene es la de seis balas descansando en el tambor del revólver. No hay raíces que conservar. No hay futuro hacia el que mirar. Sólo el alquiler es el presente. Tal vez, de ahí nace mucho desencanto y la única salida sea defender algo como si fuera tuyo. Por mucho humo aplastado en la palma de la mano que protege el percutor que golpea a ritmo de muerte, por más que se quiera encontrar sentido en segar vidas ajenas, por tanto que el amor sea sólo una quimera apartada de la imaginación para evitar ser un blanco fácil y decidir sobre la vida o la muerte de los demás en un inútil intento de existir tomando el cañón de tu arma como guía, como aguja de brújula que marca siempre, siempre, el rumbo equivocado…
Matar no es fácil pero puede ser sencillo para los profesionales del disparo. Los ojos del otro no son más que agujeros donde hundir el proyectil mercenario. No hay sentimientos allí donde se hincan las balas. Sólo, quizá, cuatro cruces en lo alto de una colina para recordar que, como siempre, los perdedores son quienes manejan las armas. Y el heroísmo, además, no es saber manejar una y escupir fuego para causar muerte. El heroísmo es arrancar de la tierra lo necesario para comer. Es limpiar el maíz y amasar el pan. Es levantarse día tras día para conseguir una victoria sobre la vida que apenas dure veinticuatro horas. Pero, claro, eso, en las siempre infantiles mentes humanas, carece de fascinación y provoca sufrimiento en forma de grandes gotas de sudor ingrato, molesto, escurridizo e incesante.
Morir sí es fácil si la vida no deja de golpear con paladas de cal en la piel. Y, sin embargo, no lo es tanto si tras de ti no dejas rastro. Nada cumplido. Nada planeado. Nada luchado. Sólo unos billetes en el bolsillo ganados a sangre y fuego. Por eso, quizá, un puñal en el adobe, o un último acto noble para salvar a unos niños, o un rescate inesperado en el momento necesario por pura amistad, o un lamento de cobardía de cara a un muro en una vida de valentía cobrada. Cuatro cruces. Siete magníficos.
Tal vez por eso, de cuando en cuando, ante una proposición imposible hay que decir que sí. Para no olvidarnos de lo que somos realmente, Para no dejar que el corazón se seque al olor de la pólvora que disparamos en cualquiera de sus acepciones porque no dejamos de ser pistoleros a sueldo todos los días en los que intentamos un camino más corto para llegar a lo que siempre nos hemos propuesto. Y eso no es más que un pedregoso atajo hacia el infierno…


viernes, 6 de marzo de 2009

REFLEJOS EN UN OJO DORADO (1967), de John Huston


En muchas ocasiones, el deseo cabalga a lomos de un caballo. El contacto de la piel desnuda con el suave tacto del pelo del animal eriza sentimientos que, a veces, llegamos a creer que no poseemos. Pero el deseo, ese que te coge y te arrastra hacia el precipicio que bordeaste porque crees que ignorando un problema no existe, está en tu mirada. El amarillo del atardecer se confunde con los uniformes y, por debajo de la visera de tu gorra de oficial, no cejas en tu búsqueda del soldado que amaste en silencio mientras, desnudo, montaba al jamelgo que, en aquel momento, se convirtió en el papel donde escribiste toda tu pasión prohibida.
Tu mujer creyó que se casaba con un apuesto y ambicioso oficial, dispuesto a codearse con la flor y nata de los galones pero simplemente quisiste un destino tranquilo, ahí en las caballerizas, cuidando la marcialidad del cabalgar y entonces...ya no sentiste nada por ella, hermosa y deseable...Para ti dejó de ser mujer, dejó de ser compañera, dejó de ser amiga porque construiste un buen montón de problemas insalvables en tu interior. Y sin darte cuenta, los verdaderos problemas estaban a tu lado, en tu vecino y amigo y fue cuando perdiste a tu mujer, perdiste a tu amigo, perdiste la hombría de tu honestidad y sólo buscaste refugio en la homosexualidad reprimida que ni siquiera tenías conciencia de que tenías.
Y entonces le viste cabalgar, te escondiste entre unos arbustos porque no querías que tu mirada te delatase pero nunca habías sentido nada igual. Allí, en aquel rincón de libertad, algo se removía en tu interior con ladrillos de deseo, con la fuerza de una fusta estrellada en tu grupa, con el encuentro con lo que crees que realmente necesitas. Y ves, o crees ver, en un instante de gozo y sol reflejado en las hojas de las árboles, una mirada de él como diciendo que acepta discretamente tu invitación, como que hay una posibilidad abierta para derribar lo prohibido, como que tu más recóndito anhelo puede ser el refugio de tu existencia rodeada de gris dorado.
Pero estás tan concentrado en tu propio interior que apenas te das cuenta de que no sólo tu puedes ser objeto de deseo. Allí, en lo alto de la escalera de tu casa, tu mujer se desnuda y es espiada a través de una ventana oscura. Y entonces el deseo se dibuja en el soldado que cabalgó desnudo. Deseo, deseo, deseo...ganas irreprimibles de hacer el amor con una mujer que, con un solo movimiento de su cuerpo, puede partirte las caderas, puede llevarte a cabalgar con las nubes, puede convertir a un niño en hombre y a un hombre en niño. Y él quiere ser ese niño y ese hombre. Quiere perderse entre las sábanas de piel de su carne, quiere disfrutar del galopar de su intimidad, de su desnudez, del agujero negro donde todos perdemos la conciencia y comenzamos a ser noche abrazada al día.
Con un estilo deliberadamente áspero, John Huston dirigió Reflejos en un ojo dorado basándose en la excepcional novela de Carson McCullers con unas impresionantes, contenidas e incómodas interpretaciones de Marlon Brando, como ese hombre que es engañado por el vaivén del deseo, de Elizabeth Taylor, como esa mujer que exuda oleadas de deseo, de Robert Forster, como ese soldado que despierta el deseo y, algo más desencajado, de Brian Keith que ya olvidó lo que era dejarse llevar por el deseo. Y es que los reflejos en un ojo dorado siempre nos hacen ver con nitidez el panorama de la tragedia causada por lo que creemos desear.

jueves, 5 de marzo de 2009

GUERRILLA (2008), de Steven Soderbergh


Siempre es más fácil narrar la ascensión de un mito que su propia caída y, en este caso, Steven Soderbergh cae en una abulia preocupante después de que, en la primera parte, nos mostrara un certero retrato del Che Guevara mostrándonos a un hombre que comenzó con unos ideales nobles y sucumbió a la corrupción inherente a la irresistible erótica del poder.
Aquí, ni siquiera deja la opción a un soporte de buenos actores rodeando la revolución soñada y utópica de un hombre que siempre creyó en el hombre pero que también se equivocó pensando que la rebeldía era algo inherente a todos los pueblos. En esta ocasión, en Bolivia, final y muerte del símbolo, la sublevación popular no tiene apoyo político y, en un pueblo que en sus cortos años de existencia, ha asistido a más de 170 golpes de estado simplemente les da igual quién tome el poder porque han sido educados, quizá sólo en eso, en que su pobreza seguirá siendo una epidemia difícil de curar.
Así, pues, el Che comienza una guerrilla a la que se deniega la natural rebelión popular, el necesario apoyo político y el socorrido recurso de la Unión Soviética que decide desentenderse de tales intentos. Tan sólo Fidel Castro presta una tímida ayuda que pronto se diluye en la nada, tal vez porque había demasiado carisma en un hombre que estaba plenamente convencido de que había que extender la Revolución a todos los países acosados por la pobreza. Si eso fuera poco, los mismos bolivianos consideraron al Che un extranjero que venía a darles lecciones de guerrilla, alguien que no tenía verdadero interés en el bien de un país que no era el suyo. El resultado fue una estéril lucha en la que el propio Ernesto Guevara decía que para triunfar había que vivir como si se estuviera muerto.
Pero la película, en esta ocasión, carece de fuerza, se limita a mostrar a una serie de guerrilleros perdidos en medio de la selva, en largas caminatas hacia la derrota, sin paradas en el dramatismo de unas motivaciones que se presumían nobles ( en esta ocasión, Soderbergh no incluye los defectos del más famoso de los guerrilleros de la historia moderna) y cae por las laderas de una hagiografía injusta y parcial obviando su participación política en el gobierno de Cuba (no hay que olvidar que Ernesto “Che” Guevara firmó más de trescientas sentencias de muerte sin pestañear) y se deja arrastrar por el aburrimiento salpicado por la aparición de una serie de caras conocidas (como la breve aparición de Matt Damon, o la insulsa participación de Oscar Jaenada o la diluida interpretación de Jorge Perugorría, intenso y excelente en la primera parte, poco más que un excursionista al borde del barranco en ésta).
Por supuesto, el gran dominador de la función sigue siendo Benicio del Toro que interpreta al Che Guevara con una naturalidad admirable, sin añadir rasgos de actuación que hagan del mito un ser estratosférico, sino un hombre, que incluso en el discurso que pronunció en la Asamblea de las Naciones Unidas, se ufana lleno de razón de las ejecuciones en su país y de la terrible represión que sigue a cualquier Revolución.
No cabe duda de que en estos mismos parámetros, Elia Kazan realizó una película en 1952 muchísimo más efectiva que se tituló Viva, Zapata en la que también los pobres cogían las armas con el fin de intentar conseguir algo mejor en sus vidas...Unas vidas que siempre necesitaron de unos líderes que quisieron llevar a la práctica algo tan sencillo como la exterminación de la injusticia endémica. Soderbergh, consiguió una digna película en la primera parte, pero yerra totalmente el tiro con su manifiesto admirativo de la segunda totalmente exento de otras consideraciones que se antojan esenciales en la vida de un hombre que, cuando fue ejecutado, comenzó a morir como si hubiera vivido.

miércoles, 4 de marzo de 2009

EL OJO DE LA AGUJA (1981), de Richard Marquand


El silencio de un espía es sustituido por el acero elocuente de un estilete penetrando en la carne sorprendida. No hay piedad cuando una misión debe ser cumplida. Su mirada es pura frialdad, auténtica crueldad convertida en ojos que no dejan asomar ni un ápice de compasión. La concentración de tropas en una zona de Inglaterra no es más que un fraude para engañar a los alemanes que esperan el desembarco aliado en Calais. Y en su pensamiento de hierro forjado, en su caminar escrito de antemano hacia el infierno, debe transmitir esa jugada de astucia con la audacia como instrumento.
En su vía de escape, va a parar a una isla donde las tormentas azotan la naturaleza como torturadoras de violencia y lluvia. Y allí, donde parece que la guerra entre hombres queda tan lejos que su estilete no llega a sus presas, es donde se deshace su silencio, donde se funde su acero elocuente, donde se diluye su falta de piedad, donde su frialdad se transforma en carne caliente acariciada con la aguja siempre punzante del deseo. Una mujer, una mujer…
Ni él mismo es muy consciente de la trampa en la que cae y no sabe, no se da cuenta de que todo aquello para lo que trabaja es tan innoble que hace imposible que la mirada que ansía se fije definitivamente en él. Después del amor, se desencadena la ira. Después del amor, viene el desprecio. Después del amor, llega sin avisar el cruel asesinato. Y entonces se desencadenará la lucha en la tempestad, el intento inútil de hacer comprender lo incomprensible, el ojo de la aguja cegado por la llama candente de un amor que no entraba en los planes de la clandestinidad.Y perderá los dedos, esos mismos dedos que la acariciaron y que le hicieron sentir algo mucho más poderoso que el placer de matar. Y sólo así, con la quemazón del deseo imposible, podrá saber lo que es la indiferencia ante la piedad, la crueldad ante la sorpresa, la venganza brutal ante un amor que él nunca supo expresar, nunca supo decir y nunca supo guardar.
Donald Sutherland realiza el que, probablemente, sea el mejor papel de su carrera aportando una intensidad soberbia a un personaje que se supone que fue entrenado a salvo de los sentimientos y, cuando se encuentra con ellos, es cuando se da cuenta de que la aguja cierra sus ojos porque no le quedan muchas más salidas que la muerte y el silencio de lo que sabe…y la quietud letal de lo que siente. Y, por una vez, el ojo de la aguja lloró con lágrimas de sangre…

martes, 3 de marzo de 2009

ZORBA, EL GRIEGO (1964), de Michael Cacoyannis


Si hubiera que definir esta película en dos palabras habría que decir tan sólo: “Anthony Quinn”. Quinn es el baile, la lujuria, el amor, la vida, Zorba, la exuberancia, el aire, el arte, la maestría, la interpretación, la tristeza, la alegría, la diversión, el entusiasmo, el blanco y negro de lo inolvidable, el recuerdo, el origen, la fuerza, el elemento, la existencia, la emoción, el individualismo despreciado, la atención, el centro, la celebración, la luz, el mar, la crueldad, la leyenda, la maravilla, más poderoso, más torbellino, más actor, la facilidad de lo difícil, el engranaje que no chirría. Anthony Quinn eleva toda la película a ese nivel tan difícil de llegar que hace que algo, no se sabe muy bien el qué, roce nuestro corazón descreído y haga de la vida y de la crueldad, las dos caras del mismo regalo.
Basada en una novela de Nikos Kazantzakis (el mismo que años después levantó escándalo y taquilla con la adaptación que hizo Martin Scorsese de su novela La última tentación de Cristo), Quinn, con su impagable presencia, mueve los hilos de una trama que intenta hacer ver a un inglés de mirada decepcionada (un estupendo Alan Bates) que hay algunos viajes que te hacen ver cosas que en tu rutina no sabes mirar. La actitud optimista y el lado brillante de la vida confluyen en su personaje como un baile que se nos queda grabado como secuencia mágica de una película que no sería ni la mitad si cambiáramos al protagonista. Aquí, Quinn llega a su madurez artística, a la sabiduría empeñada y bebida. Con la facilidad de quien traza en su rostro la expresión justa, nos explica los obstáculos tan pequeños que hay en nuestras pobres existencias que impiden que nuestra sonrisa sea la firma de nuestra cara, y que una danza al sol puede convertirse en un inolvidable momento de felicidad compartida.
La timidez del inglés, apocado por una luz que no está acostumbrado a ver contrasta con esos ojos brillantes, que nos dicen tantas cosas bajo un cielo que adivinamos azul aunque lo veamos gris (para eso está la excelente fotografía en blanco y negro de Walter Lassally) y que nos inunda de una filosofía que tal vez algunos no deberíamos dejar coger demasiado polvo en el estante del olvido. Los momentos de silencio contrastan de forma tremenda con las explosiones de ruido y alegría, la cobardía del vivir sin levantar la mirada queda empequeñecida por el insultante regocijo del que ve en todo una razón para seguir adelante en esta fiesta llamada vida. Buen vino. Buen mirar. Buen hacer.
Zorba, el griego, de Michael Cacoyannis es una lección a la que deberíamos asistir sentados en un pupitre para aprender a respirar y a apreciar las cosas que nos rodean. Tal vez sólo así dejemos que nuestros pies tengan también su diversión y se expresen en un baile hollado en la arena quemada por el sol, por la mirada adecuada, por el existir disfrutado. No es tan difícil. Sólo hay que ver a través de los ojos de Zorba.