viernes, 29 de mayo de 2009

PERROS DE PAJA (1971), de Sam Peckinpah

Entre los muros de piedra vista de una casa rural se halla una fiera encerrada y dormida en el plácido sueño de la mansedumbre. No parece importarle la crueldad ajena o el desaforado intento de su pareja para llamar su atención. Tan sólo pestañea, se revuelve un poco como dando por normal la villanía contra el forastero y prosigue en el cómodo refugio que se ha construido a prueba de risas y maldades y a base de fórmulas matemáticas. Una partida de caza, la variable que rompe la ecuación, servirá de excusa para profanar su santuario. Sólo la ira contra el débil hará que desaparezca el letargo y las fauces se conviertan en una cueva sedienta de sangre y brutalidad.
La violencia implícita dentro del ser humano es uno de los temas centrales de la obra de Sam Peckinpah. Es parte de nosotros, igual que nuestras manos, nuestras piernas o nuestra mirada y es un músculo temible que sólo dejamos salir cuando lo necesitamos, cuando nos sentimos acosados o cuando la sangrienta realidad nos lleva a no poder vivir sin ella. Pero está ahí, latente. Incluso en la torpe nada de quien no quiere implicarse salvo cuando la injusticia salpica a las laderas del alma. Provocar es medir el grado de la respuesta. Y en ocasiones, la respuesta puede ser tan despiadada que llega a ser monstruosa.
La fortaleza de la defensa puede convertirse, en el transcurso del combate, en el encarnizamiento cruel del ataque. La violencia brutal es consecuencia de una venganza largamente reprimida por la lógica matemática. Nada es casual en esta historia. Todo es un disparo a bocajarro que nos vuela las entrañas para destrozar lo que creemos ser. Y es que mirarse en el espejo deformante que delata la vileza de nuestra condición humana siempre es doloroso, porque llegamos al convencimiento de que matar es fácil y que sólo basta con proponérselo.
Así, y sólo así, se deshacen los perros que están hechos de paja, que basan su superioridad en el juego de una humillación que es pura fachada, simple apariencia. Y es que prenderles fuego y dejar que todo se queme no deja de ser un acto de justicia muy poco poética…
"Perros de paja", de Sam Peckinpah, preludio de una era que disolvió la inocencia del esfuerzo de pensar en ríos de sangre y, por eso, fueron augurios de maestría en medio de un público que no quiso creer, en aquella época, que todo eso algún día fuera a pasar…

jueves, 28 de mayo de 2009

GOOD (2008). de Vicente Amorim

Alguien me dijo una vez que “la cultura protegía de la manipulación”, algo que es absolutamente cierto en los tiempos que corren pero que se convierte en una frase premonitoria del peligro cuando la propia cultura forma parte de la manipulación. En esta ocasión, un hombre apenas responde con un silencio cuando se le obliga a suprimir a Marcel Proust de su clase de Literatura Francesa y acaba recogiendo las lágrimas que nunca derramó cuando escucha la música de Mahler para apagar los gritos de los perseguidos.
Y es que los intelectuales sirven de soporte del poder cuando hay prosperidad en sus carreras. Tal vez eso sea algo muy evidente en la Alemania nazi pero también puede ocurrir en las democracias de nuestros días. Primero, el silencio. Después, un débil asentimiento. Más tarde, un sí tímido. Luego, una obligación impuesta para lo innombrable. El descenso a los infiernos se va completando al igual que se van esbozando con aviesa precisión las puntas de la svástica, símbolo del movimiento, del estar siempre en marcha con un rumbo determinado. Y el hombre que empezó con un silencio se convierte en un Comisario de Propaganda del Reich que esconde las intenciones del horror bajo el protector manto del razonamiento filosófico.
Así, lo que él cree que es bueno simplemente porque proviene del poder establecido, no es más que una cámara de torturas de la que él está formando parte y que destruye a amigos, a vecinos, a hombres que combatieron a su lado en la Primera Guerra Mundial. Y no cae, dentro de su intensa intelectualidad, en que el bienestar de las minorías nunca puede superar al bienestar de las mayorías y en que la libertad individual puede que esté por encima de los derechos de los pueblos. Tal vez porque la libertad es algo inherente al ser humano y los derechos son preceptos impuestos, coartadas triviales revestidas de importancia,
Vicente Amorim, austriaco de nacimiento, brasileño de adopción, dirige esta película con una deliberada sobriedad para sorprender con un complicadísimo y virtuoso plano-secuencia final donde nos damos cuenta de que esa conciencia que, muy a menudo, nos avisa con una melodía o con cualquier disfraz de arte del peligro de integrarse en un sistema injusto, puede convertirse en una dolorosa realidad. Ya no hay rutas, ni caminos empedrados de mentiras y traiciones. Sólo resta la pena. Sólo queda el dolor.
Centro y dirección de la película, Viggo Mortensen encarna a este profesor que va haciéndose parte de un sistema que teme y consigue transmitir momentos de verdadera indecisión, de no saber qué hacer cuando se presiente que es el acento del origen del miedo y salda con sobresaliente una actuación de no-héroe apagado, alguien con el que nos resulta imposible identificarnos pero que nos hace preguntar de una manera muy turbadora si nosotros nos comportaríamos como él en una situación donde no le queda más remedio que subir o tocar fondo.
No es una película fácil. Carece de acción y muchos de sus pasajes tienden a la morosidad pero los efectos especiales tienen que producirse allí donde se tejen nuestros pensamientos. En ocasiones, incluso resulta un poco árida pero el vértigo donde deseamos una reacción del protagonista tiene que introducirse en nuestras entrañas, ésas donde anida la certeza que nos repite una y otra vez que los intelectuales, los hombres que se niegan a someter su inteligencia a los dictados de la ambición, tienen el poder de decir que no, de negar lo injusto, de protegerse a sí mismos y a los demás de la manipulación que sólo sirve a unos cuantos intereses. Al fin y al cabo, pecar con el silencio cuando se debería protestar, convierte a los hombres en cobardes.

miércoles, 27 de mayo de 2009

EN EL CALOR DE LA NOCHE (1967), de Norman Jewison

Eres negro. Estás de paso. En tu maleta no olvidaste nada, aunque no te está permitido llevar derechos. En la cara, tienes grabada tu condición de sospechoso. No puedes hablar porque el despotismo racista te amordaza. Tu valía ni siquiera se sabe. Sólo se supone. Y lo que se supone es que mereces ver la vida cuarteada por los barrotes de una celda…de una jaula. Cuando el hombre blanco te pide ayuda, te obligan a colaborar. Y hazlo bien, Virgil, porque si no la sospecha será de negligencia o, incluso, de venganza. De ansiedad, o de revancha. Cuando tu mente sobrepasa la suposición por el color de tu piel entonces sólo puedes ir hacia delante porque lo único que te queda es la comparación de la inteligencia. Y así y sólo así puedes demostrar que estar en el lado correcto de la ley no es una cuestión de pigmentación. Es cuestión de pobreza, sí. Es cuestión de marginalidad, también. Pero, sobre todo, es cuestión de maldad y en eso…en eso, al menos, los blancos y los negros somos iguales.
Eres blanco. Vives allí, en Sparta, Mississipi. Te han colocado en tu puesto porque nadie te considera demasiado inteligente. Eres cómodo para los poderes fácticos de un pueblo orgulloso de su propio provincianismo y ambicioso de su propio orgullo. Cuando ocurre algo, lo que esperan de ti es un caso cerrado. Coge al primero que veas. Ve lo que quieras ver. Pero déjanos en paz. Cuando te pusimos ahí, nos ahorramos un buen puñado de problemas. No te necesitamos. No te queremos. Sé gris. Sé vacío. Pero tu perseverancia es peligrosa. No deseamos que tengas amistades, te pueden meter ideas raras en la cabeza. Como buscar justicia. Como hacer la vista gorda con un maldito negro. No dejes de mascar tu chicle y tragar tu coca-cola. Preocúpate del aire acondicionado porque, aunque no lo sepas, estás en el infierno. Y estás muy acostumbrado a vivir en él porque las bestias pasan junto a ti y tu reacción es la de alguien que sabe perfectamente cómo tratarlas. Ese eres tu, Gillespie.
Tal vez merece la pena pararse un momento y pensar que el día, cuando llega la noche, también se vuelve negro y que el crimen o la inteligencia no es una cuestión de raza. Verdades de cajón que, en demasiadas ocasiones, son olvidos de locura. Yo dejaré, una vez más, la toalla a mano porque en la oscuridad se suda mucho para atrapar a un asesino que anda bajo el color del día…

martes, 26 de mayo de 2009

AMÉRICA, AMÉRICA (1963), de Elia Kazan

A primera vista podría parecer que esta película parte de la propia biografía del director de origen turco Elia Kazan, pero no. Esta vez, el director que fue capaz de llevar al cine el método de actuación en el que se basan los más grandes actores de la segunda mitad del siglo XX, se decidió por contar la historia de su tío y las enormes penalidades que tuvo que pasar para poder embarcarse a esa tierra de sueños incumplidos, pero de esperanzas sin nombre que hizo que, al final, toda la familia Kazanjoglous se pudiera trasladar a América…América…
Película de gran duración que nos habla de una odisea no sólo personal, sino también íntima a través de un actor de muy limitados recursos como Stathis Giallelis, “América, América” es un gran fresco, de aridez secante, sobre la inmigración, sobre las condiciones penosas de una vida que no se quiere vivir, sobre la persecución de la felicidad, sobre un viaje que se nos antoja, en ocasiones, cósmico pero en la que se nos revela, de manera realista, lo grande que puede llegar a ser el alma de un hombre cuando persigue sin descanso aquello que desea con todas sus fuerzas. Ya no es una cuestión de supervivencia, es una cuestión de orgullo, de intentar ser más cuando el mundo empuja a ser menos. No importa el sufrimiento, no importa la espalda doblada, la penuria de un primer periplo totalmente desafortunado, no importa tener a una familia mirando a muchos kilómetros de distancia. Importa ser, importa llegar…
Con estilo deliberadamente neorrealista, Kazan hizo la que es, posiblemente, su película más personal colocándonos en medio de la sonrisa de Anatolia que sólo busca ser acompañada por unos ojos que se iluminen con la vista de la Estatua de la Libertad…Libertad…América…América…eso es el viaje para Stavros, el personaje protagonista.
Hay que destacar la música que tan bien sabe imprimir nuestro viejo conocido Manos Hadjidakis y la fotografía sin énfasis de Haskell Wexler, uno de esos grandes trabajadores de la profesión que aún sigue en activo. Lo cierto es que “América, América” es una muestra de un calvario, algo en lo que se cree y si no se cree, mejor abandonar. Una película en la que, además de narrarnos los intentos por intentar huir de lo prohibido en una tierra olvidada, también se nos cuenta la construcción de un hombre que tiene que esforzarse por alcanzar su meta, sin rendirse, sin sentirse vencido aunque se hinque de rodillas en el más duro de los suelos. Una historia de superación personal a través de unos años que se nos revelan en el marco de cómo se hizo un héroe para una familia que sólo buscaba pan y trabajo.
Elia Kazan tuvo serios detractores por culpa de su delación ante el Comité de Actividades Antiamericanas del tristemente célebre Senador McCarthy, pero no hay que dejar nunca de reconocer el talento para quien lo tiene en sus manos. Y Kazan rara vez dejó de tenerlo. Por eso, no hay que dejar de amar…ni dejar de perseguir lo que más se ansía...Muchos de aquellos que le hemos acusado quizá actuaríamos de la misma manera por no dejar de poseer todo lo que hemos soñado...¿o no?

viernes, 22 de mayo de 2009

CIEN AÑOS DE MANKIEWICZ


Durante el rodaje de La huella, el operador de fotografía Oswald Morris recibió un Oscar por su trabajo en El violinista en el tejado, de Norman Jewison. Al día siguiente, apareció con la estatuilla en el plató y Mankiewicz ordenó que se colocara la cámara en determinado lugar. Morris le contradijo diciéndole que estaría mejor en otro sitio y el director le espetó señalado el Oscar: “Mira, yo tengo cuatro como ése y la cámara se pondrá donde yo diga”.
A pesar de inspirarse directamente del teatro, es un director que tocó todos los géneros con el arribismo como tema común a todos ellos, pues pasó de la comedia al western; del drama al espionaje pasando por el musical con una naturalidad casi pasmosa pero siempre con un tono irónico que favorecía sus películas. Ahí está la crítica social y enormemente divertida de El mundo de George Apley; o su reverso dramático con acompañamiento racista y aleccionador de la maravillosa Un rayo de luz; o esa soberbia comedia de intriga de título The honey pot y que aquí en España se llamó desafortunadamente Mujeres en Venecia; o el atípico Oeste de bondad abiertamente corruptible como es El día de los tramposos; o, por supuesto, la magnífica adaptación teatral del texto de Anthony Shaffer, La huella, película con todo su reparto nominado al Oscar, como él orgullosamente proclamaba.
Sorprende ver dentro de los títulos de su filmografía una película como Cleopatra, de la que él nunca quiso hablar como queriendo olvidar los terribles problemas que tuvo durante su rodaje incluido un infarto del que salió a duras y penas y que, sin embargo, se revela como una película de una sensibilidad excepcional, con un atrevimiento erótico elegante y seductor, una delicada dirección de actores con el acento puesto sobre un formidable Rex Harrison y una asombrosa y exquisita técnica en la composición de planos de masas. Fue su gran fracaso y un gran error el desprecio de la crítica.
Como seña de identidad de sus películas, introdujo la narración desde el punto de vista de varios personajes y lo hizo con un magnifico ensamblaje en la historia dando como resultado obras maestras del calibre de Carta a tres esposas, o la maravillosamente desequilibrada La condesa descalza que constituyó uno de los mayores éxitos en la carrera de Ava Gardner y un recital interpretativo bajo los rostros nostálgicos de Humphrey Bogart y Edmond O´Brien.
Otra obra maestra de su carrera sería la casi desconocida Odio entre hermanos traslación acertadísima de El rey Lear, de Shakespeare o también su Julio César haciendo gala de una enorme valentía al otorgar el papel de Marco Antonio a Marlon Brando que, en versión original, gana muchos enteres y en la que Mankiewicz dirigió férreamente a Brando en ese discurso en las escaleras del Senado en el que le indicó exactamente cómo pronunciar y acentuar las palabras en el momento más culminante de la película.
Ahí está el arribismo feroz en ese retrato psicológico de un despiadado agente secreto en la excepcional Operación Cicerón, o el romance de un fantasma con una mujer de evidente atractivo en El fantasma y la señora Muir, o los abismos de la locura que intenta hacerse un sitio entre el olvido de la brutalidad en De repente, el último verano; o el retrato de un médico lleno de humanismo y ética en Murmullos en la ciudad...Pero Mankiewicz quizá haya pasado a la historia como el hombre que dirigió Eva al desnudo, la mejor película jamás realizada sobre el mundo del teatro, con un perfilado de personajes tan preciso como la subida de un telón y una dirección de actores que rebañaba todos los recursos posibles. Y además de Bette Davis y Anne Baxter, uno se queda siempre con ese Addison de Witt, el cínico crítico teatral que nunca dejará de tener el rostro de George Sanders.
Como él dijo en cierta ocasión:
“Todavía hay muchas cosas que me quedan por leer. Podría morir desgraciado por no haber leído más, ni haber conocido o comprendido mejor lo que me interesa y más me gusta del mundo, es decir, el teatro. El teatro que interpretamos en el escenario, el teatro que proyectamos en la pantalla y el teatro de la vida cotidiana, que encarna los conflictos y las relaciones entre hombres y mujeres que emiten ruidos inteligibles y no gruñidos. Aparte de eso...no tengo gran cosa que ofrecer”.

Y la sala, con el telón cerrándose, se puso en pie para hacer sonar una gran ovación.

jueves, 21 de mayo de 2009

ÁNGELES Y DEMONIOS (2009), de Ron Howard

“La Biblia es un libro, y un buen libro, pero no el único libro”, decía Spencer Tracy en la absolutamente maravillosa La herencia del viento y en estas palabras se podría resumir todo el centro del argumento de Ángeles y demonios, adaptación literal de la novela de Dan Brown (que, dicho sea de paso, es bastante mejor que El código Da Vinci) y que nos hace visitar Roma siguiendo el sendero luminoso de Dios creyendo que la ciencia es el mejor camino para explicar las oscuridades de la fe.
Y es que, según San Agustín, “la fe no necesita pero acepta ser explicada por la razón” y esta máxima, tan aplicable a nuestros tiempos de tecnología y descreimiento es demasiado despreciada por la Iglesia. Al fin y al cabo, la Iglesia está formada por los hombres y no deja de ser algo tan falible como una multinacional que comercia con las creencias. Como no podía ser menos, dentro de tal empresa, hay ambiciones, traiciones, intentos de remover las entrañas de la existencia de Dios con trucos de ateísmo exacerbado y disfrazado de ciencia y el resultado es un engaño, una serie de cartelería espectacular en la que el protagonista nunca aparece, hay que creer que está ahí.
Dentro de una simpleza de tal calibre, Ron Howard dirige con oficio, traslada con eficacia el libro a la pantalla (aquí no se puede decir aquello de “me gusta más el libro” porque es exactamente igual salvo por el hecho de que el original es una precuela y la película se confiesa directamente como secuela) e imprime dinamismo a raudales, tanto que los personajes no importan, las motivaciones llegan a ser secundarias y nos quedamos en el desnudo cuadrilátero del Vaticano asistiendo al combate singular y un tanto absurdo de la ciencia contra la fe.
Tom Hanks, que comienza a ser perro viejo, intenta conferir una cierta intensidad al personaje en los primeros compases pero cuando apenas se ha ido al desarrollo no es más que un niño que va de un lado a otro corriendo como un descosido jugando desaforadamente a la gymkhana, descifrando enigmas y sin dar puntada sin hilo y, por supuesto, acompañado de la chica de turno con la que se evita el romance, no vaya a ser que se pierda el ritmo.
Eso sí, pasan muchas cosas muy deprisa, la “Ciudad Eterna” es pateada hasta que los adoquines dicen basta, la Iglesia es presentada como una institución donde predomina el oscurantismo y en la que los hombres de bien apenas son escuchados mientras que los científicos son probetas en continuo movimiento, voz de la razón, ateísmo tolerante, Galileos modernos que no dudan en hacer actos de fe desde las posiciones de sus propias creencias...Y los que tienen el lío, claro, son aquellos que se empeñan en imponer la ciencia a Dios para que, luego, la vuelta de tuerca queme más que un hierro al rojo. La maldad también habita en la púrpura...
En esencia, Ángeles y demonios no es ni mejor, ni peor que muchas otras películas que hablan de una Iglesia interesada y fundamentalmente corrompida Tal vez, los hombres de Dios son los que intentan por todos los medios encontrarnos alguna razón explicable por la que el Altísimo puede llegar a existir...pero esa es una de las grandes dudas que han azotado al ser humano desde mucho antes de que el cine fuera una realidad imaginada. Y a Ron Howard le interesa mucho más la aventura que el motivo.

miércoles, 20 de mayo de 2009

LAS NORMAS DE LA CASA DE LA SIDRA (1999), de Lasse Hallstrom

Sentir que se es rey cuando no se tiene nada. El regocijo de la risa ahogada en la almohada. El vacío llenado con el dolor de unos puños mordidos. La alegría de unos ojos posados sobre ti. El regalo de un corazón enfermo fotografiado en blanco sobre negro. El descubrimiento homérico de un mundo más cruel que un buen montón de fetos abortados. La seguridad de que se hace el bien por encima de la más infecta de las chapuzas sanitarias. Engancharse al éter para olvidar que nacer es morir y que morir es no nacer y que la muerte suele ser una esencia de cristales rotos. Aprender, no dejar nunca de aprender, que las normas no suelen estar escritas, que lo correcto no suele ser ley y que actuar contra ti mismo no es sinónimo de derrota. El amor, a menudo, es una puta caprichosa que te hace subir a una nube para hacerte caer de golpe. Dickens. “Si mi vida es digna o no de ser contada, es algo que sólo estás páginas podrán aclarar…”. Nada muere si no muere la ilusión. Por eso, esa despedida principesca en el preludio de la oscuridad, allí donde los pensamientos comienzan a ser certezas y los reyes se dan cuenta de que el cariño no se hizo para ellos en un mundo que prefirió abandonarlos. Niños abandonados. Almas que vagan por la nieve a la espera de un bolazo en plena cara. Ojos que buscan por qués y cuándos pero nunca quiénes. La paz es el dominio de los párpados cerrados mientras un día más se escapa. La sidra de la vida se escancia en la experiencia, se bebe, se degusta, se enfurece, se tranquiliza…viaja por el paladar del descubrimiento y se introduce en el camino para llegar a la encrucijada de lo que hay que hacer aunque ello no sea legal. La norma. Las normas. Lo normal.
John Irving escribió esta novela sobre la ética de la verdad y de la norma que no siempre sirve. Años después, Lasse Hallstrom la llevó al cine con el título de “Las normas de la casa de la sidra” y allí donde sólo los actores inmortales pueden llegar, Michael Caine fue niñera y orfanato de nuestro corazón siempre abandonado…y lo hizo para tranquilizarnos con ese “Good night…you, Princes of Maine…you, Kings of New England” que hizo que la lágrima tirara de nuestros labios hacia arriba para dibujar la sonrisa de quien se siente grande tan sólo por unos instantes. Y así fue cómo yo me sentí cuando comprobé que siempre hay un relevo para quien construyó los cimientos de unos cuantos corazones eternos.

martes, 19 de mayo de 2009

39 ESCALONES (1935), de Alfred Hitchcock

Tal vez sea en esta película donde se comienzan a descubrir las primeras constantes con rasgos de autoría como elementos maestros que impregnan toda la obra de Alfred Hitchcock. Aquí tenemos el muy repetido tema del falso culpable perseguido cuando todas las pruebas apuntan hacia él, también hallamos al celebérrimo McGuffin (en una entrevista a la BBC y a requerimientos del periodista, el maestro definió el término como “una liebre que vuela”. El periodista sorprendido exclamó: “Pero si las liebres no vuelan” a lo que Hitch contestó con su mítica imperturbabilidad: “Entonces no es un McGuffin”), así como el empleo tan particular de una lógica que pasa a un abrumador segundo plano ante la increíble seguridad de un hombre que, tras la cámara, sabía perfectamente que tenía al público bien agarrado con nudos bien apretados hechos de diversión y suspense además de una lazada en forma de una de sus primeras rubias turbadoras encarnada por Madeleine Carroll y la audacia de un erotismo fetichista que luego caracterizó algunas de sus irrepetibles obras maestras.
Podríamos hablar de un argumento de una simpleza que raya en la genialidad y, sobre todo, en el absoluto dominio de un ritmo trepidante que no concede ni un minuto de respiro al espectador que presencia atónito la variedad de recursos de Richard Hannay (soberbiamente interpretado por un actor de sencillez extraordinaria como Robert Donat) pero llama poderosamente la atención el vertido de emoción que Hitch derrocha con todos aquellos que tenemos el privilegio de verla. Para ello, el gran maestro no duda en emplear, por primera vez en su carrera, la transición súbita entre una idea y otra, no concediendo el respiro necesario para llegar a la relajación de una tensión que, quizá, hoy en día, 74 años después de su estreno, nos puede llegar a parecer ingenua pero que aún contiene escenas de una madurez envidiable en un arte que por entonces era demasiado joven. Aún así, Hitch no reniega de sus fuentes y construye una escena cercana al estilo de un director como Friedrich Wilhelm Murnau en la escena de la casa del granjero haciendo que el público sobreentienda una serie de hechos que burlaron la censura de la época con un regate a la palabra digno del mejor de los oradores.
Samuel Fuller decía que el cine era “una mezcla entre acción y emoción” y, tal vez, “39 escalones” sea la mejor muestra de ello. Un intento de hacer que la verosimilitud quede sacrificada en aras de una aparente ligereza de estilo haciendo de cada escena, una pequeña película en sí misma. Eso es “39 escalones”, un buen puñado de películas juntadas en una sola y la medida exacta de los peldaños que tiene que bajar un hombre para demostrar su inocencia si quiere mantenerse con vida. Es la primera obra maestra de un director clave en la historia del cine y de un artista que salpicó de inquietud nuestra vida repleta de seguridad…que tal vez se vea quebrada en un simple teatro de variedades. Y si no, hagan memoria y verán cómo a todos nos ha pasado alguna vez.

jueves, 14 de mayo de 2009

NUNCA ES TARDE PARA ENAMORARSE (2009), de Joel Hopkins

La vida es un paseo en el que hay que prescindir de las cosas que sobran. Cuando la soledad es el ahogo, cuando el trabajo es un impedimento, cuando lo que te ata es más fuerte que lo que te espera, es cuando hay que buscar las notas adecuadas para una melodía más intensa que los compases impuestos por los vaivenes de unas corcheas que estuvieron mal escritas desde el principio.
La torpeza puede ser un estorbo que te condena al ostracismo y el miedo a perder no es más que una excusa para la inmovilidad. Entonces, de repente, dos frases oportunas, una sonrisa acogedora, una conexión inesperada convierten un ritmo mal llevado en el corazón en un romance compuesto sobre las líneas precisas de un pentagrama de esperanza y comodidad, requisitos para un futuro que se antoja corto e intenso.
En esta película que, sin grandes pretensiones, se deja ver con agrado, podemos asistir cómo un actor de la categoria de Dustin Hoffman nos enseña que con su mirada se habla mucho más que con las palabras. Con ella, con Emma Thompson, se nos permite intuir la irresistible belleza de una madurez atenazada por la vergüenza que no deja de ser el enemigo a batir. Juntos, les acompañamos por unos paseos donde expulsan la frustración que atenaza sus vidas. Con Hoffman, nos emocionamos. Con Thompson, sentimos. Con Hoffman, nos reímos. Con Thompson, nos recreamos. Con Hoffman, participamos. Con Thompson, nos protegemos...Y así, en una coda para el otoño del amor inesperado, entornamos levemente los ojos, dejando escapar algunos resquicios de esa ternura de la que casi nunca solemos echar mano.
El guión y la dirección están a cargo de Joel Hopkins en su segunda película y deja que la cámara sea tan sólo un espectador, un transeúnte que asiste con desenfado a unas pocas conversaciones pilladas al vuelo de un atardecer. Al final, el transeúnte seguirá por su camino, con las manos en los bolsillos y el ruido de las pisadas marcando la clave de sol que domina un lugar donde sólo había una capa de niebla.
La musica es la carabina de sus encuentros, y así un piano se deja arrancar unas notas porque son la meta de lo que él siempre quiso hacer, un libro es el escudo para unas miradas que ella nunca quiere notar y la desesperación de la soledad es lo primero que estos personajes perdidos en una gran ciudad tienen en común. Al principio, incluso el humor es tenso porque sólo piensan que la felicidad es un coto vedado para ellos. Más tarde, la confianza mutua será el impulso para el acercamiento y una mañana de agua y piedra, un beso será la cerradura de una relación que hará que ninguno llegue a tarde a la complicidad que tanto echaron de menos.
Al fondo, Londres, ciudad de colores fríos, bañada por las aguas del Támesis, intentando imitar la Viena de Antes del amanecer pero dejando que los protagonistas se enamoren en un feliz crepúsculo de bromas, anécdotas, invitaciones y sensibilidades. Y la urbe se inunda de tráfico de sentimientos, de aceras pisadas diciendo verdades a un extraño, de finales de calle asfaltadas con una decepción que huye ante la proximidad de un mero atisbo de magia esparcida con aires de desencanto.
Nunca es tarde para enamorarse no deja de ser un tratado sobre últimas oportunidades presentadas en dos vidas que confluyen arrastradas por un destino que nunca les ha querido. Y una suave sonrisa se esboza cuando vemos a dos actores que son capaces de darnos mucho con un gesto, con sus ojos, con unos ademanes, con sus estilos tan opuestos y, sin embargo, tan encajados. Algo que quizá nunca podrá regalarnos el tiempo, empeñado en encerrarnos como una flor en un libro, como una música nunca interpretada, como un sentimiento que parecía ya olvidado en las arrugas de la amarga experiencia.

miércoles, 13 de mayo de 2009

EL EXTRAÑO (1946), de Orson Welles

Quizá Orson Welles no sea el mejor director de la historia del cine, pero sí es uno de los más fascinantes. Y en esta ocasión lo que tenemos es un encargo que intentó solventar con la mejor disposición y sin renunciar a sus premisas estéticas ni a su obsesión por las relaciones con el poder. En esta ocasión, el poder del terror, de la remota posibilidad de que un nazi se asentara con una vida normal en una pacífica comunidad de los Estados Unidos, llevando una vida respetable y con un cierto prestigio entre sus convecinos. El terror cotidiano. Hablas con él. Lo aceptas como algo natural. Y ni siquiera sabes que existe aunque no deja de estar ahí. En todas partes. En ninguna…
Al fin y al cabo, la caza del zorro en algún bosque perdido puede ser la pista que lleve a la solución. Y Orson Welles sazona toda la historia (en cuyo guión participó activamente John Huston) con unos planos memorables como el de Franz Kindler aserrando la escalera…una luz de mal en el final de los peldaños. O la hipnótica recreación de un reloj, parábola de la exactitud en la que se mueve la perversidad. No hay valores morales, no hay nada que pueda sobreponerse a los ideales equivocados. Siempre serán mucho más fuertes y mucho más fáciles que los que están en el camino de la rectitud. De todas formas “Karl Marx no era alemán…era judío”.
Edward G. Robinson encarna al sabueso de pipa herida que tiene que olisquear la podredumbre en los rincones para poder limpiarla. Tampoco le importan los medios que tiene que utilizar para atrapar a quien tiene su odio y posee su frialdad. La observación del mal es siempre un reflejo de la paciencia de quien sabe esperar si lo que quiere es vencer. Los cebos son condenables. Los ojos del perro de presa están en lo cierto pero no son más que los de alguien que utiliza el tiempo para acabar con lo que amenaza y no debería repetirse nunca más.
Nunca gozó de gran prestigio esta película. Muchos historiadores del cine, mucho más cualificados, no han dudado de catalogarla como un “Welles menor”. Sin embargo, a mí me parece una película que roza peligrosamente la obra maestra. Porque no deja de avisar, con ese estilo absolutamente expresionista que caracteriza a la obra de su director, sobre la falsedad de unas vidas que se dedican a los pasatiempos favoritos de la tranquilidad. El cóctel, las damas, el cotilleo, la cordialidad impuesta por no se sabe qué normas, la admiración por quien es maestro y líder en ciernes de una comunidad tan débil que ni siquiera se da cuenta de que lo es. El peligro está ahí. La propaganda está ahí. Tan fácil como dibujar una svástica en un cuadernillo de un teléfono público. El amor no sirve de nada. Sólo es una tapadera más. Una excusa más. Y Orson Welles nos pone ojo avizor. No siempre quien tiene un título y una pose cultural es el que más confianza nos debe dar. A veces, seres más corrientes pueden ser más especiales. En ocasiones, mujeres más débiles pueden ser más fuertes. Y aún así, en las cloacas de donde reina la paz y la armonía, puede moverse la bestia que devore todo y comience a canalizar el exterminio de lo que nos hace seres humanos.
Yo sé que Orson Welles nunca será un extraño para quien sabe bucear en el bombardeo de su imagen y en la intrincada selva de todo lo que nos quiere decir.

martes, 12 de mayo de 2009

INFIELMENTE TUYO (1948), de Preston Sturges

 Esta es una de esas comedias negras que hurgan con batuta en el pensamiento desbocado. Sí, hombre, aquel que hace que pensemos en un momento dado en algo absurdo…por ejemplo…no sé…que nuestra mujer, en estos instantes, está con otro hombre. Y no sólo eso, sino que está con otro hombre más joven. Y además, es un hombre más joven de razonable éxito con un futuro brillante por delante. Y por si fuera poco, la está invitando a cenar mientras nosotros estamos en plena faena laboral. Y encima…
Pues eso. Eso es la película. Es divertida. Es fresca. Es ingeniosa. Es descacharrante en ocasiones. Es Preston Sturges, uno de esos directores que con una comedia en las manos era capaz de regalar un pedazo de vida vista con una mirada irónica y vivaz. Fue un extraordinario guionista y un director de extraordinaria sutilidad. Y con una filmografía corta nos dio una serie de títulos inolvidables como éste que nos ocupa El gran McGinty, Los viajes de Sullivan, Las tres noches de Eva o Un marido rico, todas ellas comedias de enorme clase, que, al mismo tiempo que nos dibujaban una amplia sonrisa en la cara, también nos clavaban un par de dardos bien puestos en nuestra conciencia.
En esta ocasión, Sturges contó con el talento de Rex Harrison y en él descansa la piedra angular de toda la película. Harrison es el centro y el extremo. Es lo agudo y lo grave. Es lo sutil y lo evidente. Es el sueño y es la realidad. Y sin duda, con su excepcional trabajo, consigue dar un par de buenas bofetadas a nuestro infantil ego masculino al que deberíamos poner ya pantalones largos.
Así, mientras la sinfonía de nuestros esfuerzos va avanzando compás tras compás, entramos en una irremediable delicia de melodía vital que va llenando nuestros gestos de sonrisas, carcajadas, alegrías amontonadas mientras asistimos a las tribulaciones de un hombre en clave de mi. Mi, yo, ego…
Entre medias de la representación, nos pedirán la colaboración con unos cuantos golpes de batuta en el atril. Estén bien atentos, Aclaren las gargantas. Las carcajadas deben ser límpidas, cristalinas e impecables. En el momento preciso. Esperen la señal y la mirada para su entrada. Aquí el que se equivoca…pierde. En la dinámica de la partitura está expresada la hilaridad que deben poner a su intervención. Es puro clasicismo en el cine. La risa nunca es vulgar. Y aquí tienen la oportunidad que siempre han estado esperando para dar rienda suelta a su talento para reír. Ya me contarán si el sentido del humor que nos propone el genial Preston Sturges es lo suficientemente elegante. Yo ya me estoy poniendo el chaqué…

viernes, 8 de mayo de 2009

CAMINO A LA PERDICIÓN (2002), de Sam Mendes


“Cuando me preguntan sobre Michael Sullivan, sobre si era un hombre bueno o no tenía ni pizca de bondad en su corazón, yo siempre contesto lo mismo…Era mi padre”.
Así termina el camino a la perdición que intenta sortear para su hijo un asesino despiadado, que no pestañea a la hora de apretar el gatillo pero que entrega su vida a cambio de que el chico no tenga que iniciar el mismo camino que le llevó a convertirse en un hombre sin más alma que todo el amor que esconde bajo su impasible capa de crueldad calculada. Serán seis semanas en las que el padre intentará recuperar la estima del hombre que le crió como si fuera su propio hijo (impresionante ese Paul Newman que articula su despedida ante las cámaras oscilando sabiamente entre el cariño, la frustración, la ira y el dolor) y que acabará ejecutando una venganza reservada para aquellos que ya no tienen nada que perder y mucho que ganar si consigue la libertad para lo único que le queda en ese mundo de violencia brutal que es el mismo infierno.
Sumidos en una lluvia que encharca el fuego que escupe una ametralladora parapetada en la oscuridad, asistimos a la impresionante escena en la que Sullivan asesina a todos los sicarios de su padre adoptivo para acabar, al final, con él, convirtiéndose en el único instante en que el asesino profesional, la bestia desatada, esboza un gesto de sufrimiento. El matón tiene que asesinar su pasado para que el hijo pueda disponer de un futuro. Y lo hace porque debe hacerlo, porque, por encima de su innombrable profesión, es padre y no hay disparos que puedan con eso.
Detrás de él, encargado de eliminarle, va un hombre que gusta de retratar a la muerte, un fotógrafo del pánico que, después de matar, quiere recoger los primeros instantes de sus víctimas en esa vida llamada muerte. Es una marioneta que parece moverse impulsada por los hilos del horror. De hecho, cuando dé la espalda a su cámara, esos hilos se cortan y cae inanimado como un títere sin mano, como un muñeco roto que ya no sirve, que sobra, que tiene su cara salpicada con las heridas de un juguete al que se golpea con furia porque es completamente inútil.
Esta es una de esas películas que, quizá, no fueron suficientemente valoradas en su momento, tal vez amenazada por la cercana sombra de la ópera prima de su director, Sam Mendes, y que fue “American Beauty”. Pero, si dejamos que los años treinta nos golpeen en las entrañas, encontramos interpretaciones soberbias de Tom Hanks, de Paul Newman, de Jude Law y de Daniel Craig, todos ellos sumergidos en una fotografía magistral de Conrad Hall y en un montaje conciso y brillante de Jill Bilcock. Es justo lo que necesitaba cualquier camino que tiene su fin en la misma orilla de un mar abierto que evita que un niño…un niño que sólo quiere ser amado por su padre, termine en la perdición que se contagia cuando la sangre brota sin ninguna piedad.

miércoles, 6 de mayo de 2009

SICKO (2007), de Michael Moore


Debo reconocer que Michael Moore llegó a impresionarme con aquel documental que le hizo ganar un Oscar titulado Bowling for Columbine y que describía, con astuta jugada final incluida, lo fácil que era convertirse en un asesino en una sociedad enferma que creía que al demonio de las armas se le combatía con un rifle que regalan con el ticket de compra de un simple supermercado. Más tarde me conmocionó con Fahrenheit 9/11, una información algo sesgada ideológicamente pero que contenía grandes cantidades de buen cine derivadas del 11-S.
En esta ocasión, Moore me hace ir de la incredulidad a la emoción pasando por una dulce sonrisa de ingenuidad al presentar a esa misma sociedad enferma que ha puesto la sanidad pública en manos absolutamente privadas. En ese momento en que el capitalismo pasa a ser un servicio de todos es cuando la salud importa un pimiento, el negocio crece hasta límites insospechados y la reducción al absurdo es una fórmula matemática tan simple como “si no pagas, muérete”.
Nuevamente, Moore nos asombra con la descripción de una sanidad para los doscientos cincuenta millones de estadounidenses que pueden permitirse un seguro privado que pagan, en muchas ocasiones, a cambio de ninguna prestación. ¿Usted está enfermo? Tenga cuidado, si padeció la más leve gripe cuando tenía seis años, el seguro se negará a sufragar sus gastos médicos. ¿Usted necesita una medicación habitual en su tercera edad? Como viva en Estados Unidos va a tener que trabajar hasta los ochenta años (algo que está permitido) para poder sufragar los astronómicos precios que imponen las industrias farmacéuticas. ¿Usted lleva a su hija de dieciocho meses con cuarenta de fiebre a un hospital que no pertenece al seguro que tiene suscrito? Patada donde la espalda pierde su honroso nombre y búsquese el lugar adecuado, aquí no queremos peligros públicos. Y Moore, con su habitual habilidad, nos regala unos minutos de extraordinario cine cuando nos cuenta, metido en las esferas del poder, quién ideó este extravagante, cínico e inútil sistema sólo para enriquecer a los de siempre; y en contraportada, nos sirve un ambicioso plan de reforma de la sanidad pública ideado por cierta primera dama que hoy presta sus servicios como Secretaria de Estado. Ese innovador plan incomoda tanto, que hace funcionar la maquinaria propagandística contra una medicina que, ya de primeras, ellos llaman “socializada” y termina con ciertas sumas de dinero bastante obscenas.
La ingenuidad de Moore, por otro lado, pasa por la comparación con sistemas de protección social muy avanzados, como son los de Gran Bretaña y Francia (donde, recién parida, el Estado te envía una puericultora a casa para hacerse cargo de tu hijo ocho horas por semana para que te puedas dedicar a tu rutina habitual) y cree que eso es la perfección suma, como si esa fuera la panacea para los problemas estadounidenses. Nada de listas de espera, no se pagan impuestos...total, un médico de atención primaria de la pérfida Albión sólo gana 200.000 dólares al mes...
El colmo del rizo es cuando, fiel a su costumbre de dar un golpe genial al final de la película, se lleva a unos cuantos enfermos a Cuba para reclamar asistencia médica gratuita porque los presos de Guantánamo también la tienen, siempre según el mágico mundo de colores de la Administración Bush. Aún así y todo, Moore nos habla con el corazón en la mano y saca a relucir una afilada ironía para, al final, dejar una puerta abierta a la esperanza...Lástima que la salud no viva de ella. Y no lo olviden. Coman verduras, fruta, salgan a pasear y busquen por internet la página donde se les facilita el matrimonio con un canadiense para poder disfrutar de su seguridad social pluscuamperfecta.

LA BALADA DE CABLE HOGUE (1970), de Sam Peckinpah


Tal vez encontrar agua en el desierto sea como hallar un sueño en la vida. En el árido erial de la nada se puede ver pasar el final de una época que, sin darte cuenta, ha pasado por encima de ti diciéndote adiós. La alegría de vivir queda enterrada en la novedad del olor a gasolina y así amar se queda en una simple broma y la aventura, la verdadera aventura, es no dejarse arrollar por el avance de unos tiempos que ni te mirarán al pasar. Al final, la historia será una balada y la ensoñación te llevará tan lejos que creerás haber vivido…cuando lo que realmente has hecho es morir lentamente…
Atípica película en la filmografía de Sam Peckinpah que cuenta con un trabajo fuera de serie de Jason Robards, La balada de Cable Hogue se presenta como un ejercicio de estilo que se aleja de lo habitual en su director pero que ahonda en su temática crepuscular en donde se arrincona a seres que perdieron su destino igual que el tiempo se extravía en algun lugar de una vida sin mucho sitio. Aquí no hay tomas en cámara lenta, ni violencia desbocada, ni héroes en contra de la corriente. La cámara lenta la impone la misma historia y Peckinpah coquetea con la comedia más amarga que, en algunos momentos se convierte en la amargura más cómica sin dejar de pasar por lo grotesco con oportunas paradas en la espiritualidad, en el romance, en la locura, en el final... Y aún así consigue que la sonrisa se nos quede helada en la boca con estalactitas de arena colgando de nuestros colmillos. Para remate final, la llegada inevitable del destino no registrado quedará como la herida abrasadora y sedienta de algo que debió ocurrir pero que nunca pasó.
Y es que quizá somos los que soñamos y no lo que hacemos. Somos los que sentimos y no lo que construimos. Somos polvo entre el polvo y no lo que queremos ser. El sol juzgará, y sin duda, ahí mismo, apoltronados en el sofá, armados con un mando a distancia que busca agua para la visión y que será gozosa para quienes la encuentren, ustedes también lo harán. Y en esta ocasión, el veredicto será difícil porque está película no es un western aunque ocurra en esa época y deberán entrar en un alto en el camino para beber un trago del agua que les sirvan y algunos no podrán. Si es así, cojan el coche y váyanse a dar una vuelta por ese desierto de asfalto que nosotros mismos hemos creado. Quizá encuentren una balada que quiera ser soñada y escuchada…

martes, 5 de mayo de 2009

UN EXTRAÑO EN MI VIDA (1960), de Richard Quine


Él es un hombre de éxito. Ha ascendido por peldaños de hormigón hasta la cima. Crea cada vez que tiene que construir. Quiere a su mujer pero ella sólo está interesada en que él mantenga su posición de triunfo. Sólo finge escuchar y las apariencias son importantes. Él desea alguien que le acompañe en sus alturas, que tenga interés en sus innovaciones arquitectónicas. Construir, para él, es sinónimo de amar.
Ella es una mujer de fracaso. Se casó con su apuesto marido para escapar de un hogar que quedó destrozado por una infidelidad de su madre. Quiere ser apoyo y no algo bonito que pasear y enseñar. Tiene que conseguirlo porque se sabe atractiva, con mucho amor para dar. Ella no recibe y, cada día, su casa parece que es una prisión que estrecha sus paredes para condenarla a la mediocridad de la mujer que asiente y calla, que obedece y pierde, que siempre da la vuelta porque tiene miedo a salir del mismo sitio en el que le ha confinado la rutina de su falso bienestar.
Ellos son una pareja furtiva. Él, en el mismo momento en que la ve, apenas puede sujetar su inspiración. Ella tarda en decidirse pero, cuando lo hace, es incapaz de controlarse aunque sabe, igual que él, que todo lo que tiene un principio, tiene un final. Y en ese terminar, ella sabe que en las paredes que él ha levantado hay cimientos de pasión. Cuando la construcción de la casa acaba, la despedida se hace inevitable pero, al igual que la casa, el amor permanece, se queda ahí, siempre alzado sobre el barranco de la incomprensión de las reglas moralmente establecidas, del cinismo oportunista de quien se quiere aprovechar y, sobre todo, de una separación que no derrama lágrimas pero que desparrama sueños que parecen hechos de madera y recuerdo. La casa estará allá arriba, en la colina, donde él amó tanto que pudo crear.
Richard Quine, un hombre que se movía con mayor soltura en la comedia que en el drama, dirigió con maestría esta historia de amor que pisaba con fuerza en los irreprochables parterres de los vecindarios perfectos, allí donde el barro encenaga las vidas que se desbordan hacia la infamia. Y en algún rincón del cine nos diseñó una casa rodeada de un foso en el que se quedaron fuera las esquirlas que los demás van dejando, como huellas de una frustración quemada en alguna reunión social que no sirve de nada, como signos de una decepción que nadie se complace en mostrar salvo para mantener la vida fingida, la vida actuada, la vida derribada. Y derribar es lo contrario de construir, lo contrario de amar.