martes, 23 de junio de 2009

MONTE CARLO (1930), de Ernst Lubitsch

Más allá del horizonte azul, existe una ciudad donde toda la finura del savoir vivre se muestra con todo su esplendor. Más allá de una puerta cerrada, existe un director que era capaz de expresar en cine todo lo que algunos no han aprendido con películas enteras. Sí, sí, ya sé: Monte Carlo no es más que una opereta en la que aparece esa cursi de Jeanette McDonald haciendo gorgoritos, pero Lubitsch no era un cualquiera y podía convertir el leve juego de amoríos en ambientes elegantes en un evidente juego de inteligencia apelando a bajos instintos y altas miras. Puede que, en el fondo, el objetivo final de Lubitsch en todas sus películas sea conmover, pero la parada obligatoria en la inteligencia se hace indispensable. Él conseguía que se despertara en nosotros esa especie de voyeurs que todos llevamos dentro y sólo vemos instantes de unos destinos que, en realidad, nunca aparecen en medio de la escena. Precisamente, el arte de este genio radicaba en las escenas que nunca nos muestra y en Monte Carlo, a pesar de los obligados interludios musicales, no hay excepción.
Monte Carlo es una película de gran belleza visual, algo inusual en un cineasta que se interesaba más por la hermosura de las situaciones. Está un peldaño más abajo que esa otra opereta que rodó con tanta clase y que resulta tan difícil de olvidar como es La viuda alegre, pero es un entretenimiento lleno de estilo, una comedia brillante en medio de un reino de juego, escaparate de momentos para el recuerdo que deja siempre una segunda oportunidad para saborear el viento que pasa de largo y, por supuesto, hay una canción, Beyond the blue horizon, que se convirtió en el santo y seña de la película con el paso del tiempo y en uno de los grandes éxitos de Jeanette McDonald en toda su carrera. El resultado de todo ello es pura sofisticación, encanto a raudales y una rara virtud: ha resistido admirablemente el paso del tiempo. Sus veinte primeros minutos deberían figurar en cualquier enciclopedia del cine que se precie y sin duda es uno de esos instantes de magia en una de las primeras películas del emigrado Lubitsch en América, preludio ineludible para asimilar maravillas posteriores como la tan desconocida e impresionante Remordimiento (su único drama en Estados Unidos), o sus obras maestras Ninotchka, Ser o no ser, El diablo dijo no, El bazar de las sorpresas, La octava mujer de Barba Azul o esa película tan extraordinaria y tan poco valorada como es El pecado de Cluny Brown.
Así que prepárense para asistir a un cine que bebe directamente de una frase que una vez escribió Bertolt Brecht: “Vivimos para lo superfluo. El placer es lo que menos justificación necesita” y que, como definió el propio Lubitsch, está lleno de toque, de “toque Lubitsch”, que él mismo definió como “es el rey en su dormitorio, con los tirantes caídos; es el gondolero veneciano que arrastra la basura a la luz de la luna y se pone a cantar románticamente; es el marido que cuando su esposa parte de vacaciones le despide con el llanto en los ojos y luego se precipita como un loco hacia el teléfono más próximo para llamar a su enamorada. Es algo que se basa en la teoría de que por lo menos dos veces al día el ser humano más dignificado tiene esos momentos ridículos”. ¿Se puede decir más con menos?

2 comentarios:

Unknown dijo...

No son muchas las expectativas acorde con nuestra época. Iré a verla y luego diré sobre lo que vi.

César Bardés dijo...

Bueno, yo soy de la opinión de que las películas hay que verlas en su contexto y de acuerdo a los tiempos en que se hicieron. El resto es inútil. Ni la narrativa, ni los "tempos", ni la forma de hacer cine es la misma, quizá por eso el que ama de verdad el cine disfruta de todas las películas. Buena suerte, en cualquier caso.