miércoles, 30 de septiembre de 2009

CUANDO LLEGUE SEPTIEMBRE (1961), de Robert Mulligan


En el cine de Robert Mulligan siempre destacaba la mirada de los niños intentando encontrar una razón para ser adultos. Aquí, el estupendo director nos barniza la mirada con maravillosos escenarios, personajes bien trazados, preciosa fotografía y una realización tan fina como acertada para obtener una comedia con cierto aire de decepción, o un drama que no se toma demasiado en serio. En realidad, nunca he sabido muy bien cómo encuadrar esta película. Un romance que sólo se vive un mes al año, una mujer que se cansa de esperar, un criado (fantástico Walter Slezak, uno de esos secundarios de lujo capaces de robar la función a dos estrellas del calibre de Rock Hudson y Gina Lollobrígida) que utiliza la villa de su señor como un hotel hasta que llega septiembre...Con todos estos factores parece que la comedia y el drama están eternamente enfrentados y lo que queda es una agradable sensación de haber visto una película divertida que también nos hace pensar sobre las interminables esperas a las que nos somete el destino.
Eso sí, la risa abierta y franca asoma de vez en cuando y nos sorprende mientras vemos el reflejo de la historia de amor madura que viven Hudson y Lollobrígida que, al otro lado del cristal, viven los jovencísimos Bobby Darin y Sandra Dee (que a raíz de esta película comenzaron un romance tan real que acabó en matrimonio) y sólo la interrumpimos para quedarnos con la boca abierta ante el espectáculo que es viajar por obra y gracia del cine hasta Portofino y desear, allí donde los sueños yacen, que nos gustaría visitar esa ciudad cada uno de los septiembres de nuestra vida, aunque algún que otro año nos apetezca hacerlo en julio.
Y así nos vamos dando cuenta de que las cosas no tienen por qué tener sentido en Italia, de que la lucha generacional no es más que la misma historia repetida una y otra vez, que 206 huesos puestos unos encima de otros con tanta perfección sólo pueden mostrarnos el verdadero significado de una cintura que, de tan pequeña, es inasible, y de cómo unos cuantos diálogos inteligentes pueden enseñar cómo se hace una pequeña comedia romántica transformada en una gran película.
No se llamen a engaño. La fórmula es algo tan sabido como chico-tiene-chica; chico-pierde-chica; chico-recupera-chica aunque haya un exponente al cuadrado y lo más sorprendente de todo es que aún funciona, aún parece que esas cosas que pasan y parecen una broma de la misma vida siguen ocurriendo. Y eso es lo que hace que una película sea una forma de volver, un eterno retorno que siempre es una sonriente salida, un estilo de elegancia de resbaladiza retranca, una moral que no queda antigua. Es algo que nunca dejaremos de recordar. Como cada uno de los septiembres de nuestra existencia siempre tan repleta de proyectos y de cambios. Como cada uno de los días del futuro.

martes, 29 de septiembre de 2009

CALLEJÓN SANGRIENTO (1955), de William Wellman


En el corazón sangrante de China, en mitad de la nada, en aquel rincón que parece olvidado de Dios, se produce el improbable encuentro entre un hombre y una mujer que, desesperados y hundidos, se agarran el uno al otro como si encontraran una tabla de salvación en un mar de rojo y aventura, de gris y deseo, de muerte y valentía. El río es un camino de agua que conduce a donde el destino ha reservado un lugar a una pareja que nunca se hubiera encontrado si el mundo estuviera en paz. Y la aventura no deja de caer sobre sus cabezas, como si ése...ése fuera el verdadero romance.
Soberbiamente dirigida por William Wellman, un hombre que conocía de sobra todos los recursos del cine de acción, se levanta esta peculiar película que nos ofrece por primera y única vez la oportunidad de ver juntos en la escena a dos actores tan sumamente dispares como John Wayne y Lauren Bacall. Uno podría pensar que la idea de juntarles nunca podría llegar a funcionar. Pero la química funciona. El río sigue su curso de aventura a raudales en una película que, con el paso de los años, ha adquirido una cierta condición de desconocida pero que se trata de una verdadera joya del cine trepidante que Wellman sabía dirigir tan sabiamente.
Y además es una de esas películas que saben trasladar el ambiente de la China más turbulenta pero llena de misterios que atraen como si el ambiente fuese un imán para el ánimo. Nos conduce lentamente hacia un viaje que se antoja difícil y tortuoso y que hace que los sufrimientos se dibujen como ríos de piel en las arrugas de los personajes que están sometidos a los vaivenes del destino más caprichoso. Ella, impresionante, tendrá el coraje, tendrá esa amarra necesaria para que él no vacile y tenga una razón para regresar a puerto. No cabe duda de que, de alguna manera, John Wayne puede ser el último hombre al que le gustaría encontrarse una mujer como Lauren Bacall.
Así pues, estamos ante una película excepcional, plena de momentos sin respiro, apenas acaban de salir de un apuro cuando, de repente, aparece un problema mayor, como olas en una tormenta empeñada en acabar con ellos. Wellman tiene pulso. Wayne tiene rostro. Bacall tiene el encanto de esas mujeres que, incluso con una blusa embadurnada en grasa, resultan elegantes. El guión es espléndido. Las horas pasan en un suspiro. El agua va abriendo sus caminos como si el barco fuera olvidando el suave rastro de sangre que va dejando atrás en busca de una oportunidad para quien necesita de la vida y poder demostrar que sabe aprovechar un amor que pasa desapercibido a primera vista. Al fin y al cabo, cuántas veces nos ha pasado eso a todos.




viernes, 25 de septiembre de 2009

LA CIUDAD FRENTE A MÍ (1959), de Vincent Sherman

Dedicado con profunda admiración a uno de los últimos y más grandes actores de toda la historia. Hoy hace un año que se nos fue, dejándonos huérfanos de talento y mendigos de su extraordinaria personalidad. Con cariño.

En plena ascensión hacia el estrellato (venía directamente de hacer Marcado por el odio, de Robert Wise; La gata sobre el tejado de zinc, de Richard Brooks; y El largo y cálido verano, de Martín Ritt) Paul Newman decidió interpretar esta historia sobre la escalada social de un joven abogado de Filadelfia y que tiene que caminar de puntillas entre los secretos de la alta suciedad. Así, en su camino, tropezará con la homosexualidad reprimida (y hábilmente sugerida tan sólo en la película), el rechazo a conceder una oportunidad a quien es hijo ilegítimo y la prohibición terminante de poder acceder a la fortuna familiar no sea que vaya a descubrir lo que nadie quiere sacar a la luz.
Y precisamente, el joven abogado encuentra un piolet para poder escalar sin dificultad esas posiciones sociales al comenzar a manejar informaciones comprometedoras de una forma que roza el desprecio y comienza a perder su moral...Pero la moral siempre es ese vecino pesado que, hagas lo que hagas, vuelve a llamar a tu puerta y se encontrará en el dilema de seguir viviendo una falsa moral basada en la ambición o destruir la vida de alguien a quien estima. Tal vez, cuando un hombre toma conciencia de que lo es, se da cuenta de que el premio nunca está en lo alto de esa escalera que quiere subir sino que puede ser la integridad intacta o la defensa de algo que puede parecer imposible y lo mejor es pasar de largo ante un estilo de vida que, en el fondo, es más falso que nuestra moral...ese maldito, maldito vecino que no deja de llamar a la puerta.
Por supuesto que el norte, sur, este y oeste de la película están señalados en el rostro de hierro de Paul Newman, razón y ser de toda la historia, pero no hay que dejar de lado la espléndida interpretación de Robert Vaughn, posteriormente hundido en una carrera mediocre, que consigue aquí un fantástico retrato bañado en los vapores etílicos de una inocencia perdida. Vincent Sherman, un director que estuvo más atento a sus legendarias conquistas de estrellas que a su oficio, consigue la que, tal vez, sea su mejor película y confiere un raro y atrayente halo de sensualidad a todo el metraje y es uno de esos títulos que se dejan ver con una sorprendente naturalidad e interés durante la larga y premonitoria noche del día anterior a nuestra rutina.
Encerrada en una agradable cápsula del tiempo, esta película nos transportará a la tradición de la sofisticada Filadelfia, esa misma que manda a sus hijos a estudiar a la Universidad de Princeton para conseguir una profesión liberal que luego perfeccionarán en la Universidad de Pennsylvania. Así, si un hijo es médico, abogado o economista será el no va más de la presunción de la familia que sigue encerrada en aquella vieja mansión que parece anclada en el mármol y en el lujo...fachadas para esconder las miserias que a todos cazan.

jueves, 24 de septiembre de 2009

MALDITOS BASTARDOS (2009), de Quentin Tarantino

“Ver toda la serie B del mundo está muy bien, pero si no ves a Ford, Hawks o Hitchcock estás perdido”, dijo Tarantino una vez. Aquí, entre cortes de cabellera, nos regala toda la serie B del mundo pero hay sabiduría exquisita en sus visitas al propio Hawks, a Robert Aldrich, a Georg Wilhelm Pabst, a Henri-Georges Clouzot, a Aldo Ray (aquel inolvidable sargento de la película de Anthony Mann La colina de los diablos de acero), y se homenajea a sí mismo en un acertado ejercicio de autocomplacencia calcando una escena de Reservoir Dogs...y, eso sí, le pega un repaso a la profesión de crítico que aún me estoy sacando los proyectiles.
Así, Quentin Tarantino realiza una bomba de relojería bien mezclada, agitada, removida y ajustada; y le sale, como siempre, algo nunca visto. Al fin y al cabo, no es nueva la idea de que los héroes sean auténticos psicópatas asesinos y de que su rival más peligroso (maravilloso Christoph Waltz en un papel que parece ideado a la medida de Tim Roth) sea tan refinado que ahí precisamente se encuentre la mayor brutalidad. Pero Tarantino, en una nueva vuelta de tuerca que no satisfará a todos, nos presenta a la venganza como un fulgurante instrumento de creatividad, como un arma ideal en la estrategia de la contrapropaganda, como un medio para crear la confusión hasta el punto en que unos bastardos asesinos envían a la Historia hasta el mismísimo infierno.
Por el camino, nos damos cuenta de que Tarantino es un especialista en la búsqueda de nuevas fórmulas a partir de premisas ya conocidas y que se ha visto todo el cine que se ha hecho. Es ese tipo de cineasta salvaje que desprecia los crepúsculos del sol para enaltecer las explosiones provocadas por el mismo diablo. No hay concesiones y, para ello, tiene que contar con la colaboración de un público apoltronado que sólo se queda en la violencia cuando él, realmente, dice mucho más. Lo que pasa es que, como buen emboscado, no quiere que se note mucho el espíritu romántico que anida en algún lugar de su corazón de cinéfilo recalcitrante. Muchos dijeron que Kill Bill era una película de kung-fu, de violencia demasiado desatada y que se reía del género con la katana como excusa, olvidando que había escenas propias de Kurosawa y que, en realidad, era una historia de amor que rompía el corazón a un hombre. Aquí, entre las trampas de la resistencia, de la persecución judía y del colaboracionismo aliado (no es casualidad la inclusión de Pabst, un cineasta de probado talento que se avino a ser parte del cine nazi, o de Clouzot, acusado de colaboracionismo dentro de la Francia ocupada), hay un romanticismo maestro, apenas intuido, que nos habla de una venganza sólo acunada por el odio y, por tanto, comprensible pero exenta de razón, de un grupo de auténticos bestias incluidos en las filas aliadas y que deciden devolver la moneda de la brutalidad a los alemanes, de un oficial teutón que sonríe igual que brilla un cuchillo y que no deja de tener un lado educadamente inquietante. Y además, para redondear la cruz gamada, Tarantino nos deja el arma más peligrosa de todas: el diálogo. Un buen montón de palabras unas encima de otras que no hace más que dejarnos la sensación presentida de que sobre cualquier sílaba los disparos empezarán a sonar a la velocidad con la que pasan los fotogramas por delante de la luz ametralladora del proyector, veinticuatro por segundo.
Quentin Tarantino no cree en héroes que se mueven por venganza, ni siquiera en ventajistas que traicionan por conveniencia. Cree que, a las personas realmente buenas, nunca las dejarán en paz y las obligarán a ser unas u otras. Es la lección que debemos sacar de un director que habla de cualquier cosa con su cámara escupiendo fuego para que, los más dispersos, nos quedemos solamente hablando de su sentido irónico de algo tan serio como la violencia.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

EL TEMIBLE BURLÓN (1952), de Robert Siodmak


“¡Cazad la verga! ¡Desplegad todo el velamen! ¡Acercaos, chicos! Venid a la última travesía del Crimson Pirate. Ocurrió hace mucho tiempo en el lejano Caribe. No olvidéis: un barco pirata, en un mundo pirata...¡No preguntéis! ¡Creed lo que veáis!...No, creed sólo la mitad...¡Guarneced los cañones! ¡Rápido! ¡Moved el lomo!”Así comienza una de las más maravillosas aventuras que el cine ha querido regalarnos. ¿No es un comienzo atractivo? Es más que eso. Es la promesa de la acrobacia en la escena, del triple salto mortal en el argumento, de la picaresca llevada hasta el límite del peligro, de la risa del resabiado, de la risa del villano, de la risa del espectador. Es una película realizada con sentido del humor, sentido del ritmo, sentido de la puesta en escena, sentido común...es una increíble excentricidad de la que no creemos nada pero tiene tal frescura, tal inventiva, tal descaro, tal elegancia que no nos importa impregnarnos del agua del mar, del sabor a sal y a ron y meternos de lleno en las vicisitudes de un grupo de piratas que ayudan a la justicia porque es lo que impera en su código sin hogar, en su casa de olas, en su mundo de jarcias y amarras.
A la categoría de obra maestra ayuda el impresionante oficio de Robert Siodmak tras las cámaras, a la agilidad sorprendente y casi insultante de un Burt Lancaster que quiso ser primero héroe para luego intentar la hazaña del drama, la fotografía que mueve nuestros ojos por los hábiles y escurridizos terrenos de la fantasía desbocada. Ah, y sobre todo, esa pelea final, una de las mejores que se han rodado nunca en cine, salpicada con la espuma jovial del humor, zarandeada por el palo mayor de la inventiva más brillante y escorada hacia la originalidad más admirable. El pirata rojo nos hará saltar, reír, nos pondrá en vilo con chistes que se integran en la trama como si fueran balas de fragata. Es una alegría de cine. Es un gozo de historia.
Me gustaría tener las palabras suficientes como para poder transmitir el entusiasmo que esta película es capaz de despertar. Tanto es así que, al finalizar, uno siente que ha asaltado la bodega de un rico mercante inglés y que somos dueños de un botín de valor incalculable. El peso de cada fotograma es oro. El papel en el que estuvo escrita es valor y agudeza. La dirección plena de agilidad con la que se realizó es arte que no se subasta. La interpretación, siempre pasada por la quilla del jolgorio y del desenfado, es cielo en piel, es nube rojiza en los rostros curtidos por el levante, es lluvia resbalando por las arrugas de las manos encallecidas de tanta cuerda áspera y tanta fina espada.
Así que es el momento de disfrutar. De ponerse bien cómodo enfrente de una aventura que es, ante todo, visual; bajo todo, divertida; en medio de todo, una extraordinaria película que no debe perderse ninguno de los auténticos amantes del cine. Rumbo Nornoroeste, señores, las velas se inflan para llevarnos a la isla de la imaginación.

martes, 22 de septiembre de 2009

CANCIÓN DE CUNA PARA UN CADÁVER (1964), de Robert Aldrich


Estamos ante la que, posiblemente, sea la última película que se adentró en las oscuras tinieblas del terror más gótico. No cabe duda de que el director, Robert Aldrich, quiso repetir con este título el excepcional éxito que obtuvo con ¿Qué fue de Baby Jane? Y que lo quiso hacer con las mismas actrices: Joan Crawford y Bette Davis. Sin embargo, la enemistad que había entre ellas era de tal calibre (la cuestión arrancaba de treinta años antes cuando Joan Crawford arrancó de los brazos de Bette Davis a su prometido, el actor Franchot Tone, y se casó con él) que, a los pocos días de iniciado el rodaje, Crawford abandonó alegando motivos de salud que eran más falsos que un billete de siete dólares. Aldrich, desesperado, necesitaba otra estrella que hiciera frente a ese pedazo de actriz que era Bette Davis y entonces llamó a Olivia de Havilland para ocupar su lugar. Y a la propia de Havilland le pareció encantadora la idea de intercambiar los papeles que ambas intérpretes habían representado a principios de los cuarenta en la película de John Huston Como ella sola. Resultado: el rodaje fue un nuevo infierno dominado por las envidias y las ambiciones de dos grandes actrices que, también, tenían un enorme divismo.
Aún reconociendo que el resultado fue notablemente inferior al de la citada ¿Qué fue de Baby Jane? hay buenos bocados de cine en esta película que Aldrich maneja con maestría arrancando sendas soberbias interpretaciones a sus dos “problemas permanentes” (como él mismo las llamó) a base de tensión, de veteranía y de coraje. En la pantalla no se ve a dos engreídas peleando por hacerse un sitio en el declive. Lo que se ve son a dos grandes damas del cine haciendo lo que mejor saben hacer: actuar y haciéndolo muy bien.
Además, Aldrich tuvo otro acierto destacable en esas localizaciones en las que transcurre la historia que, por momentos, se convierten en lóbregos escenarios de locura y de muerte que hacen, por otro lado, que pasemos un rato muy notable intrigados y carcomidos por el miedo y el horror. El Sur, así, convierte la placidez de sus aguas y de sus verdes prados en un agobiante tablero donde se dirime una partida a muerte y en donde se eleva una canción de cuna para alguien que está muerto en los terribles pantanos de lo desconocido.
Ya lo sé, no doy miedo ni queriendo. Tampoco es que lo desee. Sólo hay que sentarse delante de la película y disfrutar, y, sobre todo, dominar algunas emociones malévolas que pueden ir surgiendo en sus entrañas, mientras asistimos a un misterio que parece flotar en el mismo aire viciado y caluroso que apenas deja respirar. Y tengan mucho cuidado, no es fácil intuir la maldad entre la crueldad y el sadismo, entre la inocencia y la locura, entre dos mujeres inolvidables...

viernes, 18 de septiembre de 2009

LOS CAUTIVOS (1957), de Budd Boetticher


Estamos ante una muestra más del enorme talento que poseía el director Budd Boetticher para realizar unas excepcionales películas con un presupuesto mínimo dentro de la más pura serie B. En esta ocasión, Boetticher cuenta con un espléndido guión de Elmore Leonard, hoy en día considerado como uno de los más grandes novelistas contemporáneos del género negro, que en esta ocasión consiguió mezclar con gran habilidad un argumento más propio del cine de crímenes, extorsión y caminos tortuosos con el ambiente del western. Y es que Los cautivos, más conocida entre los cinéfilos por su enigmático título en inglés The tall T, es una de esas películas maravillosas que Boetticher rodó con un protagonista en común, Randolph Scott (un actor ciertamente discreto que sólo brilló cuando la energía y el dinamismo de Boetticher le obligaban a subir unos cuantos peldaños de intensidad) y que se convirtieron en auténticos clásicos del género como Cabalgar en solitario, Westbound, Seven men from now, Decision at sundown, Buchanan rides alone y, seguramente, la más destacada, Estación Comanche. Todas ellas, en sí mismas, se aprecian más como episodios independientes con evidentes denominadores en común que como películas realizadas por un hombre de talento que se convierte en un referente inexcusable para el cine que vendría después firmado por Sam Peckinpah e, incluso, Clint Eastwood. Entre esos denominadores no costaría ningún trabajo hallar la sorprendente economía narrativa que exhibe Boetticher en todos esos títulos y que se camufla bajo excelentes diálogos, una acertada dirección de actores, una planificación cercana a lo clásico pero concebida desde la originalidad, unos parámetros éticos carentes del más férreo maniqueísmo, una violencia áspera y desbocada y un escondido equilibrio entre acción y reflexión que a menudo escapa al espectador menos avezado al perderse entre ese ritmo imparable que siguen todas sus películas.
En este episodio...perdón...en esta película, Boetticher consigue un perfecto matrimonio entre el cine negro y el Oeste, con personajes más típicos del primero que del segundo y que se mueven en situaciones al límite motivadas siempre por el consabido enfrentamiento de valores entre unos y otros. El resultado es una película violenta y llena de negrura en el más puro sentido policiaco...sí...pero también es una muestra de la enorme sutileza de la que era capaz Boetticher con un guión que merecía mucho más que la pena.
Bajo las tinieblas de comportamiento que inundan todo el entramado argumental, podemos atisbar ese pequeño brillo de esperanza emocional que persiguen los personajes, como si, de alguna manera, la brutalidad fuera un paso más dentro del intuitivo caminar de unos héroes que intentan salvaguardar sin mancha alguna un escondido rincón de su moral.
Son apenas 78 minutos de trepidante desarrollo que desafían a la inteligencia del espectador que sabe distinguir la excepcional obra de un hombre que se movió siempre con enormes dificultades en sus rodajes. Boetticher, quizá después de Ford, Mann y Daves, sea el pistolero más rápido a este lado del Tajo, así que, si deciden verla, no se distraigan, no aparten la vista...pueden perderse lo más importante...saber quién va a disparar la bala que se dirige justo al centro de sus cejas.

jueves, 17 de septiembre de 2009

ROBERT RYAN: SURCOS EN EL ROSTRO


Fue un actor de una extensa cultura. Leía todo lo que caía en sus manos. Probó suerte en la escritura con cierto éxito. Los que le conocieron bien decían que su conversación abarcaba todos los temas imaginables. Su ideología política le colocaba del lado demócrata y llegó a publicar libros de filosofía en Estados Unidos. Quizá, por ello, levantó algo de respeto en Hollywood y sus papeles de protagonista pasaron desapercibidos negándole, a lo largo de su dilatada carrera, el acceso al estrellato. Era un buen actor, correoso y eficaz, que se encargó siempre de papeles difíciles con cierta preferencia hacia los malvados pero que sabía dotarles de una cierta sinuosidad psicológica que se potenciaba con un rostro plagado de surcos que hacían suponer que eran heridas nacidas de la propia historia de los personajes que interpretaba. Cada surco en su cara parecía el reflejo de cada cicatriz de su alma.
Robert Ryan comenzó a ser apreciado gracias al espléndido papel del soldado cegado por el racismo y la homosexualidad reprimida en la muy notable “Encrucijada de odios”, de Edward Dmytrik. Haciéndose cargo del personaje, quizá, menos lucido, él es quien realmente destaca en la película por encima de un ya famoso Robert Young y de la, por entonces, joven promesa Robert Mitchum. Con el odio supurando por entre los poros de sus arrugas, Ryan compone un personaje temible y terrible. Un hombre que ya está muerto...y ni siquiera lo sabe.
Joseph Losey le quiso para esa fábula contra el racismo que es “El muchacho de los cabellos verdes”, una rareza olvidada de la que nadie se acuerda en la que desempeña el papel del canalizador de los sentimientos de un chico cuyo único delito es tener el pelo del color de la hierba. Y a continuación, se enfundó los guantes para subir al ring en una de las películas más excepcionales que ha dado el género negro en su variante pugilística como es “Nadie puede vencerme”. Su papel de boxeador al borde del K.O. vital y que decide que aún le queda una última oportunidad es antológico y complejo, sabio y afortunado, oscuro y veteado de golpes que, si bien no fue más que una serie B del momento, con el tiempo ha devenido en un clásico imprescindible. Más tarde, Nicholas Ray le dio el papel de ese policía que vive para su trabajo y que empieza a no distinguir muy bien la línea que separa lo bueno de lo malo en esta otra serie B de mucha clase y originalidad que es “La casa en sombras”. Aquí, Ryan pone su rostro de granito agrietado al servicio de un personaje de alma atormentada al que una invidente le enseña a saber ver.
Dio vida a un multimillonario abandonado en un desierto y herido en la muy original “Infierno”, precursora de “El desafío”, aquella película de Hopkins, Baldwin y osos dirigida por Lee Tamahori y compuso a uno de los malvados más ambiguos e inquietantes que ha dado el western en “Colorado Jim”, de Anthony Mann, jugando con las conciencias y las emociones de aquellos que le tienen preso y siendo un precipicio rocoso en el alma de los que nunca fueron héroes.
Otro de sus malvados antológicos es el racista cacique de “Conspiración de silencio”, de John Sturges. El hombre que todo lo controla en el villorrio de Black Rock y que se deja arrastrar por la ira de una fiebre patriótica para cometer un horrible crimen haciendo cómplice del mismo a todo un pueblo. Un rival a la altura del insuperable Spencer Tracy.
Con Samuel Fuller rodó la admirable “La casa de bambú” en el papel del hombre traicionado por el infiltrado en su organización Robert Stack. Ni que decir tiene que Ryan y su malvado superan con creces al bueno de la historia con la variante introducida de la escondida homosexualidad latente entre los dos hombres.
Con el excelente western “Los implacables”, de Raoul Walsh, Ryan se enfunda el traje de un elegante empresario empeñado en jugársela al vaquero Clark Gable y, a continuación, realiza el que, probablemente, sea el mejor trabajo de su carrera en el impresionante film bélico “La colina de los diablos de acero”, de Anthony Mann, en la que se encarga, junto con hombres que parecen retales de un conflicto en medio de ninguna parte, de tomar una colina que no es más que polvo y rocas. Una extraordinaria película, muy poco reivindicada, sobre la inutilidad de la guerra, los traumas que se derivan de ella, la cobardía y el valor, la lealtad, el deber, el terrible precio que hay que pagar por él, la soledad, la tensión inaguantable, el medio a la muerte y el impresionante rostro de Robert Ryan cuyos surcos se inundan de polvo y tierra mientras desglosa los nombres de los caídos, de aquellos de los que nadie se acordará, excepto el viento.
Se vino a España para ser Juan el Bautista en la producción de Samuel Bronston “Rey de reyes” y apareció en “El día más largo” para luego hacer otro de sus grandes malvados en “La fragata infernal”, amarga película sobre la tiranía en la que se introduce en la piel de un personaje que no duda en entregar su vida si con ello consigue castigar al hombre que odia.
Es el cuarto componente de “Los profesionales”, de Richard Brooks, tal vez el papel menos desarrollado de la historia pero, en todo caso, un buen trabajo como ese experto en caballos que, a la vez, es el mayor defensor de estos animales. Un hombre al que no duele desenfundar el revólver cuando se trata de matar a seres humanos pero que no resiste su furia cuando alguien maltrata a un equino. En cualquier caso, es uno de esos personajes que enmarcan y dan textura a la película y no le importó desempeñar un papel secundario a la sombra de Lee Marvin cuando, once años antes, la situación fue a la inversa en “Conspiración de silencio”.
Volvió a ser el personaje más antipático de los “Doce del patíbulo”, de Robert Aldrich y se encarga, con admirable eficacia, de amargar la vida a Wyatt Earp en la notable “La hora de las pistolas”, de John Sturges. Pero aún Ryan nos regalaría el sexto hombre de ese “Grupo salvaje”, de Sam Peckinpah, el pistolero que, un día, perteneció a la banda de Pyke y ahora, bajo coacción, se ve obligado a perseguirle. Un personaje que explica toda la historia desde fuera, que admira el valor de esos hombres crepusculares y que siente, con ellos, el fin de una era, de su mundo particular.
Aún daría vida al personaje sociópata por excelencia, el capitán Nemo, en “La ciudad sumergida” y, ya enfermo de cáncer, rueda “El repartidor de hielo”, de John Frankenheimer, basada en la obra homónima de Eugene O´Neill y enfrentándose a nombres de la talla de Lee Marvin o Fredric March y dejando tras de sí la estela de ser el mejor de todos ellos en su decepcionada encarnación del hombre que fue idealista y que ahoga su oscura vuelta de todo en el alcohol hecho de gotas de tiempo en un tugurio del Nueva York de principios de siglo.
Su agonía, dicen, fue tan terrible que parece ser que en los últimos días de su vida era difícil reconocer al buen hombre que fue Robert Ryan. Aún herido de muerte no dejó de leer y enriquecerse, lo que habla de su espíritu luchador y ejemplar, motor principal de un alma dibujada a trazos por la vida y triturada por un sufrimiento que fue del todo inmerecido.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

LA HERENCIA DEL VIENTO (1960), de Stanley Kramer

Henry Drummond (Spencer Tracy) es uno de esos personajes que siempre he deseado ser. Cuando acepta defender a un pobre profesor de Hillsboro por atreverse a introducir en sus clases las teorías de Darwin en contra de las enseñanzas de la Santa Biblia, no quiere reducir a cenizas las creencias. Quiere dar una lección al fanatismo que se ciega ante la razón porque, como bien dice en el transcurso del juicio: "la idea de un hombre es un monumento mucho mayor que una catedral". Dejarse llevar por el dogma de fe hasta las últimas consecuencias es tan peligroso como desarticular las convicciones que hacen mejores a las personas mediante los postulados de la razón.
Nunca es cierta aquella máxima de "o estás conmigo o estás contra mí" provenga del lado que sea. En otra frase de moderación ejemplar, Drummond llega a decir a su rival Matt Brady (Fredric March): "La Biblia es un libro...y un buen libro...pero no el único libro". La razón nunca es absoluta y la construcción del raciocinio humano tiene que ser cimentada mediante la combinación del conocimiento, y sólo así se puede llegar a la ansiada conclusión que evoque en profundidad la naturaleza del espíritu humano. El inmovilismo que produce el no salir de lo que es aceptado como verdad absoluta y cánon de vida es sólo para las mentes con propensión a echar el cerrojo por temor a las nuevas ideas, a la mera innovación informativa y lógica. Es decir, todo esto que acabo de decir no es más que una diatriba contra la ignorancia del que no puede juzgar simplemente porque no tiene el conocimiento necesario, pecado original del hombre que, cuando está exento de razón, siempre quiere poseerla.
Estar encerrado en unas letras sólo porque nos han enseñado y hemos llegado a creer que pueden provenir de una mano divina es uno de los mayores errores en los que puede caer el hombre. Si Dios existe, seguro que no es un Dios de miedo. Si el hombre vino del mono, seguro que tampoco fue del todo ciencia...
Siempre he quedado impresionado cada vez que he visto esta película. En parte por las interpretaciones casi heroicas de Spencer Tracy, Fredric March y Gene Kelly en el que, sin duda, es su mejor papel dramático, pero también porque es una de esas películas que me enseñó a ser mejor persona, que me enseñó ser un poco menos ignorante y también me enseñó cuál es el auténtico significado de la palabra "tolerancia".
El fanatismo ante cualquier idea sólo pudre el avance del ser humano. Y aquí se nos avisa tanto de la sinrazón dogmática como del cinismo nihilista que cree que para cambiarlo todo, hay que derribarlo todo. La película, maravillosa, no defiende el relativismo...defiende el conocimiento y la capacidad de pensar porque, tal vez, la fe y la razón unidas sean los elementos necesarios que hicieron que el hombre evolucionara de un ser inferior y dejara de ser el eterno heredero del viento más salvaje.

martes, 15 de septiembre de 2009

EL PUENTE SOBRE EL RÍO KWAI (1957), de David Lean


Un puente hecho de orgullo y honor pero con los cimientos asentados en el barro. Un duelo entre dos hombres repletos de arrogancia que lleva a la realización de una obra inútil. EL valor no puede ser sacrificado en aras de la disciplina y de la moral. Saber llegar al final del camino es mucho más importante que conseguir llegar. Y un cable, un maldito cable, será el dedo acusador para un hombre que perdió el rumbo por intentar pilotar la nave.
En medio de la jungla, otro hombre no quiere luchar. No es que sea cobarde. Es que es vividor. A la hora de la verdad, morirá odiando, porque después de tantas penalidades, el premio es una ración de plomo en el cuerpo. Morirá odiando porque no soporta a los maniáticos de manual. El deber no está más allá de la obligación. La propia estimación puede destrozar lo obligatorio y la vanidad es tan peligrosa como un barreno puesto en la moral.
El Coronel Nicholson derrota en todos los frentes al Coronel Saito, pero su victoria (tan inútil como heroica) es sólo una treta de la condición militar. Es desquiciante ver cómo Nicholson razona prohibiendo las fugas del campo de concentración: "Recibimos la orden de rendirnos...la orden ¿entiende? Si permitimos las fugas nos encontraremos con que hemos desobedecido esa orden". Para él, la norma escrita está más allá de la razón y no admite cuestionamientos. Hay que seguir las órdenes al pie de la letra. Si no hay norma, no hay disciplina y la disciplina es el arma que ayuda a unos soldados que se rindieron para seguir con la cabeza bien alta. En el fondo es poca, muy poca, la diferencia entre él y Saito.
El puente sobre el río Kwai nos brindó un reparto excepcional. Alec Guinness (que usurpó el personaje a Laurence Olivier), consiguió ofrecer la imagen de un hombre sin brújula, trastornado por el deseo de pasar a la posteridad borrando una derrota sin resistencia y poniendo en su lugar una victoria por el esfuerzo. William Holden (en un papel en principio pensado para Cary Grant) encaja a la perfección como ese soldado que nunca fue comandante y que guarda su valentía para luchar por su supervivencia. Jack Hawkins dio vida al oficial del que se presiente que hubiera actuado exactamente igual que Nicholson pero que tiene la obligación de destruir un puente que no imagina que es producto de una colaboración con la dignidad como premio. Sessue Hayakawa fue la viva imagen del Coronel Saito (se suicidó después de perder, por esta película, el Oscar al mejor actor secundario, víctima de la depresión), que piensa que el honor es la vida sin derrota y que ve cómo sus esquemas caen hechos pedazos al comprobar que unos prisioneros rendidos aún tienen mucha honra que demostrar.
Todos ellos fueron dirigidos por el meticuloso David Lean, apoyado por un espléndido guión de Michael Wilson y Carl Foreman (dos escritores incluidos en las "listas negras") basándose en una novela de Pierre Boulle (con posterioridad autor de la novela de la que partió El planeta de los simios) y así, con ellos, pudimos cruzar un puente construido con la perdurabilidad de una obra maestra del cine. Puentes así, jamás caen.

viernes, 11 de septiembre de 2009

EL TIEMPO EN SUS MANOS (1960), de George Pal

Esta película forma parte del imaginario particular de muchos niños que pasamos las tardes de los sábados asistiendo a sesiones de tarde llenas de aventuras y diversiones. Luego, más tarde, ya pude enterarme que se basaba en un relato de H.G. Wells, el mismo que había escrito La guerra de los mundos, que el director era un tal George Pal, que incluso llegó a dedicarse al dibujo animado y que el protagonista fue un actor de carácter que apagó su estrella con relativa rapidez y que se llamaba Rod Taylor y al que Quentin Tarantino acaba de rescatar para su "Malditos bastardos".
Así pues es el tiempo de la fantasía, el tiempo de ver cómo pasa el propio tiempo, el tiempo de cambiar el tiempo, el tiempo desfilado ante nuestros ojos en aras de un improbable invento que nos hace viajar hace adelante, asistiendo a los cambios en las modas (maravilloso detalle), los cambios en las sociedades, los cambios alocados de la paz a la guerra y viceversa...cambios que, merced a la máquina de transporte de la cuarta dimensión, podemos ver en apenas un par de horas pero que, en la película de nuestras propias vidas, no somos capaces de percibir con claridad y, sobre todo, con conciencia de que eso está pasando en este preciso instante.
Apoyado en el imaginativo guión que desarrolló David Duncan a partir de la novela de Wells, George Pal realizó una parábola sobre el destino de la humanidad, dividida finalmente en dos clases sociales que permanecen en una guerra basada en la marginación y en la que no se vislumbra el final. Y consiguió una gran película de ciencia-ficción, convincente en sus mentiras, perdonable en su defectos, impecable en su dirección. El tiempo en sus manos es una película que contiene unas buenas dosis de magia, de esas que hacen que tengas conciencia de que lo que estás viendo es una buena mentira pero que, sin embargo, consigue que no apartes la vista de la pantalla ni un solo segundo.
Por supuesto, y poniéndonos un poco la máscara de malvados, es infinitamente superior esta versión de 1960 a la que hace unos pocos años se realizó con el título de La máquina del tiempo, dirigida por Simon Wells e interpretada por Guy Pearce y que, curiosamente, en uno de esos raros giros del cine moderno, se basó en el mismo guión que David Duncan escribió para la película de 1960. Hay que ser torpe. Vale, vale, ya me pongo la cara de amabilidad crítica, que seguro que paso ante los ojos de este científico que inventa la máquina del tiempo y piensa mal de mí.
En cualquier caso, es una película divertida, ingeniosa, mágica, entretenida, única, simpática, bien hecha, con interpretaciones sólidas, con mensaje cifrado en su interior, con intenciones de enganchar y de hacer pensar, que huye del ridículo, que apuesta por el buen gusto de una historia que es difícil de contar con convicción y que, ya que estamos metidos en la vorágine de los premios, en su día ganó el Oscar a los mejores efectos especiales que, a buen seguro y a día de hoy, nos parecerán más retrasados que el juego de la peonza.
A disfrutar. A dejar pasar el tiempo. A ver cine con imaginación y encanto. Garantizado.

jueves, 10 de septiembre de 2009

ELIA KAZAN: CENTENARIO PARA UN MÉTODO


Quizás haya sido el mejor director teatral de todos los tiempos. Co-fundador del Group Theatre, movimiento y compañía imprescindible en la escena de vanguardia de los años treinta y cuarenta, e introductor del famoso método de Stanislavsky a través del mítico Actor´s Studio junto a Lee Strasberg que dio lugar a la más productiva generación de actores norteamericanos, Elia Kazan también se yergue como precursor de los fundamentos interpretativos en los que se basan la gran mayoría de las actuaciones que podemos ver hoy en día.
A pesar de ese borrón indeleble en su carrera causado por su delación de dieciocho compañeros del Partido Comunista ante el Comité de Actividades Antiamericanas, nadie puede negar su tremenda aportación al cine en todo lo referente a la dirección de actores. Sin embargo, su extrema vanidad, un enemigo mucho mayor que su pasado delator, le condicionó notablemente a la hora de elegir sus repartos, no siempre acertados, proclamando, con orgullo, que los actores que no seguían el método no eran auténticos actores porque no sentían interiormente sus personajes. Así, al mismo tiempo que ensalzaba sin límites a Marlon Brando “por su inteligencia, precisión y porque prepara a conciencia sus personajes sabiendo lo que sienten y piensan a través de una capacidad de improvisación asombrosa” también llegó a decir que “Spencer Tracy no era un buen actor. No se saltaba ni añadía ni una sola coma del diálogo”.
Su consagración cinematográfica, siendo ya notorio su prestigio teatral le vino con La barrera invisible, un vistazo comprometido al racismo, en este caso sobre los judíos, acerca de un periodista que intenta llegar al núcleo moral de la xenofobia haciéndose pasar él mismo por judío para conocer de primera mano las dificultades que, en ese momento, podían tener las personas de esa raza para llevar una vida normal. Kazan no quedó nada contento con el trabajo de Gregory Peck acusándole de ser un actor inexpresivo y, aunque el film, en la fecha del estreno, fue muy atrevido (es la primera película americana en la que se pronuncia la palabra “judío”) y cosechó un rotundo éxito, entre otros, el primer Oscar para Kazan, hoy, su tratamiento nos parecería de una ingenuidad que coquetearía peligrosamente con la cobardía.
Más tarde, Kazan realiza un film policiaco muy notable: Pánico en las calles. Con un argumento de gran modernidad como es la búsqueda de un virus por la ciudad de Nueva York, la película es brillante y apasionante, con una más que apreciable actuación de Richard Widmark y el excelente Paul Douglas y un uso innovador del plano-secuencia con una especial atención por parte del director hacia la acción y el sonido por encima de la expresividad de los rostros.
A continuación, catapulta a la fama a Marlon Brando con la adaptación de la obra de Tennessee William Un tranvía llamado Deseo. Aquí, Kazan respetó la estructura teatral con un estilo lleno de situaciones dramáticas y claustrofóbicas renunciando, con indudable acierto, a la movilidad propia del estilo cinematográfico. Además, todo el elenco es magistral. Desde el rudo y mugriento polaco de piel de camiseta empapada en sudor interpretado por Brando hasta la serenidad contenida de Karl Malden o el soberbio contrapeso de Kim Hunter pasando por la asombrosa lección de Vivien Leigh como esa vieja señorita del paraíso llamada Blanche DuBois, mitad mujer, mitad locura, desquiciada por demasiadas noches sin amor y cuya felicidad se antoja tan lejana como sus románticos sueños de pasados esplendores y futuros de esperanza marchitada.
Viva Zapata es otra de las grandes películas de Kazan. Cuenta con un extraordinario guión del gran John Steinbeck y una memorable partitura de Alex North amén de la fabulosa actuación de Brando como el mítico revolucionario mejicano en una historia que nos demuestra cómo las revoluciones, se quiera o no, llegan a pervertirse, cómo corrompe el poder hasta hacernos irreconocibles, cómo la esperanza se convierte en el mayor patrimonio de los pobres y el mayor músculo de los débiles y cómo acabar con un mito no es más que hacerlo más, mucho más grande.
Realiza una auténtica payasada, y nunca mejor dicho, con Fugitivos del terror rojo, una típica película de propaganda anti-comunista sobre un circo que, en plena gira, decide evadirse del telón de acero. A pesar de ser una historia real, no es más que un intento del propio Kazan de congraciarse con los sectores conservadores de la industria que recelaban tanto de su pasado izquierdista como de su facilidad delatora.
Sin temor a equívoco, La ley del silencio es la mejor de todas las películas de Kazan. Siendo cierto que nace como una manera de justificar su comportamiento ante el Comité de Actividades Antiamericanas, el film es una obra maestra indiscutible. Desde su acabado formal, calco del pujante neorrealismo italiano de la época, hasta su dramatismo interpretativo con un Brando que rara vez estuvo mejor, una Eva Marie Saint tan frágil como dubitativa, un Lee J. Cobb corrupto, brutal y abyecto, un Rod Steiger que hace frente al tifón Brando con valentía y entrega en la magnífica escena del coche, paradigma perfecto de lo que es el método y un Karl Malden menos sobrio de lo habitual pero sobresaliente como ideólogo de la rebelión de los estibadores. Tampoco hay que olvidar la estremecedora partitura del inigualable Leonard Bernstein, el guión de Budd Schulberg o el fabuloso trabajo del director de fotografía Boris Kaufman con un blanco y negro al borde del documental, poco definido, pero de una efectividad tan enorme que, ante las gélidas aguas del muelle de Nueva York, uno también llega a sentir la dureza del trabajo, los sabañones en los dedos y el deseo de enfundarse una chaqueta caliente a la vez que sueña con poder descargar alguna vez un barco repleto de cajas de whisky.
Seguidamente, Kazan se adentra en territorios bíblicos, otra vez de la mano de Steinbeck, en Al este del Edén, traslación al sur de Estados Unidos de la vieja historia de Caín y Abel con poderosas y contrastadas interpretaciones del mítico James Dean (en la que realiza la mejor interpretación de su corta carrera), Raymond Massey, la excelente Jo Van Fleet y la angelical Julie Harris. En ocasiones sórdida y llena de acción emocional, el film, una vez más, es espléndido, con un muy adecuado uso del color y unos personajes retratados desde el interior, asomándonos a sus atormentadas almas y conciencias, sedientos del cariño extraviado en un paraíso por el que Dios, probablemente, nunca paseó salvo para desterrar a sus imperfectas criaturas. Aquellas que, tal vez, menos se lo merecen.
Un rostro entre la multitud versó sobre la imparable ascensión de una estrella mediática hasta auparse al epicentro de la conciencia social. El film es muy notable, lleno de retratos devastadores entre los que destaca por derecho propio el protagonista encarnado por el cantante Andy Griffith, admirablemente secundado por Patricia Neal, Walter Matthau y Lee Remick. Aún así, el público no quería ver cómo era engañado gracias a un medio que le entusiasmaba como la televisión y la película constituyó otro sonado fracaso.
Al fin, da la campanada con Esplendor en la hierba, otro film de sentimientos, del transcurrir de una vida que nunca debió ser así, de cómo cambian las personas ante el paso de los años, de volver la vista atrás y darse cuenta de que jamás las cosas podrán volver a ser como antes, de la búsqueda del cariño, de oponerse a los deseos de los poderosos, del amor prohibido, de la rebeldía que acaba por convertirse en un vago y lejano recuerdo...
Animado por el éxito que cosecha con Esplendor en la hierba, Kazan se embarca en su producción más ambiciosa: América, América, biografía de su tío, Joe Kazan, que salió de su pueblo natal en Turquía sin apenas nada y consiguió llegar al nuevo continente para, una vez allí, traerse a toda la familia, incluido el propio Elia. Curiosamente la película contiene una interpretación espantosa del protagonista Stathis Giallelis pero no deja de ser la circunscripción de unos límites que un hombre intenta rebasar sin más fuerza que la de su propio trabajo, una historia de superación, de persecución de la libertad, de vida ganada a pulso en medio de un mundo del que dan ganas de emigrar.
El fracaso de América, América es tal que tarda seis años en volver a ponerse tras las cámaras y en 1969 vuelve para rodar El compromiso, basada en una novela suya, sobre un hombre, empresario de éxito, que un día, en una decisión sin meditar, intenta suicidarse. Cuando se recupera se da cuenta de que no tiene nada. Nada. Su mujer le fustiga para que sea más agresivo, sus hijos sólo quieren su dinero y él está aburrido, harto de la vida que, con tanto esfuerzo, ha logrado construir. Un Kirk Douglas inmenso, en una de sus últimas grandes actuaciones, convierte la historia en un estimulante drama, muy cercano al cine que perseguía Kazan pero que estuvo irremediablemente condenada al fracaso al contener tantas cargas de profundidad contra el sueño americano.
Su despedida del cine fue con El último magnate, en el año 1974, un lejano retrato del famoso e inteligente productor cinematográfico de los años treinta Irving Thalberg, que aquí toma el nombre de Monroe Stahr y el rostro de un gran Robert de Niro. Pero Kazan no supo sacar a flote una historia prometedora pero muy mal desarrollada y demasiado contemplativa.
Desde entonces, Elia Kazan abandonó ese espectáculo de luces y sombras que le ha amado tanto como le ha odiado y prefirió dedicarse a la literatura. Muchos productores le tentaron para hacerle regresar pero él siempre se negó. Tal vez porque piensa igual que algunos de sus protagonistas que, en cierta ocasión, recitaron aquel verso de Woodsworth:
“Nada puede ya devolver la hora del esplendor en la hierba, ni de la gloria en las flores”

miércoles, 9 de septiembre de 2009

CUBA (1979), de Richard Lester

Cuando la mitad del cielo es también la mitad del infierno tenemos como resultado Cuba. Tierra necesitada de armas cuando lo que realmente necesitaba eran cerebros, ideas, libertades, derechos. Cuando el caos se adueña de todo un país, el amor se antoja como algo anacrónico, algo que no tiene sitio cuando la revolución y el odio se instala en el lugar de la dictadura. Al fin y al cabo, como bien dijo Lampedusa: “Todo tiene que cambiar para que todo siga igual”. Richard Lester se propuso llevar a cabo una descripción de los últimos días de la dictadura de Batista (que en la película está cronológicamente mal situada puesto que la revolución castrista venció el día de año nuevo de 1959 y en la película se dice que la acción transcurre en ese año) con un estilo que fue saltando metódicamente entre el romanticismo de una historia de amor imposible y el estilo documentalista que nos llena de barro los inmaculados trajes blancos de la opulencia. E incluso en algunos instantes parece que todo lo que sucede en medio del cambio toma la forma del surrealismo para adentrarse en los meandros de una pobreza que necesitaba urgentemente picar el muro de la miseria para hacer que las cosas fuesen un poco diferentes.
Hay que destacar que la más preclara virtud de esta película es la ajustada interpretación de Sean Connery, atormentado y debatido mercenario que tiene que dirimir los pasos de su propio destino que camina entre el amor y el deber, y de Brooke Adams (a quienes los más viejos del lugar recordarán como la chica de La invasión de los ultracuerpos, de Philip Kaufman) que consigue moverse en el filo de lo real y hacernos creer que el engaño es sólo una quimera de los que tienen miedo. Y no cabe ninguna duda de que las intenciones de la película son excepcionales aunque los resultados se queden algo por debajo de lo esperado. El propio Connery admitió que fue un error porque se intentaron mezclar demasiadas historias en un contexto que dominaba en exceso los actos de sus protagonistas. Sin embargo, el film tiene una extraordinaria fotografía de David Watkin (el maestro que nos enseñó la belleza de las imágenes de Memorias de África, de Sidney Pollack) que sorprende por su estilo realista y que hace que, de alguna misteriosa manera, consigamos hasta oler el trabajo de los que no tienen nada que comer, y sentir el burbujeo de las copas de aquellos que aplastaban hasta la asfixia.
Se podría decir que Cuba es una oferta que contiene tantas virtudes como defectos (y una de las más grandes virtudes reside en el gran trabajo que realiza nuestro Gil Parrondo, maestro de la dirección artística, que consigue captar con absoluta maestría los ambientes de aquella Cuba que ya sólo existe en el recuerdo de quienes lo vivieron) y que siempre resulta interesante asistir como espectador al derribo de un país que nunca fue reconstruido pues todo el mundo sabe que las promesas del idealismo se convierten en las realidades de la tiranía.
La historia siempre está llena de pequeños dramas que son los escalones de los que se compone la vida y un pequeño Cuba Libre es el acompañamiento ideal para ver cómo la sabiduría de la resistencia se puede comprar y vender con el nada barato precio de la tristeza del amor que no tiene futuro.

martes, 8 de septiembre de 2009

LA VIUDA ALEGRE (1934), de Ernst Lubitsch

Una combinación entre Ernst Lubitsch y Franz Lehar sólo podría dar como resultado la simétrica composición de un vals exento de verdad pero rebosante de encanto. Más que nada porque Lubitsch se distancia de la posible cursilería de Lehar y convierte la historia en una prima lejana, algo pícara, repleta de elegancia, con la cámara siempre en su sitio y con esa escena, que nunca se me borrará de la memoria, de cientos de bailarines danzando como si fuesen fotografías repetidas a lo largo de un corredor de espejos y lujo. Y es que, permítanme que esboce una sonrisa mientras les digo mi siguiente frase: dense un rato de absoluto placer mientras asisten a la proyección de esta película. Es parte de la gloria. Es un pedazo del delirio que producen las burbujas de un baile interminable. Es pura fantasía para los oídos. Es depurada imaginación para la vista. Y aún más. Es apurada inteligencia para la mente. La puesta en escena es suntuosa pero no se dejen deslumbrar por esa dirección artística que hace que el centro de nuestra mirada se dispare hacia todos los rincones de la pantalla. Céntrense en un argumento bien llevado, con muchas suposiciones, con aún más historias no contadas que la que cuenta, con la maestría absoluta de un hombre que sabía convertir una buena opereta en un ejemplo de comedia de toque y ataque.
Si todavía quieren disfrutar más, es muy sencillo. No miren a esos que ustedes suponen relamidos con gomina y gorgoritos como Maurice Chevalier o Jeannette McDonald. Fíjense en ese extenso y brillantísimo plantel de secundarios encabezados por el siempre divertido Edward Everett Horton y terminados por la irresistible gracia de Una Merkel en el papel de la reina. Sí, porque los ambientes en los que nos vamos a mover son de pura realeza. Más o menos, yo les diría que, mientras la ven y para que el placer sea completo, lo que hay que hacer es prepararse una buena cena, una cena digna de un baile de gala en Maxim´s y dejarse arrastrar por los aires del tres por cuatro en clave de frac. Y ya verán cómo al poco de comenzar, se dispersará por el aire una especie de encantamiento en el que creerán que las paredes son de una blancura de palacio, los suelos son los espejos del movimiento, los techos están tan altos que las lámparas parecerán estrellas y, por un instante, tendremos la sensación de que los hombres de la casa llevan una exagerada brillantina en el cabello y las mujeres, en cuanto se levanten, se cogerán el sobrante de la falda para no caer en la torpeza de un inoportuno traspiés.
La película es soberbia. Quizá a algunos pueda parecer que ha pasado de moda (es el pensamiento que a uno se le viene a la cabeza cuando echa una ojeada al título y a los actores) pero la sorpresa es mayúscula cuando uno tiene la paciencia de sentarse a ver los fotogramas de una historia que jamás podrá ser verdad...pero qué maravillosa sensación poder huir durante un rato no muy largo de la verdad...¿Verdad?
Prepárense para dirigir con presteza la sección de cuerda de sus corazones (que, en el fondo, son muy, muy románticos, que lo sé yo), colóquense bien derecha la pajarita blanca de su impecable pechera y compórtense como unos auténticos caballeros, ofrezcan el brazo a sus parejas. No se corten. Si en la secuencia del vals multitudinario les entran ganas de bailar, háganlo, nadie se va a fijar en ustedes, serán unos de tantos y vivirán con alegría lo que Lubitsch realizó con magia y entretenimiento. El clasicismo es la mejor escuela para seguir las enseñanzas de los maestros. De aquí, de esta película, nacen escenas enteras de My fair lady, de George Cukor; o de La sombra de una duda, de Alfred Hitchcock o del homenaje que el propio Lubitsch se tributa en la inigualable El diablo dijo no. ¿Quieren todavía más? Véanla porque es insuperable, porque es magistral, porque es cine.

viernes, 4 de septiembre de 2009

EL LIBRO DE LA SELVA (1942), de Zoltan Korda


¿Quièn no conoce los secretos de esta historia del niño que se crió en medio de las tierras vírgenes? ¿Quién no se ha extasiado ante la lección moral que Rudyard Kipling destiló al escribir el destino de un niño que creció entre animales y quiso madurar entre los hombres? ¿Quién no se acuerda de una de las múltiples versiones que se han hecho sobre esta extraordinaria novela? No hay mucho más que añadir salvo que, quizá en estos días en que el sol nos está diciendo adiós y la lluvia hace su aparición de verano, es agradable volver a ver esta película. En cierto modo, es como si, al volver al filtro de la luz gris que traspasaba las ajadas persianas de casas de nuestros padres cuando veíamos aquellas “Sesiones de tarde” de los sábados, volviéramos a sentirnos jóvenes, regresáramos, por unos breves instantes, a nuestra sangre joven y a nuestro mirar repleto de una curiosidad que nunca se daba por satisfecha. Tan sólo por eso, por esa sensación de nuestro universo particular tan alejada del arte de hacer cine, merecería la pena volver a ver esta película. Y yo no puedo evitar imprimir mi propia banda sonora de nostalgia cada vez que alguien me cuenta en imágenes el magnífico relato de Kipling.
No hay ninguna duda de que El libro de la selva es la gran historia que la Literatura nos brindó sobre animales y que el cine se encargó de poner un cerco de realidad fantaseada a tal relato. Y sí, se hizo para niños...¿y qué? A mí no me importa volver a ser un niño que se abre paso en una jungla que se puede convertir fácilmente en la parábola de la propia vida que cualquier ser humano tiene que vivir. ¿Qué más da que sea rodeado de las raíces del asfalto o de la aridez impía de una selva que se empeña en tragarte? Tampoco se queda atrás en el descubrimiento de las claves que diferencian a los seres humanos de los animales...y, sin embargo, cada vez parece que nos estamos acercando más los unos a los otros. Es un cuento, una fábula moral, sí....pero ojalá se realizaran más cuentos y fábulas morales para aprender cuál es nuestro sitio en la complejidad del equilibrio natural.
La película por sí misma es brillante, hecha con cuidado y mimo, con una memorable sabiduría en la dirección artística que se estudia en algunas escuelas de cine del Reino Unido y que, además, retiene un poder considerable en sus exóticas imágenes, en su excepcional puesta en escena bajo la supervisión de hombres que amaban al cine por encima de cualquier otra cosa.
Y es que, seamos sinceros, en algún lugar de nuestro corazón de niños, la jungla tiene un carisma que hace que seamos incapaces de mirar hacia otro lado mientras nos hablan de osos, panteras, monos y ciudades perdidas y sólo entonces es cuando hay algo en nosotros que desea saber hablar con los animales, conocer la senda de los elefantes y comprender que los sentimientos y las sensaciones no son patrimonio exclusivo del hombre. Hay que abrir bien los ojos si no queremos dejarnos cegar por unas tierras vírgenes que nos atrapan al más mínimo descuido...y hay que tener mucho cuidado porque la selva está repleta de serpientes, incluso si sólo queremos cruzar al otro lado de la calle.

jueves, 3 de septiembre de 2009

JAMES MASON: EL TURBIO ENCANTO


Si ha habido algún actor que expresara al mismo tiempo el lado más turbio del ser humano y su inmenso atractivo, ése, sin duda, ha sido James Mason. En ocasiones, su enorme talento fue absolutamente desaprovechado y, cuando más brillante ha sido, es cuando ha tenido un director que sabía explotar su aparente hieratismo y transformarlo en un velo protector que púdicamente cubriera una inquietante personalidad de muy oscuras motivaciones. Pero el gran mérito de Mason es que lo conseguía con una sorprendente naturalidad que contrastaba, por ejemplo, con el estilo de Laurence Olivier (con el que tuvo que aguantar aceradas comparaciones) que era mucho más meditada y quizá, también, más agresiva. Sus personajes siempre fueron muy complejos, hombres situados en fuertes encrucijadas morales y, con frecuencia, obsesivos y refinados.
Después de intervenir en un buen puñado de películas británicas que calmaron su natural tendencia teatral, comenzó a llamar a las puertas de Hollywood a través de una serie de papeles de enorme interés, como el médico lleno de bondad e ira por la injusticia social de Atrapados, de Max Ophüls; o el narrador, es decir, el escritor Gustave Flaubert en Madame Bovary; o el enigmático protagonista de esa película llena de brujería, hechizo y sobrenaturalidad que es Pandora y el holandés errante, rodada en la Costa Brava por el legendario y extraño Albert Lewin y, por supuesto, llama poderosamente la atención su encarnación del Mariscal Erwin Rommel en El zorro del desierto (un personaje que interpretó dos veces en el cine al reunir con convicción el atractivo aristócrata del gran militar alemán y la perfecta dualidad de su genio táctico combinado con un implícito desprecio al régimen para el que trabajaba). Tanto es así que Joe Mankiewicz no lo duda y le quiere a toda cosa para el personaje de Ulises Diello en la extraordinaria Operación Cicerón, el camarero que se hace espía no como un fin, sino como un medio para ascender en la escala social que Mason borda con absoluto dominio en una auténtica joya del cine.
Nuevamente Mankiewicz es el que le otorga un papel de excepcional lucimiento: el Brutus de Julio César. Aquí, Mason está excepcional dando la réplica al Brando más sorprendentemente brillante. Nadie como él para encarnar al “hombre honrado” por excelencia, como irónicamente así lo califica Marco Antonio en su mítico discurso en la escalinata del Senado que, por otra parte, sí lo es, pues Brutus es el único al que le mueve un interés en servir al bien común y, a su alrededor, Mason le confiere de una sombra de lucha interna, de debate moral permanente que enrique al personaje de tal manera que Mason es Brutus, al que Marco Antonio define al final como “todo un hombre”.
Vuelve a ser el Mariscal Rommel en Las ratas de desierto, de Henry Hathaway, y despliega su gran estilo como el malvado y atrayente Sir Brack de El príncipe valiente para, luego, componer uno de sus más grandes personajes: el Norman Maine de Ha nacido una estrella. Su brillante actuación en un asumido segundo plano frente a la portentosa interpretación de Judy Garland hace que esté presente en la escena incluso cuando no está, con una maravillosa cadencia expresiva que pasa, casi imperceptiblemente, del tono mayor con el que comienza la película al decidido tono menor con el que finaliza. Y quién puede dudar de que protagoniza uno de los suicidios más hermosos que se han visto en el cine...
Richard Fleischer ve en él al mítico Capitán Nemo de Veinte mil leguas de viaje submarino y sabe vestir al personaje de un lado ciertamente heroico, otro enormemente sociopático y aún otro arrebatadoramente oscuro en un difícil equilibrio que se compensa con la sobriedad del magnífico Paul Lukas y del divertido exceso de Kirk Douglas.
En 1956, rueda con Nicholas Ray una estremecedora película sobre los efectos de la cortisona tomada con adicción en la más que notable Más poderoso que la vida y, a continuación, otra de sus cumbres: el refinado Philip Van Damm de Con la muerte en los talones, sobriedad y elegancia de un malvado que también puede enamorarse frente al festival que proporciona Cary Grant. La admirable capacidad de desdoblamiento de Mason parece sugerir aquí hasta una curiosa relación homosexual con la colaboración de Martín Landau elaborando, con algunas de sus expresiones, todo un poema al asco de la violencia, al dolor físico y moral, al engaño y a la crueldad. Todo eso en un solo malvado.
Vuelve al universo de Julio Verne con la mejor adaptación hasta la fecha de Viaje al centro de la Tierra y, en 1962, Stanley Kubrick le requiere para interpretar el que es, quizá, el mejor papel de su carrera: el Profesor Humbert Humbert de Lolita. Adaptación de la novela de Vladimir Nabokov, nadie más puede ser el profesor pederasta, brillante, turbio hasta el azabache y ridículo hasta la exasperación. Nadie (ni siquiera Jeremy Irons) puede alcanzar tal grado de torpeza, de sugerir un rechazo tan cercano al asco, de planear una venganza tan teatral como inútil, de la falta total de sentido del humor, de la cruel humillación a la que se somete sin darse cuenta y por propia voluntad, de la degeneración más intelectual...Mason, sencillamente, está fabuloso y único. Con su actuación tan repleta de matices, Kubrick pudo dar a entender todo lo que la censura no le dejó mostrar. Magistral.
Después de intervenir en un par de sonados fracasos, donde, de verdad, demuestra su gran talento es en esa desconocida y magnífica película de Sidney Lumet basada en la novela de John Le Carré titulada Llamada para un muerto en un atormentado papel de un hombre con graves problemas en su vida íntima que debe investigar el suicidio de un compañero del servicio de inteligencia británico que, a su vez, sirve de tapadera para toda una apasionante intriga. Aquí, Mason, ya en su madurez, da vida al típico hombre gris del espionaje inglés que oculta una gran inteligencia que, a su vez, no alcanza la plenitud debido a su grave situación personal. La película está llena de suspense y de drama hábilmente combinados a través de las intensas interpretaciones, no sólo de Mason, sino de Harriet Anderson, Simone Signoret y Maximillian Schell, además de contar con una espléndida banda sonora de Quincy Jones.
Al poco tiempo, a Mason se le diagnostica una enfermedad cardíaca y decide centrarse en papeles secundarios y en la menos dificultosa tarea televisiva y se pone al servicio de John Huston en la subvalorada El hombre de Mackintosh. A partir de aquí, repartirá su trabajo entre Europa y América en una etapa de la que podemos destacar el duro papel de oficial alemán que desempeña en la estupenda y menospreciada La cruz de hierro, de Sam Peckinpah, que contrasta con el meramente episódico papel que realiza en Los niños del Brasil, de Franklin Schaffner, donde coincidió con Olivier. Su trabajo más destacable es la notabilísima creación que hace del Doctor Watson en la excelente Asesinato por decreto, de Bob Clark, una muy aceptable película sobre el detective de Baker Street que tuvo esta vez, los rasgos de Christopher Plummer.
Ya en los ochenta, Mason se descuelga con una fantástica interpretación llena de intensidad dramática e implacable en Veredicto final, una formidable película de Sidney Lumet en la que daba vida al abogado Concannon, temible rival de Paul Newman en una sala de juicios. Mason dota a su personaje de una irritante prepotencia escondida detrás de una ambigua sonrisa que proporciona una digna respuesta a la muy poderosa actuación de Newman al encarnar a un letrado inundado de medios para la investigación y machacar a sus contrincantes con una aplastante seguridad.
Tras su muerte, debida a su enfermo corazón, aún se estrenaron dos películas que no tuvieron ningún éxito aunque una de ellas es simplemente espléndida. Se trata de La cacería, de Alan Bridges, un retrato despiadado de la aristocracia británica con crimen de por medio que podríamos definir de refinadamente inquietante y que destaca por la interpretación colectiva de una buena retahíla de poderosos y segurísimos actores británicos.
Años después de sus más estelares interpretaciones, del turbio encanto de Mason aún emana una potencia que se aproxima deliciosamente a la modernidad. Ojalá pudiera reescribir este artículo con un estilo suficientemente inquietante como para dar a conocer el lado más oscuro de la condición humana y que, debido a ese atractivo en penumbra, nadie pudiera despegar los ojos del papel.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

EL CASTILLO DE DRAGONWYCK (1946), de Joseph L. Mankiewicz

Entre las piedras de la amargura es donde se edifica el auténtico miedo. Lo fantasmal se convierte en algo muy cercano y, a menudo, los espectros habitan dentro de lo que, por fuera, puede parecer encantador. Los monstruos, pequeña, somos nosotros, y el asesinato para satisfacer la sed de terror es algo totalmente justificado. Lo gótico se alea con lo humano y, de repente, parece que las piedras hablan y se estrechan, que la claustrofobia vence a la inocencia y todo se convierte en una pesadilla nacida desde las mismas entrañas de la locura.
Hoy, en el salón, el estremecimiento hará una visita incómoda. Encogeremos los hombros, como si una ráfaga de viento helado nos acariciara con la sutilidad de lo presentido, y haremos que los ojos bailen intentando encontrar un escape al pánico. La historia de hoy es demasiado real para ser terrorífica, es demasiado certera para ser verdad, es demasiado oscura para que apaguemos la luz. Los causantes del miedo somos los propios hombres que ya no tienen ningún rumbo, que ya no tienen puerto en el que atracar, que ya no tienen eso que hemos dado en llamar destino.
Y como testigos estarán las siniestras piedras que acogen toda la trama como un inmenso escenario de poesía y miedo. En la estela que seguimos ahí están películas como Rebeca, de Alfred Hitchcock; o Alma rebelde, de Robert Stevenson. Pero aquí viramos un poco hacia la losa fría, hacia el relente del espinazo, hacia algo que sabemos desde el principio pero que nos atemoriza ir descubriendo con una narración tan sabiamente llevada en el debut como director de ese maestro de maestros que fue Joseph L. Mankiewicz y que nos hace visitar el melodrama, la tragedia social, la belleza decimonónica del pavor y termina moviéndonos en la agobiante atmósfera de lo macabro. En su estilo siempre tan teatral, el director nos irá diciendo las cosas sin llegar a decírnoslas y nos convertirá en espectadores cómplices de un camino que lleva directamente a la campiña de la muerte.
Por encima de la belleza de Gene Tierney y de la deliciosa veteranía de Walter Huston prevalece la absorbente y contenida actuación de Vincent Price, que construye su personaje bajo la directa inspiración de los relatos de Edgar Allan Poe y fortificándolo con una ambigüedad que desvela el terrible desequilibrio que le azota. Alrededor de él, Mankiewicz (que heredó la película porque Ernst Lubitsch se negó a dirigir y porque insistió a gritos en tomar él los mandos después de una notable carrera como productor) impone una banda sonora espléndida y una penumbra envolvente y nos vira desde un aparente folletín de época hasta un apasionante retrato del suspense.
En ocasiones, hay que escalar altas murallas de sentimientos y de lujo para poder superar la inocencia. No se pueden quedar como inocentes sin verla. Es buena a rabiar.