miércoles, 2 de septiembre de 2009

EL CASTILLO DE DRAGONWYCK (1946), de Joseph L. Mankiewicz

Entre las piedras de la amargura es donde se edifica el auténtico miedo. Lo fantasmal se convierte en algo muy cercano y, a menudo, los espectros habitan dentro de lo que, por fuera, puede parecer encantador. Los monstruos, pequeña, somos nosotros, y el asesinato para satisfacer la sed de terror es algo totalmente justificado. Lo gótico se alea con lo humano y, de repente, parece que las piedras hablan y se estrechan, que la claustrofobia vence a la inocencia y todo se convierte en una pesadilla nacida desde las mismas entrañas de la locura.
Hoy, en el salón, el estremecimiento hará una visita incómoda. Encogeremos los hombros, como si una ráfaga de viento helado nos acariciara con la sutilidad de lo presentido, y haremos que los ojos bailen intentando encontrar un escape al pánico. La historia de hoy es demasiado real para ser terrorífica, es demasiado certera para ser verdad, es demasiado oscura para que apaguemos la luz. Los causantes del miedo somos los propios hombres que ya no tienen ningún rumbo, que ya no tienen puerto en el que atracar, que ya no tienen eso que hemos dado en llamar destino.
Y como testigos estarán las siniestras piedras que acogen toda la trama como un inmenso escenario de poesía y miedo. En la estela que seguimos ahí están películas como Rebeca, de Alfred Hitchcock; o Alma rebelde, de Robert Stevenson. Pero aquí viramos un poco hacia la losa fría, hacia el relente del espinazo, hacia algo que sabemos desde el principio pero que nos atemoriza ir descubriendo con una narración tan sabiamente llevada en el debut como director de ese maestro de maestros que fue Joseph L. Mankiewicz y que nos hace visitar el melodrama, la tragedia social, la belleza decimonónica del pavor y termina moviéndonos en la agobiante atmósfera de lo macabro. En su estilo siempre tan teatral, el director nos irá diciendo las cosas sin llegar a decírnoslas y nos convertirá en espectadores cómplices de un camino que lleva directamente a la campiña de la muerte.
Por encima de la belleza de Gene Tierney y de la deliciosa veteranía de Walter Huston prevalece la absorbente y contenida actuación de Vincent Price, que construye su personaje bajo la directa inspiración de los relatos de Edgar Allan Poe y fortificándolo con una ambigüedad que desvela el terrible desequilibrio que le azota. Alrededor de él, Mankiewicz (que heredó la película porque Ernst Lubitsch se negó a dirigir y porque insistió a gritos en tomar él los mandos después de una notable carrera como productor) impone una banda sonora espléndida y una penumbra envolvente y nos vira desde un aparente folletín de época hasta un apasionante retrato del suspense.
En ocasiones, hay que escalar altas murallas de sentimientos y de lujo para poder superar la inocencia. No se pueden quedar como inocentes sin verla. Es buena a rabiar.

2 comentarios:

Sisifo1984 dijo...

Y lo que yo digo es: ¿Tiene alguna mala pelicula el maestro Mankiewicz?

César Bardés dijo...

En mi opinión, ninguna. Te podrá gustar más o menos lo que cuenta, pero su filmografía es de una calidad extraordinaria. Es uno de los mejores.