jueves, 10 de septiembre de 2009

ELIA KAZAN: CENTENARIO PARA UN MÉTODO


Quizás haya sido el mejor director teatral de todos los tiempos. Co-fundador del Group Theatre, movimiento y compañía imprescindible en la escena de vanguardia de los años treinta y cuarenta, e introductor del famoso método de Stanislavsky a través del mítico Actor´s Studio junto a Lee Strasberg que dio lugar a la más productiva generación de actores norteamericanos, Elia Kazan también se yergue como precursor de los fundamentos interpretativos en los que se basan la gran mayoría de las actuaciones que podemos ver hoy en día.
A pesar de ese borrón indeleble en su carrera causado por su delación de dieciocho compañeros del Partido Comunista ante el Comité de Actividades Antiamericanas, nadie puede negar su tremenda aportación al cine en todo lo referente a la dirección de actores. Sin embargo, su extrema vanidad, un enemigo mucho mayor que su pasado delator, le condicionó notablemente a la hora de elegir sus repartos, no siempre acertados, proclamando, con orgullo, que los actores que no seguían el método no eran auténticos actores porque no sentían interiormente sus personajes. Así, al mismo tiempo que ensalzaba sin límites a Marlon Brando “por su inteligencia, precisión y porque prepara a conciencia sus personajes sabiendo lo que sienten y piensan a través de una capacidad de improvisación asombrosa” también llegó a decir que “Spencer Tracy no era un buen actor. No se saltaba ni añadía ni una sola coma del diálogo”.
Su consagración cinematográfica, siendo ya notorio su prestigio teatral le vino con La barrera invisible, un vistazo comprometido al racismo, en este caso sobre los judíos, acerca de un periodista que intenta llegar al núcleo moral de la xenofobia haciéndose pasar él mismo por judío para conocer de primera mano las dificultades que, en ese momento, podían tener las personas de esa raza para llevar una vida normal. Kazan no quedó nada contento con el trabajo de Gregory Peck acusándole de ser un actor inexpresivo y, aunque el film, en la fecha del estreno, fue muy atrevido (es la primera película americana en la que se pronuncia la palabra “judío”) y cosechó un rotundo éxito, entre otros, el primer Oscar para Kazan, hoy, su tratamiento nos parecería de una ingenuidad que coquetearía peligrosamente con la cobardía.
Más tarde, Kazan realiza un film policiaco muy notable: Pánico en las calles. Con un argumento de gran modernidad como es la búsqueda de un virus por la ciudad de Nueva York, la película es brillante y apasionante, con una más que apreciable actuación de Richard Widmark y el excelente Paul Douglas y un uso innovador del plano-secuencia con una especial atención por parte del director hacia la acción y el sonido por encima de la expresividad de los rostros.
A continuación, catapulta a la fama a Marlon Brando con la adaptación de la obra de Tennessee William Un tranvía llamado Deseo. Aquí, Kazan respetó la estructura teatral con un estilo lleno de situaciones dramáticas y claustrofóbicas renunciando, con indudable acierto, a la movilidad propia del estilo cinematográfico. Además, todo el elenco es magistral. Desde el rudo y mugriento polaco de piel de camiseta empapada en sudor interpretado por Brando hasta la serenidad contenida de Karl Malden o el soberbio contrapeso de Kim Hunter pasando por la asombrosa lección de Vivien Leigh como esa vieja señorita del paraíso llamada Blanche DuBois, mitad mujer, mitad locura, desquiciada por demasiadas noches sin amor y cuya felicidad se antoja tan lejana como sus románticos sueños de pasados esplendores y futuros de esperanza marchitada.
Viva Zapata es otra de las grandes películas de Kazan. Cuenta con un extraordinario guión del gran John Steinbeck y una memorable partitura de Alex North amén de la fabulosa actuación de Brando como el mítico revolucionario mejicano en una historia que nos demuestra cómo las revoluciones, se quiera o no, llegan a pervertirse, cómo corrompe el poder hasta hacernos irreconocibles, cómo la esperanza se convierte en el mayor patrimonio de los pobres y el mayor músculo de los débiles y cómo acabar con un mito no es más que hacerlo más, mucho más grande.
Realiza una auténtica payasada, y nunca mejor dicho, con Fugitivos del terror rojo, una típica película de propaganda anti-comunista sobre un circo que, en plena gira, decide evadirse del telón de acero. A pesar de ser una historia real, no es más que un intento del propio Kazan de congraciarse con los sectores conservadores de la industria que recelaban tanto de su pasado izquierdista como de su facilidad delatora.
Sin temor a equívoco, La ley del silencio es la mejor de todas las películas de Kazan. Siendo cierto que nace como una manera de justificar su comportamiento ante el Comité de Actividades Antiamericanas, el film es una obra maestra indiscutible. Desde su acabado formal, calco del pujante neorrealismo italiano de la época, hasta su dramatismo interpretativo con un Brando que rara vez estuvo mejor, una Eva Marie Saint tan frágil como dubitativa, un Lee J. Cobb corrupto, brutal y abyecto, un Rod Steiger que hace frente al tifón Brando con valentía y entrega en la magnífica escena del coche, paradigma perfecto de lo que es el método y un Karl Malden menos sobrio de lo habitual pero sobresaliente como ideólogo de la rebelión de los estibadores. Tampoco hay que olvidar la estremecedora partitura del inigualable Leonard Bernstein, el guión de Budd Schulberg o el fabuloso trabajo del director de fotografía Boris Kaufman con un blanco y negro al borde del documental, poco definido, pero de una efectividad tan enorme que, ante las gélidas aguas del muelle de Nueva York, uno también llega a sentir la dureza del trabajo, los sabañones en los dedos y el deseo de enfundarse una chaqueta caliente a la vez que sueña con poder descargar alguna vez un barco repleto de cajas de whisky.
Seguidamente, Kazan se adentra en territorios bíblicos, otra vez de la mano de Steinbeck, en Al este del Edén, traslación al sur de Estados Unidos de la vieja historia de Caín y Abel con poderosas y contrastadas interpretaciones del mítico James Dean (en la que realiza la mejor interpretación de su corta carrera), Raymond Massey, la excelente Jo Van Fleet y la angelical Julie Harris. En ocasiones sórdida y llena de acción emocional, el film, una vez más, es espléndido, con un muy adecuado uso del color y unos personajes retratados desde el interior, asomándonos a sus atormentadas almas y conciencias, sedientos del cariño extraviado en un paraíso por el que Dios, probablemente, nunca paseó salvo para desterrar a sus imperfectas criaturas. Aquellas que, tal vez, menos se lo merecen.
Un rostro entre la multitud versó sobre la imparable ascensión de una estrella mediática hasta auparse al epicentro de la conciencia social. El film es muy notable, lleno de retratos devastadores entre los que destaca por derecho propio el protagonista encarnado por el cantante Andy Griffith, admirablemente secundado por Patricia Neal, Walter Matthau y Lee Remick. Aún así, el público no quería ver cómo era engañado gracias a un medio que le entusiasmaba como la televisión y la película constituyó otro sonado fracaso.
Al fin, da la campanada con Esplendor en la hierba, otro film de sentimientos, del transcurrir de una vida que nunca debió ser así, de cómo cambian las personas ante el paso de los años, de volver la vista atrás y darse cuenta de que jamás las cosas podrán volver a ser como antes, de la búsqueda del cariño, de oponerse a los deseos de los poderosos, del amor prohibido, de la rebeldía que acaba por convertirse en un vago y lejano recuerdo...
Animado por el éxito que cosecha con Esplendor en la hierba, Kazan se embarca en su producción más ambiciosa: América, América, biografía de su tío, Joe Kazan, que salió de su pueblo natal en Turquía sin apenas nada y consiguió llegar al nuevo continente para, una vez allí, traerse a toda la familia, incluido el propio Elia. Curiosamente la película contiene una interpretación espantosa del protagonista Stathis Giallelis pero no deja de ser la circunscripción de unos límites que un hombre intenta rebasar sin más fuerza que la de su propio trabajo, una historia de superación, de persecución de la libertad, de vida ganada a pulso en medio de un mundo del que dan ganas de emigrar.
El fracaso de América, América es tal que tarda seis años en volver a ponerse tras las cámaras y en 1969 vuelve para rodar El compromiso, basada en una novela suya, sobre un hombre, empresario de éxito, que un día, en una decisión sin meditar, intenta suicidarse. Cuando se recupera se da cuenta de que no tiene nada. Nada. Su mujer le fustiga para que sea más agresivo, sus hijos sólo quieren su dinero y él está aburrido, harto de la vida que, con tanto esfuerzo, ha logrado construir. Un Kirk Douglas inmenso, en una de sus últimas grandes actuaciones, convierte la historia en un estimulante drama, muy cercano al cine que perseguía Kazan pero que estuvo irremediablemente condenada al fracaso al contener tantas cargas de profundidad contra el sueño americano.
Su despedida del cine fue con El último magnate, en el año 1974, un lejano retrato del famoso e inteligente productor cinematográfico de los años treinta Irving Thalberg, que aquí toma el nombre de Monroe Stahr y el rostro de un gran Robert de Niro. Pero Kazan no supo sacar a flote una historia prometedora pero muy mal desarrollada y demasiado contemplativa.
Desde entonces, Elia Kazan abandonó ese espectáculo de luces y sombras que le ha amado tanto como le ha odiado y prefirió dedicarse a la literatura. Muchos productores le tentaron para hacerle regresar pero él siempre se negó. Tal vez porque piensa igual que algunos de sus protagonistas que, en cierta ocasión, recitaron aquel verso de Woodsworth:
“Nada puede ya devolver la hora del esplendor en la hierba, ni de la gloria en las flores”

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