miércoles, 16 de septiembre de 2009

LA HERENCIA DEL VIENTO (1960), de Stanley Kramer

Henry Drummond (Spencer Tracy) es uno de esos personajes que siempre he deseado ser. Cuando acepta defender a un pobre profesor de Hillsboro por atreverse a introducir en sus clases las teorías de Darwin en contra de las enseñanzas de la Santa Biblia, no quiere reducir a cenizas las creencias. Quiere dar una lección al fanatismo que se ciega ante la razón porque, como bien dice en el transcurso del juicio: "la idea de un hombre es un monumento mucho mayor que una catedral". Dejarse llevar por el dogma de fe hasta las últimas consecuencias es tan peligroso como desarticular las convicciones que hacen mejores a las personas mediante los postulados de la razón.
Nunca es cierta aquella máxima de "o estás conmigo o estás contra mí" provenga del lado que sea. En otra frase de moderación ejemplar, Drummond llega a decir a su rival Matt Brady (Fredric March): "La Biblia es un libro...y un buen libro...pero no el único libro". La razón nunca es absoluta y la construcción del raciocinio humano tiene que ser cimentada mediante la combinación del conocimiento, y sólo así se puede llegar a la ansiada conclusión que evoque en profundidad la naturaleza del espíritu humano. El inmovilismo que produce el no salir de lo que es aceptado como verdad absoluta y cánon de vida es sólo para las mentes con propensión a echar el cerrojo por temor a las nuevas ideas, a la mera innovación informativa y lógica. Es decir, todo esto que acabo de decir no es más que una diatriba contra la ignorancia del que no puede juzgar simplemente porque no tiene el conocimiento necesario, pecado original del hombre que, cuando está exento de razón, siempre quiere poseerla.
Estar encerrado en unas letras sólo porque nos han enseñado y hemos llegado a creer que pueden provenir de una mano divina es uno de los mayores errores en los que puede caer el hombre. Si Dios existe, seguro que no es un Dios de miedo. Si el hombre vino del mono, seguro que tampoco fue del todo ciencia...
Siempre he quedado impresionado cada vez que he visto esta película. En parte por las interpretaciones casi heroicas de Spencer Tracy, Fredric March y Gene Kelly en el que, sin duda, es su mejor papel dramático, pero también porque es una de esas películas que me enseñó a ser mejor persona, que me enseñó ser un poco menos ignorante y también me enseñó cuál es el auténtico significado de la palabra "tolerancia".
El fanatismo ante cualquier idea sólo pudre el avance del ser humano. Y aquí se nos avisa tanto de la sinrazón dogmática como del cinismo nihilista que cree que para cambiarlo todo, hay que derribarlo todo. La película, maravillosa, no defiende el relativismo...defiende el conocimiento y la capacidad de pensar porque, tal vez, la fe y la razón unidas sean los elementos necesarios que hicieron que el hombre evolucionara de un ser inferior y dejara de ser el eterno heredero del viento más salvaje.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Que curioso, tus dos últimos post (vuelvo a escribir raudo porque ya recojo y me voy) esperados y ansiados tienen bastante en común. Las películas, al menos.
Las dos efectivamente nos hacen mejores personas, una como tu dices dando valor al conocimiento, a la tolerancia, diciendo no al fanatismo. La otra habla de la exigencia de pensar antes actuar en base a la obediencia ciega.
Habla del mal del orgullo.

La obediencia, las creencias fanaticas, el no buscar respuestas, el seguir porque está escrito u ordenado nos hace menos personas, menos humanos.

Ambas películas empujan al humanismo. Las dos son formidables.

Silvo encima del puente, blasfemo mientras muero por la estupidez de un coronel inconsciente. Defiendo la evolución, también la humana, desde que se plantea los porqués.
Disfruto a Alec Guinnes,a Spencer Tracy, a Holden, a Kelly, a March...A Wolf.

Gracias.

César Bardés dijo...

Siempre he pensado que todos aquellos a los que el cine nos ha arrebatado con gusto una parte de nuestra vida tienen un pequeño estanque de humanismo en su interior. Creo que una de las misiones del arte, en general, es la de potenciar nuestro escondido sentimiento humanista que, con el cine, crece y nos acerca de nuevo hacia el arte.
En ese humanismo artístico, estético y asistido también he creído que no había lugar para el fanatismo, ni para la obediencia ciega, ni para el orgullo, ni el conformismo idealista. La misión de los que amamos el cine es buscar por qués nuevos inspirados por todo lo que nos cuentan los verdaderos artistas, acechar cómos como si fuéramos cazadores de la razón, atrapar dóndes cuando se muestran escurridizos en las todas las mentiras que, día a día, se nos cuentan en el mundo en que vivimos a través de los medios de comunicación. Y, sin embargo, aún encuentro manifestaciones de intolerancia, de orgullo ciego, de seguimientos de manual a pie juntillas...y entonces vuelvo a intentar ser Henry Drummond y razonar en mi interior. Ver qué es lo que lleva a alguien decir algo con vehemencia y sin admisión de raciocinio. Asistir a frases que son auténticas barbaridades intentando poner algo de coherencia en el fondo de lo que se quiere decir. A veces, por supuesto lo confieso, no lo consigo pero otras, sí. Cuando llego a la utilidad de la razón, entonces es cuando sé que el cine es el culpable de que yo haya conseguido comprender, al menos, una parte de lo que se ha dicho.
Gracias por un elogio tan grande que coloca mi modesto mote al lado de nombres como Tracy, Guinness, Holden, Kelly o March.