viernes, 27 de noviembre de 2009

CONFIDENCIAS A MEDIANOCHE (1960), de Michael Gordon


Estamos ante la expresión máxima de las comedias de “teléfonos blancos”, raíz y nacimiento de ese género que, en esta ocasión, cuenta con un ocurrente guión lleno de giros inesperados que tiene en Rock Hudson al principal de sus activos (nunca he sido fan devoto de Doris Day), aportando planta, clase, estilo, elegancia y alguna que otra sonrisa cómplice como sana expresión de un humor que no duda en ridiculizarse a sí mismo. El guión de Stanley Shapiro es modélico (no en vano, fue ganador de un Oscar) y la dirección del veterano Michael Gordon es clásica y sin complicaciones. Se cuenta una historia para sonreír, para tener una sensación de estar pasando un gran rato viendo una nadería bien hecha, para disfrutar viendo a Hudson fingiendo ser homosexual en una ironía que el cine se encargó de hacer vida...Todo ello, razonablemente sazonado con unas buenas dosis predecibles pero que en ningún momento pierden encanto. El resultado, naturalmente, es una película que se deja ver igual que se degusta un delicioso cóctel en un local de cierta categoría acompañado de una mujer que lleva un ajustado vestido a juego con la melodía de un piano que deja entrever un cierto desenfado.
Siempre es difícil intentar definir o hablar de una película como Confidencias a medianoche porque, al fin y al cabo, es cine que se convierte en puro entretenimiento y que se niega tercamente a ser algo más. Y entre juegos y conversaciones telefónicas entre Day y Hudson hay que destacar la maravillosa interpretación, entremés cómico entre la ligereza del argumento, que realiza la espléndida Thelma Ritter, secundaria entre secundarias e injustamente tratada por el destino (seis nominaciones y no llegó a ganar nunca) pero que aquí hace que la sonrisa rompa en carcajada, que la gracia sea un arte emanado de unas arrugas tan sabias que parece que se han formado en nuestras propias casas y, por supuesto, cuna de inspiración para tantas y tan buenas comedias de situación que hemos disfrutado a través de la televisión desde aquella mágica Enredo.
Claro que, para no caer en el feminismo más recalcitrante, también hay que destacar por el lado varonil a un Tony Randall que lleva el lado contrario de la comicidad, consiguiendo la risa a través de rostros sin expresión, viajando sin escalas por las llanuras de la perplejidad y, como siempre, siendo ese personaje donaire que tan bien supo retratar el teatro clásico de tiempos remotos en los que el teléfono no existía. (Por cierto, si hubiera existido cuán aburridas hubieran sido algunas de las comedias de Lope o Calderón).
Cuidado, si están viendo y suena el siempre molesto teléfono...no lo cojan. Puede que escuchen lo que no quieran oír. Puede que eso sea el principio de una gran conversación...

jueves, 26 de noviembre de 2009

UN LUGAR DONDE QUEDARSE (2009), de Sam Mendes


John Ford siempre decía que detrás de una gran película había que realizar una película pequeña y eso mismo es lo que ha hecho Sam Mendes después de dejarnos con el corazón arrasado y destruir todos los tópicos del sueño americano con Revolutionary road. Ha reunido los pedacitos que nos había desperdigado por el suelo y los ha vuelto a juntar con sumo cuidado, con bases bien sólidas de historia muy modesta pero contada desde la sabiduría y la falta de pretensiones.
Así nos ha dejado algún resquicio para la esperanza, presentándonos a una pareja de Ulises modernos que, ante la proximidad de ser padres, van buscando algún lugar donde echar raíces, donde asentar las convicciones de su vida para ser mejor de lo que son porque, al fin y al cabo, eso es lo que significa ser padres. Por el camino, harán parada en el egoísmo sin contemplaciones, en la falta absoluta de responsabilidad de otros padres que parecen recién salidos del manicomio, en la perplejidad que les produce aún otra pareja que se ha inventado un estilo de vida que parece sacado del manual “haz el amor y no la guerra...pero con los niños delante” (majaderos como éstos das una patada en el suelo y salen cinco) y que además te miran por encima del hombro porque no compartes su bobada y te creen un ignorante, en la decepción de quien todavía no se ha realizado en la vida, en el dolor de una separación que hace que en una cama elástica se juren amor eterno prometiendo cosas que son imposibles pero que son reales, en la impotencia de poderse prolongar por mediación de los hijos naturales recurriendo a la adopción no como un fin, sino como un medio...El gran mérito de todo esto es que Sam Mendes, en lugar de sumergirnos en un dramón de lágrima y media nos mueve en una comedia de sonrisa muy larga y sabe reflejar, con un mirar profundo, todos esos miedos que nos han sacudido a todos los que alguna vez hemos sido padres y hemos estado bajo el poder de la influencia de los demás.
Y el caso es que la búsqueda de un sitio donde echar raíces donde se hace crecer un hogar tiene una respuesta más fácil que todo eso. No hace falta tanto peregrinaje, ni tanto vaivén. No es necesario mirarse en los espejos deformantes de los demás para poder tener un ápice de seguridad de que lo vas a hacer bien, de que te equivocarás como todos pero de que también acertarás y que el premio será un beso inesperado de tu hijo, o unas palabras espontáneas dichas desde la inocencia, o un sencillo dibujo en el que te verás reflejado a través de sus ojos. Somos seres que vivimos desde la comparación cuando, en realidad, somos capaces de crear. Y ser padre es lo más creativo a lo que pueden aspirar un hombre y una mujer.
En realidad, esa isla ansiada, ese lugar ideal, donde corra el aire, luzca el sol, el arpa de hierba no deje de sonar en los árboles, el marco donde nuestro hijo depositará la riqueza incalculable de sus recuerdos es en el rincón de los brazos de la persona a la que hemos amado tanto que hemos decidido tener un hijo con ella. Ahí es donde está el lugar donde quedarse. Ahí es donde crecen las edades para convertirse en años. Ahí es donde un niño podrá reírse con ganas hasta que sea un hombre. Por todas estas estaciones nos lleva el director Sam Mendes y el resultado es una película agradable, bonita, sincera, certera. Y de una película pequeña salimos con sentimientos grandes, alguna que otra carcajada e incluso algún gesto afirmativo como reconociendo en esa situación aquella vez que nos pasó a nosotros algo parecido. El viaje es una vida. Y el destino consiste en darse cuenta de que al lado de quien realmente amas todo es cálido y que ahí mismo, en el hueco entre él y ella, es donde los niños tienen que crecer, y lo harán en el mejor sitio del mundo. Y si no pregunten a sus hijos. Quizá queden sorprendidos si contestan que quieren crecer en cualquier sitio mientras papá y mamá estén juntos.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

UN CEREBRO MILLONARIO (1968), de Eric Till

No cabe duda de que, quizás, el mejor trabajo de Peter Ustinov como guionista lleva el insigne nombre de La fragata infernal pero Un cerebro millonario, también debida a su pluma y a su siempre interesante interpretación, puede destacarse por ser una historia de actitud muy relajada y con un sentido del humor muy inglés pero muy efectivo, tanto es así que Ustinov, en su guión, opta por ridiculizar ese sentido del humor tan manierista, afectado, particular e isleño que exhiben los ingleses convirtiendo el film no sólo en una comedia sino también en una parodia. No en vano, el sentido del humor inglés tiene tanto de fraude como la misma historia que Ustinov nos cuenta...un fraude de millones de libras.
No cabe duda de que no es un film redondo, tiene sus defectos y para los espectadores más modernizados es evidente que encontrarán ridícula la representación de los ordenadores más perfectos del mundo cuando a primera vista ya han quedado totalmente obsoletos, pero también tiene algunas virtudes como la interpretación de Ustinov (un hombre de extraordinaria cultura al que era muy difícil encontrarle una mala actuación), y de los notabilísimos secundarios Maggie Smith y Karl Malden. Incluso Ustinov hace gala de su inteligencia poniendo en pantalla dos o tres detalles que pasan desapercibidos en su primera visión pero que, en sucesivas revisiones, aparecen como guiños de notable lucidez.
El director, Eric Till, no duda tampoco en aplicar un tono decididamente satírico a la historia y consigue la que es la mejor obra de una carrera absolutamente mediocre, tal vez porque aquí (y en ocasiones, se nota) siguió con cierta obediencia las indicaciones del propio Ustinov dando como resultado una película que se deja ver con un cigarrillo en la mano (sí, no pasa nada por fumar un cigarrillo) para disfrutar de una sátira que también tiene algunas tonalidades menores en clave de romanticismo, de diversión y, por supuesto, inteligencia aderezada con algunas gotas de sorpresa subrayada por algunos ojos que deben de estar bien abiertos no sea que lleguen a perderse, incluso, unos pocos instantes de magia.
Lo más curioso de todo es que, por debajo de esa capa de aguda listeza, la historia es terriblemente simple y, lo que es más, está contada de forma terriblemente simple pero, en muchas ocasiones, cuando lo que existe es un talento natural las obras resultantes son, cuando menos, interesantes, y eso es algo que, parece ser, aún no se ha aprendido suficientemente en el cine, el arte que mayores obras de arte ha dejado en apenas cien años de existencia.
Así que tal vez ahora sea el momento en que debamos dejar que una película entable un diálogo con nosotros y averigüemos si el tipo que la creó era capaz de defraudar a una empresa de seguros a través de la incipiente informática de la época. El diálogo resultará enriquecedor, nos daremos mutuamente lecciones de cómo estafar y de cómo hacer una película. Tal vez, al otro lado, haya un tipo de apellido ruso que era mucho más listo de lo que se suele considerar a los gordos. Humor inglés. Pérfida Albión.

lunes, 23 de noviembre de 2009

RÉQUIEM POR UN CAMPEÓN (1962), de Ralph Nelson


Esta película podría definirse exclusivamente a través de dos nombres propios: Uno es el de Anthony Quinn, alma y reflejo de la historia, actor en plena madurez creativa que dibuja uno de sus mejores personajes en la piel de un hombre que hizo de la vida un cuadrilátero y está al borde de tirar la toalla. El otro es el de ese excepcional guionista que fue Rod Serling, mítico creador de esa serie de culto y reclinatorio que fue Galería nocturna (a día de hoy felizmente recuperada en DVD en su primera temporada y que recomiendo encarecidamente a los amantes de lo nostálgico y de las breves historias de horror y fantasía) y que en cine es ampliamente recordado por dos trabajos posteriores a éste que nos ocupa y que fueron auténticas maravillas de la escritura en el séptimo arte: Siete días de mayo, de John Frankenheimer, y, por supuesto, El planeta de los simios, de Franklin J. Schaffner. En todos los casos, Serling, bien sea bajo la apariencia de una intriga política, de un cuento de ciencia-ficción teñido de pesimismo o del retrato de un hombre a punto de ser abatido por un k.o fulminante, tiene una mirada especial, revestida con los equívocos ropajes de la metáfora brillante, hacia las historias de interés puramente humano. En el camino, el guionista nos deja siempre un poso de tristeza indeleble ayudado por una certera dirección de Ralph Nelson, un hombre de talento mediocre que solamente fue cegado por el éxito abrumador que tuvo Soldado azul, pero que aporta una interesante visión de la historia destacable, sobre todo, al final de la cinta.
Curiosamente y con cierta lejanía, la historia del hombre que fracasa cuando termina la cuenta de su propia vida que no ha sido más que el inútil reflejo de una continua pelea en la lona, tiene un cierto parentesco con Fat city, de John Huston, gran especialista en la descripción del fracaso y tanto en una como en otra los estereotipos no existen. Sólo hay hombres que luchan por hacer algo que realmente merezca la pena en su vida llena de heridas abiertas y de puñetazos al aire. El ánimo de quien asiste al espectáculo se quiebra un poco, como consecuencia del gancho al mentón que propina la película cuando tenemos la guardia algo baja y entonces es cuando somos presas de la desorientación, de la desoladora tristeza y de un pedazo de corazón roto que ningún golpe, por fuerte que sea, podrá volver a componer. Y es que no...no es una película sobre boxeo, sino del realismo de una vida que se acaba porque, cuando llega determinado momento, alguien no sabe hacer otra cosa más que luchar en el ring.
Hay que destacar la aparición de Muhamad Alí interpretándose a sí mismo justo en el momento en que su carrera comenzaba a deslumbrar bajo el nombre de Cassius Clay y con un estilo que nunca se había visto en el boxeo así como la excelente banda sonora de Laurence Rosenthal y el soberbio trabajo de iluminación del fotógrafo Arthur Ornitz, responsable años después de las imágenes de realismo sucio de Serpico o de la sofisticación imperante en el atraco perfecto de Supergolpe en Manhattan, ambas de Sidney Lumet.
En resumen, muchas son las cintas que han tratado el mundo del boxeo y ésta es una de las más certeras hasta que, por supuesto, años después un osado, valiente e impecable Martín Scorsese dirigiera Toro salvaje con el poderío de un Robert de Niro inigualable, pero Réquiem por un campeón es una brillante película que merece la pena verse...tal vez porque muchos de nosotros no hemos hecho otra cosa en la vida y, cuando llegue el momento de la patada que nos arroje fuera del cuadrilátero, no sabremos hacer nada más. Palabra de crítico.

viernes, 20 de noviembre de 2009

LA BATALLA DE LAS COLINAS DEL WHISKY (1965), de John Sturges


En contra de lo que pudiera parecer, John Sturges, un hombre que siempre caminó por los dorados atardeceres del desierto para contarnos historias serias y de enorme trascendencia, decidió visitar en esta ocasión los terrenos pedregosos de la comedia de sonrisa ininterrumpida con una película que parece hecha para todos aquellos que no se toman a sí mismos con demasiada seriedad. Para ello, se rodeó de una serie de actores dispuestos a pasárselo en grande mientras se rodaba y encargó la música a un especialmente inspirado Elmer Bernstein. El resultado es una pequeña locura que a todos esos que creen ver un mensaje en un ladrillo, les parecerá que ofende a los indios y Sturges sólo intentó realizar una parodia, una ridiculez, un auténtico precedente de los astracanes que, años después, tan bien supo hacer Mel Brooks.
El lío está protagonizado por un inusualmente divertido Burt Lancaster, perfectamente risible en su grave autoridad, y secundado por un reparto brillante con Lee Remick, Jim Hutton (padre del actor Timothy Hutton), Pamela Tiffin, Donald Pleasence, Brian Keith y Martín Landau. Y no esperen coherencia alguna. Simplemente plántense delante del televisor y prepárense a pasar un buen rato con tonterías de repertorio que, sin duda, harán que se sientan culpables de haberse reído tanto al final de la película. Eso sí, entre cabalgadas locas y diálogos envueltos en una cierta agudeza, también abundan las escenas de acción (Sturges era un verdadero especialista en ello) que también parecen ideadas con lo absurdo como protagonista. El único arte que hay en todo este buen montón de caos es la banda sonora, auténtica maravilla que merece la pena grabarse y escuchar una y otra vez. Casi podríamos decir que, con esta película, rara especie entre géneros, se fundó la comedia épica, es decir, el heroísmo teñido de carcajada. Algo raro, e, incluso, difícil de degustar pero, si se sabe entrar en el juego, la diversión parece salir allí mismo donde termina el horizonte.
Lo que es seguro es que, en estos malos tiempos que corren y que nos cercan cual partida de indios enloquecida, dispuestos a arrebatarnos hasta la dignidad, esta película es un maravilloso remedio contra la depresión, contra el mal humor, contra la lógica, contra el orden que se nos tambalea por culpa de la inutilidad de unos cuantos que manejan los mandos. Es una forma de decirnos que todo depende de cómo se mire la vida. Y la lección nos deja una sonrisa de acero forjado.
Así que déjense apresar por el espíritu del desenfado, pónganse a pegar tiros como descosidos sin ton ni son, dejen que el sin sentido invada unos pocos minutos de sus vidas, recréense en unos tipos que eran incapaces de actuar mal, permitamos que la incorrección sea un júbilo en nuestro interior y asistamos al chiste sobre un Oeste que, simplemente, nunca existió. ¿No es atractiva la idea de mandarlo todo a las colinas?

jueves, 19 de noviembre de 2009

2012 (2009), de Roland Emmerich


Después de los desastres de Independence day y El día de mañana, Roland Emmerich, autor de este engendro, debería cambiar un poco de rollito ¿no? Qué obsesión tiene el tío con el Apocalipsis y la destrucción del mundo y arrasar la Casa Blanca con lo primero que tiene a mano, ya sea una nave espacial de malos humos o un portaaviones que anda por allí. Es que, de verdad, ya cansa. Y más si el fulanito se tira dos horas y media para contarnos la huida de unas personas que huyen y que además están huyendo. ¿Hacia dónde? Hacia un nuevo amanecer, claro.
Además es que no tiene vergüenza porque primero el genio alemán de este director se decanta un poco por la teoría de la salvación de las élites que tan brillantemente y de forma tan humorística nos retrataba Stanley Kubrick con la inolvidable ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. Lo que pasa es que, claro, lo que allí resultaba divertido, aquí se convierte en patético. Luego, no contento con el tema, nos hundimos estrepitosamente en los efectos especiales que ya se apuntaban en Cuando los mundos chocan, de Rudolph Maté sólo que lo que allí era clímax, aquí se transforma en repetición saciante de lo mismo una y otra vez. Y al final, para darle un poquito de catástrofe al asunto porque no ha sido suficiente, se decanta por La aventura del Poseidón, de Ronald Neame, más que nada en aras del sacrificio heroico y demás zarandajas. Para rematar el caos, navegamos hacia la utopía. Los gobiernos acceden a salvar a unos pocos para no parecer tan crueles (eso no se lo cree ni el Roland harto de Schnapps) y como espuma del tsunami, la respuesta del nuevo Edén se encuentra en África. Ahí queda eso. Y el teutón se ha quedado más a gusto que Pilón tragándose media docena de hamburguesas (que, por otro lado, no olvidemos que proceden de Alemania).
Durante la travesía, por supuesto, hay que romperlo todo a lo bestia. De cine, poco. De espectáculo, cataclismos a mansalva. Agujeros en la tierra, movimientos de placas tectónicas, olas gigantes, sentimentalismo facilón, mezquindad humana (que eso sí que es una catástrofe), volcanes por doquier. Y encima, el perrito que es horrible y que es la causa por la que alguien se juega la vida esperando que corra, etcétera, etcétera, se llama César. Como le coja al Emmerich le voy a poner el Roland de corbata.
Eso sí, como la destrucción es total, el godo se arriesga a decir que el nuevo orden mundial residirá en los hombres de ciencia y no en el dinero, que es lo que ha imperado en la época que nos ha tocado vivir. Y para eso construimos unas cuantas arcas de Noé (como se lo digo, aunque no me crean), metemos unas cuantas parejitas de animales dentro y que la Madre Naturaleza se encargue de hacer una selección por su cuenta y riesgo cuando el hombre, seamos sinceros, no merece segundas oportunidades.
El argumento es la verdadera utopía en esta película. Tope de infografía a raudales pero ¿saben qué? Cuando llevamos una hora y diez minutos de película, uno ya está hasta el píloro de ver cómo se destruye todo y hasta incluso desea que le cuenten una historia. No sé, aunque sea pequeñita, aunque ello signifique que haya algo de interpretación en todo este reparto de campanillas que se mueve a lo largo y ancho de la película. Ahora bien, si dejo que se ahogue el disfraz de crítico tengo que decir que el público se lo pasa en grande con tantas cosas rotas (signo inequívoco del instinto depredador que nos domina). Pero lo cierto es que no hay nada que destacar en algo que es tan rutinario como previsible, tan mediocre como grandioso y tan malo como aburrido. Así que nada, prepárense para el enésimo fin del mundo. Si es así como va a ocurrir, yo me dejo engullir por una de esas olas gigantescas del tamaño del Himalaya y que vaya otro desgraciado a ver el tostón apocalíptico de turno.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

HISTORIA DE UN DETECTIVE (1944), de Edward Dmytryk

Ya desde el plano inicial, nos damos cuenta de que no nos vamos a encontrar ante una película cualquiera. Desde el cenit de la visión de la cámara, unas manos y unos cuantos sombreros de ala ancha discuten bajo la intensa luz de flexo solar. Harry Wild, una de las insignias de la fotografía del cine negro junto a otros nombres como Nicholas Musuraca y James Wong Howe y responsable de otras fotografías de clima y obsesión como Una aventura en Macao, de Josef Von Sternberg o La mujer en la playa, de Jean Renoir, se hace cargo de las luces y sombras de esta historia dirigida por un hombre ducho en los terrenos del expresionismo urbano al que nos condenaron todas estas historias de crímenes extraídas de los salones de té por autores de la talla de Dashiell Hammett, Raymond Chandler o Ross McDonald.
Las mujeres, retratadas de la forma más luminosa a pesar de la oscuridad que siempre envuelve sus apariciones son misterios envueltos en enigmas dentro de acertijos que siempre un tipo con sombrero de ala ancha y honradez incorruptible es capaz de descifrar. En el género negro, género difícil de delimitar en unas fronteras áridas y oblicuas de la maldad humana, se dan cita siempre las mujeres equívocas, el enredo de nombres que hace que, quizá, lo que menos te importe sea el argumento sino lo que está pasando en el momento, la fotografía de tintes claroscuros, la planificación cuidada con picados, contrapicados, grandes angulares y profundidades de campo para dar aún más la impresión de lo obtuso de ese mundo que nos están mostrando. Wild, bajo las órdenes de Dmytrik y de unos cuantos más, fue una de las insignias más preclaras de este tipo de cine que retorcía sus argumentos hasta exprimir el jugo de nuestras más inocentes preocupaciones. Nunca sabes muy bien qué va a pasar a continuación por la sencilla razón de que tampoco has asimilado muy bien lo que ha pasado un instante antes. Los ojos de los héroes se hallan escondidos en sombreros de ala ancha, y el cuerpo está cubierto de una gabardina que, para algunos, es como el uniforme de los tipos que luchan contra el mal y se parapetan tras una trinchera impermeable a la refinada perversión de la mente humana a la que se ven obligados a asistir como espectadores con el percutor dispuesto a disparar.
Historia de un detective, por todos estos elementos, fue considerada por la nouvelle vague como el prototipo de película de cine negro, en la que se dan cita todos los elementos arquetípicos del género bajo la cuidada dirección de un Edward Dmytrik que, antes de su acusación y encarcelamiento por el Comité de Actividades Antiamericanas del Senador Joseph McCarthy, realizó unas obras de carácter muy personal que, dentro de la misma disciplina de los estudios, le elevó a la categoría de autor en ciernes. Después de ese triste episodio y de dieciséis meses en la cárcel, Dmytrik decidió declarar ante el Comité y fue liberado para poder trabajar y aunque aún tuvo títulos de relevante interés como la excepcional El motín del Caine, su carrera derivó por derroteros mucho más comerciales, eso sí, incluyendo en todas sus historias algún personaje que, sin venir al caso, tenía un brazo roto, o una pierna lesionada o le faltaba algún miembro, símbolo personal del director como metáfora de la mutilación moral que sufrió al dar el paso de la terrible delación.
En Historia de un detective, la maldad se presenta en todas sus facetas a través de un universo de oscuridad, de sombras sugeridas, de disparos que queman con su pólvora en los ojos, del intento desesperado por preservar la dignidad de quien, sin más quimera que su honestidad, intenta desentrañar de la tierra las mismas raíces de la maldad.
No cabe duda de que no siempre los remakes de películas de altura son una buena idea, pero en este caso sí que cabe mencionar la excelente versión que en los años 70 realizó Dick Richards con Adiós, muñeca, climática adaptación, llena de humo en los ojos y colores propios de las colinas de Los Ángeles, de una historia que no hace más que demostrar con cuánta facilidad podemos enamorarnos de la persona equivocada.

martes, 17 de noviembre de 2009

ENVIADO ESPECIAL (1940), de Alfred Hitchcock


Josef Goebbels llegó a considerar esta película como su favorita aunque no dudó en prohibirla para no menoscabar el concepto de su régimen en plena guerra mundial. Decía que era la muestra más representativa de lo que él quiso que fuera el cine de propaganda nazi. Y, por supuesto, se le puede colgar cualquier etiqueta salvo la de comulgar con el nefasto gobierno de horror y alienación que preconizaba el nacionalsocialismo.
Siendo una película de encargo, Alfred Hitchcock se atrevió a dirigirla con la condición de que le dejaran realizar primero Rebeca. De hecho, tal vez no se puede encontrar un intérprete más alejado de las pretensiones del maestro como el muy limitado (aunque en un par de ocasiones estuviera excepcional, sobre todo bajo las órdenes de Preston Sturges y Sam Peckinpah) Joel McCrea.
Por otro lado, Hitchcock era capaz de sacar petróleo de un argumento un tanto disparatado y lo que crea es una película endiabladamente trepidante, que no deja respiro, que te agarra de las solapas desde el valle de lo absurdo y lo eleva hasta las impensables cumbres del entretenimiento. Por el camino de ascensión, tendremos las necesarias cornisas de suspense, humor, amor e incluso algún risco de propaganda probritánica.
Así pues podríamos considerar, en base al ritmo que no a la rima, que Enviado especial puede ser un aceptable precedente de Con la muerte en los talones, tomando el suspense como parte de la acción y no como parte de la situación, algo recurrente en el cine de Hitchcock, maestro del adelantamiento de datos al espectador para hacerle sudar suspendido del hilo del aviso imposible.
Enviado especial no deja de ser una mera película de entretenimiento eficaz pero tratándose de un hombre de inspiración genial no cabe duda de que esta misma película, dirigida por cualquier otro, estaría destacada con letras de oro en las mediocres carreras de tantos y tantos nombres del montón que no sabían ni dónde colocar una cámara.
Agarren el cuaderno de notas y apunten. Los titulares de prensa quedan anticuados a la mañana siguiente. La corresponsalía delante del televisor es dura y deben coger al vuelo las declaraciones de la muerte.

viernes, 13 de noviembre de 2009

CADENAS ROTAS (1946), de David Lean


La rápida ascensión hacia la cima social es un abismo que se abre en las relaciones de un alma errante. Nadie ha dado la cara para decir que un muchacho ha alcanzado esa posición gracias a una mano invisible y desconocida. Y así el universo de Dickens toma forma y se hace un retrato despiadado de unos cuantos defectos de un mundo que se estaba construyendo a base de desgracias personales. Los capítulos en los que haremos parada serán en lo grotesco como exageración de sombras que habitaban por las calles de un país correcto pero inhumano y también en la provocación que está ahí mismo, donde haya ojos que la quieran ver. Así descubriremos, sorprendidos, que nuestra mirada llega a rincones a los que la lectura nunca se atrevió a llegar. Por una vez, una adaptación cinematográfica es superior al material literario que sirve de inspiración. Detrás de la cámara, un meticuloso David Lean, que ya venía de hacer la que es, probablemente, la única historia de amor que el cine ha venido repitiendo una y otra vez en diferentes formatos y versiones como es Breve encuentro y que se preparaba a conciencia para, en un futuro no muy lejano, abordar la épica de un mundo en permanente guerra con El puente sobre el río Kwai. En cualquier caso, aquí se pone al frente de un reparto de actores con un peso formidable como John Mills o Alec Guinness y nos ofrece una película que pasa por ser inolvidable y que puebla, con aires góticos, nuestro álbum de imágenes de espectadores que han disfrutado del cine en estado inglés.
Y en medio de esas brillantes interpretaciones, nos encontraremos con una película dotada de una atmósfera propia, de una historia absorbente y que no posee más que escalones de un diálogo que se mantiene dentro de su época, de una perfección casi victoriana en su puesta en escena y de una recreación de unos años de miriñaque y chaquetas estrechas y pantalones de pitillo. Aquí, los detalles son protagonistas y la trama es el marco y la fotografía nos hará creer que paseamos por las calles adoquinadas metidos en un coche de caballos, mirando discretamente por la ventana para ver si podemos pillar algo que comentar en nuestra próxima hora del té.
No nos engañemos y mantengamos bien altas las grandes esperanzas. Es un melodrama al más puro estilo decimonónico pero bien es cierto que entre tanta ropa sin arrugas se esconde un sórdido retrato de la naturaleza humana, algo inherente en toda la literatura de Dickens que tan bien sabe trasladar Lean al cine y esa es la auténtica delicia de la película. Detrás de la corrección, siempre existe la corrupción. Detrás de la pobreza, tal vez se halle la garantía de la bondad. Detrás de cada vida, siempre hay una historia que contar. Y aquí tenemos la fascinante historia de un clásico de la literatura que supo convertirse en un romance para nuestra mirada de espectadores.

jueves, 12 de noviembre de 2009

JULIE Y JULIA (2009), de Nora Ephron


El camino para llegar a la felicidad de dos mujeres pasa por delante de un fogón. Ahí mismo, detrás de la sartén, se pueden poner al baño maría años de frustraciones, desalar el estofado de la decepción, espantar el horrible olor a quemado del aburrimiento, degustar la certeza de que, al otro lado, hay vida y, de paso, llegar al postre de la realización personal, del pastel intuido, del estómago asentado tras unos platos que parecen reservados para los paladares más exigentes.
Y es que el secreto está en no rendirse, está en no creer que un asado fallido es una catástrofe y también en saber que, por una sola y maldita vez, detrás de dos grandes mujeres puede que haya dos grandes hombres. Así nos encontramos con una película que sabe atravesar el espejo del tiempo y nos cuenta las historias paralelas de dos mujeres, distantes cincuenta y tres años entre sí, que intentan acabar con el fracaso que las asola mediante el dominio de las cacerolas como una batería de jazz de azúcar. El resultado es un duelo entre dos magníficas actrices, Meryl Streep y Amy Adams, que saben hacer creíbles sus personajes escondidos tras los delantales de la sabiduría. Al otro lado de la mesa, Nora Ephron, famosa por escribir la espléndida Cuando Harry encontró a Sally, de Rob Reiner, pero también por ser la ex – mujer de Carl Bernstein, uno de los dos periodistas que destaparon el escándalo Watergate y cuya crónica de su ruptura fue narrada por Mike Nichols en la menos que mediocre Se acabó el pastel.
En cualquier caso, estamos ante una de esas películas que nos dejan un regusto dulce, de media sonrisa y de soterrada y divertida crítica hacia el interior de las mujeres sin renunciar, por ello, a la historia saboreada de una realización en forma de mantequilla para cocinar. Podríamos decir, si se me permite el chiste malo, que esta película es para cocinéfilos y los gourmets de turno nos retrotraeremos a la maravillosa El festín de Babette, de Gabriel Axel o, incluso, a esa obra maestra del arte culinario que es Ratatouille, de Brad Bird con la que coincide en ingredientes y mensaje. Así que hay que desplegar la servilleta y dejar que la saliva nos inunde la boca. Estamos ante un cine de una cierta distinción, sin muchas pretensiones, pero hecho con elegancia, al que sólo le sobran algunos rebordes olvidados por la tijera de la sala de montaje pero que es pura masticación, auténtica delicia para ahondar en los secretos del alma de las mujeres, recetas para huir del fracaso que nos sitia cuando nos negamos a su comprensión.
Los platos son apetitosos y los planos se suceden ricos, ricos...con fundamento. La lucha es la clave, ese toque que hace que un menú sea un festín de los sentidos. Con Meryl Streep nos reímos porque sabemos que ella se dedica a la cocina porque no tiene nada que hacer. Con Amy Adams nos contentamos porque ella lo hace, tal vez, porque tiene demasiado que hacer. Con Streep, disfrutamos. Con Adams, deseamos. Con Streep, aprendemos. Con Adams, aplicamos. Y, claro, se sale harto de cine pero famélicos de estómago. Es lo que tiene andar mezclando, a partes iguales, dos o tres ideas de cine prometedor con un primero, un segundo, un postre, un café y un cigarrillo.
Todo destila una cierta inteligencia que sabe disfrazar el tacto de un pato deshuesado con un estudio más o menos intenso, aunque no profundo, de lo que sienten las mujeres. Y los hombres que andamos por allí sabemos que sólo tenemos que estar dispuestos a ser el punto de apoyo, la inflexión de palabra justa, la frase oportuna. No es tan difícil. Es mucho más complejo saber cocinar. Y no digamos si se trata de saber rodar. Por cierto, ¿alguien tiene unos cuantos fotogramas tostados con pimientos de gran angular o una ración de 70 milímetros cocida a fuego lento con vino de argumento?...Ah, y a propósito...odio todas esas críticas que parecen recetas...

miércoles, 11 de noviembre de 2009

CÓMO ROBAR UN MILLÓN Y... (1966), de William Wyler


Es evidente que William Wyler quiso, con esta película, hacer un producto lleno de encanto que fuera, de alguna manera, una reedición en clave de latrocinio de Vacaciones en Roma, el enorme éxito que rodó con la propia Audrey Hepburn casi quince años antes. Para ello, no dudó en contactar con Gregory Peck para que fuera el oponente masculino de su estrella pero Peck, algo mayor ya para estas aventuras, rechazó el proyecto y Wyler, con un acierto indudable, pasó el testigo a la mejor elección posible de aquellos días: ese terco irlandés de talento a raudales que responde al nombre de Peter O´Toole. Y Wyler, una vez más, dio en la diana con esta comedia de intriga y sofisticación, con dos intérpretes que rebosan estilo y que siempre es un placer asistir a sus andanzas y desventuras en lo que se convierte en toda una lección de amor y hurto con una sonrisa en la boca y una copa de champagne en la mano.
La película destila crimen, romance y comedia a partes sorprendentemente iguales. No en vano al veterano William Wyler se le conocía en el mundo del cine como “el viejo Noventa tomas” por su perfeccionismo exasperante que le llevaba a repetir una y otra vez la misma escena hasta alcanzar lo que tenía en mente y, en esta ocasión, sólo quiso realizar un ejercicio de comedia ligera, algo intrascendente, como preludio a la que iba a ser una de las obras más personales de toda su filmografía: El coleccionista.
Todo ello queda demostrado a través de una trama que no se cree ni el propio O´Toole en sus momentos más ebrios (sus borracheras monumentales han sido tan famosas como su inmenso talento) pero que, sin embargo, funciona a través de un mecanismo bien engrasado que hace que nosotros, pobres mortales pegados al sueño del celuloide, nos sintamos un poco mejor después de verla.
En principio, Wyler tenía serias dudas de que la química entre O´Toole y Hepburn tuviese la suficiente pegada, pero el oficio y el maravilloso arte que desprenden ambos hacen que lo fabuloso se quede pequeño y que, una vez más, sintamos envidia del maldito conquistador que es capaz de hacer que Audrey, nuestra bella Audrey, nuestra irrepetible Audrey, se fije en él.
Así que no hay la menor duda de que entre robos, engaños, equívocos y obligaciones de delinquir, hay un buen rato de diversión salpicado de un buen puñado de carisma, de placer suave, de adorable comodidad, de entretenimiento disfrazado de agudeza e ingenio y de estúpidos adjetivos que un crítico cualquiera es capaz de meter en su artículo con tal de invitar, con frases de perfecta caligrafía, a que pasen por delante del televisor y disfruten de todo aquello que nos gustaría ser aunque sólo fuera en sueños.
Es tiempo de dejarse dominar por el atractivo, por la seducción de mano escondida, por la mirada que nos dirige París, por los inteligentes diálogos creados de la mano del guionista Harry Kurnitz (autor de los guiones de Hatari, de Howard Hawks o de Testigo de cargo en estrecha colaboración con el gran Billy Wilder), de dejarse inyectar unos milímetros de energía en vena con una historia que nos rejuvenece al querer ser todo aquello en lo que nunca nos podremos convertir, de abandonarse a la delicia de asistir a lo agradable sin pensar en nada más. Y ahora mismo me voy a algún museo a ver si por allí veo a alguien que se parezca lejanamente a Audrey Hepburn...quién sabe, lo mismo yo me parezco a Peter O´Toole y juntos nos planteamos cómo robar un millón y...

martes, 10 de noviembre de 2009

LOS HÉROES DE TELEMARK (1965), de Anthony Mann

Cuenta la leyenda que Kirk Douglas, a la sazón productor de la extraordinaria Espartaco, despidió al director Anthony Mann después de rodar la inicial secuencia de la cantera asegurándole que “Tony, te debo una película”. Esta deuda de trabajo se materializó en Los héroes de Telemark, recreación de los esfuerzos aliados por abortar la fabricación de agua pesada por parte de los nazis, elemento necesario para crear la tan ansiada bomba atómica. Quizá Anthony Mann no se encontraba en sus mejores horas cuando realizó la película pero con oficio y veteranía (cualidades que le sobraban) sacó adelante un excelente espectáculo de acción que habla sobre la capacidad de compromiso ante el invasor, sobre cómo un grupo de resistentes noruegos consiguieron evitar la delantera alemana en la carrera atómica y sobre el precio que tuvieron que pagar por cada uno de los sabotajes que perpetraron.
El reparto, excelente, contiene una ajustadísima interpretación de Kirk Douglas, una incómoda presencia de Richard Harris y una envidiable sabiduría de Michael Redgrave, y además de todo ello, una fotografía que se convierte en uno de los principales méritos de la película con el fondo de los Fiordos noruegos como escenario del gran Robert Krasker (responsable de la oscuridad atípica de La caída del imperio romano, del árido colorido de El Cid, de la húmeda sequedad de La fragata infernal, de las angulaciones imposibles de El tercer hombre, del viento de la carpa que sopla apasionado en Trapecio o de la climática y legendaria Irlanda en blanco y negro de la maravillosa La salida de la luna, de John Ford). En cualquier caso, Los héroes de Telemark es una más que notable película que a algunos puede parecer fronteriza con lo mediocre pero que si está tomada como un mero espectáculo de acción que intenta recrear algo que fue verdad se convierte en un estimable intento de hacernos ver que los héroes, los verdaderos héroes, de la Segunda Guerra Mundial fueron hombres sin nombre, que la posteridad no recuerda pero que el cine, como una conciencia que golpea a los que no quieren participar en los conflictos, sí se encarga de escribir con letras de oro.
Es evidente que en toda acción bélica en un país ocupado el precio a pagar es demasiado alto para alcanzar la libertad, sencillamente, porque nunca es una bagatela. No hay libertad de ganga, ni en rebajas, ni siquiera con descuento. La sangre siempre está en lo más alto del cartel de su valor y no hay trato de favor para quien quiera comprarla. El camino para llegar a ella será siempre el sacrificio en un terreno helado que está empedrado con cemento rojo, con el frío amenazador, con la mancha en la nieve virgen, con la señal inútil, con la resistencia idealista que sólo acaba con la maldita muerte. Y es en esas tesituras, justo en esas, cuando se mide si un pueblo es grande o es sólo el matizado reflejo del miedo.
Ahí está el resultado, lo tradujo Anthony Mann, un especialista en hurgar en el interior de sus héroes para que tengamos la certeza de que un día sin noche puede ser un lento caminar por la oscuridad allí mismo, donde el frío escribe el nombre de aquellos que quedaron enterrados bajo el agua gélida y bajo la nieve teñida de espesura.

viernes, 6 de noviembre de 2009

LOS CRÍMENES DEL MUSEO DE CERA (1953), de André de Toth


Noche de horror y de crimen. La oscuridad parece que cobra vida y, de repente, bajo la tenue luz del televisor, parece que algo se mueve en la tiniebla, como si una serpiente de penumbra se retorciera en el aire acusador. Nuestros ojos siguen hipnotizados esta historia de asesinatos y locura, de persecución de la perfecta belleza, de conservación del terror en cera. El rostro de la desesperación lo pone un actor acostumbrado a moverse por los sinuosos caminos de la fantasía como era Vincent Price y, si somos viejos espectadores, nos dejaremos embaucar por una sed de sangre que no se apagará mientras siga ardiendo la tensión en nuestro interior. Noche de horror y de crimen. Noche de pánico.
El color nos guiará por los senderos del misterio mientras no podremos creer lo que nos cuenta una historia que nunca quisimos ver. La carcajada de la maldad resonará en el eco de nuestro salón al igual que nos hace saltar el tintineo de una cucharilla cuando, de improviso, cae al suelo. El miedo se sienta a nuestro lado y nos coge de la mano para llevarnos por el encanto de lo siniestro. El sufrimiento de la belleza se convierte en el móvil para el asesinato y nos dejamos atrapar por la cárcel de una tensión que no nos podemos sacudir, de la que no podemos prescindir, que no queremos abandonar. Algunos rincones faltos de iluminación serán paradas inusuales en la ironía y en el no tomarse demasiado en serio pero...cuidado, no tomarse demasiado en serio acaba siempre con la piel herida, con la sangre lanzándose en pos de la luz. Y entonces notaremos, sorprendidos, cómo un escalofrío recorre nuestro espinazo, buscando un tope en el que parar mientras se pierde en la eternidad de nuestra propia sensación. Y esa sensación no será la del pánico insuperable, no será la de la mejor película de terror de todos los tiempos, no será la del infinito llamando a las puertas del infierno, pero será la de un rato servido por el mismo diablo para ponernos la malsana sonrisa de los querubines del fuego, de los discípulos de las profundidades del alma enrevesada.
Lo mejor de todo es que, en medio de lo que nuestra vista se resiste a mirar, hay instantes para relajar nuestros labios apretados, de esbozar una tenue risa que desboque el histerismo por el que tanto hemos luchado, encerrándolo en nuestro torpe e inútil sentido del ridículo. Y si no sorpréndanse ustedes mismos dándose cuenta de cómo la lengua recorre nerviosamente sus carrillos por dentro mientras asistimos a este desfile de monstruos humanos, sin corazón, sin más piel que la cera, sin más cera que la muerte.
Y todo es porque la ambición aparece en lo amado, lo amado se transforma en corrupto y la corrupción desemboca en la locura porque muchas veces nos negamos a creer que podemos llegar a matar. Y todo el mundo sabe que matar es muy...muy fácil.

jueves, 5 de noviembre de 2009

THIS IS IT (2009), de Kenny Ortega


La necesidad de los mitos es seguir siéndolo hasta después de muertos. La necesidad de la gente es encontrar mitos para continuar teniendo una admiración a la que aferrarse. Así que en esta ocasión, ambas pasiones se encuentran (con la certeza de que algo de dinero hay que recuperar tras los enormes gastos de un show cuyo montaje debió de costar millones de dólares y sólo se encontró con el silencio de la muerte) y deja a un lado el retrato humano para centrarse sólo en una simple sucesión de ensayos.
Y This is it no funciona como cine. Funciona como pálido reflejo de un espectáculo que nunca fue. Su poso será tan efímero como inútil. A los incondicionales les encantará porque tienen una última oportunidad de ver a su ídolo, pero la película no descubrirá nada del hombre, tan sólo describirá con cierta fortuna la gestación espectacular, eso sí, de lo que es la creación encima de un escenario. No hay manera de mirar en el interior de Michael Jackson (siempre maltratado por el cine) porque nos limitaremos a observar lo que ya sabíamos: su manera un tanto infantil de moverse cuando no está bailando, su sentido innato para saber y conocer lo que puede impresionar a un público entregado, su enorme calidad como compositor y coreógrafo (sus inspiraciones en Fred Astaire y Bob Fosse son más que evidentes) y ese telón de fondo, apenas intuido, en el que se puede ver a un hombre sin personalidad que lo sostenga porque la dejó en algún lugar de la niñez.
Para ello, se cogen una serie de vídeos poco más que caseros de los ensayos previos de su proyectada serie de 50 conciertos en Londres, se mezclan con un montaje de cierta fortuna, se añaden los trabajos completos en infografía y podemos bordear cómo pudo haber sido esa despedida de los escenarios de Jackson. Nadie mejor para eso que el que era co-director del show, Kenny Ortega, al que todos recordarán por ser el creador de High school musical pero que yo prefiero tenerle en la memoria como el director de una película que vieron, más o menos, unos 8 ó 9 espectadores en toda España y que se llamaba Newsies, un atrevido musical con extraordinarias melodías de Alan Menken. En cualquier caso, vemos cómo una buena parte del mito del rey del pop, irrepetible y único, se construyó a base de una cuantía ilimitada de medios, un personal de auténtico lujo y unos músicos que sabían, con unas pocas indicaciones por parte del protagonista, cómo debían sonar los compases que convertían al niño en leyenda.
Más allá de eso, tan sólo podemos acariciar la suavidad de las palabras del propio Jackson cuando tiene que llamar la atención a alguien y, como extensión, las voces de seda que hablan con él cuando se trata de hacer una sugerencia. Si dejamos que los pies nos lleven hacia las profundidades de la coreografía humana, tal vez podamos hallar el baile que podría resultar dentro de una mente que necesitaba dormir porque, a sus espaldas, tenía la enorme obligación de convertir en éxito una enorme producción de dimensiones casi desconocidas.
Nadie se acordará de esta película. Eso sí, son dos horas de buena música, de coreografías sorprendentes, de ideas escénicas que se dan cita en la genialidad, de efectismos resultones, de coros y de músicos de ensueño, de un mito que creaba mientras se destruía y ése es el auténtico valor de una película que pone en imágenes de pronto olvido la impresionante exhibición de talento que se movía nerviosamente por encima del escenario. Era el miedo que sabía transformar en música, era la necesidad de no poder parar de amar, era la escasa importancia de una piel que podía ser blanca o negra, era la manera en la que él nos hacía sentir, era el reflejo legendario de un hombre que estaba ante el espejo y que sólo veía una canción.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

EL VUELO DEL FÉNIX (1965), de Robert Aldrich


Un avión se estrella en medio del desierto. Su acero se quiebra y sus pasajeros se preparan para vivir de inútiles esperanzas. Entre ellos, un hombre vuelve a casa porque él también se rompió interiormente en algún pozo de petróleo. Otro quiere pasar unas tranquilas vacaciones. Un capitán del Ejército británico es trasladado y le acompaña un sargento cuyo sentido del deber es sólo una obligación que nunca ha querido cumplir. Un médico intenta poner algo de cordura como bálsamo de supervivencia. Un ingeniero que fabrica aviones es fiel esclavo de su mentalidad teutónica. El co-piloto intenta hundir su mediocridad en las misma garganta de una botella. Y el piloto es un veterano que sueña con tiempos pasados y vive de una gloria que hace mucho, mucho tiempo que se marchitó. Todos ellos son náufragos de la arena, pieles resecadas al sol que, implacable, no deja de lanzar su martillo de luz contra ellos para quemar sus huesos y su espíritu. El avión, como una ballena varada en la playa, sólo espera el abandono. Demasiadas horas de vuelo. Demasiado aire cortado. Demasiados elementos aliados en contra de sus viejos motores.
Las individualidades no importan cuando todos tiran de las cuerdas. Andar es sólo dejar unas cuantas huellas tostadas en medio del calor asesino. Beber agua es un lujo y aún así...cuando el hombre se siente parte integrante de algo parecido a un equipo hecho de retales, entonces, al menos, siempre quedará la satisfacción de no haberse rendido, de no haberse tumbado en la hostil arena y convertirse en víctimas de la nada. Si no hay algo, la derrota será total y no restará ni el orgullo que también se estrelló con el avión. El fénix renace de sus cenizas y los retales, de repente, se convierten en sólido acero que persiguen el sueño tras la catástrofe.
No faltará la inoportuna visita del escepticismo, la desesperación como asidero, la tragedia inesperada, la sangre vertida sobre unas fotos hechas de cariño, la decepción como compañera, el fallo como algo permanente que persigue hasta aplastar, la terquedad como justificación, la risa histérica nacida como un oasis en el polvo, la venganza contra la autoridad, la verdad como juez...Las dunas ofrecen la cuesta arriba como horizonte y la pendiente como escondite en la noche. Y no hay nada más. Sólo cenizas esperando una resurrección para un último vuelo, una última hazaña, un último giro de hélice.
Retrato de personajes en una situación desertizada, El vuelo del Fénix es una película que absorbe nuestros sentidos y los deja bien tendidos al sol, gracias a un reparto extraordinario y a un sentido de la aventura interior que otorga profundidad al abismo arenoso de la desolación. Tal vez porque nuestro paso por el mundo aspira a algo más que el dejar nuestro nombre escrito en la arena.
"La ciudad le iba cuajando paisajes de cine en planos superpuestos (era la despedida que le ofrecía, el mejor obsequio) en los que podía advertirse un temblor levísimo, una palpitación irreal. Nunca se había sentido en un mundo tan superado. Los colores se apagaban, unos en dirección al negro, otros al blanco, patéticamene distribuidos para un ajedrez eterno. El viento arrancaba notas y pájaros dormidos a los árboles, los despeinaba para el duelo, impulsaba los navíos lentos caídos en los charcos".
El artículo de hoy va dedicado con profunda admiración a don Francisco Ayala. No hay mejor homenaje para él que reproducir algunas de las letras que dedicó al cine en su relato corto "Polar, estrella", donde rinde un sentido homenaje a Greta Garbo. Hace unos cuantos años, charlé con él en la cafetería de la Filmoteca de Madrid, Cine Doré, precisamente de este relato mientras esperábamos que se hiciera la hora de entrar a ver una antología de cortos de Charles Chaplin. Era verano y yo estaba sobrecogido por la tremenda vitalidad y lucidez de un hombre que, por aquel entonces, ya contaba con ochenta y ocho años. Además de un escritor único, era un cinéfilo de los de verdad y aquella conversación, que duró unos veinte minutos, fue la reproducción exacta de una clase acelerada de un maestro hacia un alumno poco menos que torpe. Gracias por prestarme veinte minutos de sabiduría, profesor.

martes, 3 de noviembre de 2009

DESDE QUE TE FUISTE (1944), de John Cromwell

El valor de las mujeres mientras los hombres se marchan a hacer la guerra es más grande que la misma vida. El naturalismo de la propia existencia es más grande que la realidad descrita y los corazones laten más deprisa, más alto y más fuerte. En el contexto de una guerra cruel, hay un buen puñado de esperanza y unas inyecciones de sinceridad. Esta película es mejor. Esta película es verdad.
La autenticidad de las emociones es la mejor baza de una historia que quiere llegarnos hasta las profundidades de nuestro mirar, hasta las fosas de nuestro sentir. Es algo que hay que ver de noche para ver con claridad el nuevo día que ya llama con urgencia a la puerta del tiempo. Quizá haya algún sentimentalismo de más, alguna palabra teñida de inoportuna, algún mirar inadecuado pero es un excepcional retrato del frente que se queda en casa, de cómo la guerra se declara también donde las mujeres esperan, donde los niños buscan, donde los ancianos desesperan. La pena de la partida siempre suele ser una adhesión al silencio y el diálogo, a veces, se convierte en algo tan innecesario como las balas que desean ser disparadas. Pero los proyectiles del hogar son muy peligrosos porque atacan directamente a la sensación de crear para transitar hacia la seguridad del destruir. La mesa ha quedado coja y se tambalea sin reparo. Los detalles son esquirlas que saltan en el combate de las lágrimas y el vacío se agranda como una trinchera excavada en pleno campo de muerte y sangre. En pleno campo de tristeza y desolación.
De vez en cuando, el cine tiene la obligación de recordarnos que tenemos alma y que nuestros ojos han de buscar respuestas que se escapan cuando la vida nos golpea. Hay películas que nos lo hacen pasar mal para, luego, hacernos vivir mejor y ésta es una de ellas. No importa si hay algún cliché manoseado, recurso fácil para una dirección que no fue del todo acertada y que quiso más ser una oración que un retrato pero ahí está lo que dejamos atrás cuando ya no están alguno de los pilares que sostienen otras vidas, otros proyectos, otras ideas, otros sueños.
El sufrimiento es universal y, hoy en día, en el mundo, hay once guerras desarrollándose. En ellas mueren hombres y lloran mujeres. En ellas mueren mujeres y lloran hombres. En ellas niños pierden, siempre pierden. Ésta película quiere dejarnos un aviso con una cierta elegancia en la orografía siempre peliaguda de los sentimientos humanos y decirnos que las heridas son tan sangrientas como morales, que la ausencia es la duda, que la guerra, para el que se va, es una certeza y para el que se queda, una incógnita. La agonía es parte esencial de nuestro existir y todos nosotros daríamos cualquier cosa para que aquellos a quien realmente amamos no sufrieran porque la lucha es sólo el invento para que unos mueran y otros ganen dinero y fuerza. La eternidad toca el timbre de entrada...y nunca es agradable su visita.
Quisiera dedicar el artículo de hoy a José Luis López Vázquez. Nunca se me borrará el recuerdo que me dejó al verle en teatro en la maravillosa "La muerte de un viajante", de Arthur Miller al lado de Encarna Paso y de Santiago Ramos y, también, en "Una pareja chiflada", de Neil Simon, absolutamente tronchante al lado de Juan José Valverde. En una ocasión, charlamos brevemente en el vestíbulo del cine Renoir Plaza de España y recuerdo su amabilidad y un punto de vanidad salerosa. Fue un momento, pero, como casi todos los suyos, lo guardo como un tesoro en mi memoria. Grande, José Luis.