martes, 19 de enero de 2010

UN GRAN HOMBRE (1939), de Garson Kanin

Quien fue un gran hombre una vez tal vez sea lo sea siempre. Los infiernos de la bebida pueden hacernos olvidar que un día fuimos lo que realmente somos. Y rara vez ocurre que haya una segunda oportunidad para aquellos que, por pura honestidad, por pura sabiduría, se hundieron en los abismos del alcohol sin que nadie supiera a ciencia cierta cuál fue su verdadera altura. Quizá también haya instantes para esa segunda oportunidad para que podamos entonar un último hurra por quien mereció nuestra admiración. Y para dar aún más credibilidad a la historia nada mejor que contar con un actor que también se estaba ahogando en océanos de alcohol, arrojando su carrera por la borda, diciendo que no a todo lo que el destino le había deparado y convirtiéndose en una leyenda empapada de ebriedad. Ese actor era John Barrymore, aquí en su último papel protagonista (aunque habría que destacar su maravilloso trabajo como secundario de lujo en la excepcional Medianoche, de Mitchell Leisen), conocido en el mundo del cine por “El Perfil”, renombrado actor de cine y de teatro que elevó a Shakespeare hasta lo sublime y que, en virtud del vicio, fue cayendo desde lo más alto lo cual hizo que su desplome fuera aún más doloroso.
En esta fábula de tintes políticos (no se engañen, en ningún momento se dice el nombre de ningún partido), Barrymore alcanza alturas nada desdeñables en una producción que rebosa alguna burbuja de encanto y que no tiene ninguna pretensión mucho más allá de la valoración de que todo ser humano tiene algo que le hace ser grande y más que una fábula política de menor calado, la película prefiere ser el retrato de una personalidad desbordante que, una vez, dejó pasar su tren. Por el camino, Barrymore se nos muestra como el gran actor que era capaz de ser, exhibiendo sus múltiples registros de tristeza, de inocencia, de escrúpulos orgullosos, de sardónico y, por supuesto, de encanto que era, tal vez, lo que más le sobraba.
Es una película que se mueve en el difuso terreno de la tragicomedia que convierte nuestro corazón en un territorio cálido, en donde nos movemos dentro de la adoración de un personaje que no deja de ser pomposo pero que remueve la diástole de nuestros sentimientos con sístoles de energía embotellada. Y a pesar de ser dirigida por un hombre de teatro, de fuerte carácter y que, en todo momento, supo sujetar las riendas de su carrera como fue Garzón Kanin (mejor guionista que director y mejor autor dramático que guionista), la película pertenece por completo a los territorios tragicómicos de John Barrymore. Él domina la película de principio a fin durante sus escasos 74 minutos. Él es quien imprime ritmo a las buenas intenciones que se nos quieren contar. Él es quien estructura toda la trama a su alrededor para que sepamos que sólo de nosotros depende la pérdida de nuestro idealismo. Aquí no caben excusas. Ni decepciones. Ni pérdidas. Ni nada. Nada nos lo puede arrebatar salvo nuestra propia actitud. Y, en el fondo, eso nos hace sentir culpables de todo lo demás porque creemos que hemos desarraigado los sentimientos de todos los seres que nos rodean y que nos hallamos solos por nuestros propios deméritos.
Así pues, en esta ocasión, estamos ante una película que, en realidad, es un festival. El festival de interpretación de un actor que se bebió la cámara y que se fue agotado por la inundación de un éxito que siempre temió perder. Y acabó perdiéndolo. Aquí somos testigos de lo que eran capaces de hacer las leyendas.

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