viernes, 26 de febrero de 2010

EL SOLISTA (2009), de Joe Wright

Me pregunto cuáles son las razones para hacer una película como ésta. Tal vez su director, Joe Wright, ha querido hacer algo parecido a una denuncia social ¿no? Pues no. Bueno, pues entonces a lo mejor ha sido un retrato de una bonita amistad. No, tampoco. Ya sé: una conciencia filmada de la cantidad de talento que se halla en la indigencia por una obsesión. No. ¿Un fresco sobre un hombre enfermo de soledad? No das una.
Pues entonces ¿qué? ¿Una muestra de lo que puede hacer el periodismo por el bien de los demás? No. ¿Una emocionante aventura en pos de una razón perdida? Ni hablar. ¿Un intento loable de introducirnos en la bondad que nadie cree tener pero que se halla ahí, donde las notas tienen eco? Pues tampoco. Esta película no es nada. Simplemente, es mala. Y lo peor de todo, Joe Wright (que maravilló a medio mundo con Expiación mientras yo me preguntaba si la película que había visto era algo más que una bobada vestida de seda), quiere recubrir todos y cada uno de los planos de la película con un tinte cercano a la genialidad buscando la alabanza de esos críticos que son capaces de hacer frases del tipo “el acertado uso del seguimiento de los rostros en primer plano otorga una profundidad de campo a una historia que puntúa su narración con un gran angular que capta reacciones con la eficacia de un plano americano” (cosas, por otro lado, que importan muchísimo al lector de un periódico y que, lejos de ser Pedro Almodóvar, tal vez tenga que volver a la oficina dos minutos después de leer tan preclaro artículo). Claro, el resultado llega a ser patético porque el mérito no consiste en utilizar una grúa cada vez que tienes ganas de enfatizar algo (y aquí el operario ha hecho horas extra), o de hacer impactantes planos cenitales de dudosa continuidad narrativa, o de sacarse de la manga un jueguecito de luces al son de la “Eroica” de Beethoven cuando mi ordenador ya me lo hace con “Tengo una muñeca vestida de azul”. El mérito consiste en dar a la película el plano que se necesita en cada momento. Y con tanta grandilocuencia, lo que se consigue es mofa, befa y escarnio.
Pero es que el delito no se detiene ahí. Resulta que la película tiene a dos actores tan solventes en los últimos tiempos como Robert Downey Jr., y Jaime Foxx y, para remate, con la siempre elegante y agradable presencia de Catherine Keener y el fulanito los desaprovecha con alevosía perdiéndose en el camino de la narración realizando saltos hacia atrás que no añaden nada (rapidito, un músico se vuelve majareta y haciendo un esfuerzo quizá lleguemos a suponer que es por su obsesión por la música pero esta es una conclusión más subjetiva que mi gusto en el vestir) y, para colmo de cineastas, tiene una banda sonora hecha de bellísimos fragmentos de música clásica y no hay ni un solo instante en el que los pelos se te pongan como escarpias.
Lo que podría haber sido emoción, se torna burla porque no hay otra manera de tomarse esto, por mucho que esté basado en una historia real. Si quieren ver cómo la genialidad musical puede llevar a la soledad y a la insania, Hillary y Jackie, de Anand Tucker, con dos impresionantes actrices como Emily Watson y Rachel Griffiths es la película. La culpa de todo la tiene el no ser consciente de las propias limitaciones. Wright no es Kubrick; ni Renoir; ni Welles; ni siquiera es un niño de siete años jugando con una cámara. Es un pretencioso que quiso poner melodía a la locura y le salió una tontería de canción.

jueves, 25 de febrero de 2010

SHUTTER ISLAND (2009), de Martin Scorsese


En los riscos de la isla del cerebro, un hombre no puede imaginar muchas salidas. Tal vez, quiera vivir una existencia de autoridad después de hacer equilibrios en los límites del horror. O puede que escalar el barranco de la razón sólo sea el reflejo de una investigación que se adentra en los más sórdidos rincones de la cruel oscuridad. La mente es ese asesino misterioso que extermina el recuerdo para convertirlo en la deformación del sueño. Y la orografía del trauma son los promontorios del infierno.
La luz es esa gran desconocida que sólo aparece para cegar. Todo lo que es verdad, también lleva implícita la mentira. Atravesar el espejo es adentrarse en los faros de la soledad porque más vale morir como un hombre bueno que vivir como un monstruo. La fantasía es el fármaco de la libertad y puede llevar mucho más allá de los barrotes de una celda de ladrillo rojo y reacción negra. Nada es capaz de acabar con las pesadillas de las que se huyen, están ahí permanentemente, como la inquietud presentida de un ambiente enrarecido, como la certeza intuida de que algo va mal, de que algo está desencajado en la averiguación de la verdad. Y la verdad es ese maldito psicópata al que hay que trepanar el cerebro.
La obsesiva búsqueda de la realidad es una ola rompiendo contra los arrecifes. El aislamiento es el director de una escena en la que siempre aparecen personajes nuevos. Asistir al exterminio que coloca en los límites de la cordura y la soledad es el detonante más fácil para intentar el ahogamiento de la locura. Humo, fuego, agua, tierra, viento, lluvia, hombre. Todo parece fuera de control mientras el equilibrio avisa de su partida y nos adentramos en los pasillos inmaculados de la ambigüedad, del punto de vista cuerdo, de la malformación de la paranoia. Fingir es algo que nace con nosotros porque todos mentimos para parecer que somos lo que realmente nos imaginamos.
Y así, entre cigarrillos sospechosos, vasos oportunos y sueños que se nos escapan entre los brazos, iniciamos el camino de un corredor sin retorno que mezcla el vigor con la confusión para vislumbrar la luz mortecina de una razón aún más terrible que el desvarío, haciendo de la curación, una condena; de una interpretación, un talento inusual; de una música, la inquietud estridente de un engranaje equivocado; de una dirección, la mano precisa de quien rige los destinos de un manicomio. Alrededor de todo ello, el relieve preciso y gris de una isla que parece agarrar de los tobillos como una maldición dictada como sentencia de un juicio perdido.
Mientras bordeamos los precipicios de un endemoniado trozo de tierra, la incomodidad hace mella en nuestras posturas expectantes. Nos damos cuenta de que no sabemos a qué lado tiende nuestra mente y es entonces cuando nos sentimos inseguros, cuando abandonamos la sala sin conocer si nuestros pasos nos siguen o van por delante. Puede que yo no esté escribiendo este artículo sino que, quien lo haga realmente, sea usted y yo no sea más que un simple lector que acaba de comprar el periódico mientras caen gotas de ceniza sobre mi memoria. Si miro la sombra de mis dedos, no hay teclado en el que construir palabras y puede que esté soñando que escribo mientras hurgo con el dedo en el interior de mi cabeza trastornada porque ya no me quedan muchos salientes que eviten mi caída. Y sólo tengo un puñado de cuchillas de afeitar agitándose en la celda de mi pensamiento..

miércoles, 24 de febrero de 2010

ALMAS EN LA HOGUERA (1949), de Henry King


Quizá el término “clásico” no cuadre apropiadamente con esta película por la sencilla razón de que todo lo que nos cuenta es atemporal, a pesar de que la historia está situada en medio de la Segunda Guerra Mundial. El sufrimiento es la llave que abre el alma de los hombres y, precisamente, ésta es una película que nos habla sobre el sufrimiento, de almas en carne viva quemadas en la hoguera provocada por las bombas. La moral puede llegar a ser uno de los mayores enemigos del soldado que procura regalar esfuerzo a aquellos a quienes, en teoría, libera. Según testimonios de auténticos miembros del 306 Grupo de Bombarderos, la película lleva dentro de sí una buena porción de terror, de tensión, de realidad y de recuerdos verdaderos convenientemente modificados con propósitos dramáticos, pero aún así se acerca bastante a todo lo que sintieron aquellos hombres que llevaban la muerte en la panza de sus aviones.
Y es que en los hombres que combaten sin ver realmente al enemigo, se construyen auténticas barbaridades imaginadas que se acercan bastante a la realidad y entonces todo se derrumba. El edificio que estaba allí. Las personas que estaban cerca. El piloto que decidió lanzar...La moral derruida es el escombro de la personalidad y los hombres comienzan a ser inútiles para el combate, comienzan a no poder saltar los escrúpulos hechos de sangre y fuego, comienzan a huir dentro de sí mismos como única salida a la pérdida de razón.
Quizá Almas en la hoguera fue una película tan verdadera que pasó demasiado pronto a ser consumida por las brasas del recuerdo. Nadie quería ver una historia sobre hombres destruidos en vida por mucho que estuvieran en el lado de los vencedores. Sin embargo, hay dos interpretaciones dentro de ella que merecen la pena destacar: Una es la de Gregory Peck, inmenso y con un difícil papel al que hacer frente: el del jefe que tiene que servir de sostén a todo el armazón de un equipo que no puede tener grietas y comienza a fisurarse porque todo hombre tiene un límite. La otra es la de Dean Jagger, ganador del Oscar al mejor secundario por este rol, que está impresionante como ese reservista que, de manera muy sutil, nos hace ver con claridad cómo está ya de vuelta en su viaje de moral, ruina y muerte y que ya no hay estación en la que apearse.
Probablemente, ésta sea una de las mejores películas de guerra aérea que se han hecho nunca (a ello ayuda decisivamente la inserción de secuencias reales de aviación bélica que, con acierto, incluye el director Henry King, perro viejo de batallas viejas) pero también, mucho más allá de los usos y costumbres del género, nos habla con enorme sabiduría de conflictos internos, de personalidades rotas, de hundimientos y depresiones en el siempre difícil interior de los seres humanos. Dejen que algunos fotogramas escalen por sus laderas y el horror puede que les haga ver algo de sí mismos.

lunes, 22 de febrero de 2010

PÁGINA EN BLANCO (1961), de Stanley Donen


Él sabe que nosotros sabemos que él sabe, pero mejor fingimos que no sabemos nada. Típica corrección británica con un toque de bourbon. Al fin y al cabo, el aburrimiento es una de las peores causas para que alguien crea que el amor se ha evaporado en un invernadero de champiñones. Cruzar una puerta está prohibido, pero a veces, cruzarla es mover ficha en el casillero de ese juego de miradas que es la vida. Recuperar a la mujer que se ama, en ocasiones, requiere cambiar un abrigo de visón por un enorme pez clavado en un mural y urdir con el mayordomo una herida que, tal vez, no sea sólo exterior.La risa inteligente, patrimonio de unos muchos, puede dar paso a un juego de letras en el que las piezas encajan en el tablero con la agudeza de un punzón. Lo privado debe permanecer en los muros de lo que puede ser público, sobre todo porque siempre hay amigos metijosos que quieres aprovecharse de la situación y llevarse al que, de alguna manera, pierde, sea éste quien sea. Noel Coward lo sabía muy bien...y Stanley Donen también. La elegancia es exclusiva de quien nace con ella, y en esta historia quien lleva un jersey de punto hace que parezca un tiro largo en una noche de gala. Nuestras vidas pueden ser las de unos niños con el trasero al aire que juegan alegremente en un campo de hierba más verde intentando que en el caos en el que convertimos el ridículo espectáculo de la existencia haya un cierto orden. Porque, a menudo, las cosas se desencajan y cada pieza no está al lado de la que le corresponde. Esa es la delgada línea que separa el abismo del fracaso vital de la felicidad siempre esquiva y efímera. Visitar un museo puede cambiar el curso de los acontecimientos sobre todo si encuentras una fotografía que te transporte al recuerdo que no se puede borrar pero ni siquiera necesitamos ese instante esculpido en el tiempo para volverlo a vivir. Contradictorios, volubles, osados, ausentes, aprovechados, menospreciados, adulterados...así somos.En las alfombras rojas del paso de una dama quizá el amor esté escondido en medio de la rutina. O tal vez esté oculto en las canas de un caballero cuya tranquilidad no se ve alterada salvo su espíritu de marido dejado en la cuneta. O, incluso, puede estar en la mirada de un americano aburrido que quiere saltarse las fronteras de los convencionalismos. O en la cabeza alocada de una mujer que, de puro morena, es atractiva, y que de sus labios, brotan nuestras sonrisas. El amor es la pistola que dispara en medio de nuestras vidas dejando los corazones rotos, o las almas suspendidas, o los propósitos renunciados, o los champiñones sin empaquetar.
Qué estupidez, cuánta frase pretendidamente bonita, cuánta petulancia contenida a duras penas, qué forma de construir un circunloquio rimbombante y tupido de arrogancia para decir que las páginas en blanco sólo se escriben con una rúbrica femenina. Yo tengo un libro entero de ellas. Y para explicar también que Cary Grant está, que Robert Mitchum puede, que Jean Simmons ríe y que Deborah Kerr es. Sin olvidar al mayordomo, Moray Watson, que escribe y dispara.

viernes, 19 de febrero de 2010

EL HOMBRE LOBO (2009), de Joe Johnston


De toda la galería de monstruos clásicos del cine, el Hombre Lobo, es el único que no está basado en una novela previa. Nació a finales de los años treinta a raíz de un guión que escribió el extraordinario Curt Siodmak por encargo de los estudios Universal y que dio como resultado el clásico de 1941 interpretado por Lon Chaney Jr. Ahora, situando la historia en un tiempo determinado, se nos presenta de nuevo, cambiando solamente lo imprescindible, bajo los rasgos lobunos de Benicio del Toro.
Y es que no cabe ninguna duda de la vocación clásica que persigue la película, dirigida con sobriedad y sobresalto, pero que deja un regusto amargo en el espectador que espera ansioso una película de terror al igual que ocurrió en su día con el Drácula, de Francis Ford Coppola que, con su excepcional barroquismo, nos hincaba los dientes magistralmente narrando una historia de amor; o con el Frankenstein, de Kenneth Branagh que nos proponía desde el romanticismo exagerado de sus imágenes, una reflexión en torno a la inmortalidad y al peligro de alterar el orden natural de la vida. En esta ocasión, Joe Johnston (director bastante menos competente pero que salda con aprobado su labor), se permite adentrarse en el bosque nebuloso de raíces aristotélicas en el que los dioses revelan al hombre su destino sin posibilidad de escapar de él haciéndolo bajo una óptica decididamente aventurera.
Todo ello sin olvidar la lucha interior que se desata en el ser humano cuando se da cuenta de que una fiera habita en sus entrañas. Un animal salvaje que apenas sabemos controlar y que marca difusamente las fronteras de dónde termina la bestia y dónde comienza el hombre. Allá arriba, la vieja Luna del Diablo que, con su enorme ojo blanco, regirá el poder del mal para dejar paso al auténtico amor, a la bala de plata liberadora y al duelo eterno de la criatura que quiere aniquilar a su propia divinidad. El hombre contra Dios. El hijo contra el padre.
La furia ruge incontrolada cuando el pasado se aclara en la mente retorcida por la tortura. En el fondo de cualquier bestia humana, hierve un pequeño horizonte de ternura que no se puede dejar atrás. El gris que refulge de las piedras cansadas por el temor domina los contornos del verdadero salvajismo. El aprecio a la vida es tan fuerte que, a veces, hay que asesinar lo más amado y es entonces cuando el hombre pierde la batalla ante su naturaleza de depredador. Las carnes cuelgan de los colmillos. La sangre salpica en el pelo y el aullido se siente en los riscos del miedo. Y la maldición no termina porque la Luna sigue ahí, llamando a las criaturas que caen bajo su influjo, como un rayo de plata que une la pesadilla con la realidad.
Así que, a pesar de los consabidos respingos, no es una película de terror. Es una estilización de la leyenda que, bajo una apariencia de persecuciones, de disparos, de trampas y de espectacularidad visual, hace que miremos hacia el cielo y que, tal vez, temblemos esta noche porque el lobo que habita en nosotros puede despertar y convertirse en hombre. Y, quizás, después de setenta años, las transformaciones sobrenaturales no nos sobrecojan tanto como sí lo hicieron con nuestros abuelos. El miedo también pasa de moda. Perdónenme pero extrañamente noto cómo mis ojos comienzan a brillar y me están entrando unas terribles ganas de comer carne.

jueves, 18 de febrero de 2010

UN HOMBRE SOLTERO (2009), de Tom Ford


Los ojos se encuentran y se intenta que las miradas encajen. Se trata de ver lo que se esconde detrás del vulgar velo que puedan ofrecer esos ojos. Conectar con otro ser humano es una dificultad que se alza alrededor de las vallas del alma. Recomponer las trizas del corazón se convierte en una tarea que no compensa si no hay momentos de calidez en una existencia que se ha dado por derrotada. Vivir es lo que cuesta. Morir...tal vez, morir es más fácil de lo que creemos.
Centro, razón, núcleo, desarrollo e historia de esta película es Colin Firth. Con un estilo envidiable, sabe moverse haciendo equilibrios en el filo de la navaja con la facilidad con la que otros caminan por la acera. El dolor es sólo un matiz. La rutina es puro aburrimiento. Y él, con su saber estar, crea una personalidad que se origina en la nada, se mueve por un pasado que ya no está con él, se cae con un presente que no sabe apreciar y se niega a un futuro que está deshumanizado y perdido.
Y un hombre soltero intenta encajar su vida cuando no tiene más piezas. Las trizas le asolan y le ahogan haciendo de la realidad un color difuminado. La tristeza se adueña de su vida y cree que sólo tiene un escape cuando descubre, sorprendido, que un par de instantes llenos de color, disfrutados en compañía, islas de descanso en medio de un océano de desolación, son razones suficientes como para que las esquirlas desaparezcan y se complete un rompecabezas que no podía resolver. El miedo a la soledad es tan grande que apenas puede ver más allá de sus gafas de profesor. El entorno es tan incómodo que el pesimismo preside su levantar, su desperece, su respirar y su diversión.
La sensación es como la de estar flotando en el agua, con la cabeza metida y el cuerpo libre. La música resuena con una partitura excepcional en la banda sonora de un hombre que se ha quedado fuera de todo. Fuera del cariño. Fuera del disfrute. Fuera del amor. Fuera de la nostalgia. Fuera de lo cabal. Fuera, estúpido, fuera.
Sin embargo, a pesar de hacer que una película nos asome al interior de un abismo sin fondo, el aburrimiento hace una inoportuna visita y nos quedamos, desamparados en pleno patio de butacas, con Colin Firth y con la música. Todo eso debe llenarnos porque no hay nada más. Las bocas se abren y los cuerpos se remueven. Un tiempo de tormenta en canción. Un desprecio egoísta a dieciséis años de convivencia. Un miedo incontrolable en un protagonista que quiere hacer mutis y entregarse a una eternidad tranquila. El temor es el enemigo y explorar en lo que no se debe lleva inevitablemente a extraviarse en la ensoñación imposible.
Las oportunidades perdidas son el espejo de unas arrugas disimuladas. El desquicie está presente en un par de copas que adormecen y hacen bailar en una escena que desprende magia. Y el hastío vuelve, insistente, para decirnos que, al fin y al cabo, cuando todo cuadra, es precisamente cuando se pierden los pedazos que se habían juntado de nuevo por esos pequeños regalos que, de vez en cuando, se reciben a través de la charla, de la locura presentida, del dejarse traer hacia el lado soleado. De repente, las nubes desaparecen y tenemos la certeza de que la soledad va a ser nuestra pareja y que debemos arroparla para encontrar el equilibrio. Pero el bostezo, para entonces, ya es el dueño de nuestros actos.

miércoles, 17 de febrero de 2010

LA MUJER BANDIDO (1945), de Leslie Arliss


Hace cuatro siglos, el valor se volvió valentía y la palabra comenzó a hacerse mujer. Y dentro de ella habitaba la belleza como el arma cortante que hiere el aire en dos. Dejaba sin respiración. Extraviaba los ojos ajenos. El corazón comenzaba a latir sin ritmo. Era ella. Y, en esta película, hay encanto derrochado por su protagonista, Margaret Lockwood. Hay aventuras exhibidas con generosidad. Hay el loco enamorado, el inolvidable James Mason. Hay el trastornado por la maldad, Griffith Jones. Hay un buen puñado de cine con la elegancia envolvente de una mujer que decidió, de la noche a la mañana, rebelarse y ser algo más.
En la película hay retazos de excitación, hay jirones de apasionamiento, hay trizas de peligro, hay gotas de decepción. Y sobrevolando estas palabras de adorno hay un secreto que guardar porque nadie podría pensar que la hermosura de unos labios que invitan al pecado guarden también la aventura no contada, un estilo de vida inconcebible. Y dentro de toda la historia, también hay un cuento moral, algo que es para mayores mientras los demás, los más pequeños, se han recreado con la travesura de la inteligencia, con la aventura compartida porque la vida no puede ser aburrida, igual que el cine; con las cosas que parecen pero que no son combinadas con cosas que son pero que no parecen. Esta película es para proyectos de listeza.
Oh, sí, hay verdaderas gotas de melodrama en todo ello y quizá haya un par de miradas cansadas, como queriendo decir un “vaya, ya estamos otra vez”, pero hay que empezar a decir aquello que tan brillantemente se recitaba en la canción “I have a love”de Leonard Bernstein y que terminaba con “Your love is your life” (Tu amor es tu vida). Es difícil que a los jóvenes (y no tan jóvenes) se les pueda meter esa idea en la cabeza, pero tal vez, sólo tal vez, esta película ayude un poco a explicar que eso ocurre, que el amor ocurre, que la vida ocurre.
Perdón, se me olvidaba. Tal vez la heroína no sea tan buena, el loco enamorado sea un ladrón y el trastornado por la maldad, sea un héroe...Al fin y al cabo, los cuentos morales tienen muchas lecturas y depende del punto de vista con que se mire asignamos unos papeles equivocados. Por eso es interesante acercarse y formular un juicio desde la mirada del espectador. Esa mirada inquisitiva que no sabe si las aventuras y desventuras de esta mujer son justas y lógicas o tan sólo son el capricho de un comportamiento de tendencia desequilibrada. Al fin y al cabo, el germen de la maldad habita en todos nosotros, incluso en aquello que es pura ensoñación. Sueñen, no se dejen invadir por la realidad. Así, quizás, podamos llegar a imaginar que la rebelión espontánea es algo inherente...¿a las mujeres?

lunes, 15 de febrero de 2010

EL HOMBRE TRANQUILO (1952), de John Ford


Un beso bajo el abrazo del viento mientras el orgullo languidece en medio de la estupidez. Un buen puñado de vecinos que se entienden y se ayudan pero no se perderían por nada del mundo una buena pelea. Cuando estás en la tierra que amas y que acunó tu inocencia es, quizá, donde encuentras la paz de espíritu necesaria para que tus miedos queden relegados a una buena pinta de cerveza. Una dote que sirve de excusa al amor propio y de revulsivo para aclarar cuánto te quiere el hombre que te ha de cuidar. Homérico. Una cama destrozada que hace pensar en una noche de pasión y desenfreno cuando lo que ha habido es un abismo de incomprensión por parte de los dos. La ternura y la nostalgia disfrazadas de puños cuando se tiene el corazón tan destrozado que se es incapaz de pelear. Hombres tranquilos para blancas mañanas. Días de cortejo con carabina...y tardes de flores con los cascos de un caballo poniendo su música en oídos que se quieren.Tal vez "El hombre tranquilo", de John Ford, sea una de esas películas que hacen que la sonrisa no se caiga de la boca. Y que respiremos el aire húmedo de las verdes praderas de Irlanda. Y que contemos la emoción mientras se hace una carrera de caballos en los aledaños de una playa para hacer que un pañuelo de mujer sea el honor de un triunfo...Triunfo, qué palabra más extraña y pasajera...de valor tan relativo como el fracaso, de semántica tan escurridiza como la decepción...Un hombre derrotado vuelve al lugar que le vio nacer porque él recuerda qué boca tan profunda tiene el horizonte allí donde el cielo es el paladar sobre la lengua de la tierra y ella, con su pelo tan rojo como el atardecer, ocupa todo lo que quieres ver, todo lo que quieres sentir, todo lo que quieres guardar, todo lo que quieres soñar...Rojo atardecer cogido con las manos para besar las nubes de sus labios...Tormenta para un abrazo viril, edén de la ilusión que hace que olvides que una vez mataste a alguien y que, probablemente, te dejaste manejar por el dinero y el interés alrededor de un cuadrilátero.Mientras, el fuego crepita para decirte que en tu casa falta una mujer que te quiera y que el orden femenino es irremplazable cuando ellas tienen conciencia de que lo mejor es aquello que las ama. Quizá sea una de esas historias que cuentan que menos orgullo y más amor, que menos compasión y más orgullo, que menos atarse al pasado y más arrastrarse por el futuro en cuya promesa puede que encontremos la felicidad a ráfagas, pez que siempre se escapa cuando muerde el anzuelo y ha sido ansiado en un río de ilusión con suelo de búsqueda.El secreto del pasado es la excusa de la confabulación para intentar que ganes tu parcela de cielo en la vida encapotada. Tal vez, por eso, John Ford era capaz de contarnos una historia en la que nos gustaría estar dentro, pasearnos por las calles de Innisfree y asistir a las excentricidades autóctonas de una aldea de locos maravillosos que se partirían los brazos si con eso te ayudaran...Señor Ford...Jack...¿cómo podría darte las gracias por un millón de momentos inolvidables?...

viernes, 12 de febrero de 2010

PRECIOUS (2009), de Lee Daniels


Hay personas de las que emana una rara luz interior incluso cuando su destino es un paseo inexorable por la desgracia. Son como ángeles de gran carcasa que lo ignoran todo pero que, por otro lado, lo saben todo porque han conocido el dolor muy de cerca. Son inteligentes, pero aceptan sin pestañear los repetidos golpes de la miseria. Y existen palabras que para ellas dejan de tener significado. Palabras como violación, enfermedad, desprecio, odio, abandono, nada, cero.
Y entonces, sin ninguna conciencia, comienzan a asumir la resignación como forma de vida, como un sumidero de agua sucia que ha sido construido precisamente para eso y que no puede cambiar las condiciones que son pura rutina al otro lado de la educación, más allá de la frontera de lo permisible, en los alrededores del deseo de morir.
Con todo, no dejan de emanar esa luz. Es como una especie de brillo que hace que podamos pensar que son personas diferentes, que no son como las demás, que tienen un futuro que no ven y un pasado que no dejan de ver. Son cuentos imaginados, moralejas no aprendidas, melodías de abandono en un entorno que no se preocupa en absoluto de intentar descubrir su talento, su luz, su grandeza. Ese entorno sólo ve que son gordas, o feas, o que se han buscado la desgracia, o que la fortuna huye de ellas porque huelen mal, huelen a infelicidad.
Sin embargo, la vida está hecha de cruces de acera, de escaleras subidas y de traiciones anunciadas. Y lo mismo que da un bandazo para un lado, lo puede dar para otro. Y siempre hay un ángel, no importa si gordo, feo, tonto o inútil, que está dispuesto a cuidar de lo que más ama.
Muchas son las oscuridades por las que se mueve esa película. Visitamos la sordidez y la bajeza. Hacemos parada obligatoria en el perdón y en la incompetencia que puede llegar a dar un título. Tomamos un refresco en los pétalos de una flor que se va abriendo en medio del asfalto y en un cuaderno con todas sus hojas por escribir. Y la verdadera luz que refulge con su tiza en las manos es la de Paula Patton en el papel de la profesora de la protagonista, Gabourey Sibide. Y en el piso de abajo, viendo la televisión nos encontramos con Mo´Nique en un papel cuyo mérito reside en visitar registros extremos, en mirar con un odio incontrolado y dejar adivinarnos que hay algo de ternura reprimida, en crueldad ignorante y asistir a la evidencia del acomodo de una vida condenada al trago y a la indiferencia. Con ellas tres, la película se eleva a alturas de feminidad, de sabiduría atisbada en el barranco que siempre supone cualquier mujer. Además de todo ello, no cabe duda de que Lee Daniels realiza una historia sobria, con ocasionales visitas a la facilidad de unos sueños que nunca se van a cumplir y que, quizás, constituyen su mayor error. Por el contrario, se esfuerza en hacer que no sintamos pena, ni horror, sino tan sólo algunos instantes de humanidad sentida, breves momentos de solidaridad hacia alguien que se ha visto castigada por algo que cree que es el amor. El de una madre, el de un padre, el de un hijo, el de una maestra, el de una compañera. Ella, al fin y al cabo, es la auténtica estrella de su vida, la única protagonista. Y debe buscar aquello que ansía para que, al menos, pruebe algunos sorbos de la desconocida felicidad. Ella es preciosa.

jueves, 11 de febrero de 2010

LA CARRETERA (2009), de John Hillcoat

Parece ser que el tema monográfico del cine en esta temporada viene a ser el fin del mundo. Solo que en esta ocasión, no es repentino, es agonizante, lleno de angustia, sórdido, cruel. Y, como decía el poeta, el mar es el morir porque lo que era azul, ahora es gris. El precio de la rebelión de la Naturaleza es la misma muerte y no hay destino salvo el caminar hacia delante con una bala de reserva.
Y es que el único instante gozoso de esta película es la breve pero poderosa aparición de un actor único y sabio, de vieja escuela y gesto singular como es Robert Duvall. El resto es una sucesión de situaciones dentro de un contexto que, hace algunos años, bien podría haber dado lugar a una serie televisiva. El público sale maltrecho del encuentro y el envite contiene algunas incoherencias narrativas del tipo “llueve mucho pero apenas hay vegetación”. Por otra parte, la premisa narrativa es bastante parecida a la famosa El último hombre vivo, de Boris Sagal sólo que allí había mutantes fantasmagóricos y aquí hay caníbales dispuestos a hacerse pastelitos de yugular en menos de lo que canta un gallo. Eso sí, gallos no hay. Sólo perros.
La atmósfera gris y agobiante de la película (debida principalmente a nuestro sabio director de fotografía, Javier Aguirresarrobe) se convierte en un personaje más, como si la muerte fuera una nube que planea continuamente sobre los dos personajes protagonistas. La moraleja es no rendirse, seguir sin mirar hacia atrás y la seguridad permanente de que la familia es el mejor refugio, el único refugio, el último refugio.
Pensándolo bien hasta podríamos decir que ésta es la precuela de la aún reciente Número 9, de Shane Acker y, aunque no he tenido el placer de leerla, estoy seguro de que la novela de Cormac McCarthy ganadora del Premio Pulitzer en la que se basa la película es de una eficacia demoledora y aún más impactante que contada en imágenes. Lo cierto es que, quitando el egoísmo destructivo del personaje interpretado por Charlize Theron, tenemos que inclinarnos ante la voluntad de hierro de un padre que cree que si su hijo no es Dios, entonces es que Dios no ha hablado y les ha dejado abandonados a su suerte. Y Dios no existe en esa tierra árida, enferma de desesperación, yerma y asesina, brutal e impía. Sólo el hombre. El hombre malo. El hombre bueno. Y uno llega a la conclusión de que nunca podrá igualarse a ese padre que es capaz de todo con tal de conservar la débil certeza de que hay algo al final de la carretera. Algo más que buscarse la comida como sea y seguir respirando un día más.
Pero aún así, la película destila otro significado que queda evidenciado en el personaje del niño. Los hombres buenos se matan unos a otros por la desconfianza, por no abrir una rendija en el corazón, por no arriesgarse a la creencia de que aún puede haber personas con bondad en un mundo que camina inevitablemente hacia un futuro de aniquilación y abismo. No hay buenas intenciones cuando lo que se trata es de sobrevivir. Y tal vez lo que estemos haciendo ahora sea precisamente eso: sobrevivir.
El fuego que calienta se apaga con lentitud. El tibio abrazo del verde se extravía en el fondo de nuestra conciencia. El cielo puede que sólo sea un recuerdo. Con esto, vigila, hijo mío. Que nadie te arrebate la última bala. Lo demás sólo es un demorado fundido en gris. Fin.

miércoles, 10 de febrero de 2010

CARIBE (1945), de Frank Borzage


El mar se convierte en un arrugado e imprevisible lienzo donde se dibujan con precisión los trazos de la mejor de las aventuras. En su tinta de espuma, las aguas nos muestran la belleza irrepetible de una mujer como Maureen O´Hara, una de esas mujeres que poseen un espíritu tan grande y tan pujante que puede echar para atrás a la mayor de las tormentas. Un poco más allá, en la línea del horizonte, podemos encontrar a un holandés errante, mitad oscuridad, mitad esperanza, que pasó a la historia del cine en el memorable papel de Víktor Laszlo en Casablanca y que lleva desplegado el velamen de la libertad en un rostro de difícil olvido bajo el nombre de Paul Henreid. Por el castillo de popa, un malvado que sabía ser apreciado, enorme como actor, desconocido como nombre, Walter Slezak y que compone a un español que no tiene escrúpulos para conseguir lo que quiere, para amar lo que ambiciona y para transformarse en el ancla que impide partir en busca de las olas que salpican en la cara con la frescura que desprende ese lienzo de fauna y agua, de profundidades y abismos, de público de gotas esperando romper en aplausos de marejada.
No hay decepciones posibles. Hay duelos a espada que merecerían la pena de ser recordados, pistolas de un solo tiro que expelen el humo del ambiente enrarecido, chicas en problemas y héroes en vilo, música que parece que nos lleva en volandas a barlovento, placeres para la vista y uñas mordidas temiendo la herida por el filo. En su género, es una espléndida película de piratas que no ha pasado a la historia en uno de esos imperdonables olvidos que, de vez en cuando, tiene el cine. Y lo que hoy se nos ofrece en el muelle de la aventura, es un rato excepcional de evasión, de entretenimiento hecho de joyas, choques de espada, miradas que hablan por sí solas y el mar, siempre el mar, el mar de mentira, el único mar posible como escenario de saltos y besos, de virajes y huidas, de cine y sonrisa.
Y es que aún más allá de la aventura, esta película es un aliento de té y salitre en pleno salón. Es una muestra del ingenio de aquel gran guionista llamado Herman Mankiewicz y que nos enseña cuán brillante puede ser la escritura en un fondo de madera, tela y amarras. Tal vez también porque detrás de las cámaras estaba un veterano todoterreno de la talla de Frank Borzage y que sabía colocar la imagen, componerla y extraer su esencia con una especial atención a la luz y a la penumbra. Lo que consiguió fue llenar hasta el borde un barril de ron y hacernos creer que los barcos son naves que apenas rozan el agua en una imposible recogida de aire para obtener los mayores tesoros que hombre alguno puede ambicionar. Entre ellos, la libertad y el amor. Así que, chicos y mayores, sujetad bien las jarcias, vamos a avanzar hacia la injusticia para comprender el verdadero significado de la libertad. El mar tiene todas las respuestas.

lunes, 8 de febrero de 2010

EL FANTASMA Y LA SEÑORA MUIR (1947), de Joseph L. Mankiewicz


Quizá viendo algunas de las maravillosas muestras de arte que el cine nos ha dejado, uno llegue al convencimiento de que, tal vez más allá de la vida existe el amor. "El fantasma y la señora Muir", de Joe Mankiewicz nos descubre algo indescifrable para nuestras pobres almas de humanos sin huella. Un hombre muerto puede amar y sentirse más vivo que cualquiera de los seres que se perfilan en nuestra realidad. Y renuncia. Y espera. Y vence a la eternidad. Ella, mientras tanto, no dejará de coger frío en una pequeña terraza mirando al mar porque, aunque no le recuerda, lo presiente, y eso también es amor. Presentir que alguien, sin estar contigo, lo está siempre, por encima del tiempo y de la distancia infranqueable que separa la vida de la muerte. Y demostrar que un amor capaz de saltar las vallas de la propia naturaleza es más fuerte y más sincero que el propio amor terrenal. Allí, en las luminosas estancias que la señora Muir escoge para vivir aún sabiendo que dentro hay un ser que no es de este mundo, ella presiente que es posible que en "La Gaviota", encuentre algo que es más grande que la propia vida y que la memoria que persigue la independencia para ya sólo depender del momento en que un capitán de barco agarre su mano con una delicadeza de tranquila espuma del mar. Así el umbral del amor es la ola que les transporta a la misma orilla de sus almas enamoradas.
Y, cuando él se la lleva, los años y el tiempo desaparecen. Ella se va con él tal y como él se enamoró de ella, con los mismos años, con la misma mirada perdida en el horizonte de su búsqueda que por fin descansa en el punto fijo de su amado, la misma sonrisa etérea que parece, por un instante, que entró en la eternidad mucho antes que su vida, y con esa maravillosa contradicción que habita en su cuerpo adorado en la que convergen, como dos afluentes del mismo río, la fragilidad de la mujer enamorada y la fortaleza acerada que sólo las mujeres pueden tener.
Tal vez así sea el paraíso. Poder ir a buscar a quien se ama cuando el amor sea el único reloj que marque las horas del tiempo que nos pertenece, cuando lo que importe sea permanecer en el rincón acotado de los brazos de los que nunca te quisieras zafar, el escritorio de donde salen las palabras que no se pueden decir más que con tus actos por mucho que se intente acariciar con la voz. Por eso, salvo en el conjuro del olvido, un fantasma no dice nunca que ama. Sólo lo demuestra, llegado el momento, yendo a buscar el pergamino donde escribió su obra póstuma que se convirtió en la más profunda escritura de una vida que nunca vivió y lo que es más importante, de la vida de ella.

viernes, 5 de febrero de 2010

INVICTUS (2009), de Clint Eastwood


Desde la noche que, sobre mí, se cierne,
Negra, como su insondable abismo,
Agradezco a los dioses, si existen,
Por mi alma invicta.

Caído en las garras de la circunstancia,
Nadie me vio llorar, ni pestañear.
Bajo los golpes del destino,
Mi cabeza ensangrentada sigue erguida.
Más allá de este lugar de lágrimas e ira,
Yacen los horrores de la sombra,
Pero la amenaza de los años
Me encuentra, y me encontrará, sin miedo.

No importa cuán estrecho sea el camino,
Cuán cargada de castigo la sentencia.
Soy el amo de mi destino.
Soy el capitán de mi alma.

Desde la noche que, sobre mí, se cierne puedo vislumbrar un nuevo amanecer en el que todos podamos vibrar por un esfuerzo común. No importarán las necesidades inmediatas puesto que lo primero es lograr que un blanco no vuelva la cabeza por desconfiar de un negro. Y que un negro no desee vengarse por tantas lágrimas que África ya ha derramado. La separación social entre hermanos de una misma nación por una cuestión de raza debe ser derrotada por mi alma invicta. No soy ningún Dios, sino un hombre que agradece a todos los que trabajan por hacer de cada día, un país un poco mejor, un país sin rechazos, un país que tiene la obligación de perdonar, de olvidar y de mirar hacia delante, todos juntos, a una misma ilusión.
Caído en las garras de la circunstancia, mi mundo se redujo a cuatro paredes muy estrechas, al incesante picar en las piedras con dureza de diamante, a levantar la mirada para soñar que, un día, en manos del tiempo, alguien podrá hacer que los colores que deseemos ver sean los mismos, que el entusiasmo sea un solo grito, como un coro de voces negras y blancas que celebran una victoria que durante tantos años se nos ha negado. Así el mundo, tal vez, mire y se pueda dar cuenta de que somos un pueblo con dignidad y convicción. No se trata del juego, no se trata de la duda, se trata de la gente. Mi gente. Toda mi gente. Y eso he de lograrlo antes de que los años me encuentren y sea un espejismo para los que una vez fueron ejemplos de valentía.
No importa cuán estrecho sea el camino, tendré que ir por senderos de reconciliación, de memoria borrada, de humanidad sentida cuyo centro y origen deberá partir de mí. Habrá que acercar los ídolos al pueblo que sufre porque sufrirán menos y los ídolos estarán más altos en la admiración de los que se llaman personas. La fuerza siempre estará en la unión y no en fomentar el odio que se ha colado durante tanto tiempo entre los barrotes de mi celda intentando que el olvido me tape con una manta, tratando de asesinar una rebelión que nunca quise desde el desprecio sino desde la amistad que, desde el primer instante, tendré que demostrar.
Soy el amo de mi destino, porque de mi resistencia, vendrá la paz y el estrechamiento de manos, el alarido común ante la injusticia, el sueño de los apartados y la tranquilidad de los privilegiados. De mi destino y mis decisiones, dependerá el júbilo y la tristeza, la alegría y la violencia, la evasión o victoria, la historia del triunfo y la anécdota del perder. Mi destino tendrá que ser contado porque de la cárcel, pasé a ser presidente. Y no fui perfecto porque hay muchos problemas que dejé sin resolver como los pobres, la delincuencia, las casas o el trabajo. Al menos, ese destino que ha estado en suspenso durante veintisiete años, fue el detonante que, sin rabia, convirtió a los enemigos en compañeros, a un equipo de exclusivos en una escuadra de iguales, a una esperanza en un futuro posible, a Sudáfrica en un hogar sin barrotes en las ventanas.
Soy el capitán de mi alma...

jueves, 4 de febrero de 2010

EN TIERRA HOSTIL (2009), de Kathryn Bigelow


Cuando el peligro no es más que una palabra sin ningún significado en un paisaje de desierto y muerte, la batalla que se libra en el interior de las personas es una derrota disfrazada de valor. Sólo hay casquillos rebotando en el suelo para anunciar con su tintineo la salida urgente de un mensaje que lleva una destrucción más. Sólo hay la seguridad de que, a la vuelta de cualquier esquina, la metralla de una bomba puede segar lo poco de humano que te queda.
Y así, convivir con la posibilidad de morir se transforma en una rutina que engancha, de la que no se quiere salir porque ya no importa nada tu propio destino. Lo cual no quiere decir que no se experimenten otras sensibilidades como la brutalidad que emana de una guerra en la que no hay buenos y que ni siquiera respeta a los muertos. O que, en un instante concreto, se sienta la necesidad de escuchar una voz que un día fue importante. Pero acostumbrarse a una guerra no es precisamente el mejor camino para alcanzar una paz que parece conectada siempre a un detonador.
En esta historia de artificieros, de insurgencias, de búsqueda de un peligro que se hinque en tu carne con la rabia de un pueblo ocupado y de un invasor que no sabe hacerse amigo, se clavan unos cuantos dardos envenenados en la misma retaguardia estadounidense acusando a toda una sociedad de convivir con una guerra y de aceptarlo como algo normal y permanente. En el fondo, no hay muchas diferencias entre esos que tienen enterrado el dolor de las víctimas en su conciencia y aquellos que se dedican a poner bombas sin reparar en daños a compatriotas con tal de golpear en el mismo estómago a los que tratan de cortar los cables de conexión a un país que nunca supo lo que fue vivir en democracia. Demasiados muertos ya. Demasiadas lágrimas. El desierto rojo. El alma negra.
Con un afán de realismo subrayado por el uso continuo de una cámara al hombro que, por una vez, sí tiene justificación narrativa, Kathryn Bigelow compone una película hecha de nervios transmitidos, de temibles uniformes de camuflaje, de ansiedades olvidadas porque no importa la muerte, ni el peligro, ni la explosión, ni la nada de una labor que siempre se antojará inútil. Importa dejar la huella de tu paso por un mundo que ya no tiene juguetes con los que reír.
Para ello, Bigelow, se apoya en una espléndida interpretación de Jeremy Renner (en un registro que recuerda extrañamente al de Clive Owen), yerra en un par de líneas argumentales y maneja con destreza el uso del tiempo narrativo para crear un suspense que hace que el espectador piense que puede morir alguien en cualquier momento, que una bala puede silbar su tono agudo para concluir en una coda de impacto, que un tipo cualquiera que mira lo que pasa deje caer su máscara y se muestre como un terrorista que sólo quiere arrasar sin volver a construir. Todos, los unos y los otros, son adictos a la muerte, inyectada en latigazos de adrenalina y que es implacable en un páramo donde el sol no tiene piedad con sus continuos disparos de luz, donde la arena pica y se pega en la piel, donde la sangre encasquilla unas balas que se niegan a salir, como intentando hablarnos del día en que la libertad nunca supo alcanzar el significado de la victoria. Y mientras tanto, un hombre sin miedo camina para morir una vez más, como lo hizo otras 873 veces.

miércoles, 3 de febrero de 2010

LOS DESBRAVADORES (1965), de Burt Kennedy


Hoy estamos ante una de esas raras películas que tienen una extraña y divertida combinación entre western y comedia. En ella, además, se transpira un fondo que huele a rancio, a dos hombres cansados de tanto ganado, de tanto dormir bajo las estrellas y de demasiadas arrugas en una piel estrujada por el sol. Cuesta renunciar a un tipo de vida y, sobre todo, cuando hay un par de mujeres empeñadas en hacer que te quedes quieto, sentado en una silla mientras ellas preparan un buen plato de sopa caliente. Al fondo, una fotografía de tal belleza que hace que nuestros ojos se unan a los de ellos, porque por mucha edad que pase por ellos, los ojos nunca envejecen y no dejan de buscar nuevos y grandes horizontes. Henry Fonda y Glenn Ford encarnan, ya de vuelta de todo, a un par de perdedores y, entre tanta decepción, consiguen que haya algo parecido a una media sonrisa, teñida de un velo de ironía, aguada por un viaje que, se intuye, puede que sea el último para quien manejó a los caballos como si fueran dedos de sus manos.
La película puede que no sea redonda (no lo es) pero proporciona un rato de entretenimiento y alguna que otra reflexión sobre el declive frente a dificultades que, en otro tiempo, hubieran sido retos y ahora son incomodidades. Está muy lejos del western clásico y quiere acercarse con cierto toque desértico a la comedia pero hay entretenimiento porque, al fin y al cabo, Fonda nos da ese rostro de héroe infeliz, de mirada que no entiende mucho y que tampoco tiene por qué, de andares que son puro cine y que reflejan las entrañas del cansancio. Por otro lado, Ford nos proporciona esa impresión de que, lo que le ocurre a él, podría ocurrirle a cualquiera, que es un individuo normal viviendo una vida anormal y que, precisamente, ha sido valiente al adaptar su individualidad a su vida. Juntos reúnen más polvo que arena, más sol que tierra, más derrotas que victorias y aún así, no han renunciado a exprimir un poco más de jugo a una época que ya se les escapa.
En toda la historia, dirigida con oficio por Burt Kennedy, un hombre que gustaba de entremezclar elementos muy cómicos en relatos crepusculares, hay visitas hacia la rutina de lo mundano, humor, algo de drama, un poquito de suspense y cierto romance con espuelas. Además de todo ello, ver juntos a Fonda y Ford proporciona ya un aliciente bien acentuado con una serie de diálogos brillantes que conforman con maestría sus personajes. Hay que desbravar para tener el estilo de vida de unos valientes que perdieron todo por el camino.
En el fondo, tal vez, sea una despedida del western en forma de unos héroes cansados, que nos dicen adiós con la mano mientras cabalgan hacia la puesta de sol, seguros de que no volverán pero de que, detrás, dejan toda una estela que, por mucho tiempo que pase, nadie podrá borrar. Es un final y no un principio. Y el final nunca hay que perdérselo.

lunes, 1 de febrero de 2010

ROBIN Y MARIAN (1976), de Richard Lester


La inquietud del hombre que gusta de la aventura tanto como amar es un síntoma de la madurez más furtiva. Siempre en movimiento, el simple motor del corazón no es suficiente como para tranquilizar el espíritu y un guerrero vuelve de las Cruzadas para vivir su momento de gloria al lado de una mujer que amó con la fuerza de su espada en pleno duelo. Así es "Robin y Marian", de Richard Lester.
"Te amo más que al amor", le dice Lady Marian a su amado Robin, y sabemos que es verdad, que su amor sólo puede ser atado por la fuerza del destino y no por empecinamiento de la resistencia porque vivir sin lucha no tiene ningún sentido. La flecha caerá donde la fuerza deje de empujar y donde al fin podrán estar juntos. Flecha que cae en la eternidad y que rasgó en dos al cielo y a la vida, íntima herida mil años guardada en la esperanza nunca esperada, miedo punzante a la partida y a la nada, en épocas de acero, banderas y rebeliones que, como de esas, hay millones y no siempre se atiende al amor y a sus razones, días de gloria pasajera en algún lugar de una tierra extranjera mientras juglares cantan hazañas estelares y ella...espera y espera...El crepúsculo es un lugar demasiado hermoso para rehuirlo por mucho que las cicatrices del tiempo nos encorven la espalda y no podamos cabalgar hacia él si no es andando despacio. Quizá por eso los colores son más tenues, no hay tanta luminosidad en el encuentro de unos labios cuarteados por los años de soledad y por el viento frío que corta la pasión en la distancia insalvable. Ojalá no hubiera espacios de aire entrometido entre tu boca y la de la mujer que amas, el deseo llega en lecho de hojas que se empeñan en acariciar lo que, por minutos, se te escapa, blanca piel en la que desearías perderte y descubrir que la corteza de la manzana ya no es tan tersa y tan hermosa pero que su sabor sigue siendo el mismo si el cáliz impávido y macizo de la unión infinita permanece quieto y a rebosar.
Perder dos veces a quien más se ama es aún más amargo que la muerte que, en este caso, es victoria. La desmitificación de la gloria no importa porque lo que, de verdad, sostiene nuestras vidas es el amor. Ese amor único, amor sin copia, amor de historia, amor de perdón. El amor de colosos en tierra de mortales, amor apartado de los males por la fuerza del dolor. Ojalá sentir así se volviera inspiración para escribir palabras que ya fueron escritas pero que en cada letra, como un camino de baldosas de tinta, se apareciera la figura de quien nunca puede abandonar el corazón atravesado por una flecha caída del cielo.
Cuando llega la hora de las leyendas, lo mejor es callar y colocar un punto final. Que el ruido de las espadas cese, que el amor sea el arma, que la vida se detenga y que el tiempo sea el cuadro en el que pintamos la ausencia.