viernes, 30 de abril de 2010

DELIVERANCE (1972), de John Boorman

Río salvaje que guarda sus secretos en las frías aguas de su descenso. Cauce de muerte que pronto se verá anegado por la fuerza de un lago construido por la maldita mano del hombre. Naturaleza hostil que no deja de ser hermosa en su verde manto, su roca escarpada, su rugido de espuma. Cuatro hombres deciden despedirse de tu belleza, de la hendidura que formas allí donde la tierra se divide en dos atravesando tus rápidos en canoa, dejándose llevar por la furia incontrolable de ti, un río que esconde la depravación y la crueldad…eres como el hombre que te destruye…
Las lecciones de supervivencia puede que no sean más que maestrazgos de defensa ante lo que te sobrepasa como una flecha lanzada con rabia mezclada de venganza. La defensa es el único recurso para algo que, en caso contrario, no la tiene. Cuatro urbanitas humillados deciden ser jueces, jurados y ejecutores mientras el río intenta destruirles una y otra vez, quizá como único rencor posible hacia los mismos que van a hacer que desaparezca. El sufrimiento no siempre tiene la razón. La fuerza es posible que sí. Y aquí es donde está el problema ético de una película tan dura como la caída libre por una cascada…¿Cabe la defensa encarnizada ante la violación? ¿Es justificable un asesinato? ¿Mentir sobre lo ocurrido para eludir las consecuencias es lícito? A menudo, la vida se confunde con la violencia. El derecho a existir sólo puede ser defendido a través de la vida…y la vida implica violencia. Es matar la única respuesta. Es matar a los demás. A los hombres que acosan, al río, a la parte de honradez que nos queda…e, incluso, de alguna manera, al niño que osa retarnos a un inolvidable duelo de banjos.
“Deliverance”, de John Boorman, con Burt Reynolds, Jon Voight, Ned Beatty y Ronny Cox, una película sin concesiones que atraviesa nuestras removidas entrañas con una flecha silabeante y, de alguna manera, nos hacen ver la parte de vileza dormida que reside en todos nosotros, esperando despertarse en medio del paraíso a punto de desaparecer.

jueves, 29 de abril de 2010

MÁS ALLÁ DEL TIEMPO (2010), de Robert Schwentke

Todo el mundo sabe que el tiempo es el gran enemigo. Las manecillas no dejan nunca de moverse y se convierten en espadas verticales que van asestando sus pequeños golpes afilados con minutos mientras nos acercan a la muerte. El tiempo es un cazador que nunca vuelve sin presa porque en su mochila hay vidas, amores, huellas y prados que, tarde o temprano, acaban por borrarse.
Todo esto es muy bonito. Yo aún diría más. Es el estilo propio del trascendente arriba firmante. Pero teniendo en cuenta que la premisa de un hombre que viaja en el tiempo sin poder controlar ni cuándo ni dónde ya fue abordada en la excelente novela y mediocre película Matadero cinco, de George Roy Hill, y que el autor del guión de este plomo servido con reloj es Bruce Joel Rubin, autor de Ghost y de Mi vida, ya se pueden imaginar el pedazo de terrón de azúcar que se viene encima. Si a eso añadimos la torpeza natural de un director como Robert Schwentke, responsable de ese robo a mano armada y avión aterrorizado en Plan de vuelo: Desaparecida entonces no es que la cosa sea una catástrofe, es que, sencillamente, es un desastre.
Para empezar, ahí tenemos un ejemplo de estructura de guión que podría haber sido así o lo podría haber imaginado un ánade volando sobre los tejados de la memoria. Segmentos de una historia sin aristas, sin ningún sentido, sin forma (pero, eso sí, con mucho fondo) se suceden ante nuestros ojos. Y además es que pasa por el error mayúsculo de ir prediciendo todo lo que va a ocurrir, así que el espectador no tiene que trabajar, ni presentir. Sólo asiente y se deja alienar por esa emoción hecha de papel celofán y péndulo engañoso. Y luego hay algunos que se atreven a criticar a los críticos porque desvelamos demasiado de las tramas.
En segundo lugar, no hay por dónde coger la lógica de una historia que todo el mundo se cree por muy atípica que sea. ¿Usted viaja en el tiempo? Hombre, no me diga. Eso le pasa a cualquiera. ¿Desaparece ante mis propios ojos? Jo, es genial. Si es que todo reside en que al fulanito le falta algún gen que se debe haber perdido. ¿Hay remedio para eso? No. ¿Se puede llegar a controlar? Caramba, eso está hecho. Ah, y de paso no se olvide de forzar la primera cerradura que se le presente porque usted aparece cuando menos se le espera. Desde luego, qué inoportuno.
Eso sí, que no falte el encuadre más favorecedor sobre Rachel McAdams y la cara de panoli y de continuo no sé qué me pasa que no hago más que robar ropa y luego la dejo tirada en cualquier parte de Eric Bana. Y ya para jugar a ser trascendentes vamos a homenajear al maestro Kubrick haciendo que, mientras el interfecto desaparece, cante Daisy, que, si no recuerdo mal, era la canción que cantaba cierto ordenador que se había vuelto majareta mientras se le iba el recuerdo al limbo y pongamos en el absolutamente equivocado y prescindible papel del padre del protagonista a Arliss Howard, uno de los actores principales de La chaqueta metálica.
Vale, vamos a terminar el artículo con las frases bonitas, que sé que gustan. Quizá el amor puede que esté más allá del tiempo e, incluso, de la vida. Cazar minutos al vuelo es tarea propia de hombres que son eternos aunque mueran porque amaron con todas sus fuerzas; porque fueron padres ejemplares y vivieron con coherencia una vida que, así retratada, es un cúmulo de fruslerías. Perdón, que se me ha ido la mano. Sigo. Así que si quieren emular al enfermo de, esperen que su enfermedad tiene nombre, cronodiscapacidad y transformarse en cazadores del instante, sigan el camino de estas líneas de adoquines de tinta y hagan algo mejor que perder el tiempo. No sé, viajen al pasado con la mente y acuérdense de las cosas buenas que hicieron, por ejemplo.

martes, 27 de abril de 2010

BILLY EL MENTIROSO (1963), de John Schlesinger

Allá por finales de los años cincuenta surgió en Inglaterra un movimiento literario de vital importancia para la historia del arte a través de unos cuantos autores, con John Osborne a la cabeza, que quisieron retratar en sus obras de teatro y en sus novelas el realismo de una sociedad inmersa en una serie de problemas generacionales y sociales que hacían que la usual complacencia británica sobre sus propios defectos se convirtiera en toda una denuncia hacia la angustia de vivir en la fea realidad. A este grupo literario, se le denominó “los jóvenes airados”, y por supuesto, tuvo su prolongación en el cine dando nacimiento al movimiento del “free cinema”. A esta generación de directores pertenecieron nombres ilustres como Tony Richardson, quizá el más representativo de todos ellos, Karel Reisz, Lindsay Anderson y el director de esta película que hoy nos ocupa, John Schlesinger.
Schlesinger, después de unas cuantas y excelentes películas dentro de los preceptos de este tipo de cine, emigró a Estados Unidos y aportó su propia mirada a una película tan urbana como Cowboy de medianoche pero más tarde quizá se dejó absorber por la tentadora comercialidad que le ofrecía el oropel de Hollywood y, sin dejar de ser nunca un director interesante, abandonó su estilo de origen para adentrarse en la comodidad aceptada de ser un creador con menos personalidad y con más gancho en la taquilla.
En cualquier caso, Billy el mentiroso, entra de lleno en su etapa británica, en su concepción de la realidad de la que hay que huir a través de la fábula sobre un hombre que se fabrica su propio mundo lleno de mentiras hasta tal punto que llega a creerse algunas de ellas. Para ello contó con un extraordinario trabajo de Tom Courtenay en el papel protagonista, una de las grandes leyendas de la escena británica, escasamente bien tratado en el cine aunque, de seguro, le recordarán como el sangriento revolucionario de Doctor Zhivago o como el protagonista atormentado de La noche de los generales. Aquí, su personaje se mueve en parámetros de angustia, aprisionado por rancios cimientos de estabilidad social personificados en su familia y por ese mundo de fantasía paralelo como vía de escape hacia una vida soñada. En él confluyen la ignorancia y el ideal de su propia pareja sentimental y de tantas otras cosas que hacen de él una personalidad disgregada, de hábitos autodestructivos, de tacaña política económica hacia la verdad a través de un trabajo de enorme intensidad, envidiable en su concepción dramática que elevan a Courtenay a la categoría que siempre ha tenido de extraordinario actor.
Es decir, no dejen influenciarse por el ambiente típicamente británico que rodea la cinta. Esta es una historia que nos hará pensar sobre el camino que llevamos. Sobre la confortabilidad de la mentira. Sobre la huida del mundo en que nos movemos. Sobre la nada en la que asentamos nuestras vidas. Es una película para usar la cabeza. En pensar está la grandeza que poseemos así que sean grandes y no dejen de reflexionar mientras se hallan inmersos en este realismo de cocina.

lunes, 26 de abril de 2010

BARRY LYNDON (1975), de Stanley Kubrick

Cuando “Barry Lyndon”, de Stanley Kubrick se estrenó en Madrid, aquel gran crítico de cine que era Alfonso Sánchez, ya con un pie en el estribo, dijo: “Ya me puedo morir tranquilo porque he visto una película como Barry Lyndon”. Sumergidos en fotogramas de una composición pictórica deslumbrante, entre colores de Turner y Constable, el gran Kubrick nos llevó al terreno de la ascensión y caída de un pícaro que bandea con la vida hasta que el destino decide acabar con él. Duelista, seductor, arribista, canalla, héroe, jugador de ventaja, vengativo, espía, desertor, soldado de ambos bandos, elitista, falso, artero…el joven Desmond Barry, luego llamado Lyndon, camina por la vida con la apostura como estandarte y con un moral carente de valores que campea por media Europa con un arranque de rebeldía tornada en una implacable caza del poder. En su historia, sin duda, hay un reflejo de la propia personalidad de Kubrick, a menudo tiránica y caprichosa, pero en la pretendida frialdad que caracteriza la obra del maestro también hay una cierta mirada de comprensión hacia un personaje que es utilizado y rechazado allí por donde va y que, al final, no tiene más remedio que poner en práctica ese mismo rechazo frente al niño mimado y celoso que resulta ser Lord Bullingdon (interpretado por Leo Vitali, luego amigo y estrecho colaborador del propio Kubrick), hijastro suyo, al que se rinde en la extensa escena final otorgándole el placer de una venganza que él mismo se ha afanado en buscar durante su vida.
Verdadero prodigio del arte de la fotografía (son famosas las secuencias que son iluminadas con tan sólo la luz de unas velas gracias a que Stanley Kubrick montó en cámaras convencionales objetivos ultrasensibles a la luz de la NASA, un secreto guardado durante muchísimo tiempo alimentando la certeza de que Kubrick era un auténtico artista en el terreno fotográfico, no en vano su profesión antes de dedicarse al cine fue la de fotógrafo, donde llegó a ganar un Premio Pulitzer), de estética irreprochable (todos y cada uno de los planos son auténticos cuadros de museo) y de una sugerente puesta en escena (la escena del cortejo a Lady Lyndon ha pasado a la historia del cine como un ejemplo de síntesis y de la capacidad visual a través de la seducción sin palabras), “Barry Lyndon”, por supuesto, contiene la mejor interpretación de la carrera de Ryan O´Neal que supo crear un personaje que fue modelado por uno de los mejores directores como un hombre con una pistola en la mano y una rosa, siempre roja, pisada bajo su pie, preludio de su temible carencia de sentimientos.

viernes, 23 de abril de 2010

LOS COMANCHEROS (1961), de Michael Curtiz

Este título fue la despedida del cine de uno de los grandes artesanos del cine; el director de origen húngaro Michael Curtiz, responsable de Casablanca, Alma en suplicio, Robin de los bosques o Yanqui Dandy. A pesar de ser un rodaje penoso para él, en el que ya conocía el estado de su enfermedad y su próximo desenlace (la muerte, reconozcámoslo, es una película muy mala) y en el que tuvo que ser sustituido durante varios días por el propio John Wayne, Los comancheros es una película divertida, de esas que hacen que además de cabalgar, desenfundar y desafiar a todo lo que se te ponga por delante, tiene una gran víctima a sus espaldas y es ese malvado llamado tiempo. Lo mata fácil, muy fácilmente.
Bien es cierto de que es bastante inútil encontrar una cierta lógica a toda esta aventura y tomársela en serio es como apurar un buen trago de matarratas de la barra de un saloon pero ahí tenemos a John Wayne en plena forma, a Stuart Whitman, la promesa que nunca fue realidad, Nehemiah Persoff, un actor de solidez casi insultante, Lee Marvin, a punto de ser el gran actor por el que le recordamos. Y lo pasamos realmente bien. Es como irse a tomar más alcohol de lo que acostumbramos, disparar unas cuantas carcajadas, esbozar unos cuantos tiros, relajar la mirada y salir abrazados por la puerta del bar con la promesa de una próxima reunión en la que dar rienda suelta a la lengua y a la fantasía. La película es pura acción. Acción de hombres. Entretenimiento del bueno. Y el cine y Curtiz, último esfuerzo de pistolero de leyenda, cumplen su misión con creces.
Cuando eso ocurre, cuando miramos de nuevo el reloj y nos encontramos con que las agujas se han movido deprisa y por arte de magia y que no queda ni rastro de un pensamiento sobre el que darle vueltas, es cuando nos damos cuenta de lo odioso que es ver aparecer las palabras “the end” en la pantalla. Me dan ganas de coger al montador y colgarle de los pulgares…
Eso sí, hay que hacer que el jamelgo que ensillamos cabalgue al son de la, una vez más, excelente partitura que propone Elmer Bernstein para tener la seguridad de que cuando el sol se esconda por el horizonte, la paz se adentra en la espesura. Así podremos saber que los pieles rojas no están y, una vez más, la historia ha sido hecha.
Monsieurs, aprieten el cincho al caballo, la galopada va a ser salvaje en un terreno salpicado de balas, risas, sinsentidos y un fascinante viaje sin regreso hacia las llanuras de la aventura. ¡Yihaa!

jueves, 22 de abril de 2010

ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS (2010), de Tim Burton

Más cerca de Alicia a través del espejo que de Alicia en el País de las Maravillas, Tim Burton ha forjado, como siempre, un universo fascinante de imágenes y de sueños, de entelequias creídas, de imposibles realizados. Bien es verdad que ya hace mucho que ha renunciado al argumento para centrarse en su estética desbordante pero aquí cuenta con algunos elementos que hacen que su cabeza se salve del yugo.
El primero de esos elementos es la belleza progresiva y llena de expresión que demuestra Mia Wasikowska en el papel protagonista. Ella ilumina, aún más a cada fotograma que pasa, con su rostro de porcelana imperfecta toda la película y confiere al personaje de Alicia todas sus contradicciones, algunos de sus miedos, parte de sus debilidades y fortaleza en sus miradas. Sus cabellos, velas al viento, son yelmo de belleza, augurios de gran dama, ternura de extravío. Y nunca vi, vive Dios, a caballero que portara la espada con tal nobleza y arrojo.
Por otro lado, Tim Burton juega una baza importantísima a través de la banda sonora de Danny Elfman en el que es uno de los mejores trabajos de su carrera. Sus notas se convierten en orquestación de gusto y estilo. Sus pentagramas se mueven con ligereza por esos corazones cerrados a una historia que, de infantil tiene poco por mucha extravagancia que se quiera incluir. Es un cuento que termina en vida porque forja sueños pero también personalidades. Y allí está el músico imposible que puntea con la batuta cada una de nuestras sensaciones, nos toca con maestría el rincón de nuestros deseos y se sale del sueño con los compases tarareados y dormidos en una memoria que cada vez confunde más quiénes somos.
Lo demás no dejan de ser caricaturas, a ratos muy forzadas, por momentos divertidas y puntualmente algo cargantes. Eso sí, todo ello acentuado con las verdades que se hallan a este lado del cristal que refleja frustraciones, convenciones estúpidas, acuerdos tácitos que llevan a la infelicidad. Es importante ser lo que se quiere para poder decir lo que se piensa y vivir lo que se sueña. Hay que fraguar la espada artúrica que nos permita hacer rodar las cabezas de nuestros miedos. No importa que no haya mucha lógica en todo el asunto porque nunca la tuvieron ninguno de los dos cuentos de Lewis Carroll. Fue más moraleja que historia. Fue más realidad soñada que un sueño real.
Y es que quizá uno de los problemas de esta cinta es que estás deseando amarla y te deja con apenas un suave roce en los labios. El absurdo se impone y entonces el creador cree que tiene carta blanca para prestar más atención a lo que muestra que a lo que narra. Al fin y al cabo es lo que nos pasa a todos cuando tenemos que atenernos a algunas rígidas normas sociales que no nos dejan ser ni estar. Todos preferimos caer en un agujero a sucumbir ante los largos tentáculos de la conveniencia y de lo establecido. Y, sin embargo, no somos capaces de pensar seis cosas imposibles antes de desayunar, ni de mirar unos pájaros que vuelan, ni de perseguir conejos que se esconden. Somos carne de decepción y no caemos en la cuenta de que no hay nada que nos impida bailar.
Así que es mejor no mirarse en el espejo, más vale seguir con falsedades, no salirse del camino que se nos ha marcado. La fantasía no tiene lugar. Sólo se nos deja idear decorados para la escena que tenemos que representar de la mejor manera que se nos ha enseñado. Y si no, cuéntenme por qué no dejamos de saludar en el ascensor a ese vecino tan molesto, o por qué aceptamos ir a una cena que no nos apetece, o por qué no hacemos otra cosa que preguntarnos por qué. Tal vez sea porque no queremos ser personajes de parodia y, triste y ridículamente, nos convertimos en puro astracán para aquellos que prefieren imaginar que vivir.

miércoles, 21 de abril de 2010

CARAVANA DE PAZ (1950), de John Ford


John Ford decía que “después de hacer una película grande, tienes que hacer una película pequeña”. Y este es el caso de “Caravana de paz”. Recién dejados los bártulos de “La legión invencible”, el tuerto genial aborda está película de gran lirismo en la que nos narra la odisea de un grupo de mormones perseguidos que viajan en carromato y que, de alguna manera, intentan alcanzar su tierra prometida. Una pequeña joya que nace de la parte artística y personal del propio John Ford y que, astutamente, lo disfraza de western corriente y moliente.
Partiendo de la elección de un protagonista atípico como Ben Johnson, ilustre secundario de tantas otras películas como la misma “La legión invencible”, consumado jinete (uno de los más expertos y elegantes que nunca haya dado el cine) y de que el consumado director se propuso hacer un tipo de película relajada, sin muchas pretensiones, huyendo del color que tan bien manejaba, y con una firme vocación de hacer una película de mero entretenimiento que, ya en aquella época, Hollywood se olvidaba de realizar, el film nos habla del inesperado parentesco de una gente aparentemente ajena a la mala vida con otros marginados como un grupo de amistosos navajos y unas personas de dudosa reputación que tienen lo que, por entonces, se llamaba “un espectáculo de borrachos”, auténtico homenaje de Ford a la profesión de cómicos que, en aquella época, no era más que una banda de apestados.
En unos tiempos donde el problema de la inmigración nos toca muy de cerca, esta película nos habla de unas personas en permanente tránsito que sólo quieren buscar una tierra donde echar raíces en una época de pureza desaparecida y en la que se nos exhorta a prescindir de los prejuicios raciales. Y ahí hay un diálogo que expresa con creces esta afirmación…siempre teniendo en cuenta de que nos está hablando de una comunidad de mormones:
- No creo que debamos seguir adelante con esa clase de gente, reverendo.
- Yo no estoy tan seguro porque si el Señor los ha puesto en nuestro camino será por alguna razón. En mi opinión, el Señor no es de los que malgasta sus energías…
Bien es cierto, que para los expertos en el cine del Oeste quizá se tenga una sensación de que se dejan pasar un poco de largo algunos momentos culminantes de la historia pero, en cualquier caso, tiene todos los ropajes de un drama vívido y realista. Tanto es así que cuando Peter Bogdanovich le preguntó al viejo maestro cuáles eran sus películas favoritas, él contestó: “Caravana de paz estuvo muy cerca de lo que yo siempre he querido hacer”.
Y quizá el cine que hizo John Ford estuvo muy cerca de lo que nosotros siempre hemos querido ver…

lunes, 19 de abril de 2010

EL DIABLO A LAS CUATRO (1961), de Mervyn LeRoy

Un preso se da cuenta de que hay razones honestas por las que dar la vida. Un sacerdote problemático, excluido y desterrado en una isla olvidada, sólo quiere salvar las pocas huellas que ha ido dejando. Cuando el diablo tiene una cita con ellos, ambos se unen para una esperanza, para un ideal trasnochado que, por momentos, es un río de fuego. El precio es la vida. La vida de los demás.
Dos personajes fascinantes que sienten el horror de la Naturaleza desatada y que corren para hacer algo por los que se ven amenazados. La insignificancia del hombre es el verdadero sentido del mal y ellos se rebelan con violencia, siempre intentando escalar un poco más alto, un poco más lejos, con la fuerza que ni siquiera saben que poseen. Es esa extraña energía que aún tienen los corazones agotados. Y ellos llevarán la historia hacia el suspense, hacia el heroísmo y hacia la tragedia.
Muchos son los detractores de esta película y, sin embargo, hay algo en ella que yo no puedo olvidar. No sé si será ese magnífico duelo de miradas y de conciencias que continuamente entrecruzan Spencer Tracy y Frank Sinatra. O tal vez sea ese bonito y enigmático título que tiene, que sugiere una cita con el maligno en la que se dilucidará quién entrega su alma a cambio de una huida tan necesaria como pequeña. Lo cierto es que en ambos actores hay una cierta sinceridad emanada de su interpretación, hay como un íntimo deseo de hacerlo bien, de impresionar, de ganar al diablo en su cita.
También ha habido los que, injustamente, han situado a El diablo a las 4, como una película de género catastrofista, una de esas precursoras de aquellas tramas corales e imposibles que proliferaron en los años setenta. En realidad, siempre he creído que es una aventura dramática, cuyas virtudes están muy próximas porque se hallan en el interior de las actuaciones de Tracy y Sinatra. Hay las necesarias e inevitables dosis de fe pero distribuidas en dos direcciones muy distintas. El sacrificio y la redención. Darse o recibirse. Marchar o morir.
Lo cierto es que es una película mejor de lo que parece. Es como un volcán dormido que, de repente, comienza a rugir su furia roja y escupe piedras ardientes. Son letras escritas sobre el rostro de dos actores muy diferentes, muy sólidos y, al mismo tiempo, propietarios de un carácter tan extrañamente poderoso que hacen que la aventura pase a un segundo plano y el gozo esté en admirar sus expresiones, sus vacilaciones, sus decisiones, sus profundidades intensas. No hay mirada que sea casual. No hay gesto que pase por allí. Son dos caballeros combatiendo en la justa de la interpretación. Y no hay más ganadores que los espectadores que asistieron al espectáculo. Quizá también porque las manos se agrieten al roce de las piedras calientes. O tal vez porque el rostro se deje abrir en las arrugas de ese infierno. Al fin y al cabo, es duro para un hombre ser valiente cuando sabe que se va a encontrar con el diablo a las cuatro.

viernes, 16 de abril de 2010

CONSPIRACIÓN EN BERLÍN (1966), de Michael Anderson

Un hombre camina por una calle solitaria de lo que parece ser el Berlín Oriental. La arquitectura igualitaria del socialismo autoritario parece que le mira con sus enormes ojos en forma de grandes ventanales. Sólo resuenan sus pasos en la noche. Quiere hacer una llamada de teléfono. Entra en una cabina que está ahí en medio, como un oasis en un desierto, y antes de que pueda decir nada, un disparo estalla en la noche llevándose una vida sin un por qué.
Este principio, irremediablemente, nos remite de alguna manera a El espía que surgió del frío, de Martin Ritt y ésta es una película de espías que nos demostrará que los héroes están cansados; que no hay ese lujo y esos coches y esas fiestas y esas chicas que el tipo ese, Bond, nos ha acostumbrado tanto a ver. En el trabajo del espionaje casi todo es despreciable, incluso los jefes que llegan hasta los extremos de la repulsión, como ocurre con el rechazable Pol, magníficamente interpretado por Alec Guinness. No hay lugar para el escrúpulo en medio de las operaciones orquestadas en una ciudad que fue un hervidero de espionaje e intriga. El agente Quiller, encargado de investigar el asesinato de su predecesor, es un hombre de paso lento, cansino, como harto de tanta conspiración hasta para andar por la calle. Tiene algo de alma pero está desgastada por la traición. Quiller tiene que encontrar la base de operaciones de un grupo de neonazis que están reorganizándose e infiltrándose en distintos estratos de la sociedad alemana y no debe revelar su propia base, aún a costa de su alma en permanente venta.
No hay que olvidar que el autor del guión de Conspiración en Berlín es Harold Pinter, obseso de las relaciones que se establecen en círculos cerrados por fuerzas de poderosa humillación y, en esta ocasión, también sus letras también dirigen sus pasos en ese sentido. La decepción es una constante en su obra (y en mi modesta opinión no ha hecho para el cine nada mejor que esa maravilla que es El sirviente, de Joseph Losey) y los pasos de la soledad dados con más fuerza por causa del miedo son la gramática de su oratoria. El espía solitario. Quiller (un dramático George Segal) dejará que la injusticia poética recite su estrofa aún sabiendo que su misión, en sí misma, no ha terminado. Se dejará engañar por culpa de ese elemento tan subversivo, tan imprevisible, tan variable como es el corazón. Tal vez, por eso, sus pasos en una calle solitaria del Berlín Oriental no suenen con la fuerza del eco de su propia soledad, sino con la debilidad propia del latido de lo que aún puede sentir.
Hace falta una cierta moral para ver esta película y apreciar las virtudes de un guión que parece que implora que no dejemos congelar lo único que nos mantiene vivos. Tal vez por eso merece la pena ser un espía de nosotros mismos…

jueves, 15 de abril de 2010

SOLO ELLOS (2009), de Scott Hicks

Un hombre que no se detiene en ningún paisaje se encuentra, de repente, con la tarea de ser padre. No sabe cuál es el camino que debe tomar. Ese camino tan plagado de errores que significa cuidar de alguien que siempre le ha visto como un mero portador de regalos que, de vez en cuando, aparecía para saborear la felicidad. Ser padre no es ninguna ganga. Es un cúmulo de obligaciones que él no ha querido nunca asumir. Ser padre es, también, estar vivo.
Así que se queda allí, derramando lágrimas en un paisaje que parece hecho para ser desolación, para ser vuelta, para ser dolor. Al principio, cree que está solo. Los niños no saben tener responsabilidades. Y debe aguantar el llanto cuando un niño, siempre inocente y cruel, dice lo indebido. ¿Cómo se hace? ¿Cómo alguien que sólo sabe moverse entre canchas de deporte y titulares de raqueta y brazada puede aprender a jugar? Cuando no hay raíces echadas es difícil que algo crezca. Tal vez sólo hace falta aprender a decir que sí.
Pero esta película lo único que nos enseña es a decir que no. Lo que podría haber sido emocionante, se convierte en algo tan previsible como incoherente. Lo que debería rozar los sentidos, pasa de largo ante quien asiste una y otra vez a la repetición de una jugada a cámara muy lenta. Lo que tendría la obligación de ser cine, se queda en una intrascendente historia para televisión que, por millonésima vez, está basada en hechos reales. Es lo de siempre para contar algo que debería ser lo de nunca.
Y no deja de ser algo bastante lamentable que un director como Scott Hicks que sabía tocar la fibra sensible con un relato tan sobriamente llevado como Shine y que, incluso supo conmover ligeramente con un título tan prescindible como Corazones de la Atlántida, se haya olvidado de cuáles son las normas básicas para, al menos, humedecer los ojos, o remover algunos sentimientos que tenemos escondidos y que sólo somos capaces de sacar a la luz en la oscuridad de una sala de cine. Aquí no hay nada que contar salvo el paso de un actor como Clive Owen, que es creíble en sus reacciones, que es arrojado en un registro dramático y que se hace muy cercano cuando transmite toda la pena que siente por perder lo que más quiso y ganar lo que nunca esperó. Es el tipo perfecto para encarnar la independencia mutilada por la obligación. Es una puesta de sol en marco de playa. Es un poco de cinismo metido en un globo de agua.
Más allá de eso, no hay otra cosa que lugares que ya hemos visitado, desórdenes mil veces vistos, la tendencia a considerar que, aún con todo el sufrimiento del mundo, la vida es hermosa y que siempre se debe intentar encajar las piezas de un pasado que ha ido dejando demasiadas cosas pendientes por las esquinas de los días. Vemos de nuevo Kramer contra Kramer con el añadido de la pérdida. Y es entonces cuando nos damos cuenta de que hay mucho aire libre y pocas intenciones encerradas. Todo un envoltorio de promesas que se estrellan en la red que divide los dos campos de una norma. El miedo al error toma muchas ideas del silencio.
Así que no merece la pena que tomen un avión que les deja abandonados a mitad de trayecto y que, además, no entretiene, no recoge, no niega, no anda, no cuenta. Es más apetecible dejar que los niños crezcan con el dolor incrustado porque eso les dará sabiduría. Es más fácil hacer y dejar hacer. Es más creíble escribir una crítica sin ir al evento. Dejemos que el aire se nos estrelle en la cara por encima de los abruptos fallos de un sendero que nos lleva a un paisaje para una desolación. La misma que nos deja esta película porque se sale con la sensación de no haber visto nada importante y sí mucho aburrido. Es mejor comprarse un descapotable porque uno quiere llegar a creer que eso es lo que te hubiera pedido la mujer de tus sueños.

martes, 13 de abril de 2010

CASTILLOS EN LA ARENA (1965), de Vincente Minnelli


Las figuras en la arena poseen vocación de eternidad y, sin embargo, no son más que granos amontonados que se van deshaciendo con la llegada del agua. Vivir de acuerdo a un código ético que toma como valor principal la libertad puede provocar la confusión moral de quien decidió recogerse allí donde el resto del mundo no podía llegar. En el mismo borde del mar, una mujer pertenece a la brisa, al cielo, a la belleza de la bohemia elegida y, no obstante, regresa para poder recoger una parte esencial de lo que ha de ser su experiencia vital. Quiere vivir el amor sin barreras, sin estúpidos alzacuellos atosigantes, sin consejos ni ejemplos. Quiere besar introduciendo la espátula de su pasión para pintar en el corazón de aquel sobre el que puso sus ojos de color violeta. Y la arena, por primera vez, acaricia una piel que absorbe los rayos de sol para convertirlos en un jardín de su propiedad, en un retiro que riega la pasión, en un inventario de colores y de bellezas que tiene la obligación de descubrir a quien decidió hundirse en el gris de una existencia que nunca ocurrió.
El miedo transformado en amor con pasos de una corrección que se nos presenta como extrañamente legítima cuando la propia ley de los hombres ha formado unos artículos de obstáculo hacia la plenitud. Ver esta película es tumbarse en la playa y poner el rostro bajo la luz de Vincente Minnelli, imaginar figuras en las nubes por culpa de las letras de Dalton Trumbo y, sobre todo, es apreciar la diferencia entre la ola que rompe, alegre, deseosa de comerse la orilla, llena de espuma blanca y de libertad rizada bajo la mirada de Elizabeth Taylor y ese lento y discreto beso que llega cansado al borde del mar, envuelto en tristeza y falsa obligación, incompleto porque no da todo lo que tiene dentro y que sólo cae, humedece la tierra seca y se va, quién sabe si para no volver, bajo la languidez de Richard Burton. Sobre ellos cuatro, gira la construcción de los castillos en la arena, difíciles de sostener para algunos, edificados con la porosidad de viejos y nuevos sentimientos combinados en nuestra mente, siempre conservadora, de aliados y cobardes. Tal vez porque simpatizamos con un intento que sabemos que está condenado al dolor. Tal vez porque sufrimos con alegría algo que tiene la consideración de anecdótico, incapaces de profundizar en las carencias que pueden tener unas vidas que sólo existen, como pincel y lienzo, en el mensaje de un cuadro cualquiera pintado en la luz.
Los señores de los castillos en la arena, son los niños. Testigos mudos del relato imposible que es desgracia y felicidad conjunta. Ése es el destino de todas nuestras vidas y, por muy lejanas que nos parezcan las cosas que nos cuentan, están mucho más cerca de lo que nosotros mismos creemos. Tanto como el roce inesperado de un cuerpo que tiene un olor que no percibimos, o que posee un gesto que nos hace sentir que hemos vivido tan sólo porque también hemos amado.

lunes, 12 de abril de 2010

EL TREN (1965), de John Frankenheimer

Hay que tomar la distancia adecuada para poder apreciar en toda su extensión la grandeza de una obra de arte única, expresión máxima del valor humano, reflejo de la realidad bajo los ojos de un pintor que colocó la inspiración y el saber en la punta de su pincel. Más allá de eso, las botas de caña pisan con fuerza en la retirada deshonrosa y la élite se esfuerza en hacer que la observación del arte sea un placer exclusivo de los que saben apreciarlo. Error propio de la arrogancia del invasor. Equivocación recalcitrante de quien se cree superior por el convencimiento de saber diferenciar la belleza entre las ruinas, el ennoblecimiento que tanta falta hace a los que establecen separaciones, la certeza de que los brutos, los que consiguen todo a través de la violencia, son incapaces de seguir las líneas armónicas de una pintura que un día quiso decir algo. Sobre todo y ante todo, quiso decir que el arte, sea cual sea, pertenece al pueblo.
Por eso no se pueden volar los telares de la precisión y de la hermosura. Hay que arrancar rieles y establecer trampas para que todas las obras de arte inmortales sigan estando ahí, guardando las espaldas de quien supo morir por ellas. ¿Cuántas vidas humanas valen un cuadro irrepetible? ¿Cuál es el precio de ser inmortal utilizando los colores de la sangre? En la crueldad, no hay arte, aunque puede que haya refinamiento. En la muerte, puede haber retratos de realidad que tienen que pasar a la posteridad para que el hombre tenga menos sufrimientos. Ojalá el arte fuera el armisticio de todas las guerras para recordarnos las veces que fuimos parte del mismo bodegón.
Quizá el que se define como mero espectador, se convierte en parte integrante. Tal vez quien no tenga ni idea del valor de un cuadro, sea capaz de arriesgarse y de morir. La gloria de Francia en cajas. La grandeza del hombre en ataúdes. La guerra como rúbrica. La ocupación como excusa. La resistencia como señal. Hay pocas películas bélicas que alcancen la perfección que combina con extrañeza la trama trepidante y el sabor de una historia que bien merece esquivar unas cuantas balas con nuestros ojos curiosos. Esos mismos ojos que son capaces de escudriñar un retrato y alcanzar a ver, aunque sea lejanamente, que ahí hay parte del alma de quien supo transmitir.
Es tiempo de llegar a la hora, de fundir bielas, de echar carbón a palazos, de correr desesperadamente para alcanzar la libertad porque ese arte hurtado es un elemento imprescindible para ser libres. Es tiempo de derrotar a los canallas, de los gestos tan inútiles y tan políticos que cuestan ejecuciones inútiles, de agotarse subiendo y bajando colinas para desatornillar los últimos pernos de la razón. Hay que ensanchar los horizontes para tener la verdad en las manos y repartirla, como una recompensa, entre todos aquellos que miran tan sólo para vencer en una época de dragones de hierro, caballeros de locomotora y malvados aristócratas que, al no tener corazón, al ahogar el grito del pueblo, también son ignorantes ante una obra de arte.

viernes, 9 de abril de 2010

LOS SANTOS INOCENTES (1984), de Mario Camus

El aire corta y forma surcos en las manos. La pobreza llega a ofender. El dolor es algo rutinario. El analfabetismo se convierte en el arma con el que aprovecharse de seres humanos cuyo único delito fue la miseria. La temporada de caza llega y, con ella, la indulgencia displicente. Al otro lado del muro, se halla la opulencia y la falta absoluta de moral de quienes se han acostumbrado a mirar en otra dirección. Tu compañero de juegos, es ya un señorito, un terrateniente que no piensa en otra cosa que en su propia satisfacción. Es la crueldad emanada de la indiferencia. Unos disparan, otros, son palomas.
En medio de las ropas raídas y del hambre como modo de vida, no hay lugar para la esperanza. No se sabe lo que es eso. Tan sólo se piensa en el mañana porque, al fin y al cabo, es el obstáculo que hay que salvar para seguir comiendo. Deslizándose entre los abrigos y los coches de los que tienen, no hay compasión. No se sabe lo que es eso. Tan sólo se piensa en el hoy porque, al fin y al cabo, es el obstáculo que hay que salvar para seguir derrochando cosas inútiles, seguir en el orgullo inventado, seguir en el desprecio implícito, seguir en el ocio insultante. Santos inocentes que viven y mueren para que otros crean que son basura sobrante en la finca de la soberbia y de la humillación.
Paco, el bajo, olisquea las presas como un perro. Eso es lo que merecen. Ser tratados como bestias. No tienen educación. No tienen derecho. Sólo están destinados a servir, a morir cada vez que sirven, a perder cada vez que mueren, al destierro de los inválidos, a ser devorados por la mugre. Mierda de gentuza. Servidumbre necesaria, sí, pero tan prescindible que tendrían que ser ajusticiados en el garrote vil. Y encima la señora les da algo por la comunión del nene. Lo que más sorprende es que ellos, con porrones, tortilla y un pedazo de pan, montaron fiesta porque son propietarios de alegría. Y los adinerados, los que lo tienen todo, comen en silencio la sopa caliente y el filete sangrante y la tarta de Santiago y la copa y el puro y la madre que los parió, sí, pero no tienen ni un soplo de diversión. Esto es sólo un trámite. Y que el niño crea en Dios muchos años, pero a los demás que se les rompan los huesos, poco a poco, tronchados, abiertos, con el tuétano a la vista, con sus ojos de tristeza que sólo inspiran asco.
Azarías sólo quiere a su pájaro. No sabe contar. No sabe hablar. No sabe tener el cerebro de un adulto porque se quedó en algún lugar de la infancia, anclado a los seis años, aferrado a la ignorancia de una mente que no quiso evolucionar. La inocencia del niño en un cuerpo de adulto. Hace travesuras. Se orina en las manos para tener algo caliente entre ellas. Y su pájaro, su compañía, su juguete…eso es lo único que le importa. Milana, bonita. Detrás de sus ojos no hay nada. Sólo blanco. Sólo cero. Maldito subnormal, quién te cazara con cebo de torcaz para ser presa, para ser tu cuerpo la misma nada que tu cabeza.
La inocencia verdadera. El pensamiento inutilizado puede trazar un círculo de cuerda y ser el cero de la horca. Un disparo de rabia contra un bicho cualquiera sin pensar en el daño que se puede hacer y la rúbrica de la sentencia de muerte se escribe con el hierro de las rejas de un manicomio. Santos inocentes que después de amaestrar el vuelo del morir sólo tienen el silencio. Nacieron para servir en el infierno hecho de aire cortante y tierra ingrata. Ya sólo quieren el olvido.

jueves, 8 de abril de 2010

LUCIÉRNAGAS EN EL JARDÍN (2009), de Dennis Lee

Aquí vienen estrellas reales a llenar los más altos cielos
Y aquí, en la Tierra, vienen voladores imitantes,
Que, aunque nunca fueron igual de grandes que las estrellas
Y que nunca fueron estrellas en su corazón,
A veces, tuvieron un comienzo parecido al de las estrellas
Sólo que, claro, nunca pudieron ser como ellas.

Y es que hay personas que brillan sin proponérselo. Hay otras que son nube porque creen que así protegerán. Incluso algunas más son trigales verdes en permanente huida en medio del viento. Todas ellas intentan encontrar el camino correcto que no es otro que entregar algo de felicidad a los demás y, ahí mismo, en una curva, en una cuesta o en un bache se halla la desgracia, la perdición, el equívoco recalcitrante, la mirada que no significa nada. Y un niño es como las estrellas pero no lo sabe. Tampoco es que llegase a parecer una de ellas. En su corazón nunca estuvo el afán de convertirse en luz pero, sin embargo, comenzó a brillar en mitad de la incomprensión en la que vivía, hubo un aura a su alrededor que le hizo diferente, rebelde, justo, con vida, con ganas de aspirarse la vida, con voluntad de ser él mismo una razón para la vida.
Lo más difícil de brillar así es mantenerse. Es seguir siendo un farol colgado del cielo de sombra blanca y esperanza sin ahogar. Y eso tampoco lo sabe. Él quiere lucir siempre, ser testigo de las cosas que pasan por delante de él aunque haya permanentemente la vigilancia de alguien que no sabe regalar ni recibir cariño. Hasta que los años pasan, la vida de la que se quiso impregnar apenas deja un suave rastro y cae en la cuenta de que las personas nunca pueden ser estrellas, sólo luciérnagas que, unas veces son luz, y otras, penumbra.
Con esta iluminación nocturna, nos hallamos ante una historia que deja un cierto amargor de quedarse a medias queriendo decir mucho. Por allí pasa con maestría esa actriz que, haga lo que haga, es puro cuerpo celeste como es Emily Watson. Ella es como el cielo que abre sus ojos con miles de millones de luces blancas que nunca se apagan y se convierten en las candilejas de una oscuridad que quiere reflejar rabia pero que se queda en decepción, que quiere trasladar sentimiento y se planta en leve sentido. A su lado, la espléndida banda sonora que compone nuestro Javier Navarrete que hace que el vuelo de los insectos se convierta en un ballet de minúsculos fuegos artificiales. Más allá de eso, dentro de la película, hay poco más que un poema copiado, un ligero retrato de una crueldad que no se sabe de dónde viene, una incomprensible relación que está rota y que, de repente, se vuelve a unir ante la amenaza de dejar una huella imborrable. El jardín se llena de puntitos de luz que son deshechos a conciencia y se nos sumerge en una serie de jugadas del destino que libera a los que se sienten culpables, absuelve a los que deberían sentirse como tales y deja un insípido mirar hacia algo tan normal que parece que ya se ha visto en demasiadas ocasiones.
Así que, con una mano apoyada en la mejilla adormilada, vemos a Willem Dafoe que es incapaz de transmitir nada, a Julia Roberts que aparece poco y es prescindible, a Ryan Reynolds que es portador de un gran atractivo sin interpretación, a Carrie Anne Moss que se hace mayor y quiere seguir siendo joven. Tan joven como algunos hemos querido ser mirando cosas que ya sólo pertenecen a un pasado que se recuerda mal, tal vez porque hemos querido guardar tan solamente todo aquello que nos hizo daño y no lo que nos convirtió en felices, ni lo que nos hizo sentirnos amados, ni lo que consiguió que, por unos instantes, brilláramos como las mismas estrellas porque fuimos fulgor de guía, momento eterno, noche de verso, aire en el rostro.

miércoles, 7 de abril de 2010

EL ESCRITOR (2009), de Roman Polanski

Detrás de algunas letras famosas, provenientes de jugadores de fútbol, ínclitas presentadoras, políticos con afán de posteridad cuando han sido pretensión de desgracia o falaces estrellas mediáticas, suele haber siempre la figura del “negro”. Sí, hombre, es ese escritor, que sabe juntar un verbo con un sustantivo y convierte en algo cercano y amable los hechos, virtudes y milagros de quien, en realidad, está más vacío que una hoja de papel que luce su virginidad por todos sus rincones.
En esta ocasión, nos fijamos en un político, uno cualquiera que, ya retirado, piensa poner en negro sobre blanco las vicisitudes de su carrera en el arte del engaño y, claro, necesita a ese fantasma que teclea incansablemente y ordena todo lo que el protagonista de una vida inexistente le va diciendo. El problema de todo esto es que para contarnos una historia que brilla en su promesa tenemos a un director que, tradicionalmente, ha sido considerado un autor cuando, realmente, no lo es. Roman Polanski ha hecho buenas películas, mediocres películas y horribles películas y con este relato lo que trata es de formar una enorme bola de nieve misteriosa que se deshace con la lluvia y se queda en un mero charco, tan fácil de explorar como difuso en sus orillas. El supuesto mensaje (que no es lo que distingue a un autor) es decirnos cómo, en ocasiones, los hombres que manejan los hilos del poder son, a su vez, conducidos por sombras educadas y dirigidas para ser parte, influencia, estilo y gobierno. Gobierno oculto. Gobierno en clave de títere. Gobierno que en ningún momento es pueblo, es poder.
Por otro lado, el polémico realizador se atreve a deslizarnos la idea de que los políticos son tipos de inteligencia más bien limitada y que, por váyase a saber qué razones, deciden destaparlo todo a través de una charada que está implícita en sus pretendidas memorias. El escritor, un ser espantoso que fue dotado con el incómodo don de la curiosidad, comienza a husmear sabiendo que algo va mal. Algo va mal, sí. Y es que la película no funciona, colega, así que vete cogiendo el lápiz y ponte a tachar los agujeros de un guión que tiene más callejones sin salida que diáfanas autovías. El resultado es, como no podía ser menos en Polanski (y otro día, con más tiempo, nos detenemos en lo que significa realmente ser un autor en el cine), es otra película mediocre, prescindible, que cae en la tremenda falta de ortografía que supone el querer ser trascendente y no llegar a ajustar bien los pernos para que todo encaje. Las piezas no están engrasadas y toda la maquinaria chirría como una bicicleta oxidada, de radios deteriorados y gomas de neumáticos tan lisas que el batacazo en las curvas es pura matemática.
Sin duda la película también tiene sus aciertos, como la banda sonora de Alexandre Desplat que, poco a poco, se está ganando un sitio de honor en la historia de la música en el cine; o el trabajo de Ewan McGregor, por una vez algo más dramático y menos con esa mirada de chico extraviado; o el de Olivia Williams, una actriz que maneja con destreza la amargura, la ira, el desconcierto, la clase, la dulzura y la seducción de una mirada que comienza a llamar repetidamente la atención. Incluso es una pequeña sorpresa ver a Eli Wallach, inolvidable último superviviente de la escuela de Elia Kazan, decrépito y certero en una aparición de apenas un minuto.
Así que voy a terminar enseguida estas líneas para entregarlas al tipo que tiene que firmarlas (con suerte, no me pondrá pegas, sonreirá con esa cara de cínico agrio que tiene y me dirá: “Bastante bien, chaval”) y estampará en negro sobre blanco su nombre para tapar el talento fantasma que habita en mí y que huye como un espíritu cuando me acerco demasiado a la verdad. Y nadie quiere leer la verdad. Sólo se quiere leer la verdad que esperamos para poder responder con estúpidos detalles tejidos de ternura y recuerdos los interrogantes de una personalidad que nunca existió.

lunes, 5 de abril de 2010

AKIRA KUROSAWA: KUROSAWA-TENNO


A pesar de ser el cineasta japonés de mayor éxito, con una obra más que interesante y unas constantes en su cine que le convierten en un director de primera línea, a Akira Kurosawa no le gustaba hablar de sus películas y, mucho menos, discutir sobre la teoría del cine. En cierta ocasión, un periodista le preguntó por el significado de una de sus películas. Él sólo contestó:“Si hubiera podido hacerlo con palabras, lo habría hecho. Y así no hubiera tenido que hacer la película”.Echando un primer vistazo a la filmografía de Kurosawa, nos encontramos con que es el director nipón que más se ha dejado influenciar por la cultura occidental. Y no sólo eso, sino que el trasvase también ha ido en dirección contraria. Muchas de sus ideas y argumentos han sido utilizados por otras cinematografías adaptándolos, como él hizo, a la particular idiosincrasia en la que se han movido cada uno de sus directores.
Sin dejar de lado a cineastas tan fascinantes como él, caso de Kenji Mizoguchi o Yasujiro Ozu, innovadores ambos que se han posicionado en territorios estética y temáticamente más autóctonos y, por tanto, menos abarcables para la mayoría del gran público, Kurosawa ha sido injustamente criticado por la occidentalización a la que ha sometido sus propias historias pero, sin duda, ha sido un creador de enorme repercusión internacional. Sus temas se han situado siempre en torno a dilemas morales, recreados con una plasticidad maravillosa e intensamente artística en las que, si cabe, ha primado más la adaptación a contextos y épocas profundamente arraigadas en el Japón a través de materiales e ideas de carácter universal procedentes, entre otros, de William Shakespeare, Máximo Gorki, Georges Simenon, Feodor Dostoievsky o, incluso, Dashiell Hammett, ahí es nada.
Su salto al éxito internacional se realizó con Rashomon ganadora del León de Oro del Festival de Venecia y del Oscar a la mejor película extranjera que narraba, de forma magistral, la recreación de un crimen a través de cuatro puntos de vista diferentes mientras se dudaba de la permanencia de la bondad en el interior del ser humano. Quince años más tarde, Martín Ritt adaptó la historia, con Paul Newman de protagonista en la netamente inferior Cuatro confesiones.
Con anterioridad a este gran éxito, ya había tomado prestada una idea de David Wark Griffith en la particularmente hermosa Un domingo maravilloso, en la que charlaba sobre una pareja que, a pesar de los innumerables problemas que padecían, conseguían ser felices en el único día libre de sus atribuladas semanas. También había ya tocado el policíaco, y de manera soberbia además, con El perro rabioso, adaptación de una novela de Georges Simenon, de absorbente argumento en torno a la desaparición de una pistola propiedad de un policía que se desvive por encontrarla entre la miseria y el contrabando triste y barroco del Japón de la posguerra. El éxito de esta película, le proporcionó la oportunidad de realizar Rashomon, un film que, según sus propias palabras "era la película que realmente quería hacer” a pesar de sus tremendos problemas de distribución, su envío al Festival de Venecia sin conocimiento del propio Kurosawa y los cortes en la sala de montaje, por parte de los productores, que motivó el famoso comentario airado del director espetándoles: “Si quieren cortarla, háganlo a lo largo”.
En 1952 rueda Vivir, una crítica feroz contra la burocracia y un canto a la vida y a las huellas que somos capaces de dejar tras nosotros a través de la figura del señor Watanabe (Takashi Shimura), un gris funcionario que intenta dar sentido a los últimos días de su vida. Aquí, Kurosawa arremete contra el oportunismo y el arribismo mediante una historia profundamente lírica, casi un poema, llena de referencias occidentales (como la música de jazz o cierto acercamiento al estilo de John Ford, un cineasta al que él admiraba) en la que queda patente el regalo de darse a los demás por mucho que tan sólo seamos un rostro entre la multitud.
Después realiza la que es, quizás, su producción más ambiciosa: Los siete samuráis, una gran aventura en el Japón feudal, visualmente fascinante, temáticamente magnífica, estilísticamente perfecta, con un uso de la cámara lenta que se adelanta en casi diez años a las intenciones de Sam Peckinpah, con una calidad fotográfica impresionante, sobre todo, en las luchas envueltas con lluvia y lodo que acaban con un solo vencedor y cuatro cruces sobre una colina, único arraigo posible para los que alquilan su espada.
Su adaptación del Macbeth, de Shakespeare con el título de Trono de sangre le permite experimentar (sobre todo con el principal personaje femenino) con los lentos movimientos en escena propios del teatro kabuki y comienza a ser llamado, a raíz de la repercusión de Los siete samuráis y de éste título, “el cineasta de la crispación” por las encrucijadas morales a las que somete a sus personajes y que, normalmente, son resueltas con una violencia inusual como se demuestra en este terrible final salpicado de flechas acusadoras hirientes y brutales que acaban con la vida del déspota protagonista (Toshiro Mifune, su actor favorito con el que mantuvo siempre una relación algo difícil) de forma magistral, cruel y, ciertamente, impresionante.
Poca gente sabe que el material de partida de La guerra de las galaxias, de George Lucas, nace con una película de Kurosawa que es divertida, aventurera, trepidante y armada con el atractivo de la emoción: La fortaleza escondida. Cuento de acción en el que se ponen en juego princesas, pícaros, viejas amistades, heroísmos reconocidos y valerosos guerreros, la influencia de ésta película en una de las películas más importantes del cine moderno es más que evidente en algunas de sus secuencias a pesar de estar ambientada en el Japón feudal (precisamente eso es parte de su trama) que se halla a años luz de la fantasía espacial que se hizo tan excepcionalmente popular.
En 1960, rueda la que es una de sus obras más interesantes: Yojimbo. Una extraordinaria adaptación del relato negro de Dashiell Hammett Cosecha roja sobre un samurai mercenario que acaba con dos bandas de ladrones, extorsionadores y asesinos que están enfrentados. Para conseguir la ambientación de la película, Akira Kurosawa contó con la colaboración del director John Sturges que un par de años antes había dirigido Conspiración de silencio, una película que había impresionado al propio Kurosawa por su contenido y su descripción de un lugar inhóspito gobernado por caciques sin alma. De hecho, Sturges accedió a prestarle su ayuda a cambio de que Kurosawa le vendiera a un precio razonable los derechos de Los siete samuráis. Un año después, Sturges rodaría, en clave de western, la misma historia con el título de Los siete magníficos que hizo exclamar al propio director japonés: “¡Nunca creí que mi película pudiera ser un western tan bueno! ¡Y con esa música!”.
En 1963, rueda El infierno del odio, adaptación de una novela de Evan Hunter y una interesantísima película socio-policiaca sobre el secuestro de un niño y su posterior investigación. El film está claramente dividido en dos partes: La primera, en la que se plantea el drama moral de elegir entre la propia fortuna, edificada con enorme esfuerzo y que significa tu futuro familiar, y la vida del hijo de otro. La segunda parte, se centra en la caza sobre el secuestrador desvelando los entresijos de la rutina policial y alejándose de la idea de que el éxito en la investigación es tarea de unos pocos. Si bien la primera parte se mueve sobre mecanismos de carpintería teatral, con movimientos claros del teatro kabuki, y una composición de planos prodigiosa a través del posicionamiento de los actores, la segunda adopta una forma claramente documental, casi en clave de informe policial que hace que sea un film ferozmente brillante que desemboca en un final lleno de odio y crispación con la figura de ese asesino cuyos pensamientos, muy probablemente, han pasado alguna vez por nuestras cabezas.
Después de visitar por segunda vez a Shakespeare versionando Hamlet con el título de Los canallas duermen en paz, de relativo éxito, el fracaso de su siguiente película, Barbarroja, capítulo final de su fecunda colaboración con Toshiro Mifune, afecta tanto a Kurosawa que intenta suicidarse y comienza a tener problemas para financiar sus películas. El intento se repetirá, años después, con el fiasco de la incomprendida Dodeskaden y Kurosawa se sumerge en un bache creativo después de no poder llevar adelante en Estados Unidos su guión de El tren del infierno cuando ya tenía como protagonistas a Lee Marvin y Henry Fonda. Años después, el guión se hizo realidad bajo la dirección de Andrei Konchalovsky con Jon Voight y Eric Roberts desvelando la profundidad de una idea maravillosa sobre dos presos que utilizan un tren para fugarse, un tren sin paradas y con destino hacia ninguna parte. La crisis del director japonés se hizo ya evidente cuando aceptó dirigir la parte japonesa de la macroproducción bélica Tora, Tora, Tora sobre el bombardeo de Pearl Harbor retirándose de la misma por agotamiento y con claros signos de padecer una leve esquizofrenia.
La recuperación llega a principios de los setenta pues, gracias a una sorpresiva financiación rusa, Akira Kurosawa remonta el vuelo con una de las más hermosas historias de amistad entre hombres de ambientes diferentes que nunca se han visto en el cine: Dersu Uzala. Eminente película que cautiva con su belleza enmarcada por la estepa y la relación entre un soldado ruso y un cazador itinerante que se prolonga a través de los años, en su mayor parte, en un medio hostil. La muerte de uno de ellos deja al otro con el alma mutilada y la vida coja. Poética como pocas, en la nieve, tal vez la amistad deje las huellas imborrables de dos hombres de distinta raza que pudieron ser hermanos.
Los problemas de financiación continuaron y tuvieron que ser tres gigantes como George Lucas, Steven Spielberg y Francis Ford Coppola los que juntaron esfuerzos para permitir que un genio como Kurosawa pudiera dirigir Kagemusha, una extraordinaria producción que ganó la Palma de Oro en el Festival de Cannes, con un guión brillante sobre la suplantación de un caudillo guerrero en el Japón medieval a través de un doble que comienza a perder su propia personalidad para asumir la del líder a quien sustituye. De un color y una belleza sombría difícilmente superable, la película es demoledora y triste, reflejo de los límites de un talento demasiado grande para ser abarcado en unas pocas líneas.
El éxito fulminante de Kagemusha, le lleva a adaptar El Rey Lear, de Shakespeare con el título de Ran. Probablemente, ésta sea la producción más impresionantemente bella de Kurosawa, con un sentido visual inigualable mientras hace ondear al viento salvaje los blancos, negros y rojos que otorgan una factura perfecta en la que es la mejor obra plástica del director.
A finales de los ochenta, rueda sus propios sueños en una película de siete episodios titulada precisamente Los sueños que, si bien fracasa con cierto estrépito, es una excelente película en la que se revela la atormentada personalidad de un creador que oscila entre el idealismo casi infantil al pesimismo apocalíptico pasando por algunas obsesiones estéticas personalizadas en la figura de Vincent Van Gogh interpretado por Martín Scorsese.
Después de rodar la muy fallida Rapsodia de agosto, con Richard Gere de protagonista, Kurosawa se despide del cine y de la vida con una película pequeña pero rimada con dulzura: Madadayo, retrato de un profesor al borde de la jubilación que no es muy consciente de todo lo que ha dejado detrás como mensaje de profundo amor y cariño por su trabajo. En el fondo, quizá, Kurosawa se estaba retratando en esta película a sí mismo.
En 1985, en una memorable aparición, tres monstruos del cine como Billy Wilder, John Huston y Akira Kurosawa entregaron el Oscar a la mejor película. El tiempo que tenían para anunciar los nominados y abrir el sobre con el nombre del ganador era de apenas un minuto y cincuenta segundos, período durante el cual John Huston podía estar desconectado del respirador que le mantenía con vida. El encargado de abrir el sobre fue el propio Kurosawa que se trastabilló con los dedos y Billy Wilder, que tenía que controlarlo todo, le dijo: “En Pearl Harbor fuisteis más rápidos”. Cuando anunciaron el ganador, los tres dijeron al unísono que el cine ya no es lo que era. Y nosotros, simples mortales, estaremos carcomidos por el dilema moral de ir a un cine ciertamente mediocre o quedarnos en casa de rodillas reverenciando al hombre que fue conocido como Kurosawa-tenno: El Emperador Kurosawa