martes, 13 de abril de 2010

CASTILLOS EN LA ARENA (1965), de Vincente Minnelli


Las figuras en la arena poseen vocación de eternidad y, sin embargo, no son más que granos amontonados que se van deshaciendo con la llegada del agua. Vivir de acuerdo a un código ético que toma como valor principal la libertad puede provocar la confusión moral de quien decidió recogerse allí donde el resto del mundo no podía llegar. En el mismo borde del mar, una mujer pertenece a la brisa, al cielo, a la belleza de la bohemia elegida y, no obstante, regresa para poder recoger una parte esencial de lo que ha de ser su experiencia vital. Quiere vivir el amor sin barreras, sin estúpidos alzacuellos atosigantes, sin consejos ni ejemplos. Quiere besar introduciendo la espátula de su pasión para pintar en el corazón de aquel sobre el que puso sus ojos de color violeta. Y la arena, por primera vez, acaricia una piel que absorbe los rayos de sol para convertirlos en un jardín de su propiedad, en un retiro que riega la pasión, en un inventario de colores y de bellezas que tiene la obligación de descubrir a quien decidió hundirse en el gris de una existencia que nunca ocurrió.
El miedo transformado en amor con pasos de una corrección que se nos presenta como extrañamente legítima cuando la propia ley de los hombres ha formado unos artículos de obstáculo hacia la plenitud. Ver esta película es tumbarse en la playa y poner el rostro bajo la luz de Vincente Minnelli, imaginar figuras en las nubes por culpa de las letras de Dalton Trumbo y, sobre todo, es apreciar la diferencia entre la ola que rompe, alegre, deseosa de comerse la orilla, llena de espuma blanca y de libertad rizada bajo la mirada de Elizabeth Taylor y ese lento y discreto beso que llega cansado al borde del mar, envuelto en tristeza y falsa obligación, incompleto porque no da todo lo que tiene dentro y que sólo cae, humedece la tierra seca y se va, quién sabe si para no volver, bajo la languidez de Richard Burton. Sobre ellos cuatro, gira la construcción de los castillos en la arena, difíciles de sostener para algunos, edificados con la porosidad de viejos y nuevos sentimientos combinados en nuestra mente, siempre conservadora, de aliados y cobardes. Tal vez porque simpatizamos con un intento que sabemos que está condenado al dolor. Tal vez porque sufrimos con alegría algo que tiene la consideración de anecdótico, incapaces de profundizar en las carencias que pueden tener unas vidas que sólo existen, como pincel y lienzo, en el mensaje de un cuadro cualquiera pintado en la luz.
Los señores de los castillos en la arena, son los niños. Testigos mudos del relato imposible que es desgracia y felicidad conjunta. Ése es el destino de todas nuestras vidas y, por muy lejanas que nos parezcan las cosas que nos cuentan, están mucho más cerca de lo que nosotros mismos creemos. Tanto como el roce inesperado de un cuerpo que tiene un olor que no percibimos, o que posee un gesto que nos hace sentir que hemos vivido tan sólo porque también hemos amado.

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