miércoles, 5 de mayo de 2010

EL AGENTE SECRETO (1935), de Alfred Hitchcock


No cabe duda de que esta es una de esas películas que se hallan cuando Hitchcock, maestro de maestros, está intentando encontrar su propio estilo. Y es la primera de todas en la que empezamos a ver algunas de las constantes de su obra. De hecho, no es algo que se pueda ver con cierta frecuencia que John Gielgud dé vida a un agente secreto de tantos recursos, quizá porque la visión del maestro británico partía de la base de que ese personaje tenía algo de un Hamlet transplantado a la época en la que se realizó la película. Sin duda, el protagonista encuentra el oficio de espía absolutamente despreciable y sucio. También aparece por ahí, en un papel que para sí quisieran los europeos más recalcitrantes, un Peter Lorre brillante que da una réplica tan singular a Gielgud que Hitchcock no duda en utilizarlo como recurso exótico y, por ende, inquietante. Inquietante, qué hermosa palabra para describir un personaje, una película o tantos momentos de tensión incómoda delante de un sueño hecho imágenes.
Pero también encontramos otros recursos técnicos que luego dieron una cosecha de títulos inolvidables a nuestro querido tío Alfred (sí, ese tío que, alrededor de una humeante chimenea se sentaba con nosotros para contarnos una historia que rarísima vez no nos dejaba con el alma en vilo y el corazón en un puño). Es el caso de su utilización musical en una película como recurso dramático que interfiere en la acción o la recurrente aparición de un tren, símbolo de comodidad perversa en un mundo suspendido en un raíl, y, por supuesto, la siempre extraña mezcolanza de frigidez y agresividad sexual de una de sus primeras rubias, Madeleine Carroll, a la que volveremos a ver, extasiados de sensualidad, en la excelente 39 escalones.
Así mismo, no nos engañemos, queridos espías…digo, espectadores, lo que está claro es que la narración del tío Alfred en el año de 1935 no era la del experto marionetista que manejaba los hilos del suspense más refinado en los cuarenta y en los cincuenta y el guión, aunque efectivo, contiene giros de una ingenuidad latente, patente e incluso, insistente. Pero eso sí…viendo una película de nuestro tío Alfred…¿a quién le importa una bala de lógica si te lo estás pasando tan arrebatadoramente bien?. Y, digo yo, por qué yo intento explicar nada si lo que quería el contador de historias era que pasáramos un rato agradable sin pensar siquiera en su historia…Tal vez lo que deseaba era hacer un James Bond en los años treinta…basándose en una novela de Wiliam Somerset Maugham…Tal vez, el oficio de espía también sea escribir una crítica sobre una película que no la necesita. O que un público sepa apreciar que todos, alguna vez, hemos espiado suciamente y sin ningún escrúpulo. Así que ya saben. Pónganse delante del televisor. El tío Alfred les contará unos cuantos secretos. Pueden ser de estado… pueden ser de cine…

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