jueves, 6 de mayo de 2010

EN EL LÍMITE DEL AMOR (2008), de John Maybury


Dylan Thomas fue un poeta galés que se bebió la vida a versos y compuso rimas a tragos. En su obra estaba siempre el lamento de la observación de unas existencias que parecían estar en trance de ruina, como si la guerra se instalara en los corazones y no hubiera sitio para nada más. En su ética habitaba la comodidad del artista libre de ataduras y en su conciencia sólo permanecía el apurar los días como si fueran el primero y el último.
Intentar hacer una película biográfica sobre un personaje apasionante requiere, al menos, que el retratado sea el protagonista pero parece ser que al director John Maybury dejarnos su rastro (aunque sea poco conocido en España) le trae absolutamente al pairo. El tipo se coloca detrás de la cámara intentando hacer yuxtaposiciones de imágenes a lo Francis Ford Coppola (ni se le acerca, claro) y no puede evitar su querencia a contarlo todo bajo el punto de vista del personaje de Keira Knightley. Para ello, la pone de carmín hasta el píloro, se las ingenia para no sacar muchos planos de esta chica que está peligrosamente anoréxica por aquello de evitar las imitaciones y lo que le sale es una cosa infumable, pesada, pretenciosa, equívoca, prescindible y aburrida.
Para rematar la faena lo lógico sería poner a un actor que ejerciera una cierta fascinación en el papel del famoso poeta pero no, no vaya a ser que alguien haga sombra a la estrella, así que coge a un actor que se pone el mechoncito de pelo que lucía el insigne vate, de nombre Matthew Rhys y que quiere parecerse a Geoffrey Rush, y ya está, ya tenemos al, en teoría, parcialmente biografiado aunque la película vaya menos con él que una rima asonante y arrítmica. Y ya para darle el premio al mejor torpe del año, resulta que el personaje que roba la función a la boquita de rosa rojo pasión y al secundario bohemio y excéntrico es Sienna Miller en el papel de la esposa del escritor. Todo eso teniendo en cuenta que la amiga Keira da una lección de lo que debe doler hacer algo tan penoso como sonreír y su actuación se limita al típico gesto de fumadora creyendo que con eso ya tiene perfilado el personaje. Para qué más.
Para repartir un poco de estopa, hay que decir que el tal Maybury no tiene ni idea de dirigir porque no sabe de dónde viene y tiene aún menos claro dónde va. Hay una profusión de primeros planos (sobre todo de la Knightley) que llegan a saturar y a oler a colonia. Repite como tres o cuatro veces el plano como si se viera todo a través de un diamante (para diamante el que me merezco yo por aguantar semejante engendro), hay desenfoques, subrayados innecesarios y cuando el ritmo decae nos coloca algún verso muy bonito del poeta. Todo esto para contar cómo viven el amor cuatro personas. Una que es como el perro del hortelano. Otra que es una ingenua. Otra que es una descentrada de cuidado (y no me extraña teniendo al lado a un tipo que bebe como una esponja y pasa de todo); y aún otra que es muy romántica y muy perfecta y muy guapa y que se va a luchar al frente griego, allí hay un heleno que le dice de buenas a primeras que deje ir a su amor y él va y contesta: Hombre, cómo no. Si a mí lo que me van son las balas y las granadas. Los besos, para los cursis.
Si aún así están dispuestos a aguantar colas y el olor a sobaquillo cansado del tipo que se sienta junto a ustedes, al menos les diré de dónde viene el título que, oh sorpresa, está extraído de un poema de Dylan Thomas:

Él se arrodilló, lloró, rezó
Junto al asador y la negra tetera en el brillante resplandor del leño
La taza y el pan cortado en la sombra danzante,
En la cama enfundada, al correr de la noche,
En el límite del amor medroso y traicionado.

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