miércoles, 12 de mayo de 2010

LAS CUATRO PLUMAS (1939), de Zoltan Korda


Cuando se nos propone una cita con la aventura, es mejor llegar puntualmente. Si en ese vaivén de la vida hay una apariencia como motivo principal entonces es que nos hemos dejado engañar por la cobardía. Y aquí tenemos fotografías de paisajes que parecían perdidos, interiores que semejan pinturas al óleo, cabalgadas en busca del heroísmo, el silencio acusador de los valientes que no presumen de serlo, acciones que intentan ser extraídas directamente de la imprenta de la épica. Un verdadero caballero jamás insulta a otro en público. Un líder debe ser capaz de controlarse a sí mismo antes de poder dar órdenes a todos aquellos que sirven bajo su mando. Y la verdad, tan ambigua y resbaladiza, está muy por encima del honor. Ésa es Las cuatro plumas, de Zoltan Korda.
Hace más de setenta años que se rodó esta película. Y sus valores siguen intactos como un espectáculo de casaca roja y de baile victoriano, imposturas creadas por una época en la que se podía ser un villano de etiqueta y que la bravura quedase escondida por una cruel burla del destino. La amistad es una de esas cosas que un hombre jamás debe perder y entre esos amigos que pertenecen al interior particular de cada uno y son ladrillos inamovibles de su personalidad siempre habrá alguien que crea, en lo más íntimo, en la inocencia y en la honradez de los vilipendiados. Cuatro plumas de cobardía que se convierten en cuatro lanzas de favor y privilegio.
Hay que resaltar que ésta es una de las cumbres más altas a las que pudo llegar el cine británico cuando Hollywood comenzaba a sumergirse en lujosas producciones de odisea y estiramiento, de guerras sin cuartel, de expansionismos coloniales y de batallas de cántico y leyenda. Y del envite salieron airosos y con fantasía. La historia rebosa emoción y entretenimiento. El relato en busca del honor perdido se transforma en la expectación por la prueba de quién es el que ostenta la honra más auténtica. Las secuencias de acción están extraordinariamente bien planificadas. El aroma del ejército británico parece que se cuela por el difuso cristal cuadrado del televisor y podemos oler la tela roja, inundada de armario vacío y de trasiego de destino. Es uno de esos trozos de cine que hay que ver porque es una obra definitiva y bandea con maestría todos los estados de ánimo, como estandartes agitados en señal de victoria.
El suspense parece que se arrastra por las arenas del desierto. Intenta llegar al oasis de los nervios para arrasarlo todo y hacer que las hordas enemigas pasen por allí sin efectuar una parada para beber. Los enemigos del aburrimiento se baten hasta la muerte y son capaces de cualquier cosa tan sólo para aplacar la fiereza de unos hombres que luchan hasta el final por un pedazo de la esfera del tiempo. No se pueden intentar más lecturas que el disfrute del coraje, que la exaltación de la amistad, que la reconstrucción de una vida arrasada por la desconfianza. Sin venganzas. Sin rencores. La motivación principal es ocupar el sitio que la vida nos tiene reservado. Justo ahí, delante de ésta película.

No hay comentarios: