miércoles, 30 de junio de 2010

EL ARTE DE AMAR (1965), de Norman Jewison

No se dejen engañar por el título. Estamos ante una comedia pura y dura. De esas que hacen que broten risitas histéricas y elaborada a base de golpes buenos y por encima de la cintura (bueno, no siempre). Para empezar, su reparto está bordado con James Garner, Dick Van Dyke, Elke Sommer y Angie Dickinson. Para seguir, detrás de las cámaras hay un veterano que bordea la sabiduría como Norman Jewison. Para terminar, pues eso, los últimos veinte minutos son delirantes, de libro de chistes que convierte a París en el escenario de una broma bien llevada y mejor resuelta. El tiempo no ha sido indulgente con ella y ha caído en un más que injusto olvido, por eso es hora de rescatarla y de ponernos el traje cómodo que mejor se nos ajusta porque el abdomen se hincha cual risa descontrolada por salirse del estómago. No deben perderse esta demostración de humor que llega a ser descacharrante por momentos. Ése es el verdadero arte de amar lo cómico sin ser vulgar, lo brillante sin caer en la tontería, lo agudo siendo muy incisivo.
Quizá lo que intenta contar la película es un asesinato que nunca ocurre, un suicidio de futuras vanidades, un malvado pensamiento que se queda en proyecto, una perversión que permanece azarosamente oculta y que se deshace camino de una guillotina. Tampoco es una obra maestra, pero el cine está lleno de buenas películas que no son obras maestras. Es el entretenimiento disfrazado de una diversión que se mueve entre la luz y la tiniebla. Dicen incluso que la Muerte se rió cuando la vio incluso aunque se veía ridiculizada. No sé si será verdad.
Eso sí, hay encanto, algunas pinceladas gruesas que se convierten en finas ironías, comedia sin medida, medidas de absurdo, absurdos sin cuartel, cuarteles de juerga, juerga en cantidades moderadas y moderados intentos de sofisticación. Entre medias, lo imposible juega una baza muy importante, pero hay que reconocer que es un argumento que sabe saltar las molestas vallas de la lógica y que se adentra en unos propósitos que son la mejor gimnasia para nuestras prominentes barrigas. Después de la película, se recomienda hacer un poco de respiración finlandesa para relajar músculos.
El afán de quedar como artista para una posteridad que sólo valora a los muertos es el afán principal del arte de morir e, incluso, del de amar. Así que es mejor que te quiten de en medio si quieres que tus cuadros valgan algo porque mientras vives, no vendes. Es bien posible que muerto tengas una próspera vida de comerciante pero no sé cómo podrías gastar tu dinero. La genialidad, como en tantos otros casos, tan sólo depende de si aún pisas la tierra o de si habitas bajo ella. Y es que el hombre es así de caprichoso. Que se lo cuenten a Van Gogh. El caso es que somos unos seres excepcionalmente ridículos, destruidos por una vanidad que llega a devorarnos y lo que tenemos que hacer es reírnos, reírnos sin parar, como si escupiéramos pintura en un lienzo y comprobáramos que, detrás de nosotros, sólo hay la mirada teñida de una ambición que merece un buen puñado de chistes jocosos.

martes, 29 de junio de 2010

AL SERVICIO DE LAS DAMAS (1935), de Gregory La Cava

Supongamos por un momento que un hatajo de niños mimados, de esos de piel de frac y brillos de charol, deciden hacer una gymkhana absurda por toda la ciudad. Ir a buscar un cordero, coger florecillas silvestres o traer a un taxista manco. Y una de las pruebas es traerse a un pobre de un vertedero. Sigamos suponiendo que ese pobre, que lleva implícito un cierto desprecio hacia la clase alta, no es tonto, tiene cierto porte e, incluso, alguna manera aristocrática y comienza a servir como mayordomo en la casa de la chica que lo encontró. Allí, él se convierte en un espectador involuntario de los caprichos infantiles del mimo que siempre da el dinero, del descentramiento y dispersión que presiden los pensamientos de la señora, de las preocupaciones financieras de un rico que, por mucho que pierda, nunca dejará de ser rico y, por último, de la desternillante presencia de un aspirante a pianista que sólo quiere vivir del cuento y dejarse de música.
El resultado de todo ello es una película fantástica, elegante, llena de humor, de sorpresas, de las listezas de un criado, de las miserias de los de arriba combinadas con los anhelos de los de abajo. El caso es que nadie está a gusto siendo como es. Salvo ese hombre que también va de chaqué y que pasa una bandeja de copas que parecen flores en su esplendor.
El caso es que, además, el argumento tiene inteligencia para dar y tomar porque también rebusca en algunas conciencias además de poner carcajadas y sonrisas. Las desventuras de nuestro hombre, Godfrey (un maravilloso e insuperable William Powell) se convierten en demostraciones de lo que es un tipo que sabe arreglárselas en cualquier situación, que tiene mucha más elegancia que las personas a las que sirve, que es más inteligente que todos ellos, que no guarda rencores aunque sí defensas y que encandila, allá por donde pasa, a todas y cada una de las miradas femeninas que desearían poder bajar unos peldaños para cruzar algo más que palabras con ese ínfimo miembro de la servidumbre.
Tras las cámaras, la excepcional dirección de Gregory La Cava que sabe otorgar a cada personaje su distancia justa, haciendo de Powell, nuestro hombre; de Carole Lombard, una niña mimada; de Alice Brady, un encantador e inofensivo despiste andante; de Gail Patrick, otra versión del mimo en clave un tanto perversa; de Eugene Pallette, la paciencia y agobio del cabeza de familia; y de Mischa Auer, la divertidísima bufonada de sus escasas apariciones que transforman la escena en un derrape de cuya curva no se quiere salir.
Así que, damas y caballeros, la cena está servida. Ruego ocupen sus asientos y formulen al servicio todo cuanto deseen. De seguro, estarán soberbiamente atendidos porque no es fácil encontrar al hombre adecuado para llevar una casa. Es guapo, inteligente, elegante, con estilo...incluso yo diría que tiene algo que no parece ser propio de un mayordomo. Bah, será el té con pastitas que sorbí a media tarde en alguna choza de la Quinta Avenida.

viernes, 25 de junio de 2010

CIMARRÓN (1960), de Anthony Mann


Una de las mejores secuencias jamás rodadas en la historia del cine es la carrera por la posesión de la tierra de Oklahoma que contiene esta película. Sólo por eso, ya merece la pena apreciar el trabajo de un director que fue sólido, que fue artesano en la negrura y autor en el Oeste y que, sobre todo, no hizo más que intentar atisbar el interior del hombre en toda su obra como fue Anthony Mann. Y aquí trata de describir cuál es el paisaje del auténtico amor y de enseñar cuáles son las cualidades que deben tener los hombres y las mujeres para alcanzarlo en un frenesí vertiginoso. Pero para ser justos también hay que señalar que no es la película que el propio Mann había imaginado debido al tan recurrido defecto (a veces muy oportuno, aunque no esta ocasión) de los productores de mutilar a su gusto y conveniencia una aventura que era mucho más profunda que lo que finalmente se ve en pantalla. El resultado es un relato irregular, que combina elementos de una altura propia de un veterano tras la cámara con errores narrativos más propios de un novato sin mucha idea del montaje.
Entre sus virtudes no cabe duda de que Mann se adelanta a los vientos que soplarían años más tarde a favor del realismo en el cine de vaqueros, introduciendo elementos de racismo en una época que apenas habían sido apuntados por realizadores más poderosos pero que se presentaban como una novedad más que destacable en el western que aún no había dado el salto hacia los derechos civiles en toda su plenitud. Por si ello no fuera bastante, también Mann se decide por evidenciar una tendencia hacia el feminismo en un entorno que no era precisamente dado a valorar el trabajo de las mujeres. Como consecuencia de eso, hay que destacar, por encima incluso del trabajo del protagonista Glenn Ford, la soberbia interpretativa de Maria Schell, de Anne Baxter (que se alza como conductora de una de las escenas de mayor sensibilidad de la película) y de la siempre excepcional Mercedes McCambridge, actriz que solía moverse en el filo de la más cortante incomodidad, espléndida, auténtica y con una rara autoridad en la escena.
Como defectos, podemos apuntar la sequedad de algunos trechos y la terca insistencia de los que quisieron hacer que fuera una producción sobredimensionada para acercarse a la grandiosidad magnífica de Lo que el viento se llevó resultando algo morosa en instantes escapados al oficio de un director que sabía muy bien lo que estaba haciendo.
Es posible que sea el momento de espolear los caballos y sujetar bien fuerte las riendas para asistir al espectáculo de un hombre que quería conquistar y de una mujer que tuvo como meta hacer lo que debía en cada momento. El galopar de sus caballos trata de marcar el golpe del destino de unos seres que buscaban su lugar en el mundo. Lo consiguieron dejándose el aliento en cada rincón de un cariño que extrajeron de la misma tierra.

jueves, 24 de junio de 2010

VILLA AMALIA (2010), de Benoit Jacquot

En el umbral del trauma, una mujer en trance de ruina decide acabar con lo poco de ella que aún sigue en pie. Sin pensar en cómos o porqués, arrasa con todo lo que hace que sea persona Abandona su trabajo. Vende su casa. Se despide de su madre. Olvida lo que deja atrás. Sólo deja un pequeño nudo en forma de un amigo de la infancia y parte en busca de la soledad absoluta con la esperanza de no dar ni un ápice de su tiempo a la vida.
Y es que quiere dejar de existir sin dejar de vivir. Tal vez porque se ha asomado tímidamente al abismo de su propio interior y lo que ha encontrado es el vacío más desolador. No le importa que sus decisiones afecten a los que la rodean. Eso le da exactamente igual. Quiere un lugar donde esconderse, donde ser insignificante, donde pueda confundirse en una mirada indiferente. El precio de la soledad es la dureza del corazón.
En los rasgos de la historia que se quiere contar aparece una actriz como Isabelle Huppert, actriz de incómoda madurez, que es capaz de dotar al personaje de solares de sufrimiento acompañados de una débil luz interior, de una nada en la oscuridad que brilla como la punta de un cigarrillo en la noche. Con ella, deslizamos el abdomen sobre el filo de una navaja cortante, entornamos un poco los ojos por el atractivo que aún posee y sabe transmitirnos la certeza de que la película se va a despedir a la francesa. Más que nada porque muchas de sus reacciones son demasiado cercanas a una locura que coquetea taimadamente con el egoísmo. No hay admiración en esa mujer que decide romper con todo para no hacer nada. Eso no es tan difícil porque lo que realmente tiene valor es volver a levantarse después de una caída.
Además, acompañando a sus extrañas reacciones, nos encontramos con que la profesión de la protagonista es la de intérprete de piano, con melodías asonantes y dodecafónicas cercanas a la estridencia y al sin sentido musical como metáfora de una vida que nunca ha sabido cómo llevar el compás. En el camino hacia una terraza que se adivina inmersa en un paisaje donde el mar y la tierra parece que se besan con la presencia del ardiente sol como carabina, ella tendrá que volver irremediablemente al pasado y enfrentarse con su primer trauma que, por supuesto, nunca llegará a superar. Quizá por eso, dejó de tocar las notas adecuadas y su música se vuelve silencio.
Por lo demás, es una película contada con mucho paisaje que pone nuestra envidia a trabajar y poco argumento que ponga nuestras ideas en orden. No hay más que heridas que se dejan sangrar, descriptivos retratos de hombres a los que no se les ve la cara, paseos por el lesbianismo y por un constante vapuleo a la conducta moral. Cuando se rompe con todo, no se sabe lo que es el aprecio, el apego a las cosas, el cariño hacia los demás. Que la vida te dé, pero no des nada a la vida. Es una ingrata. Siempre te pondrá los cuernos.
Lo que está claro es que, entre tanta pretensión de hacer un retrato en profundidad del alma femenina, lo que le sale al director, Benoit Jaquot, es la abyección cruel y sin remordimiento de una mujer que sólo quiere ser amante de la soledad y nos encontramos ante una película que no es fácil de ver, que no es amable, que no llega, no calma y no toca. Y entonces, en lugar de salir bañados en aires de nuevos comienzos, resultamos empapados de decepcionantes y despreciables finales. Es muy francesa. Es muy autocomplaciente. Es muy Huppert. Es muy volátil. Es la voluntad de romper con la narrativa para encontrar un lugar apartado, en algún rincón de nuestra mirada, siendo presa de la inamovilidad, de la más deprimente soledad vestida de bonitos escenarios. Más vale irse de vacaciones e inundar los pulmones de nuevos sueños.

miércoles, 23 de junio de 2010

EL LADRÓN DEL REY (1955), de Robert Z. Leonard


Estamos ante una de esas historias, llenas de romance y aventura, que sólo podían ocurrir a los soldados de la fortuna. Y es que lo que ocurre a una sola persona es sólo una pieza más del enorme engranaje que puede cambiar el rumbo de una nación. Alguien quiere echar al Rey, un bandido campea por la Corte, una conciencia busca una espada en la que posarse, el que es malo puede ser bueno y los villanos, realmente, siempre son los más refinados.
Sin embargo, por debajo de una trama simple y cuya mayor virtud reside en la sencillez de unos acontecimientos que se siguen sin ninguna dificultad, tenemos un maravilloso ejemplo de un cine que puede ser un principio para los más jóvenes. No hay sangre, ni vísceras, ni cámaras lentas efectistas...hay aventura, duelos a espada, violencia, sí, pero de esas que ocurren con tanta plenitud entre piedras de castillos, entre armaduras de palacios y entre caballeros que no lo son tanto. Hay suspense, una narración nítida como el cristal, brillante como el acero y atrevida como un filo. Y, sobre todo, puede ser un estupendo inicio para que nuestros hijos vean cómo se hacía el mejor cine, ése que ya no se hace, ése que solamente se realizó en una época que podría compararse al Renacimiento en el arte de hacer películas. Yo no me la perdería.
Eso sí, todo es mucho más legendario que histórico. Aquí no hay didáctica de lo que ocurrió, pero sí enseñanza de cómo se debe empezar a ver. Hay actores de primer curso, como el nefasto Edmund Purdom, al que se le condenó después de aparecer en el tremendo fiasco que supuso Sinuhé, el egipcio y que, en esta ocasión, trata de aprovechar sus habilidades esgrimistas para hacer de bribón y de héroe, de villano y de conquistador, de salvador y de condenado. Pero por ahí detrás andan tres nombres de licenciatura como son Ann Blyth (que hizo un soberbio trabajo en aquella maravilla que era Alma en suplicio, de Michael Curtiz), David Niven, estupendo y elegante, como siempre, y con un inquietante toque de ambigüedad para otorgar más dimensión a su enigmático personaje y, sobre todo, George Sanders, el inolvidable crítico de teatro Addison de Witt de Eva al desnudo, de Joseph L. Mankiewicz y que era capaz de sacar aristas de un personaje plano y de desnudar al más osado de los ásperos. Incluso, casi de modo anecdótico, es necesario mencionar a un jovencito que pasaba por allí y que respondía al nombre de Roger Moore, poseedor de una flema británica que se ajustaba como un guante a la historia y que terminó con un número con licencia para matar.
Detrás de las cámaras uno de esos directores que nunca fue autor pero que hizo películas para no aburrir y que fue responsable de una maravilla visual que ha quedado como precedente del cine musical entendido como gran espectáculo como fue El gran Ziegfeld. Así pues, no, no es una gran película. Es un inicio para saber lo que era eso.

martes, 22 de junio de 2010

CYRANO DE BERGERAC (1950), de Michael Gordon

Quisiera dedicar este artículo a José Saramago, que me hizo ser ciego pero también me hizo ser lúcido.

Si hay algo que defina esta película de principio a fin, además de su poesía en el narrar, su lirismo en el amar y su derrota al acabar, es el nombre de José Ferrer. Él es Cyrano de Bergerac cuando se burla, cuando ríe, cuando llora, cuando ama, cuando se bate y cuando pierde. En sus ojos hay cruces difíciles de llevar, crueldades asumidas, rimas inacabadas, suplantaciones perfectas, gestos gallardos y desafíos que nunca se han sabido muy bien si eran por cuestiones de orgullo o búsquedas de un final que se demoraba en demasía. Detrás de él no hacían falta muchos decorados, porque los sentimientos eran los que formaban escenario para la historia de una derrota teñida de orgullo. Cuestión de narices, dirían algunos. Pisadas fuertes de hombre, dirán otros. Lo cierto es que el amor, para bellezas que sólo se atisban en interiores demasiado humillados, sólo es un sueño volátil y esquivo. El amor, ese suave murmullo de abejas que, con un beso, pone el acento invisible en el verbo amar. Sí, salvo para aquel que ama en silencio y, como tal, no puede tildar lo que desea porque no puede llegar a donde quiere.
Bien es cierto que en las desventuras de un amor no correspondido pero sí vivido, nos movemos entre extrañas bambalinas que son más teatro que cine y se acerca, como una inspirada pluma al papel sobre el que escribe, a las intenciones de Edmond Rostand, autor de la obra. Grandes son los momentos en los que devolvemos insultos en alas de la habilidad en la esgrima de la palabra y en la verborrea de la espada. Entristecidos asistimos a una muerte en mitad de una enorme cruz porque la vida niega lo indispensable al que le dio por derribar los más bellos e inútiles valladares. Todo en pos de un beso, de una ilusión, de un favor egoísta, de un poco de cariño en una vida que se va desperdiciando en desafíos.
La oscuridad se cierne por doquier en derredor del protagonista que, con nariz y espada, se adentra en la nada para salir en brazos de la luna que viene a buscarle como una fiel amada. Y en su mirada, retadora y temible, reluce una estrella de ternura que anhela un roce, una suavidad, una complicidad nunca hallada, un deseo visto de lejos, un sí que late por debajo de un rotundo no. Es Cyrano el que pone las palabras en boca del amado, siendo él la noche y el hado, siendo él victoria pero también humillado.
Es el instante preciso en que el debemos abandonarnos a ese hombre que nunca perdió la ilusión por decir cosas que no están escritas en ningún sitio, salvo en nuestro corazón. Fuera vergüenzas y ridículos. Qué más dan esas mundanas tonterías. Dejemos que la sístole golpee con la fuerza de un duelo. Permitamos que las palabras broten tal y como las sentimos y salgan sin control, detrás de una puerta, sin luz, ni farol. Ellas encontraran por sí solas su destino, su acomodo, su todo y su camino. Nadie es tan deforme que no tenga ni un ápice de hermosura dentro de sus ropajes, que sin parecerlo, tienen buena hechura. Desenvainen el acero y a luchar, a luchar...

viernes, 18 de junio de 2010

EL ASESINATO DE LA HERMANA GEORGE (1968), de Robert Aldrich

Si existe algún precedente para esa obra maestra del lesbianismo más claustrofóbico que es Las amargas lágrimas de Petra Von Kant, de Rainer Werner Fassbinder, es ésta película de Robert Aldrich que se atrevió, por primera vez en el cine, a mostrar una relación lésbica sin oportunos escondites morales. El resultado es una película espléndidamente interpretada por dos actrices que aman y se arañan entre sí, como Beryl Reid y Susannah York, que cruzan la ternura con el odio con la facilidad con la que se mezcla una bebida alcohólica con un refresco y que conjugan una obra de enorme sensualidad, de una turbación potente y de una relevancia audaz con los aledaños de un universo cerrado y finito, con el fin de una mujer y el principio de otra, con la perdición a la que arrastra un espacio obsesivo que se va transformando en una trampa donde dos bestias se batirán hasta el final.
Eso sí, tampoco hay que dejarse llevar por una película que fue valiente sin parapetos. No es para todos los paladares. Hay que estar acorazado para poder verla y apreciar sin prejuicios la evolución emocional de unos personajes que se mueven entre la destrucción y el deseo, entre la vida y la botella, entre la ida y la vuelta. No es fácil adentrarse en los corazones de dos mujeres que tienen sus almas tan sorprendentemente distantes. En el fondo, el director Robert Aldrich (que se aleja de sus truculencias habituales para adentrarse en los meandros de la crueldad moral) no deja de recurrir a lo grotesco para retratar la historia de alguien que se resbala sin apoyos, que cae al abismo sin red. Hay que armarse de mucho ánimo para poder ver esta película con ojos de cuarta pared de teatro y dejar que, de vez en cuando, salga del televisor un zarpazo que puede hacer sangrar alguna de nuestras convicciones.
La vocación de absorbente es la profesión de una historia que convierte a las muñecas (igual que los maniquíes de la película de Fassbinder) en testigos de lo que podríamos describir como una bajada a los infiernos acompañados de un ángel. Y lo único que sacaremos en claro es un corazón que intentará latir bajo cero. O una frente nublada por la oscuridad. O una leve caída de la comisura de nuestros labios como signo de tristeza, o de incomprensión, o de rincón descubierto, o de esquina velada.
Más allá de las dos protagonistas, hay que destacar la aguda intervención de Coral Browne con su lengua malevolente cercando un mundo que no le pertenece. Y es que ésta es una película, o una obra de teatro, de mujeres que miran hacia adentro y descubren las fieras sedientas de amor que habitan en su interior. Tal vez porque no hay nada tan terrorífico para una mujer como el final del camino. Ni nada tan luminoso como su inicio. Entre medias, habrá risas, llantos, asco, cielos, infiernos, ratoneras, miradas, heridas, celos, envidias, juventudes e histerias. Es vida en un asesinato.

jueves, 17 de junio de 2010

LA ÚLTIMA ESTACIÓN (2009), de Michael Hoffman

El movimiento de desprecio hacia las cosas materiales que ideó León Tolstoi y que comprendía también el amor y la libertad como valores máximos, la resistencia pasiva como forma de protesta, la igualdad detrás de la verdad y el rechazo de la Iglesia, fue pasto de la interpretación errónea del fundamentalismo humanista. Lo que era idea, degeneró en religión mientras las obras del genio aspiraban a ser divulgadas a todos los rincones como un sentimiento de legado para los más pobres.
Toda idea, sin embargo, tiene su contradicción intrínseca y Tolstoi comienza a vivir en sus propias carnes la terrible batalla que se desata entre amor y libertad simplemente porque son conceptos contrapuestos. El amor son ataduras, obligaciones, dulzura regalada, humor cómplice, darse sin esperar nada, esperar sin derrota en la mirada. La libertad significa la capacidad de elegir, de hacer, de comportarse y de buscar lo que más se desea y eso, inevitablemente, siempre es la felicidad. ¡Qué gran choque se produce! La libertad es la felicidad pero nunca se es feliz si no hay amor. Y los mimbres de la creación, de la genialidad, del talento están hechos de trenzas de cariño que te da quien mejor te sabe comprender.
En este permanente enfrentamiento, por fin, encontramos cómo una película se puede elevar hacia categorías extraordinarias cuando dos actores de la sabiduría y encaje de Christopher Plummer y Helen Mirren aparecen en escena. Él sabe conjugar en un rostro de amable vejez y cansada pluma el intento de encontrar el equilibrio vital que le permita morir en paz y, no obstante, sólo consigue un desolador estado de guerra. Ella ilumina la escena con una presencia profunda que destila el saber mirar de una gran dama, la desesperación latente de quien olvidó cómo amar, la ira de permanecer detrás de las páginas cuando gran parte de la tinta inmortal del enorme escritor tiene su piel, su risa, su compañerismo, su vitalidad, su sentimiento de admiración y de soberano deseo de estar junto a quien siempre ha amado. Libertad es Plummer. Amor es Mirren. Y ambos colisionan violentamente porque la idea de amar nunca puede volverse religión.
Entre tanto, caminamos por espacios rusos que huelen a campo y trabajo, por estancias de madera que parecen recoger las virutas de los roces provocados por la actividad de un escritor que quiso ir un poco más allá en su visión de la realidad utilizando una ficción que nunca dejó de ser verdad. La inteligencia como arma y transferida en un papel para que el resto del mundo pueda llegar a librarse de la manipulación continua. Pero siempre habrá alguien que quiera coger el pensamiento del comunicador para reinterpretarlo y hacer que sea olvido de su razón, de su herencia, de su compromiso.
A pesar de algunos errores de planificación del director, Michael Hoffman, la película tiene mucho humor que pule la densidad de los obviados planteamientos literarios de Tolstoi. Más tarde, deriva en un drama sobre dos personas que se aman con tal intensidad que, en su tremendo combate de intereses, aún tienen tiempo para una despedida en calma, para una sonrisa de tranquilidad, para tener esa seguridad de sentirse felices porque han sido amados. Ahí reside, tal vez, el secreto y la unión de dos almas que el tiempo convierte en viejas y que guardan el latido necesario para seguir siendo humanas, para seguir siendo las dos partes de la misma persona, para seguir siendo destinos amarrados con fuerza el uno al otro, primera y última estación, libertad enamorada del amor, bendición y creencia, coherencia y calor, viaje y hogar, vida y agua, papel y escritura, arruga y conciencia, precio y mercancía, ternura y comprensión. Todas estas letras mal juntadas puede que sean las insondables estancias en donde se asienta el genio de un escritor que fue libertad y que tuvo amor.

miércoles, 16 de junio de 2010

CUANDO HIERVE LA SANGRE (1959), de John Sturges


“Nunca tantos debieron tanto a tan pocos”, dijo en plena guerra Winston Churchill. Y a partir de ahí se construyó la historia que da lugar a esta película. Unos pocos se jugaron la vida para que otros pudieran sobrevivir. En las entrañas de estas bobinas de cine, se mueve un reparto que trabaja con soltura y que se convierte en el principal interés más allá de un argumento que, tal vez, no trate de convencer. Ahí tenemos, sin ir más lejos, la lujuria ocultada que despierta Gina Lollobrigida, que construye a base de carne y cintura a una mujer a la que no se puede dejar de mirar bajo cualquier lado y cualquier ángulo. Debajo de la ropa se siente su figura y la tentación se transforma en un arte de maniobras militares. Y, por allí, a su alrededor, el encanto alarga sus brazos para intentar una conquista en forma de guerra.
Por otro lado, Frank Sinatra, la voz que actuaba y lo hacía muy bien. Heroico, tierno, rebelde. Amargo cuando debe serlo. Temeroso de la vida, amigable con la muerte. Coquetea con el infierno porque sabe que se puede medir con el mismo Diablo. La dureza también puede caer en el tobogán de unas curvas que solamente se pueden encontrar en el mismo corazón de la jungla china. Y, por allí, acariciando su uniforme de granito, se hallan las grietas que todo hombre tiene detrás de una mirada que sólo busca una sombra donde descansar.
Un poco más allá, Peter Lawford, ese galán atractivo, limitado y no demasiado serio que, aquí, coge los bártulos de médico desterrado y se convierte en conciencia de quien corre peligro de caerse desbocado por los abismos de la ira. Es el hombre que visitó el cielo para tener la claridad necesaria en el calor del infierno. Y, por allí, sujetando su estetoscopio, siempre hay un poco de humanidad dispuesta a ser hecha prisionera por la crueldad que no deja de repetirse manchando de sangre la bata blanca que nunca lleva...o que nunca se quita.
Steve McQueen, el magnífico bribón que consigue aquí su primer papel de cierta importancia en el cine y al que Sinatra impone porque intuye las posibilidades de un hombre que dispara atractivo como balas de alta temperatura. Leal y rebelde. Promesa y futuro. Es el tipo de acción que secunda al que manda y que no se plantea las órdenes pero piensa sólo en salir vivo de la selva de sudor en la que se ha metido. Y, por allí, con el chasquido de cada bala, está la seguridad de que se dejará la piel, de que todo es lo mismo que nada y de que pronto, muy pronto, será algo más que un simple soldado.
Detrás de las cámaras, un hombre de acción como John Sturges que ya imprimió aquí ese color de sus películas, mezcla justa de polvo y desierto que contrasta con lo exótico de una turbulenta China que no quiere a los extranjeros. Los señores de la guerra están presentados. Siéntense y comprueben que, cuando hierve la sangre, la piel parece teñida de furia.

martes, 15 de junio de 2010

EL CLUB SOCIAL DE CHEYENNE (1970), de Gene Kelly


El ruido de unas nueces al romper su cáscara es el testigo ideal para un cambio de vida inesperado. Es difícil encerrar a quien se ha acostumbrado a tener el cielo como techo en las tristes paredes de la vida alegre. Tal vez porque los límites de la decencia quedan algo difusos después de tanto polvo entre ganado, tantas praderas recorridas y tantos sueños que nunca han existido. De repente, el olor de las vacas se convierte en el suave rastro de un perfume. Las polainas dan paso a la levita bien planchada y limpia. La barba de días es piel de veteranos y la moralidad no puede ser arrojada así como así a los pies de los caballos. Es lo que tienen las herencias. Nunca se sabe si te hacen un favor o te buscan la ruina.
Hay valentías que quedan fuera de toda duda pero las apariencias...ah, las apariencias. Son esas cosas que parece que van pegadas a uno, no importa en qué lugar o de qué manera, pero ahí están. Uno no puede pasar de ser un vaquero con hogar en la aventura a ser un tipo que se cobija bajo un techo agradable con una venta que podría ser un puro reproche. Y encima aún hay cuentas que saldar. Más vale ser prisionero del silencio, poner los ojos de rastreo y esperar a que la seda se desgaste de tanto roce.
Lo cierto es que debajo de la apariencia de un western, aquí se mueve en ropa interior una comedia de comportamientos en las que hay un ganador claro como Henry Fonda, callado, partiendo nueces y siendo un jugador que espera los naipes oportunos. James Stewart pone la voluntad y dirige Gene Kelly en un intento que, más que de risa, es de sonrisa. Por ahí en medio nos encontraremos con enredos de situación, algún que otro disparo consecuencia directa de la casualidad, trenes que se introducen en túneles y rondas por cuenta de la casa. Agradable de ver, curiosa de observar. Justo lo que es el personaje de Fonda. Un cascador de nueces nato.
Y es que no siempre lo que es una institución, en el más amplio sentido de la palabra, es sinónimo de honestidad, ni de limpieza, lo cual levanta alguna simpatía y, desde luego, hay vocación de originalidad en sus planteamientos o, incluso, jirones de charlatanería en sus desarrollos. Lo que está claro es que es un dilema divertido para quien reciba una herencia rentable pero no demasiado tranquila. Y ahí es donde está el punto fuerte de una película que divierte sin pretensión, que destapa falsedades, que desenfunda picardías pero guardando las debidas distancias. Eso sí, entre Fonda y Stewart se levantan complicidades y amistades que traspasan historias y son pequeñas realidades en ficciones de revólver. Son dos tipos que transmiten serenidad en un relato que podría despertar en alguno el deseo de la acción. Y no hace ninguna falta. Basta con transformarse en cliente del club social de Cheyenne, atravesar el umbral de su puerta y dirigirse al dueño para pedir algo bueno, rico y no demasiado caro. Al fin y al cabo, él y su socio son la sal de la tierra y saben que no hay nada más caliente que un buen fuego en una noche plagada de estrellas y coyotes.

viernes, 11 de junio de 2010

LAS AVENTURAS DE HUCKLEBERRY FINN (1960), de Michael Curtiz

Es hora de que hagamos una pequeña y fugaz visita al universo de Mark Twain. Fue ese escritor que salpicó todas sus historias con maderas de ríos, camisetas deshilachadas, costumbrismos eternos y chicos que encontraban rutas mientras buscaban rumbos. Nunca tuvo demasiada suerte en sus sucesivas y muy numerosas adaptaciones al cine porque era difícil dar con ese tono, entre cómico e irónico, que acentuaban sus letras hasta elevarlas a la categoría de maestras. Quizá podríamos salvar la versión de esa historia excepcional que hizo Tay Garnett en 1949 con Bing Crosby en el papel principal titulada Un yanqui en la corte del Rey Arturo (una de sus novelas más divertidas) o aquella trepidante película de aventuras convertida en exhibición de espadachines con un pelo de extravagantes que fue El príncipe y el mendigo, de William Keighley con Errol Flynn dando saltos. En esta ocasión vamos con uno de los personajes a los que el propio Mark Twain tenía más cariño como era Huckleberry Finn, el compañero de andanzas de Tom Sawyer y que ya tuvo una desafortunada versión unos veinte años antes con Mickey Rooney de protagonista. Aquí, nos vamos a encontrar con un Huck Finn medio inventado, con un final completamente distinto al que aparece en la novela, con grandes escenarios como campo de juegos del travieso aunque inteligente protagonista y con un reparto en el que destaca por derecho propio ese gran comediante, de rostro un poco increíble y cercano a la caricatura como Tony Randall.
Lo importante de la película es que, más que retratar las aventuras y desventuras del afamado personaje, intenta atrapar el espíritu de esas lecciones morales que Twain sabía colocar con magistral intensidad sin perder nunca de vista la humanidad que todos ellos desprenden. El balance final se inclina hacia un director que estaba ya con un pie en el estribo como Michael Curtiz y que sabía hacia dónde dirigir la cámara e impregnarla de todos los sentimientos que quería sugerir. Y así se consiguen unas cuantas brazadas de diversión, pequeños momentos de orgullo cinematográfico, frases de altura, dichos de sabiduría literaria, palabras que rozan la eternidad. No falta el sentido del humor, tan propio del autor, en manos de Randall y de ese encanto de campeón de boxeo que fue Mickey Shaughnessy. En el fondo, hay una descripción excepcional de lo que fue, entre bromas y chanzas, la juventud de los Estados Unidos.
Así pues estén listos para unas cuantas carcajadas inesperadas, algún que otro momento emotivo, arrebatos contra la esclavitud, movimientos en el sofá de regusto de ver buen cine, injusticias morales que tensan un poco la visión de nuestras vidas (sólo por unos instantes, no se asusten) y sobre todo el enorme y sorpresivo descubrimiento de que ahí, en la mitad izquierda del pecho, lo que late y se mueve, no es un corazón de piedra. Es una estrella que brilla en el cielo de nuestro interior.

jueves, 10 de junio de 2010

MAMUT (2010), de Lukas Moodyson


La vida es ese jugador de ajedrez que no tiene la menor idea de cómo se mueven las fichas y hace que la lógica se convierta en un caos y que las vidas que deberían tener una misión y un destino estén extrañamente desencajadas por la propia naturaleza del hombre. Existir hoy en día es querer creer que el éxito está en lo que se hace y no en lo que se debe hacer.
El gran problema de toda esta historia es que su director, el sueco Lukas Moodyson, se queda a medias en todos sus intentos. Quiere ser descarnado y se conforma con ser encarnado. Quiere ser incisivo y no pasa de ser vivo. Quiere ser descriptivo y se detiene en ser lírico pero sin dejar de ser moderno con lo cual ni poesía, ni rima. En realidad, esta película no es nada, entre otras cosas, porque se dedica a enseñarnos las vidas de unos personajes cuyos problemas y ansiedades nos tocan muy de lejos. Como un genio de la informática que se desplaza a Thailandia para un viaje de trabajo que se prolonga por las negociaciones de no se sabe muy bien qué y lo único que se necesita es su firma. O una médico que se implica emocionalmente con un niño que ha sido cruelmente maltratado por su madre mientras en casa es incapaz de prestar la atención debida a su hija. O una emigrante filipina que cuida niños ajenos en los Estados Unidos mientras los suyos viven al borde de la miseria en su país natal. Vidas desencajadas que luchan con denuedo para tener un instante, sólo unos minutos, de coherencia. Cuando lo consiguen, el resultado no puede ser otro que el descoloque para otras cinco vidas que rodean a los protagonistas.
Y así, la película navega durante dos horas en las aguas a la espera de la aparición de la espuma, pero no. No pasa nada. Es sólo atrapar un segmento de unas personas con unos problemas que podrían haber sido otros. El director sueco que dirige todo el tinglado nos lo quiere vender como si fuera marfil en pluma y, en los muchos momentos de vacío, nos damos cuenta de que no es otra cosa más que un bolígrafo en plástico.
Eso sí, el tipo quiere ser muy trascendente, tiene unas ganas enormes de llegar aunque se queda a soplidos derrengados en su narrativa, tedioso en su muestrario y harto reiterativo en sus mensajes. En cuanto a las interpretaciones Gael García Bernal se comporta como un adolescente de ordenador en garaje y que ha encontrado la piedra filosofal por casualidad; Michelle Williams sufre mucho y duerme poco; Marife Necesito es la más contenida y la que más destaca cuando se deja desbordar por el siempre delicado abismo de la frustración y la distancia; y el ilustre secundario que, por lo general, ha sido Tom McCarthy es el tópico retrato de un bobo de corbata y status que abunda en muchas direcciones ejecutivas. Lo demás es algo que ya está muy visto, que hemos degustado incontables veces y que convierten a la película en algo vulgar y moroso y sin interés y removido de butaca sin agitar ni una neurona y...
El caso es que todo el conjunto llega a ser irritante cuando los personajes van cayendo en estupideces que parecen advertidas de antemano porque, como no ocurre nada, todo es más previsible que un reloj. Es volver una y otra vez sobre las desgracias de unas vidas que ponen en evidencia que el suceso profesional es un precio demasiado alto para dejar de asistir al impresionante espectáculo que supone ver crecer a tus hijos. Pero para decirnos eso no hace falta hacer ninguna película. Más bien supone que dejemos de hacerlas para poner los pies en el suelo y escribir con el marfil en la pluma todos esos retazos de cariño que dejamos como rastro de que somos aún más pequeños cuanta más fortuna nos sonríe. Y ésa es la auténtica partida de ajedrez, la genuina burla al estilo de vida que tanto sin sentido luce y que hemos moldeado a medida de nuestra propia vanidad que, además, suele ser del tamaño de un mamut.

miércoles, 9 de junio de 2010

CINTIA (1958), de Melville Shavelson


Una casa flotante en medio de un río es la semilla para que unos seres de cariño desperdigado comiencen a sentir el significado de lo que es una familia. Tal vez porque falte un toque de encanto en mujer, tal vez porque un hombre sabe cuál es su rumbo a seguir porque se resistía a soltar amarras. Aún así, en ese cauce quieto, plácido y expectante se construye un hogar, algo parecido a un principio de vida que no será más que una enseñanza de la felicidad que siempre viene después.
Concebida inicialmente por Betsy Drake, por entonces esposa de Cary Grant, y con la idea de que ella misma interpretase el papel principal, el amor nunca avisa cuando llega y Grant perdió los huesos por Sophia Loren. Ella misma reconoció que “ningún hombre me ha querido tanto como Cary Grant” y, quizá, cuando dos personas enamoradas se ponen delante de la pantalla, hay algo que traspasa la frontera entre espectador y actor y empezamos a sentir que sí, que ahí había química, que había miradas, que había otra historia detrás de la historia. El resultado es una comedia amable, con encanto, muy discreta pero, sin duda, con una complicidad a la que merece la pena asistir. Tanto es así que, a pesar de tener todas las papeletas para convertirse en una comedia romántica superada por los años, ha aguantado la prueba del tiempo con admirable cariño. Y lo necesario para vencer a ese temible enemigo se halla en la pareja protagonista, en sus diálogos al filo de lo divertido, engarzados con la fluidez de un río que nos lleva directamente hacia el descubrimiento del verdadero amor. Por supuesto, la fórmula está más trillada que un campo de girasoles, pero el espectador siempre cae en esa sensación de bienestar que desprenden algunas películas que fueron hechas sin genio, pero con sabiduría; sin excesivo talento, pero con unos buenos centímetros de clase a la medida de cualquiera.
Así que hay que prepararse para unas cuantas ondas de agua originadas por una piedra que, suavemente, cae con ligereza; para una mirada comprensiva hacia las cosas bonitas que tiene la vida (no crean, las tiene, lo que pasa es que no siempre sabemos verlas); para sentirse bien y ladear un poco la cabeza dejando que el corazón sea el guía y que la mente descanse en la popa. Hay Cary Grant para dar y tomar, con ese estilo tan increíble que hizo que todos, alguna vez en la vida, quisiéramos ser como él. Es una personalidad que cautiva con el abrazo de una sonrisa que no se tomaba demasiado en serio. Él es la razón de que el cinismo que siempre está presente en nuestros interiores vaya a tomarse unas cañas al bar e, incluso, vuelva algo borracho. Eso sí, que la emoción esté bien serena porque tampoco se nos va a hacer un nudo en la garganta. Lo que van a sentir es cómo los ojos se entornan levemente, igual que si cayeran a un colchón de nubes y cómo la amargura se acurruca en un rincón para dejar paso a una suave, casi imperceptible, esperanza. Esa es la magia de un momento suspendido en el ocio de nuestros sentimientos.

martes, 8 de junio de 2010

CAMINO DE SANTA FE (1940), de Michael Curtiz


Si bien es cierto que la cotización de Errol Flynn en terrenos de western, si exceptuamos la maravillosa falsedad histórica de Murieron con las botas puestas, de Raoul Walsh, bajaba muchos enteros, no es menos cierto que estamos ante una de esas películas que dejan un cierto regusto a aventura, donde Flynn se movía con mucha más seguridad, gracias, sobre todo, a que detrás de la cámara se hallaba un director del estilo, de la clase y de la elegancia de Michael Curtiz. Todo ello no deja de ser curioso si tenemos en cuenta que Curtiz y Flynn se detestaban mutuamente y que hubiera sido demasiado fácil dejar a Flynn haciendo un triple tirabuzón sin red puesto que su imagen gallarda, de caballero de capa y espada y sonrisa de bribón difícilmente cuadraba con el agua salvaje salpicada por el cabalgar entre los ríos. Sin embargo, aquí Curtiz contaba con un par de ases en la manga que supo utilizar con singular maestría. Uno de ellos fue Raymond Massey que, en su papel de John Brown consigue una interpretación de tal magnitud que unos años después se decidió a hacer una película basada en la vida de este mítico héroe abolicionista norteamericano, que algunos se atrevieron a llamar terrorista, con el título original de Seven angry man, nunca estrenada en España. El otro, por supuesto, más que un as, era una reina que adquiría los rasgos y la sabiduría de una actriz de la talla de Olivia de Havilland.
Como curiosidad habría que decir que, en esta ocasión, se trata de otro retrato bastante figurado de un icono de la historia estadounidense como Jeb Stuart, amigo, entre otros, del general Custer, interpretado curiosamente por Ronald Reagan (mal, como siempre. Yo siempre he dicho que la mejor interpretación que hizo Reagan en su vida fue la última, en la imprescindible Código del hampa, de Don Siegel) que un par de años más tarde dejaría este mismo papel al mismo Errol Flynn.
En fin, que después de todo este galimatías, tenemos que decir que la película, a pesar de su nulo valor como documento histórico, es una entretenida película de ficción con personajes reales, con un final particularmente trepidante en el que suenan las trompetas de un destino que se escribe en el cuaderno pautado del cielo como un grito de libertad que, de forma excitante, te obliga a tomar partido en contra del eterno abuso del hombre contra el hombre, y te empuja a la rima poética de los verdaderos valores que deberían ser supremos en cada uno de nosotros. Así que, sinceramente, ¿qué importa que lo que nos cuente la película no sea verdad? ¿No es el cine un mero entretenimiento? Pues aquí lo hay a puñados.
La ética y la acción se presentan aquí disfrazadas de balas en un tambor de revólver que gira para hacer prevalecer los derechos del hombre de color. Y quizá ese sea el camino de la santa fe al que se refiere el título: decidir qué es lo que conviene a una mirada y cuál de las dos opciones es la que más conviene a una mirada que suplica por ser libre.

viernes, 4 de junio de 2010

LEGIÓN (2010), de Scott Stewart


Ángeles de alas mutiladas para no seguir las órdenes de Dios porque, cansado de que no crean en Él, Él tampoco cree en el hombre así que envía a su ejército para exterminar su creación. Dios es venganza, Dios es impío, Dios es el Diablo que necesita lo que pide pero no pide lo que necesita. Y así hay que cargarse a todo lo que se ponga por delante porque siempre hay un niño que es esperanza aún cuando el de ahí arriba no tiene ninguna.
Y después de ver esta película que roza lo infame, no por lo que trata sino por cómo lo trata, hay que reconocer que hay algunos que también perdemos la fe en el hombre, sobre todo en los que son directores de cine, y comenzamos a creer que el talento fue un instante fugaz de esplendor; que las historias buenas y bien contadas son un mero recuerdo de ingenuo y que ya está bien de tanta tontería.
Además de todo eso, Dios no tiene ninguna personalidad. Primero crea el hombre creyendo en él. Luego ya no cree tanto en su criatura aunque permite su supervivencia. Más tarde, resulta que no, que no vale, que el hombre es una chapuza de criatura y que trae más a cuenta sepultarlo todo bajo las aguas. Después cambia de opinión y dice que bueno, que sí, que tenemos algunas cosas buenas así que creced y desperdigaos. Por último, se cansa un poco de que el hombre sea una veleta que va hacia donde sopla el viento. Para terminar, un arcángel (que debe ser el bueno del cielo porque en la muy superior Ángeles y demonios, de Gregory Widen también era el que nos salvaba a todos, mientras que Gabriel, como en ésta, debe ser el que más guerra da, como el muchacho descarriado que sigue a pie juntillas lo que manda el jefe) le convence de que mientras hay hombre, hay corazón y que la capacidad de sacrificio no es un patrimonio exclusivo de ángeles.
Total, que el arcángel, para demostrarlo, se arma hasta los dientes y cual Schwarzenegger celestial, se lía a tiros que da gusto. Y qué piruetas, oiga. ¿La historia? Y eso qué importa. Probablemente, si este material hubiera caído en manos de alguien como John Carpenter tendríamos una película de serie B más que digna, con mucha socarronería, dos o tres sustillos e incluso hasta alguna coherencia narrativa rozada con el chiste. Pero ya hemos llegado al sin sentido del ocio. Algo así como si Dios nos quisiera matar de aborregamiento y, casi en anagrama, de aburrimiento.
Lo mejor de la película, sin duda, es el trabajo del pobre Paul Bettany que es capaz de aportar algo de intensidad milagrosa a un personaje que tiene menos chicha que una llave. Lo demás, es prescindible. Cuando él no está en pantalla, la cinta muere. Ni efectos especiales, ni niños extraídos del infierno (por cierto, Luzbel no tiene nada que decir en el asunto y creo que debería tener voz y voto y hasta algún perdón), ni simulacros de susto, ni Dennis Quaid intentando hacer lastimosamente de Thomas Mitchell, ni ángeles caídos del cielo. Aquí no hay nada que escarbar. Y algunas tomas de exteriores son de vergüenza, claro que no debe haber muchas localizaciones que tengan el sol del cielo y el color de los campos del Señor pero es que hasta se huele el cartón.
Es el signo de unos tiempos que parecen escondidos bajo las alas de ángeles que nos protegen por la razón de la insistencia. Es la absoluta mediocridad del cine acercándose al declive de la imaginación. En vez de una misión de ángeles, se tambalean un montón de zombis. Y, como siempre, hay una madre a punto de dar a luz al nuevo Mesías. Lo predecible elevado a la originalidad. La nada salpicada de tiros. El argumento olvidado porque contar una historia no es ningún espectáculo. Quizá Dios no tiene personalidad, pero si quiere acabar con la Humanidad, tiene más razón que un Santo.

miércoles, 2 de junio de 2010

ALEJANDRO EL MAGNO (1956), de Robert Rossen


No cabe duda de que una de las carreras más truncadas a causa de la tristemente célebre “caza de brujas” que emprendió el Senador Joseph McCarthy (ya lo dijo el escritor Arthur Miller: “Estados Unidos se comportó como si estuviera al borde de la paranoia roja teniendo el Partido Comunista más pequeño del mundo”) fue la del director Robert Rossen. Hombre de inteligencia refinada, de pensamiento inquieto pero de certera visión, dejó muestra de su buen hacer en la maravillosa Cuerpo y alma, con John Garfield; ganó el Premio de la Academia con El político, radiografía de la podredumbre de las buenas intenciones de un hombre que empieza ayudando a los demás y termina ahogándose en sí mismo y encarnado por un inmenso Broderick Crawford. Luego vino el ostracismo, la cárcel, la inclusión en las listas negras, el exilio, donde rueda ésta biografía retratada desde el lado interior del ser humano que había bajo el nombre de Alejandro el Magno; el regreso a Estados Unidos, donde rueda ese estudio del heroísmo interesantísimo y muy poco conocido titulado Llegaron a Cordura y la realización de su obra maestra El buscavidas; para pasar después a tener que tragar con los caprichos de una estrella como Warren Beatty en el defenestrado retrato de la locura y el egoísmo que es Lilith.
El caso es que aquí Rossen no quiere ser el pintor del mayor de los conquistadores, sino el detallista de uno de los hombres más significativos de la historia. No desea la sangre de la espada, siempre espectacular y con tintes épicos. Quiere ofrecer el carácter y la personalidad que conformaban el espíritu de rebeldía y de superación diaria de un guerrero que un día lloró porque no había más mundos por conquistar. Por ello, Rossen no duda en suprimir batallas importantes, porque le interesa más la lucha en el interior del héroe. Hay algunas secuencias bélicas, sí, pero la verdadera guerra se libra en el diálogo, profundo y muy explicativo, que nos descubre motivaciones y actos, miradas (que Richard Burton clava con singular eficacia) y movimientos y, también, odios y desprecios.
El objetivo que Rossen perseguía no llegó a alcanzarse en su totalidad. Alejandro el Magno no es una película redonda aunque sí está recubierta de una fina capa de inteligencia y tiene un halo de convencimiento que hace de ella una historia que tan sólo quiere ofrecer ese lado que nadie quiere ver cuando se habla de una figura mítica.
Y, por supuesto, haciendo frente a un Richard Burton que ya comenzaba a ser grande, hay un Fredric March que sabía exhibir una envidiable sabiduría en la composición de un personaje. No nos dejemos timar por las relucientes corazas del campo de batalla, eso no es más que oropel para el papiro que refleja la Historia. Adentrémonos en el hombre, en el mito y en la leyenda.

martes, 1 de junio de 2010

A TRAVÉS DEL HURACÁN (1967), de Monte Hellman


Directamente extraído de la factoría de películas de serie B de Roger Corman sale este atípico e infravalorado western dirigido por el aventajado discípulo de aquel, Monte Hellman y escrito por un muchacho que iba camino de convertirse en estrella, un tal Jack Nicholson. Sí, sí, he dicho bien. Él escribió el guión (de hecho, Nicholson intentó la dirección en varias ocasiones y en una de ellas, Two Jakes, lo hizo realmente bien aunque jamás haya sido apreciado ese trabajo al tratarse de la segunda parte de la película-mito que fue Chinatown, de Roman Polanski) y lo hizo de forma destacable, siempre dentro de los parámetros de una película de asumida modestia, de estética minimalista pero que destila un notable interés.
En esta ocasión, el estrecho trabajo desarrollado entre Hellman y Nicholson reduce el género del western a su más abstracta esencia aderezando el conjunto con una subyacente e incómoda tensión que abarca más aspectos de los que parece y con un estilo del que beben algunos cineastas de la más estricta actualidad como Jim Jarmusch. La intención no era otra que la de ofrecer, allá por mediados de los sesenta, una alternativa a los estereotipados westerns que se habían hecho hasta entonces (quizá con la excepción de un muchacho que, poco a poco, iba cayendo en desgracia llamado Sam Peckinpah hasta que ideó esa maravilla llamada Grupo salvaje). Aquí no hay ni rastro de las típicas situaciones que se dan en las aventuras del lejano Oeste. No hay romanticismo, ni buenos chicos batallando contra malvados…ni siquiera hay héroes ni villanos sólo hay seres humanos corrientes que luchan con denuedo contra los elementos para poder sobrevivir. La soledad es el arma que siempre está cargada para abatir a los osados. Y el espectador, removiéndose en su sillón, encontrará que no hay nadie en quien depositar sus simpatías, pero tampoco sus desprecios. Dejará a los personajes solos, con su código de conducta privado y rígido. Y allí, en el ruido del disparo, nos encontraremos que no hay mitos, que no hay fronteras, que la tristeza estaba muy presente en aquel modo de vida que, tal vez, no era más que el paso huracanado de las oportunidades perdidas.
Rodada en apenas 18 días y aprovechando el reparto y los escenarios de la película inmediatamente anterior de Monte Hellman, El tiroteo, la novedad está en la alegoría que nos plantea la historia, con una atmósfera que conspira contra los protagonistas y, desde luego, habrá más de uno y más de dos que, pasados los diez primeros minutos de cinta decidan irse a lavar los platos, planchar la oreja o componer una balada pero habría que apreciar el esfuerzo de unos cuantos locos del cine que intentaron contarnos algo de un modo diferente, casi filosófico, utilizando lo mínimo para alcanzar lo máximo de sus ideas. Es muy extraño, y muy meritorio, comprobar que el existencialismo de Camus y de Sartre podía ser llevado al cine bajo el disfraz ejemplar de una película del Oeste. La verdad…a mí me picaría la curiosidad…aunque el fatalismo me hinque un proyectil y llegue a darme cuenta de que la vida no es más que una travesía a lo largo de un huracán impío.