viernes, 16 de julio de 2010

CORAZONES INDOMABLES (1939), de John Ford


En esta película estamos ante una de esas joyas escondidas, muy pocas veces mentadas, de la filmografía de un director que ha tenido estrellas tan fulgurantes que han robado el brillo de otras muchas que hubieran punteado el cielo de cualquier otro de constelaciones arrebatadoras. En esta película encontraremos muchas de las constantes del cine de John Ford: acción, drama, humor, amor…Sin ser una película redonda del tuerto genial, es una película maravillosa, realizada con un inmenso cariño por la historia de los Estados Unidos. Para ello, contó con una fotografía en color de Bert Glennon y Ray Rennahan que, casi, se convierte en un personaje más de la historia. Fue tan terminante este trabajo que Ford tardó casi diez años en volver a rodar en color por miedo a no igualar los resultados de ésta (el tiempo demostró que pudo superarlos. Ford, quizá con Stanley Kubrick, son los directores que más sabían de fotografía de toda la historia del cine). A ello no le son ajenos algunos elementos técnicos de la película que contribuyeron decisivamente a su plasticidad como la dirección artística de Richard Day y Mark Lee Kirk y el ajustadísimo vestuario de Gwen Wakeling.
Por poner algún pero y en contraposición con la estupenda actuación de Henry Fonda en el papel protagonista, nos fijaremos en la inadecuada elección de Claudette Colbert como su oponente femenina. Colbert, una mujer que formaba parte de manera tradicional de los fotogramas sofisticados y llenos de glamour, se daba de bruces con la imagen de los pioneros que se retratan aquí. Además de todo ello, tuvo una penosa relación en el rodaje con el propio Ford aumentada por la camaradería que demostraba el director con Edna May Oliver en el papel de Sarah McKlennar. Tanto es así que en cierta ocasión, después de cortar una escena, Ford no dudó en espetar a Colbert:
- Me pagan para que dirija, cariño…¿para qué te pagan a ti?
Por otro lado, y en cuanto a la historia en sí, podemos encontrar el primer intento, algo tímido, de ponerse al lado de los indios (que deja en evidencia las acusaciones ancestrales de que el director era un racista) que, años más tarde, fueron confirmados en películas como “Fort Apache” y, sobre todo, en “El gran combate”. Aún así, cabe destacar que el rigor histórico en esta película apenas está presente al dar la idea de que fueron los nativos los que se inmiscuyeron en la vida de los colonos americanos y no al revés. Asimismo, la paradoja propuesta por Ford no deja de ser fascinante al dar a entender que la consagración del desarrollo de la civilización convierte en obsoletos los valores que celebra la propia cinta.
En cualquier caso, el sentido del encuadre que demuestra un director de su sobriedad y de su extraordinaria capacidad técnica, no ha tenido igual en años posteriores. Siempre…Siempre merece la pena ver una película dirigida por John Ford…por muy mala que sea…

Debido a una rotura de disco del ordenador que me obliga a una reordenación de todo el material, a la asistencia a unas mesas redondas en una universidad del norte y al inicio de las vacaciones, cerramos con John Ford el blog hasta el próximo miércoles 1 de septiembre, fecha en la que volveremos con nuevas ideas, nuevos artículos y la esperanza de que todos sigáis entrando para hablar, leer, pensar o crear de cine. Un abrazo y feliz verano a todos.

jueves, 15 de julio de 2010

NADA PERSONAL (2009), de Urszula Antoniak


Las algas tienen ese raro tacto agradable, situado entre medias del cosquilleo y la caricia, levemente escurridizo y con una suave tendencia a enrollarse en un principio de cariño que acaba siendo arrastrado por la marea del agua, como un olvido anunciado por una espuma que es nada. Nada auténtico. Nada vivido. Nada personal.
Y así, como las algas, son los personajes protagonistas de esta película. Por un lado, tenemos a una mujer, posiblemente viuda, que decide encerrarse en un abismo de incomunicación con el resto del mundo para protegerse contra cualquier brote de dolor y que decide asumir una vida vagabunda, en campos de lluvia y silencio, ese silencio que siempre es la prolongación de la desgracia. Por otro, un hombre que vive aislado en un trozo de lengua que la tierra enseña al mar, sin nadie en quien apoyarse, sin nada que decir al resto del mundo salvo que, quizá en otra vida, fue militar condecorado por no se sabe qué acción.
Para dar vida a estos dos caracteres, hay una actriz de extraña belleza como la holandesa Lotte Verbeek y ese actor de rara introversión, que transpira bondad y una especie de desprecio sin mucha alma que es Stephen Rea. Prácticamente no hay más salvo una especie de paisaje cercano a la soledad, con el verde mezclado en olas de viento con un marrón inquieto, con el olor que se presiente en una casa que huele a madera y a viejo, a palabras dichas al aire sin oídos para escuchar, a la nada que se abre después de ver una historia que no es pronunciada y que apenas avanza hacia ninguna parte.
Todo el relato está punteado con conatos de atracción, de deseo reprimido, de nobleza y rechazo pero sin profundizar demasiado en ninguno de ellos. Cuando la seguridad parece que es el mensaje, la muerte aparece como signo de un talento que tiene la certeza del detenimiento y entonces la vida se abre y las voces quedan como un eco, como sustitución de una música rebotada en paredes de cal, como el inicio que sigue a todo final.
Lo malo de todo ello es la levedad, la ida sin vuelta que nos propone la directora Urszula Antoniak y que se complementa con unos errores de bulto en la planificación (si una persona va sola por un camino, quiere estar sola y su ansia es la soledad ¿por qué aquí también hay que ponerse una cámara al hombro? Caramba, ni siquiera el personaje desea ser acompañado) aparte del recurso ya muy repetido de buscar un sitio bonito en el que se debe estar muy a gusto y muy tranquilo para que el espectador tenga unas irrefrenables ganas de enclaustrarse, apagar la televisión y el ordenador y pasar las horas pelando patatas en una preciosa, gastada y entrañable mesa de madera excepcionalmente bien pulida y barnizada.
Sin saber indagar demasiado en los sentimientos de una mujer que hunde los pies en el barro de la desaparición, que se despide de la tentación de morir con un turbador y recogido acto de amor y que decide abrirse a un mundo que la espera, la película deja tanta indiferencia como silencio, tanto estupor como malas sensaciones, tanta pelambrera quitada como austeridad en la emoción. No vale nada porque no transmite. Y cuando algo no transmite, es mejor pasar de largo y exhalar un breve y tajante abrupto de maldición. Y no tiene nada que ver que la película sea de producción holandesa. Escribo estas líneas antes de la final, o sea, que no tengo nada personal contra los Países Bajos salvo el interminable aburrimiento de una historia que ni llega con paz, ni cala con la humedad del panorama. Sólo un extraño, grasiento y salado tacto de algas que pasan con tanta ligereza como el pensamiento que merece el viento sin por qué.

miércoles, 14 de julio de 2010

BRIGADA HOMICIDA (1968), de Don Siegel


Una pistola se ha perdido. Un buen policía se dedica a seguir la pista. Un comisario cree que la ética debe de estar, sin ninguna otra consideración, por encima de cualquier desviación. Un ayudante debe pecar para conseguir que su hijo no pague. Y así, poco a poco, nos vamos sumergiendo en las profundidades de una ciudad que parece un océano de perturbaciones y suciedades. El color del asfalto tiñe todo de un gris que parece ahogar a aquellos que siguen con sus conciencias tranquilas y sólo hay sitio para quien quiera corromper cada una de las piedras que, testigos mudos, miran esa lucha de fieras en una jungla hecha de ruido y grito.
Así, las frustraciones personales interfieren en las investigaciones y los bandazos de la vida, a veces, duelen más que los disparos soltados en busca de sangre con la que regar esas calles asoladas por el calor y la basura. Las simpatías se equivocan y la supuesta violencia empleada es la hoja en negro de un historial de servicio y de entrega. Detrás, en diez minutos para cambiarse de ropa, o en una noche de corto sueño reparador, también hay entrega en esas mujeres que esperan, que tienen la mirada fija en un vacío acompañado del aburrido tic-tac de un reloj que no siente los golpes del minuto. Hay mucho valor en esa espera y no importa que haya un anillo en sus dedos porque la unión con sus maridos policías va mucho más allá, va allí mismo donde la herida se abre y el trabajo irrumpe con su maldita idea de obsesionar por encima de la obligación.
Don Siegel comienza a repartir unas señas de identidad que culminarían, muy pocos años después, con Harry el sucio y hace moverse por la escena a un Henry Fonda que parece la misma honestidad no exenta de un cinismo que, por escondido, resulta hasta conmovedor. A su lado, Richard Widmark patea las calles con convicción, corriendo, saltando, llegando, apretando el gatillo que no tiene, intentando reparar la falta que ha cometido cuando le roban una pistola en una distracción comprensible. Un poco más abajo, donde uno se pone la placa, James Whitmore es el sabio y desviado amigo del Comisario Jefe, ése que pone a prueba una apariencia, un convencimiento, una justificación, una honradez que se lleva aunque quede traicionada por luchar por lo que más se quiere. No todo es blanco. No todo es negro. Puede que sea homicida.
El calor se siente en el olor que desprende la calzada, un aroma a cansancio, a catre demasiado usado, a horas demasiado perdidas, a tela desgastada de tanto andar en busca de la escurridiza justicia. Las mujeres derramarán lágrimas de soledad. Los hombres dispararán sus armas para distinguir el humeante rastro de su esfuerzo. Los jefes discutirán sobre dónde se hallan las fronteras de lo permitido. Mientras tanto, el peligro se asoma tras la esquina, con ganas de aniquilar sin un pestañeo a unos hombres anónimos que se dedican a salvaguardar un rincón de decencia, apenas nada. Todo un mundo.

lunes, 12 de julio de 2010

CABALGAR EN SOLITARIO (1959), de Budd Boetticher

Budd Boetticher era uno de esos directores que con un presupuesto mínimo siempre tenía una buena historia que contar. Cabalgaba en solitario dentro del terreno del western haciendo que el caballo golpease el tambor de las llanuras y consiguió siete títulos casi míticos con apenas unas balas de fogueo. Su calidad es manifiesta en sus colaboraciones con Randolph Scott (aunque parezca mentira) en películas como Seven men from now, Los cautivos, Cita en Sundown, Buchanan rides alone, Nacida para el Oeste, Estación Comanche (probablemente, la mejor de todas ellas) y ésta que hoy nos ocupa, Cabalgar en solitario.
Bajo la protección de unas letras escritas por el luego director Burt Kennedy, Boetticher realiza, como era habitual en él, una trepidante película en la que ocurren una infinidad de acontecimientos en apenas 71 minutos consiguiendo una pieza bien dirigida y bien interpretada por un Randolph Scott que en otras manos siempre tuvo enormes limitaciones y un novato, por entonces, James Coburn que empieza a dejar sentir su enorme presencia.
Además de todo ello, y siempre dentro de los terrenos de la serie B, sorprende la excepcional caracterización de los personajes, trazados con rapidez y precisión. En medio de esas miradas cubiertas con el polvo del camino, nos encontramos con una suerte de respeto mutuo entre los personajes interpretados por Scott y por Pernell Roberts mezclado con una especie de saludable escepticismo, preludio de la oscura y provisional alianza que surge entre ellos salpicada siempre con un humor algo sardónico y un innegable encanto masculino dentro de un código no escrito entre hombres cuyo honor reside en el percutor de un revólver deseoso de ser disparado.
No cabe duda de que la trama bebe algo lejanamente de una película tan mítica como Solo ante el peligro, de Fred Zinnemann, pero tampoco puede cuestionarse la enorme personalidad de un director de Boetticher a la hora de abordar una trama que hace que en todo momento el cartel de “se busca” tenga la impronta de su muy particular firma.
Como diría mi admirado Alfonso Sánchez (¿se acuerdan de él?), en resumen, este título es uno de esos claros ejemplos en los que, despreciando las limitaciones económicas, podemos afirmar que se trata de “una película de culto”.
Yo que ustedes, no enfundaba el revólver. No da tiempo a eso. Boetticher es rápido, efectivo, preciso, muy poco lírico pero da en el blanco sin que apenas uno se pueda dar cuenta. Tomen sus precauciones…era un tipo de cuidado…


Quisiera dedicar el artículo de hoy a la selección española de fútbol. Curiosamente, cuando hemos sido ganadores, me he acordado de los perdedores así que va por Isidro Lángara, la "bala roja" Gorostiza y "El Divino" Ricardo Zamora, derrotados por la política y las malas artes de la Italia fascista de 1934. Va por Telmo Zarraonandía, Estanislao Basora y Antonio Ramallets, que ganaron a Estados Unidos, a Chile y a Inglaterra para hacernos entrar entre los cuatro primeros. Va por aquella selección tan prometedora de Di Stéfano y compañía que fueron humillados en el mundial de Chile de 1962 ante Brasil porque estabamos completamente rotos por las lesiones. Va por aquella delantera del Zaragoza de los "cinco magníficos" que no pudieron pasar de la primera fase en el Mundial de Inglaterra. Va por aquella parada de Miguel Ángel ante Austria y el no-gol de Cardeñosa contra Brasil en el Mundial de Argentina. Va por aquellos chicos que intentaron hacer ilusión y volvieron con el fracaso y que respondían a los nombres de López-Ufarte, Quini, Arconada, Camacho y Perico Alonso. Va por aquella maravillosa selección del Mundial de Méjico que fue apeada por Bélgica en la tanda de penaltis y que machacó la carrera de Eloy y la de un desafortunado colegiado australiano llamado Bambridge que nos robó la victoria ante Brasil después de un trallazo de Michel que entró y que no concedió el colegiado. Va por aquella selección que cayó ante Yugoslavia porque no había valentía en 1990. Va por aquella otra del codazo a Luis Enrique y el gol de Julio Salinas que ya se cantaba en las botas en el Mundial de Estados Unidos mientras Roberto Baggio se llevaba la gloria. Va por aquella otra cobardona selección que perdió incomprensiblemente ante Nigeria en 1998 con una memorable melonada de Zubizarreta y empató ante Paraguay con más barcos que honra. Va por el cabezazo que no valió de Morientes ante Corea en aquella selección que se batía el cobre bajo la dirección de Camacho en 2002. Va por aquella otra que comenzaba a deslumbrar con un juego diferente bajo los mandos de Luis Aragonés en 2006 y, por supuesto, va por ésta, la España de Iniesta, de Villa, de Casillas, de Piqué, de Puyol que han combinado raza, serenidad y juego como sólo un español puede hacerlo. Gracias por regalarnos un pedazo de historia a los que hemos vivido todos estos momentos.

viernes, 9 de julio de 2010

EL ÚLTIMO DE LA LISTA (1963), de John Huston


La maldad puede residir en cualquier rincón de nuestra errática existencia. Puede estar en el inofensivo y pequeño vecino de abajo o en el reverendo con el que tenemos un detalle sin importancia al facturar el equipaje en el aeropuerto. Puede habitar en los bajos fondos tras la apariencia de un ceñudo bebedor de taberna o en el profundo mirar de un simple pueblerino convertido en el espectador de su propia cacería. Lo cierto es que todos nos escondemos tras una máscara que utilizamos en la representación que más nos puede convenir. Y en ocasiones, la mascarada es para cometer un crimen que no es más que la consecuencia más directa del destierro en el cariño de una familia que siempre repudió la sangre emigrada. Y harto, harto de arrastrarse para conseguir la vida que siempre ha soñado, un hombre decide eliminar, uno a uno, los nombres de una lista que pueden adelantarse a él en el maldito cobro de una herencia astronómica. Para ello, no duda en convertirse en muchos hombres y poner en práctica tortuosas maneras de matar para hacer que todo parezca un accidente. No importan las víctimas colaterales, ni la objetiva crueldad que pone en juego. Él es el sabueso que persigue a los zorros hasta que la ambición, la oscura ambición, la inútil ambición, hace que él mismo se convierta en la presa. Cuando los ganchos de la muerte se adentren en su personalidad múltiple preferirá arrancarse la máscara tras la que se ha escondido para morir, al menos, como lo hacen los hombres que se encaminan hacia el final a cara descubierta…como hicieron todos los de su lista del diablo…
John Huston dirigió este “divertimento” de espeluznante final, “El último de la lista”, una ingeniosa parábola de todas aquellas máscaras que el ser humano no duda en calzarse para aparentar lo que no se es, para escalar lugar en la odiosa clasificación social, para engañar al engañado, para el actor que, al modo griego, se esconde tras la máscara impávida, misteriosa y llena de trucos que adornan la enorme tragedia que supone vivir. Para ello, Huston puso en juego todo un repertorio de extraordinarios planos que rondan el virtuosismo en la que es una de sus mejores películas en cuanto al lado técnico. En el tablero del celuloide, un buen puñado de estupendos actores nos saludan mostrándonos lo difícil que puede llegar a ser el reconocer la piel de quien tenemos enfrente. Y este…no, señores, este no es el final…

jueves, 8 de julio de 2010

MADRES E HIJAS (2010), de Rodrigo García


En más ocasiones de las que creemos, el destino urde desgracias como inicios de nuevos y certeros caminos. Puede que una niña no deseada nazca para hacer felices a otras personas que no son sus padres. Puede que otra niña vea la luz para sustituir un sueño que se ha perdido de forma abrupta. Puede que aún otra niña más tenga un futuro feliz en un hogar cercano a otro que se devora a sí mismo porque no sabe qué ocurrió con aquella criatura que fue dada en adopción.
Poco a poco, lo que eran pequeñas canciones tristes se van convirtiendo en extrañas esperanzas de alegría. Recuperarse de los errores cometidos por culpa de un beso que se convirtió en bebé no es fácil de aceptar. Ahí se edifican personalidades que huyen del afecto porque saben que en el momento decisivo fallaron estrepitosamente o porque creen que, por haber sido niños adoptados, nacieron con el estigma del rechazo. Todo está visto desde un lado trágico que se convierte misteriosamente en una promesa de felicidad y hay incluso quien despierta de ese sueño en el que ha preferido pensar que tener un niño es fácil, que es poco sacrificado, que es una realización personal que no implica el largo camino de un nuevo ser que no sabe andar, no sabe reír, no sabe hablar y no sabe comer.
Concebida como un puzzle que va teniendo sentido según avanza la narración, no puede uno volver la cara e ignorar el talento de dos actrices que iluminan la escena cuando están y ellas son Naomi Watts y Annette Bening. Ellas conforman personajes complejos, de difícil equilibrio interpretativo que resulta un ejercicio brillante para dos mujeres de intensa convicción delante de una cámara. La película decae peligrosamente cuando ellas no están y convierten a la tercera historia que completa el cuadro en algo meramente anecdótico. Ellas consiguen andar por ese filo de incomodidad que planea sobre sus caracteres colmados de errores en sus planteamientos, en caída libre hacia una cortante cuchilla que cuartea todos los sentimientos de soledad, de compañía, de independencia, de frustración, de seguridad, de aislamiento que saben transmitir con sus miradas, sus maneras y sus reacciones.
Más allá de eso, tenemos a un eficaz y lógico Jimmy Smits y a un seguro Samuel L. Jackson que no abandona una serenidad reconfortante aunque el papel de los hombres en este drama de deseos maternos queda reducido a una inmerecida penumbra. Detrás de todo, además de un director procedente del montaje como Rodrigo García, está Alejandro González Iñárritu un experto en reverdecer maizales cuando arden cosechas y que produce todo el tinglado porque sabe que está en la línea de lo que él mismo suele hacer cuando toma los mandos.
Cuántas veces, sin apenas darnos cuenta, hemos cedido a las presiones de los demás para hacer lo que ellos creen que es correcto. Cuántas veces hemos pensado en lo diferente que sería nuestra vida si hubiésemos hecho esto o aquello en lugar de lo que hicimos. Cuántas veces hemos sido capaces de escuchar a alguien sabio, que nos ha brindado palabras de tranquilidad, y lo hemos despreciado por su juventud, por su aspecto o por su aparente inexperiencia. Esta película es de mujeres, para mujeres y por las mujeres en un homenaje a ese deseo que nace con ellas de querer dejar una huella en este mundo con un niño que tenga sus ojos, o ría con el mismo gesto, o llore con la misma lágrima. Y ahí reside el notable valor de una película triste y gozosamente ordenada, retrato de cosas incomprensibles que pueden ocurrir a cualquiera y que, sin embargo, ocupan su lugar en los designios que la vida nos tiene reservados. Ellas son centro y vida, fábrica de maravillas, promesa y tiempo, aire y cuento, sensibilidad escondida, mirada de deseo.

miércoles, 7 de julio de 2010

A TRAVÉS DEL ESPEJO (1946), de Robert Siodmak

Supongamos por un instante que nos miramos a un espejo y lo que nos devuelve el reflejo es una descripción exacta de todas las maldades que habitan en nuestro interior. El horror se apoderaría de nosotros con absoluta certeza, asustados de lo que habríamos visto, incrédulos ante tal corrupción, atónitos ante tal podredumbre de alma. Volveríamos, con toda seguridad, los ojos para no volver a ver al asesino que vive dentro de todos nosotros, como diría Jim Thompson, y ser presa de la facilidad con que ponemos en marcha manipulaciones, ambiciones y crueldades. Sería, posiblemente, la peor de nuestras pesadillas vista con sólo un cristal de por medio.
Por otro lado, sigamos suponiendo que somos unos seres abyectos, sedientos de sangre, sin remordimiento, ni conciencia y nos asomamos de nuevo a ese espejo. Esta vez lo que se nos devuelve es un retrato de esa inocencia que también respira en todos nosotros, de una bondad a la que hemos convertido inconscientemente en enemiga a batir. Pero, en esta ocasión, no querríamos volver la vista para no vernos más. Nuestra propia maldad nos empujaría a destrozar el cristal en el que nos estamos viendo.
Y es que, a veces, la justicia es tan ciega que beneficia al culpable y castiga al inocente. Cuando dos personas son igualmente sospechosas de haber participado en un asesinato, lo justo es poner en libertad a las dos y cerrar el caso. Sólo hay una delatora posible. Sólo hay una traidora en el entramado de las conductas. Se llama mente.
Robert Siodmak, uno de esos grandísimos directores que hicieron una extraordinaria serie de películas negras en los años 40, es quien firma este melodrama psicológico-criminal que pone los pelos de punta si recordamos las múltiples aristas que conforman cualquier personalidad que nos rodea. Puede que, un día, una mañana de sol y cielo azul nos parezca hermosa y al borde de la promesa. Puede que otro, esa misma mañana de sol y cielo azul se nos antoje como un feo augurio de la silla eléctrica. Ejemplo tosco para diferenciar todo lo bueno y todo lo malo que hay en nosotros pero, sin duda, hay algo de verdad en ello.
Y para hacer que todo sea más real, más cercano a ese filo cortante al que no nos queremos acercar, hay un actor investigando el enredo, tan seguro y brillante que no deja resquicios a la duda como Thomas Mitchell y una actriz que, aquí, se desdobla y se duplica, se dispara en los registros y se hace creíble en todos ellos como Olivia de Havilland haciendo que el estudio de las personalidades sea algo tan fascinante que nos dan ganas de conocer personalmente a sus personajes y sentir directamente sus acciones y sus reacciones, más que nada para comprobar si nuestra percepción de la gente es acertada o, como suele, es errónea. El caso es que es mejor no apartar la vista del espejo. Vale más aguantar la imagen que devuelve. Sea cual sea. Puede que la mirada sea la respuesta a todas las preguntas y podamos por fin saber qué es lo que se esconde tras nuestra fachada de bondad…o de perversidad. Pregunten al de al lado y táchese lo que no proceda.

Quiero invitar a todos los que visitáis esta página a que oigáis la tertulia de la que gustosamente formé parte en el programa "Conversacines" de Radiópolis Sevilla que podéis disfrutar en la web de www.conversacines.blogspot.com a propósito de la película "Doctor Zhivago". Para mí ha sido un placer y un privilegio compartir micrófono con todos los que allí estaban. Todo mi afecto para ellos y gracias.

martes, 6 de julio de 2010

LA CASA DE CRISTAL (1972), de Tom Gries


Las rejas de una celda se abren para que echemos un vistazo a la moral sórdida y a un muestrario de bajezas humanas recalentadas en una olla a presión. Sin embargo, algo parece que nos suena familiar, por mucho que el universo se reduzca a un puñado de poderes, a cuatro paredes pintadas con la suciedad de las personalidades, a la corrupción que se halla inherente en todo preso aunque esté fuera de la cárcel.
Ahí dentro, como aquí fuera, hay comodidades, honestidades, cinismos, violencias y maquillajes que, si son permitidas en la sociedad, por qué no van a serlo en las galerías donde parece que los hombres pagan cuando en realidad tan sólo penan. Como catalizadores de la historia, tres recién llegados tendrán sus diferentes puntos de vista cuando ven los muros desde dentro. Y es que las cosas, cuando son observadas desde el infierno, parecen recubiertas de la más perfecta normalidad representada por el tráfico de drogas o el racismo o el asesinato. Todo es un rompecabezas que es la fascinación por el mal.
Brillante por momentos, con tres interpretaciones más que destacables debidas al equívoco Vic Morrow, al peligroso Clu Gulager y al observador Alan Alda, estamos ante una de las mejores películas de prisiones que se hayan realizado nunca, varios pasos por detrás de Cadena perpetua, de Frank Darabont; o de El hombre de Alcatraz, de John Frankenheimer, pero más cercana en temática y contenido a la maravillosa Fuerza bruta, de Jules Dassin. En todo caso, hay que verla con entrañas, sin esperar finales felices ni espectaculares evasiones. En la verdad que se nos muestra, existe una expectante interrogación sobre cuál va a ser la próxima jugarreta, la siguiente extorsión o la más innovadora corrupción mientras las piedras van pudriendo lo poco de humanidad que resta en esos reos encerrados con la llave perdida.
Locura y cobardía son las claves de lo que se nos quiere contar. No en vano, detrás de esta película está el relato corto de un escritor que hacía que toda frase pareciera fácil cuando es extraordinariamente difícil como Truman Capote. En sus letras, había la intención de mostrar el día a día en una prisión cualquiera con la óptica de una casa de cristal en la que los demás podíamos mirar hacia dentro, observando a las cobayas moverse de un lado a otro en una búsqueda por la supervivencia y, también, por una pequeña parcela de poder, más o menos, del tamaño de una celda. Para todos aquellos que sólo hemos visto los barrotes de una cama, es una oportunidad para ver la vida cuarteada, para enfrentar la inteligencia con la fuerza, para correr con el único fin de conservar la vida mientras una jauría de perros desatados deja un rastro de babas para agarrarte de los tobillos. El orgullo, al fin y al cabo, es algo que sirve de muy poco al otro lado de la soledad. Sobre todo cuando la visión de lo que ocurre alrededor está teñida de una inquietante tiniebla cercana al abismo de una pared que se alza inamovible. Es ahí mismo donde terminan los sueños.

viernes, 2 de julio de 2010

LA BRIGADA DEL DIABLO (1967), de Andrew V. McLaglen


Quizá para poder construir una fuerza de élite haya que colocar en los muros ladrillos irrompibles de tesón humano. El nacimiento de las fuerzas combinadas de los boinas rojas es narrado aquí con unas buenas dosis de indisciplina, de falta de entendimiento y del deseo de un hombre de demostrar que su idea valía más que el conformismo. Así, se cogió a un puñado de hombres a los que el significado de la palabra orden era equivalente a un directo a la mandíbula, a los que la simple idea de colaborar entre sí les parecía tan lejana como el sonido de unas gaitas escocesas, a los que tenían conciencia de que el valor de un hombre se medía a través del termómetro de la resistencia y no del ataque, y con esta materia prima, el Teniente Coronel Frederick (siempre sólido William Holden) consiguió volver esos defectos en virtudes al aplicarlos en contra de un enemigo común y no para superar rencillas que no dejaban de ser peleas de bar aunque se desarrollasen en el patio de armas. El resultado fue una de las fuerzas de élite más temibles que combaten en algunos rincones perdidos de guerra y muerte.
No cabe duda de que, para hacer esta película, se aprovecharon del rebufo creado por otros títulos de éxito colosal como pudieron ser Doce del patíbulo, de Robert Aldrich; o también la algo más lejana en el tiempo Los cañones de Navarone, de Jack Lee Thompson. Lo cierto es que es una película que entretiene, que gusta, que deja un cierto sabor amargo combinado con un deje de simpatía. Acompañando a Holden se encuentra un reparto muy ajustado con Cliff Robertson, Vince Edwards y mención especial merece ese Cabo de Hierro interpretado con la herramienta de la fuerza hermética y sin fisuras que destilaba un actor como Jack Watson.
En todo caso, la película, además de las acostumbradas escenas de acción, también es un drama humano sobre seres perdidos que encuentran en el compañerismo una razón para combatir en una guerra que nunca ha sido asunto suyo. Además de eso, no en vano el director Andrew McLaglen es uno de los alumnos del gran John Ford, el metraje esta continuamente salpicado de unos buenos tragos de humor destilado que, en algunos momentos, llega a ser salvaje. E incluso, llega a tener residuos de un lirismo que se antoja increíble cuando se sabe que hay hombres que han sido entrenados para morir.
De cualquier modo, es una película que necesita un vaso de whisky escocés preparado encima de la mesa. Y no dudo en alzar mi copa en esa escena, quizá la mejor de la película, en la que, celebrando el éxito de la primera misión, Cliff Robertson, dirigiéndose a Holden, brinda por el diablo. Hagamos lo mismo.

jueves, 1 de julio de 2010

LA VIDA PRIVADA DE PIPPA LEE (2009), de Rebecca Miller


En el rompecabezas que se va encajando, pieza a pieza, para conformar el contorno de una mujer hay vivencias, experiencias, frenos, acelerones, desesperanzas, ilusiones, búsquedas y derrotas hasta que un buen día mira hacia su interior y lo que ve es la nada, el vacío, la promesa de una vida que quiso tener, el viaje de vuelta iniciado cuando ni siquiera se ha dado cuenta del fin de la ida. En esa silueta hecha de intentos siempre hay un buen puñado de cosas que no se pueden contar.
Para dar vida a esa mujer, se coge el rostro de serena madurez y que tan sabiamente camina al borde del derrumbamiento de Robin Wright y se rellenan sus arrugas de belleza y de ternura con acontecimientos que evidencian su falta de rumbo, su acomodaticia existencia, su fracaso parcial como madre, su tedio femenino y se articula una historia al otro lado de un frasco de pastillas, una época de libertad actuada y no sentida, una feliz y despreocupada inmersión en el estilo de vida ideal y de desolación ante la certeza de que se es conservador a ultranza cuando la edad comienza a ser un cordero asado con miel.
Al lado de esta gran actriz, tan desaprovechada como brillante, tenemos la enorme sabiduría de Alan Arkin que, ya anciano, quiere retener la riqueza del atractivo, quiere no creer que la muerte está esperando a la vuelta de la esquina, quiere guardar y no dejar escapar la sensación de que aún es querido y que su paso por la tierra aún influye en las vidas de los demás.
Y no hay otra cosa. Lo que podría haber sido una aguda disección de los problemas femeninos cuando se empieza a tener el preocupante presentimiento de que ya no se es necesario se convierte en una película demasiado ligera como para tenerse en cuenta, en un retrato de la cobardía de una directora, Rebecca Miller (hija del extraordinario escritor y dramaturgo Arthur Miller) que debería ser pura incisión en vidas a medio gas, abrumadas por la mediocridad cuando hubo un tiempo en que no querían ser tan sólo uno entre muchos. Todo es un mero anecdotario sentimental y con un punto de inflexión dentro del grisáceo tono social que domina a los conformistas, a los que tienen la vida resuelta y que sólo desean que la tranquilidad de sus crisis nerviosas sea escuchada por unos oídos comprensivos o respondida por unos silencios llenos de elocuencia.
Así, Rebecca Miller nos conduce por todo un muestrario de la conducta femenina sin dejar de hacer paradas en la rebeldía, en el lesbianismo, en la contracultura, en la insatisfacción sexual, en el misticismo magnético, en hombres sin sentido de la oportunidad y en la eterna disquisición que supone prever lo que viene después. Al final, lo verdaderamente atractivo de lo que está por venir es asomarse y dejar las adivinanzas. La vida privada es un interrogante que coloca una letra de la pregunta cada día acentuada en la rutina de una mujer que tiene que guardar el equipaje del pasado en un sitio en el que no moleste mucho.
El caso es que no hay mordiente en la historia, ni excesiva preocupación por lo que le va a pasar a la protagonista. La película se resiente de la ausencia de un humor que pide a gritos por muy serias que sean sus intenciones. Sabedora de eso, la directora otorga papeles poco más que episódicos a Wynona Ryder (¿dónde está aquella chica que deslumbró en La edad de la inocencia, de Martín Scorsese?), a Keanu Reeves, a Maria Bello, a Julianne Moore y a Monica Bellucci y así el espectador tiene algo que hacer mientras todo va pasando y se queda en agua de borrajas, en una alarmante vulgaridad, en un sonambulismo de ansiedad sin demasiado origen ni mucho final. Y es que a veces el cariño se diluye igual que un alma que no tiene oración.