jueves, 30 de septiembre de 2010

COME, REZA, AMA (2010), de Ryan Murphy

¿Saben cuál es el problema que tengo con esta película? Que soy un hombre. A veces, me avergüenzo de serlo, lo reconozco, pero es que estamos ante una historia que, probablemente, sólo puede ser degustada por mujeres. Y si afinamos un poco más el sentido, diría que por mujeres más o menos de mediana edad que tienen un cierto miedo a mirar a su alrededor porque pueden caer en la frustración de no haber dejado huella, de haberse dejado llevar, de haber sido simples instrumentos para realizar la felicidad de los demás pero no la suya propia.
Para mí no es más que una vuelta algo obsesiva hacia algo mil veces visto. Una mujer en crisis que decide tomarse un año sabático para encontrarse a sí misma y, claro, decide pasarlo sin límite de gastos en Italia (come), India (reza) y Bali (ama). En cada uno de esos lugares conoce a hombres y mujeres estupendos, de profesiones liberales, tan frustrados o más que ella pero que hacen de la vida un sitio confortable. Quizá ella va en busca del encanto de las pequeñas cosas que siempre le ha sido negado. La sencillez de un rato para ella misma. La intrínseca simplicidad de una filosofía que desconoce. La maravillosa complicidad entre el alma y el corazón cuando se sonríe sinceramente. Lo cierto es que la película tiene ratos de cierto agrado, redundancia a raudales, complejidad femenina en algunos pasajes, aburrimiento solemne en otros y es larga, muy larga. Demasiado para contar una búsqueda interior que para cualquiera que haya vivido un poco más allá de los treinta y cinco resulta ya más que sabida.
Por supuesto, el centro de todo esta representado por Julia Roberts, que luce esa sonrisa parecida a un buzón allá por donde pasa. Y en cada escena resulta agradable entregarse al dolce far niente con ella. Lo que pasa es que es una actriz que actúa mucho más con los ojos que con la boca y ahí sí que llega a hacerse puro encanto para quien la mira. Por lo demás, Ryan Murphy, el director, intenta fotografiarla siempre desde el lado más adecuado, procurando no mostrar esa barriguita casi cincuentona que ya luce y haciendo que sea la mujer más adorable que haya pasado por delante del objetivo de una cámara. Eso sí, en su planificación hay dos o tres secuencias que son demasiado absurdas, innecesarias y terriblemente torpes como para volver a recordarlas.
En cuanto a Javier Bardem, no se engañen. Sale poco y es un papel demasiado fácil para lo que él nos tiene acostumbrados. El prototipo de galán que vive como quiere, acomodado, con camisas carísimas al vuelo y gafas de sol de marca en un fondo paradisíaco, etcétera, etcétera. Tengo ganas de que alguien, un día, decida mostrar el viaje interior de una fregona que se encuentra con un picapedrero y viven una historia de amor apasionada e irrepetible en un suburbio cualquiera de una gran ciudad y aún así consiguen encontrar la fórmula para hacer de su casa, un rincón perfecto.
El que sí emociona, embarga, encanta y asume un papel de cierta dificultad es Richard Jenkins como ese arquitecto que ella encuentra en su retiro espiritual de la India y que derrocha clase y lágrimas en una corta escena de redención e intento. En ese personaje es donde los hombres de mediana edad que tratamos de no mirar a nuestro alrededor para evitar caer en la profunda insatisfacción de comprobar en lo que nos hemos convertido podemos sentirnos identificados y más cercanos a la historia. El resto, para nosotros, es tragar en lugar de comer. Es implorar en vez de rezar. Es odiar para no descubrir que hemos sido incapaces de amar. Las mujeres saben mucho más de lo demás. Dentro del cine, al fin y al cabo, son ellas las que ríen, gozan y viajan dentro del personaje de Julia Roberts, lo cual no hace sino despertar en mí una profunda admiración por ese corazón que tienen, por ese espíritu que lucen y por ese estómago que esconden. Va por ellas. 

miércoles, 29 de septiembre de 2010

JOHN STURGES: EL COLOR DEL DESIERTO

El cine de John Sturges se caracteriza por la descripción de situaciones de algunos hombres buenos que han sido trasladados a medios hostiles a los cuales no pertenecen. Y esos hombres deben sobreponerse no sólo a tales ambientes, sino también a la acción de sus enemigos naturales. A sí pues, podríamos decir que lo que le interesaba a este singular cineasta es la grandeza humana para superar las dificultades que, por otra parte, no siempre dejan satisfechos a sus protagonistas. En cuanto a su gusto estético, sus películas siempre han tenido un color arenoso, caliente, como si el polvo del desierto se adhiriera al objetivo de la cámara y, entre grano y grano, vislumbráramos las figuras de unos hombres de quemado pretérito y desolado futuro.
Procedente del oficio de montador (entre otras, estuvo a cargo de la moviola en Gunga Din, de George Stevens), John Sturges dejó un buen puñado de excelentes películas de las que no extrajo el prestigio que merecía (se le tachó de “comercial) pero que dejan constancia de un raro talento empobrecido por una personalidad un tanto errática.
Una pequeña joya muy desconocida para el público es El caso O´Hara, con un Spencer Tracy enfermo del corazón y que decide arriesgar sus arterias en la resolución de un asesinato que parece totalmente claro pero que le arrastra hacia una vorágine de acontecimientos que demuestran lo contrario. Una película de pulso firme y excelente factura que se convierte, quizá, en la mejor película que Sturges llegó a rodar en blanco y negro.
Una pequeña obra maestra, ya en ese color que parece nublar la vista de calor, fue Conspiración de silencio, vertiginosa de planteamiento, nudo y desenlace (la película apenas dura una hora y veinte minutos) y contando con un reparto de auténtico lujo que incluía otra vez a Spencer Tracy (fantástico, dominador aplastante de toda la historia), Robert Ryan, Walter Brennan, Lee Marvin, Ernest Borgnine y Dean Jagger, es un inquietante western contemporáneo localizado en un pueblo perdido en medio de ninguna parte con una notabilísima dirección de actores y descripción de ambientes. Su retrato del forastero con una mano inútil que llega a un villorrio para entregar una medalla al valor al padre de un compañero de raza asiática que combatió junto a él en el frente y se encuentra con un enrarecido temor entre los habitantes, víctima de un feroz caciquismo, es de una potencia excepcional haciendo que, cada vez que la volvamos a ver, pasemos un mal día en Black Rock.
En 1957 se atreve a ofrecer su particular visión del duelo de OK Corral afrontando las posibles comparaciones con John Ford y su Pasión de los fuertes en la muy notable Duelo de titanes, contanto con Burt Lancaster en el papel de Wyatt Earp y con Kirk Douglas en el de Doc Holliday y saliendo más que airoso del envite. Si bien el Earp de Sturges es algo más expresivo y humano que el hombre adusto que nos presentó Ford y su Doctor John Holliday es ciertamente más complejo y fascinante, el film está desprovisto de ese romanticismo épico que Ford imprimía a sus películas pero, en cualquier caso, es una excelente versión de gran fuerza (una de las características más preclaras del cine de Sturges) que ha quedado como todo un clásico.
Consigue otro western de gran calidad con Desafío en la ciudad muerta, una especie de película de cine negro trasladada al Oeste sobre un hombre que intenta rehacer su vida y un antiguo compañero de fechorías que le devuelve a su pasado más oscuro. Si bien la elección de Robert Taylor es más que discutible, la de Richard Widmark es muy acertada y el film tiene mucho vigor rozando la obra maestra.
Por esta época, el gran cineasta Akira Kurosawa se pone en contacto con él puesto que está preparando su película Yojimbo y, deseoso de reflejar un ambiente parecido al de Conspiración de silencio, le pide asesoramiento. Sturges acepta pero le ronda en la cabeza una adaptación al western de Los siete samurais y renuncia a todo salario a cambio de que Kurosawa fije un precio razonable al vender los derechos de su historia. El maestro japonés aceptó la propuesta.
Deseoso de obtener cierto prestigio, Sturges acepta el encargo de adaptar a Ernest Hemingway en El viejo y el mar con un inmenso Spencer Tracy de protagonista, pero su visión de la historia del pescador que atrapa la presa de su vida en aguas profundas y durante el regreso es devorada por otros peces, no es nada apropiada, quizá por la carencia de acción al estar casi íntegramente situada en la barca del pescador con Tracy como único elemento de la escena. Para arreglar el desaguisado se tiene que llamar a Fred Zinnemann, algo más experto en estas lides. El cualquier caso, el film fracasa con estrépito, a pesar de la nominación que le cae a Tracy, y Sturges, desde entonces, sólo se dedicará a hacer lo que mejor sabe.
Así pues Cuando hierve la sangre, un film muy cercano al melodrama a pesar de ser de ambiente bélico en Asia, resulta ser una estupenda película que arrancia una notable interpretación a Frank Sinatra y descubre para el cine, en un papel muy secundario, a un joven que roba todas las escenas en las que aparece y que responde al nombre de Steve McQueen. Por otro lado, a raíz del rodaje, nace una buena amistad con Sinatra y, por ende, con su famoso clan hasta tal punto que cuando , algunos años después, se pone en pie el segundo proyecto familiar del famoso Rat Pack, en concreto Tres sargentos, el elegido para la dirección es John Sturges.
Ese mismo año dirige otra obra maestra: El último tren de Gun Hill, con Kira Douglas y Anthony Quinn en una historia de venganza, racismo, brutalidad, amores y odios paterno-filiales y una tensión creciente que la convierte en una inteligente película (con esa relación juvenil entre los dos protagonistas apenas esbozada pero clarísima) de terrible violencia y única.
Por fin, Kurosawa cede los derechos de Los siete samurais, Yul Brynner pone algo de dinero y Sturges realiza Los siete magníficos, excelente película que, a pesar de los esfuerzos en contra de Brynner, encumbra a Steve McQueen y que respeta casi en su integridad el original japonés (de hecho, Kurosawa aplaudió la película diciendo: “Nunca pensé en mi película como un western…y debo decir que es muy buena”) haciéndolo cercano a lo legendario con la impagable ayuda de la banda sonora de Elmer Bernstein, soporte perfecto para el galope de unos hombres sin arraigo que cabalgan hacia la muerte porque en sus vidas les habían ofrecido mucho dinero por matar, pero nunca les habían ofrecido todo.
Se marcha unos días a Japón para colaborar en el rodaje de Yojimbo, que resulta ser una obra maestra y, al regresar, después de la incursión con el clan Sinatra, Sturges realiza su mayor éxito comercial y artístico: La gran evasión, clásico entre clásicos de campos de prisioneros, basada en hechos reales, aunque Sturges modificó la realidad histórica agrupando a varios personajes en uno solo e introduciendo, con el ojo puesto en la taquilla, personajes estadounidenses cuando en ese campo de concentración sólo había británicos, canadienses y australianos. En cualquier caso, es un film brillante, con extraordinarias escenas de acción y un gran sentido del humor que alivia y alimenta la enorme tensión de las distintas fugas. En el rodaje tuvo el asesoramiento de varios supervivientes de la evasión real que, como anécdota, llegaron a saltárseles las lágrimas al ver la recreación en decorado del famoso túnel.
Parece ser que a partir de ese momento, el interés de John Sturges por el cine fue decreciendo paulatinamente pues pierde gran parte de su fuerza y su punto de mira está desplazado hacia la que fue su gran pasión: la pesca. Por otro lado, el multitudinario éxito de Los siete magníficos y La gran evasión le permitió pasar largas temporadas sin trabajar, regresando a la dirección sólo para sanear su cuenta corriente.
Primero realiza La hora de las pistolas, curiosísima película que comienza con un nuevo duelo del OK Corral con James Garner y Jason Robards como protagonistas y que se dedica a narrar lo que pasó a continuación con grandes pasos dados en dirección hacia el realismo y a la fidelidad histórica. Como muestra podríamos decir que reproduce con exactitud la duración y la situación del famoso duelo, que apenas duró unos segundos y carece, como siempre, de la espectacularidad que el cine siempre le ha conferido. Es un intento más que notable con excelentes críticas de la época.
Le ofrecen la adaptación del best-seller de Alistair MacLean Estación Polar Cebra, una apasionante trama de espionaje, submarinos en aguas heladas, personajes de doble y triple filo, rusos y americanos embarcados en una carrera para recuperar lo que nunca debió perderse, asesinatos y una pequeña moraleja sobre la distensión entre las dos superpotencias. La película resulta estupenda, puro entretenimiento lleno de suspense y resultó ser un éxito de taquilla gracias a un Rock Hudson que, por entonces, estaba en la cresta de la ola,  a un inusualmente bonachón Ernest Borgnine y a un muy de moda (debido principalmente a la serie El prisionero) Patrick McGoohan en un inquietante papel.
Al año siguiente, dirige Atrapados en el espacio, una descriptiva película de ciencia-ficción sobre una hipotética misión de rescate de una tripulación espacial atrapada en una nave que muy lentamente va perdiendo oxígeno con Gregory Peck como jefe de todo el tinglado. Sturges aquí sorprende con un ritmo muy lento, alejado de la acción de la que era un auténtico especialista, en una absorbente historia que resulta irremediablemente angustiosa según se acerca al final. De esta película, sin ninguna duda, bebió el Apolo 13, de Ron Howard y ella misma, a su vez, está muy influenciada por su narración pausada que imperaba en el género en aquella época aunque, claro está, desprovista de toda disquisición filosófica.
Sturges adquiere una finca en la orilla de un lago y se va retirando allí largas temporadas. Algunos años después, vuelve a dirigir un western de corte realista con Clint Eastwood de protagonista y titulado Joe Kidd, recibiendo por ella muy buenas críticas pero ya a partir de aquí, Sturges pierde definitivamente el rumbo.
Otro western (flojo, desacertado, aburrido y carente de interés) es Caballos salvajes, con Charles Bronson y aún es peor cuando se atreve a dirigir a John Wayne en un policiaco titulado McQ, intento de que el Duque siga la estela que había abierto Clint Eastwood con Harry el sucio.
Su último proyecto fue Ha llegado el águila, interesantísima recreación de la frustrada tentativa por parte de un comando alemán, de asesinar a Winston Churchill, algo que se dio en llamar “Operación Águila”. La película tenía casi todo para triunfar: un reparto excelente (Donald Pleasance, Larry Hagman, Treat Williams, Robert Dubai, Donald Sutherland y un extraordinario Michael Caine), un argumento de primera línea, un diseño de personajes muy eficaz, que incluía a Heinrich Himmler…pero, a pesar de que obtuvo un moderado éxito, a Sturges le interesaba ya tan poco el cine que ni siquiera quiso supervisar el montaje de la película huyendo, el mismo día que finalizó el rodaje, a pescar a su finca. Como consecuencia de ella, la cinta tiene evidentes fallos y baches que lastran considerablemente a una buena película que pudo ser mucho, mucho mejor.
John Sturges falleció en 1997, veintiún años después de su última película, víctima de un enfisema pulmonar. Pocos como él prefirieron un medio tan lejano del que le había dado todo pero que, probablemente, harto de los sempiternos intereses creados, dejó de interesarle. Quizá él fuera todos y cada uno de los personajes protagonistas de sus propias películas pasados por el tamiz de una visión inundada por el caliente y polvoriento color del desierto.

martes, 28 de septiembre de 2010

DUBLINESES (LOS MUERTOS) (1987), de John Huston

Quiero dedicar este artículo (introducción al debate que tendrá lugar esta noche en el programa "Conversacines" de Radiópolis Sevilla) a Jesús Daniel de León, con toda mi compañía en unos momentos difíciles y con todo el calor del cariño de mi mano.

En la cálida luz de tonos amarillentos que hiere a la nieve tras los cristales de las ventanas del invierno, hay sitio para la tenue conversación, para la hospitalidad recubierta de cariño buscado, para la música bailada, para el discurso emotivo, para el sonrojo del agradecimiento, para la charla intrascendente. Detrás de todo ello, hay vida en la que apoyarse, instante de distancia en la cortesía, de mirada entrañable hacia el que va con una copa de más, de cercanía en el calor de la conversación cómoda, de alegría en el alma y en el corazón, de seguridad de estar con el mejor hombre aunque no sea aquel que se quedó con tu amor por mucha nieve caída en el tiempo y sobre los hombros. Y una vieja melodía, una canción arrinconada en algún callejón sin salida de la memoria, es la que te hace revivir la hondura del amor escapado por culpa de la vida encabezonada, es lo que consigue que tu vista se pierda (en realidad, nunca la encontraste) porque sólo estuvo en el lugar que le correspondía cuando se cruzó con los ojos de aquel chico que no quiso vivir porque tu no estabas. Eso es lo que hace, nos guste o no, que la nieve, aunque caiga, no cubra la colina donde él está enterrado. Quizá porque no está allí. Está en un lugar privilegiado de tu corazón, allí donde nadie puede llegar, allí donde cae la nieve, sí, sobre todos los vivos y sobre todos los muertos y es entonces cuando piensas en el frío que pasó y en lo helado que estará ese cuerpo que también se llevó una parte, la más importante, de ti misma. Miras hacia el cielo y escuchas esa melodía que también cantaba él y algo que estaba dormido, despierta, y el hombre que pierde, tu marido, se da cuenta de que el amor, el auténtico amor, el verdadero amor...nunca pasa. Es nieve imperecedera. El frío acogedor que un día fue calor rechazado. Y la amargura de la nostalgia pasa por esos ojos que él, el muerto, tanto quiso hasta desgañitarse en un eterno "no me abandones”, grito desgarrador en el helado viento de la noche. Porque, amor mío, todas las noches pasadas junto a ti nunca podrán ser heladas. Y el marido lo sabe, aunque la derrota haya destrozado un amor que él creía que borraba todos los fríos, todos los temores y todas las preguntas.

Ayer noche, muy tarde, un perro me habló de ti,
la agachadiza me habló de ti desde su hogar pantanoso,
decían que tú eres el ave solitaria que vuela por los bosques,
y que puedes estar sin pareja hasta encontrarme.

Me prometiste y me mentiste,
que te encontrarías conmigo donde se agrupa el ganado.
Te llamé con un silbido y trescientos gritos,
pero no encontré respuesta, sólo un cordero balando.

Me prometiste algo difícil de conseguir,
un barco de oro con un mástil de plata,
doce ciudades, cada una de ellas con un mercado,
y un bello patio blanco al lado del mar.

Me prometiste algo que no es posible,
que me regalarías unos guantes de piel de pez,
que me regalarías unos zapatos de piel de ave,
y un vestido de la mejor seda de Irlanda.

Mi madre me dijo que no hablara contigo,
ni hoy, ni mañana, ni el domingo.
Fue un mal momento para decírmelo.
Fue como cerrar la puerta cuando ya habían robado la casa.

Me has arrebatado el este,
me has arrebatado el oeste,
me has arrebatado lo que tenía delante y lo que tenía detrás.
Me has arrebatado la luna, me has arrebatado el sol.

Y mi terror es inmenso.
Incluso me has arrebatado a Dios.

Este fue el testamento cinematográfico de John Huston en su loco amor por la vida y en una muerte que presentía ya cercana mientras su pensamiento volaba hacia una colina donde yacía, casi en la tumba, su alma de creador.

viernes, 24 de septiembre de 2010

EL ASESINO POETA (1947), de Douglas Sirk

No deja de ser curioso que un hombre conocido por sus excepcionales melodramas como Douglas Sirk, tuviera una prometedora carrera anterior como realizador de películas más que aceptables que se movían dentro del género negro. Si bien, quizá, la mejor de todas ellas fuera la sorprendente Pacto tenebroso, que atormentaba cruelmente a Claudette Colbert mientras convertía al simpático Don Ameche en un despiadado asesino, no cabe duda de que El asesino poeta tiene su interés porque describe, de forma muy temprana, la violencia de un asesino en serie que anuncia sus fechorías a la policía con antelación a través de un poema indescifrable. Premisa interesante donde las haya y que es aún más fascinante si vemos que en el reparto se mueven nombres de la altura y la perfección de George Sanders, Charles Coburn o el sorprendente Boris Karloff jugando a ser ambiguo e inquietante. Lo que está claro es que Sirk opta con cierta maestría a construir la tensión desde los primeros compases de la historia trasladando los misterios a las mismas orillas del espectador con notable interés y con cierta destreza en el manejo de un blanco y negro que nunca fue su seña de identidad salvo en la maravillosa Ángeles sin brillo. Otra cosa es que el título en español no es que sea demasiado afortunado y que, muchos años después, se hiciera un remake inconfeso con Al Pacino y Ellen Barkin con el nombre de Melodía de seducción. Lo cierto es que estamos ante una película de cierta inteligencia, bien pensada y que, sin llegar a ser una obra maestra, es una buena muestra de lo que se podía hacer con poco presupuesto pero muchas ganas.
Eso sí, hay diálogos que merecen la pena, una actriz algo descolocada como Lucille Ball, un montaje algo moroso en un par de secuencias, cierta deuda con el cine de horror clásico y un suspense muy digno de ser sentido porque es, casi, esa incógnita que se abre en cualquier lector cuando lee una línea de poesía y no sabe con qué palabra se va a rimar el siguiente verso. Tal vez porque, en esta ocasión, sangre tiene muy pocas posibilidades si queremos rimar en consonante.
Los pasos resonarán en los ecos de las bóvedas góticas, como intentando encontrar al asesino a través del sonido en un intento de aspirar una brisa que será de todo menos agradable. La angustia se instalará en la piel, como un animal que desea chupar la sangre que corre por las venas en busca de la oscuridad del cuerpo. En los rincones, hay sombras de crueldad y de enigma que dibujan su contorno en las frías aceras de una época de pesadilla. También, con su sonrisa ladina, pasará la lujuria buscando unas curvas en las que posarse. Mientras tanto, allí fuera, en la niebla, un asesino contará las sílabas por muertes, pondrá el ritmo en los versos de su vileza e inundará la atmósfera de turbiedad presentida, de asesinato meditado, de brutalidad sugerida. Siéntense a la mesa y comiencen un cuarteto, puede que el camino abierto por el lápiz se convierta en una elegía atroz.

jueves, 23 de septiembre de 2010

EL AMERICANO (2010), de Anton Corbijn

Cuando la bala equivocada entra en una cabeza inocente y se va dejando una hilera de huellas teñidas de sangre, es tiempo de pensar muy seriamente en la comodidad de un escondrijo. En la mirada, eso sí, permanecerá la amargura, el pálpito latente de que el gatillo se ha acomodado demasiado al dedo y que una pistola no es más que una prolongación férrea de sí mismo. Castillos en un monte. Parques en una oscuridad. Todos tienen algo que ocultar.
Detrás de una narración demasiado pausada,  se halla el tormento de un hombre que ya ha causado demasiado dolor y que tiene que vivir sin ataduras, sin nudos que le amarren con fuerza a un puerto de piel caliente y valles oscuros. La soledad es la pareja ideal. El ruido metálico del pestillo de un arma es la única música que puede sonar. El enrevesado laberinto de unas calles se antojan como casuales adoquines de olvido y de búsqueda de una nada sórdida en la que poder pasar el resto de la vida. El personaje soberbiamente interpretado por George Clooney comienza con un cansino dolor en el músculo impasible de su rostro y termina con el deseo, ya inalcanzable para todos, de jubilarse antes, mucho antes de los sesenta y cinco. La felicidad es un blanco que se le escapa porque, como asesino profesional, el rastro que deja es el de un hombre sin destino, sin poso, sin presencia. Él no existe porque nunca fue.
Por ese camino trazado por la lentitud de una historia que avanza a ritmo de ráfaga y que parece inspirado por la mirada de Sergio Leone, tendrá que hacer paradas obligatorias en el deseo, en la oportunidad, en la confortabilidad del anonimato, en la minuciosa fabricación de una herramienta de trabajo, en el pago seguro que salvaguarde su retiro. Un río que va a ninguna parte aunque tenga parajes hermosos, aunque se pueda ver el grácil vuelo de una mariposa en peligro de extinción.
Lo peor de todo es que lo que ocurre es más que previsible. Sabemos lo que va a pasar y conocemos con exactitud los motivos. Todo lo que se sirve desde la mirilla de un argumento pretenciosamente enrevesado, está más que muerto. El espectador sabe en todo momento hacia dónde va la película, queda sonrojado ante la simpleza de algunas metáforas y desearía un par de vueltas más a un guión que podría haber sido, no sólo un camino de redención, sino también el principio de una película que debería haber sido mucho mejor. Sólo hace falta tener puntería con el pensamiento y conocer la trayectoria de las balas, su alcance de penetración, su finalidad condenatoria. Vemos la evolución de un personaje pero sabemos desde el principio hacia dónde va a llevar esa evolución y el disparo es una diana segura.
No cabe duda de que el encuadre es el fuerte de Anton Corbijn, fotógrafo de profesión y ocasional director de cine, que aquí revela una sobriedad en la planificación que se agradece mucho más de lo que la historia da de sí. Las miradas de su actor principal son mariposas aleteando en su pestañear y, sin necesidad de diálogos explicativos, podemos adivinar lo que pasa por su cabeza, lo que enreda su pensamiento y lo que enreda su hastío. Clooney es el mayor activo que tiene esta película y lo malo es que no hay ninguno más. Por él, merece la pena jubilarse antes de los sesenta y cinco y dejar que el retiro sea una razón para la tranquilidad y no una inquietud permanente cada vez que se gira la llave del coche. Incluso siendo un hombre malo, tiene que haber un mínimo de honestidad. Y a eso juega este americano que llega envuelto en la bruma y se marcha con un leve aleteo hacia la copa de un árbol. Y no nos equivoquemos. Es dulce, es tierno, es suave, es hombre, es placentero, es sexual, es observador, es peligroso, es implacable, es inteligente, es ideal…pero es muy capaz de hacer que el tiro nos salga por la culata.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

UNA AVENTURA EN MACAO (1952), de Josef Von Sternberg

Allí donde el fin del mundo nos captura con sus redes, se esconde un señor de la maldad y del odio que merece ser atrapado por un tipo que quiere la redención que le corresponde. Y tiene que ir a buscarla allí, allí precisamente, donde las islas son promontorios del deseo por una mujer que resultará para él joya y camino entre las aguas. El compacto drama criminal exótico desarrollado en una tierra que nunca existió es tan atractivo como incompleto, tan hechizante como problemático, tan inusual como maldito.
Y es que la película fue empezada por un hombre que sabía recrear ambientes en los que nunca había estado como Josef Von Sternberg, uno de esos directores malditos de Hollywood que no pudieron desarrollar una carrera brillante por capricho de esos productores que le acusaban de malgastar el dinero o de ser demasiado artístico y aquí, por supuesto, no pudo ser menos y fue sustituido de forma fulminante por otro maldito genial como Nicholas Ray. Aún así, esta historia tiene suficiente magia como para atrapar. Entre otras cosas porque dentro de ella se mueven nombres tan fascinantes como Robert Mitchum, aquel tipo que transmitía verdadera violencia con su aire adormilado, como Jane Russell, aquella chica que propuso convertir el cine en una curva ondulante y sugerente y como Gloria Grahame, aquella otra chavala que en su rostro había tantas promesas escondidas como sueños depravados. Lo cierto es que podemos tocar la energía que desprende la historia y el estilo que derrocha con algunos planos extraordinarios, de impecable realización que hacen que no sea otra película más de aventuras con serios tintes negros. En algunos momentos, su virtuosismo roza lo magistral.
En los entreactos, no deja de haber algunos toques de humor que sitúan a la trama en su exacto lugar emocional, no tomándose demasiado en serio pero no dejando de tener una cierta ambición en la narrativa. Hay frases brillantes y lapidarias, muchas visitas al cinismo, algún que otro estereotipo manido, picardía, agudeza y dulzura. Al fin y al cabo, en muy pocas ocasiones podemos encontrarnos con una chica que recuerda a otra que se llamaba “La Esfinge” ¿no? Hay que acodarse bien en la barra mientras el aguardiente se acumula en las venas para contener miradas y pensamientos. Nada es lo que parece cuando la aventura es en Macao.
Sitúense ahí mismo, detrás de las redes de los pescadores para no caer asesinados con la mirada de una mujer de esas que dejan huella en el aire tras su paso. El paisaje de los muelles de una tierra lejana no son más que los escapes que dejan los sueños. Y eso sí, vigilen la espalda porque si creen que un tipo les está observando, lo más seguro es que sea un fulano más duro que el granito, con puños de hierro,  algún que otro tejido blando donde se producen sus latidos y un par de sonrisas que les desharán a fuerza de ironía de acero. Es lo que tienen las tierras exóticas, hay olas, chicas, mosquitos, tiempo, corrupción y hombres que no esperarías encontrar.

martes, 21 de septiembre de 2010

LONE STAR (1996), de John Sayles


Tu padre era un gran hombre y tu madre, una santa. El hallazgo de una estrella solitaria de latón, enferma de tiempo y olvido y sobre la que se dibujan las verrugas del desierto, hace que, dentro de ti, comiences a pensar que tu padre no fuera tan gran hombre, ni tu madre tan santa. Algo que realmente deseabas porque todos te comparan y no encuentran en ti ningún rastro de ellos. Tú no eres valiente, no eres tan justo, no eres tan paciente, ni mucho menos tan arriesgado. Tú no eres capaz de pactar con las tinieblas para que haya algo más de luz e intentas demostrar que ese pacto era importante, un acuerdo consciente, una debilidad tapada por una fama contra la que no puedes luchar. En realidad, la estrella solitaria también eres tú, muchacho.
Nunca entendiste por qué la madre de la chica a la que querías se opuso tan frontalmente a que os vierais, e intuías que tu padre también tenía algo de malvada culpa en ello. Quizá nunca sentiste que eras tan grande como esa sombra que te envuelve y te castiga pero jamás has llegado a pensar que eres un hombre malo. Tan sólo piensas que eres mediocre.
Guárdate de la cólera de tus padres, pero guárdate aún más de la cólera de tus hijos. En un club de negros, un padre perdió el cariño de su hijo. Tal vez porque prefirió asumir toda su vida que era un negro mientras el hijo se quedaba atónito por su falta de rebeldía. La única salida que le quedó al chico fue demostrarse a sí mismo que un negro podría llegar a cualquier parte. Quizá en la disciplina militar, con unas buenas insignias sobre la hombrera y un puñado de condecoraciones en el pecho. Soy un negro respetado, piensa. No como mi padre. Yo doy órdenes y los demás obedecen. Yo tengo el mando. Yo juzgo y me temen. No como mi padre, escondido detrás de una barra, con los vasos transparentes como condecoraciones y sin más insignias que las luces de neón de la fachada de su establecimiento.
Sin embargo, esa estrella de latón arrugada y borrosa, sometida a la corrosión de la arena, será la encargada de descubrir la verdad a unos hijos que no quisieron creer en sus padres. Por un lado, tu padre era un gran hombre y tu madre, una santa. Y esa estrella sin brillo, oscurecida y mellada, te dirá que eso, amigo, es verdad, Que tú no eres tan mediocre como piensas pero que tu padre era un gran hombre porque tomó los mandos en el momento adecuado, escondió lo injusto en el desierto y tuvo algo que ver con que no pudieras estar junto a la chica de la que aún estás enamorado y, su madre, muchacho, tenía mucha razón. Y también por eso, la tuya era una santa.
Por otro lado, tu padre no era un manso. Deja ese aire de marcialidad que no dejas en ningún rincón y entérate. Se rebeló y estuvo a punto de perder la vida y tan sólo algunos hombres buenos impidieron su muerte. No fuiste el único en demostrar algo. Tu padre también lo hizo y no se enteró nadie, maldito negro orgulloso.
El pasado es un bosque en el que debemos adentrarnos mientras nos disponemos a encontrar claros que nos conducen al entendimiento. Y eso es algo que todos deberíamos hacer empezando por quienes nos han querido y han creído que, en cada momento, estaban haciendo lo mejor para nosotros.

viernes, 17 de septiembre de 2010

MURMULLOS EN LA CIUDAD (1951), de Joseph L. Mankiewicz


La gente hablará porque una chica cayó en las sinuosas redes del pecado. Habrá maledicencias para poner en entredicho su virtud, su condición de mujer, su error imperdonable, su carencia de escrúpulos, su falta de cuidado. Parecerá que se ha vedado la felicidad para ella. Eso sería la recompensa inmerecida para quien se arroja con entusiasmo a la lujuria y al desenfreno. La gente hablará, sí. Hablará demasiado.
Y hablará porque en algún lugar cercano, habrá un médico que mirará con comprensión ciertos errores y sólo se preocupará de un bienestar que parece un sueño inalcanzable. No cuesta nada proporcionar un poco de consuelo a quien tiene razones para extirparse el equilibrio. En su mirada de serena calma, existirá siempre la sombra de un pasado que se quedó suspendido en medio de la memoria por culpa de que la gente habló demasiado. Y es que la gente no se cansa de hablar. Aunque una lengua corte más que el filo de un cuchillo o de un bisturí.
La gente hablará porque la comprensión, a su vez, puede ser un arma muy poco comprensible. No es normal que un hombre utilice la comprensión para curar a sus pacientes, para sanar su enfermiza soledad consecuencia de una condenación anunciada. La envidia parece que se yergue para hacer frente a la comprensión y entonces la gente hablará aún más. Hablará porque no hay música que apague sus murmullos. Hablará porque sólo saben hacer eso. Siempre es más fácil acabar con la moral y el ánimo que con la integridad y la búsqueda. La ciudad no es más que un montón de lenguas escupiendo humedades de maldad, de insidia, de acritud.
Pero la gente también hablará porque hay amistades que van más allá de la compañía. Miradas que son bromas que unen. Y entre medias de tantas decepciones y cotilleos, hay un singular afecto por el humor, por jugar a ser niños una vez más, por una discusión por líneas férreas que se cruzan desordenadamente. Es lo que tienen los susurros ladinos. Basta con no hacerles caso para tener asegurada la victoria.
Cary Grant presta sus rasgos de elegancia y de afabilidad al Doctor Noah Praetorius, un hombre que vino de ninguna parte para hacer que los demás llegaran a alguna. Jeanne Crain pone encanto y escala peldaños de ansiedad para encarnar a la típica chica de un pueblo cualquiera que inicia una cuesta abajo sin llegar al final. Hume Cronyn presta rostro a la soberbia del que se sabe inferior y, con mentiras y presuposiciones, quiere destruir la popularidad del que no tiene nada que esconder. Walter Slezak le pone gracia al conjunto, con diálogos divertidísimos y reacciones de genio recubiertas de gestos infantiles y cercanos. Lo que es aún mejor es que detrás de las cámaras hay un hombre de cine que supo hacer mucho desde su silla de director como Joseph L. Mankiewicz y consigue una rara obra maestra que, debido a lo espinoso del tema, fue prohibida en España y que, pasado el tiempo, es todo un descubrimiento de humanidades y de mensajes en positivo. Dejen de murmurar y sean comodidad para quien necesita ayuda. De nada sirve parecerse a un loro y de mucho ver esta película.

jueves, 16 de septiembre de 2010

ENCUBRIDORA (1952), de Fritz Lang


Hay mujeres que se han jugado la vida para obtener la independencia. Casualmente, eso es lo que las hace aún más atractivas, aún más deseables, hermanas de un pecado que se aparta inmediatamente de la cabeza pero que vuelve con la fuerza de una bala que parece rellenada con el veneno de la pasión. La madurez comienza a volverse algo irresistible y algunos hombres deciden dejarse arrastrar y otros se agarran a su pistola para ser parte de una integridad que parecía olvidada.
Puede parecer extraño que un western de la categoría e intensidad de Encubridora sea dirigido por un alemán tan ajeno a las praderas como Fritz Lang pero era un hombre de tal categoría escénica que no sólo consigue una obra maestra, sino también un fascinante estudio sobre la mujer que se ha superado a sí misma y que ya tiene un pie en el vacío, que maneja a los hombres a su antojo, como marionetas a punto de estallar, y que, con ganas de vivir un nuevo y último amor, no deja de ser la querida predilecta de la ambición.
Para ello, ahí está Marlene Dietrich, inquietante y segura, porcelana en la madurez, cristal irrompible de belleza bohemia que domina la escena incluso sin estar en ella. Pocas veces (salvo, quizá, Johnny Guitar, de Nicholas Ray) se ha construido una película del Oeste en función del carácter de una mujer y el resultado no deja de ser casi una canción sobre la suerte, la ruleta, el destino y la rebelión. Quizá haya algo de cartón falseado en el número ganador pero también es una historia que descubre la debilidad del hombre ante una mujer que tiene el arma en el empuje, en la seducción sutil, en la sugeridora posibilidad de oler de cerca un perfume que parece el aroma del peligro. Todos esos matices están presentes como una apuesta que podría parecer imposible.
Detrás de ella hay un actor sólido, de esos que aportaban prestancia al secundario con hechuras de protagonista, con recursos más que suficientes y aires más que interesantes como Arthur Kennedy. El tercer lado del triángulo lo forma Mel Ferrer, de recursos limitados y que se queda rezagado ante el vendaval que despiertan los otros dos compañeros de reparto. El caso es que no hay camaraderías al estilo Hawks, ni tampoco la lírica de Ford. Estamos ante una parábola inteligente sobre esos extraños designios que forman la línea de un destino del que no se puede escapar, seña de identidad inequívoca de un cineasta de la longitud y anchura de Fritz Lang, hacedor de sinos, maestro de hados.
Que gire la suerte para saber sobre quién se posa. La negrura del relato hace que podamos pensar que las calles de la urbe son sustituidas por el espacio de los enormes ranchos. La delación es una profesión muy rentable, así que no le digan a nadie que yo recomiendo una película que está en el umbral del arte. La recompensa puede ser un número impar, rojo sangre y pasa, senderos que llevan a la derrota a lomos de un caballo.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

CLAUDE CHABROL: EL DESERTOR DE LAS NUEVAS OLAS


Se ha ido el penúltimo representante de lo que se dio en llamar como nouvelle vague aunque bien es verdad que fue el primero en abandonarla. Justo cuando rompía la espuma esa ola de nuevos realizadores, a Claude Chabrol no le dolieron los costados cuando tuvo que hacer gala de de su juego de cintura para alquilar su brazo de artesano al mejor postor o para hacer un cine descaradamente comercial. Algo que no deja de ser llamativo cuando, desde las páginas de Cahiers du Cinéma, había defendido el llamado “cine de autor”, aquel que se diferenciaba del academicismo francés imperante a mediados de los años cincuenta con un puñado de nombres que se limitaban a rodar un guión sin añadir ningún toque personal.
Lo cierto, y lo que le distingue aún más de sus compañeros de generación, es que Chabrol fue, con Jean-Luc Godard, el único que procedía de la pequeña burguesía y no es por casualidad que se dedicó en cuerpo y alma, cuando el dinero no era excusa, a hacer películas que observaban a cretinos burgueses moviéndose por su particular universo como si fueran insectos ociosos, entregados al molesto zumbido de sus alas, sin nada mejor que hacer que presumir una cierta respetabilidad e inundar de basura todas las trastiendas humanas.
Sin embargo, algo hay que reconocerle al director francés y es, además de su exquisita afición a la comida, su maestría dentro del género negro, donde dominaba resortes y naturalidades algo alejadas del cine norteamericano, pero tremendamente efectivas y críticas, retratos en crimen de una clase social que se esforzaba por disimular pasiones y emociones.
De hecho, su carta de naturaleza, su tarjeta de presentación de la ola de jóvenes realizadores franceses que conmovieron las formas narrativas del cine mundial es a través de El bello Sergio, quizá uno de los más flojos comienzos de todos aquellos que fueron compañeros de generación y, aunque sí le otorgó prestigio y alguna que otra etiqueta fácil, fue un fracaso comercial que sólo pudo obviar porque se había financiado la película con una herencia que había recibido su mujer.
Su segunda película la rueda ya con más maestría, nadando en la mediocridad urbana que llegaría a ser marca de fábrica de sus películas más brillantes y que ganaría el León de Oro de Berlín con el título de Los primos. Aquí es donde Chabrol decide que está muy bien hacer arte, pero que también es muy gratificante para el bolsillo dedicarse al alquiler de su propio talento, a veces con una cierta desvergüenza. El resultado, como no podía ser otro, es el de una carrera que oscila entre títulos extremos y excepcionales y otros que irrumpen con descaro en la mediocridad del oportunismo.
Muestra preclara de su dedicación al cine comercial en el que, no obstante, intenta dejar algún sello de calidad, es su serie dedicada a El tigre, ese euro-espía de creación propia que llega, en algún momento, a provocar la carcajada a un metro de quien creyó que Chabrol era un hombre entregado a su arte.
Ahora bien, al lado del Chabrol interesado en recaudar, estaba el Chabrol consciente de su capacidad y no dejó de lado su visión artística al realizar un puñado de obras maestras, prodigio de cámara que parece deslizarse con incomparable habilidad por las habitaciones de sus tramas, deslizándose por alfombras de comodidad mientras retrata miserias y asesinatos. Ahí están títulos maestros como La mujer infiel, cuadro sin pintar de una mujer que cae en brazos de la fatalidad y el deseo, o ese díptico interesantísimo que es Accidente sin huella y El carnicero, fieles reflejos de romanticismo lúcido y desesperado; o Al anochecer, tratado sobre la culpabilidad que conduce sin dilación al final del camino sin salida posible.
De su cine reciente, cabría destacar dos películas maravillosas en las que se adentra, con su particular punto de vista, siempre acertado por el lado femenino, en el espacio de mujeres fascinantes, movidas por impulsos no siempre acertados pero indudablemente rellenos de una cierta mirada cínica e imprevisible no exenta de sarcasmo. Esas dos películas son Un asunto de mujeres, donde el aborto es asaltado con una extrema crudeza, propia de mujeres sin sangre y de almas sin rumbo; y la estupenda La ceremonia, pesimista visión de la Humanidad basada en una novela negra de Ruth Rendell y que Chabrol, cineasta maestro cuando la ocasión lo requería, transformaba en cómplice de su propia obsesión por las falsedades de la burguesía.
Estas películas hacen que podamos perdonar al Chabrol de El tigre se perfuma con dinamita, al de Marie-Chantal contra el doctor Kha, al mediocre siempre latente de Inocentes con manos sucias, o al erotómano artístico-burgués que se descubre en Días tranquilos en Clichy. En su irregularidad había algo de genialidad y al fin y al cabo, en su autojustificación por el abandono de los preceptos que impulsaron a la nouvelle vague, está todo el razonamiento de un hombre que fue todo y fue nada en el cine: “No existen nuevas olas, sólo existe el mar”.

Quiero dedicar el artículo de hoy a Jesús Daniel de León, maestro en la moderación de debate y en el análisis de espacios cinematográficos. A Jesús Miguel Cabrero, amigo del cine, siempre respetuoso, siempre con un estrato de cariño para quien difiere de sus opiniones. A Juan Caso, irónico, brillante, certero y preciso. A Andrés Cid, experto en la disección del carácter francés, lleno de simpatía y buen humor y, a la vez, amante de Eric Rohmer y del buen cine y a Raquel Jaén, toque de feminidad, valiosa investigadora de por qués y llena de sensibilidad. Todos ellos compartieron el debate de "Conversacines" que tuvo lugar ayer y que podéis escuchar en www.conversacines.blogspot.com y consiguieron que, a pesar de la distancia, me sintiera como uno más en la mesa de coloquio y me dejaran con ganas del "después". Gracias a todos y por vosotros estas modestas líneas en homenaje al compañero de François Truffaut y figura importante del cine mundial, Claude Chabrol.

martes, 14 de septiembre de 2010

LOS CUATROCIENTOS GOLPES (1959), de François Truffaut


A modo de presentación para la película que se va a comentar esta noche en el programa de Radiópolis Sevilla "Conversacines" y en el que voy a tener el placer de participar, rindamos un pequeño homenaje a este título de este gran cineasta y que además, fue gran amigo de Claude Chabrol, que nos acaba de dejar. Si lo deseáis, podréis seguir el desarrollo del programa a través del blog www.conversacines.blogspot.com, donde se habla de cine y siempre rodeado de amigos.

Cuando se es niño, es muy fácil desorientarse por los laberintos del discurrir. No se comprende que un maestro intente enseñar a golpes. No es inteligible que tu madre se esté besando con otra persona que no es tu padre. No se llegan a procesar las consecuencias de ninguno de tus actos, entre otras cosas, porque llegas a creer que tus actos no tienen consecuencias. Y ahí es donde Antoine Doinel yerra en demasía, porque el mundo que le rodea y la vida que le espera hacen que el comer una simple miga de pan termine en una violencia enfundada con el guante de hierro de la rabia.
Antoine experimenta un desinterés irritante hacia todo porque, sencillamente, nadie tiene interés en él. Incluso en determinado momento, realiza una composición literaria brillante inspirándose en Balzac y en el colegio sólo recibe la ignominiosa acusación de plagio, un castigo denodado, una infamia más que, ya para él, es la rutina impuesta por los cientos de golpes que le han caído tan inmerecidamente como el de la permanente marca de los dedos en su piel.
Antoine no piensa mucho más allá que en mañana. Para él, el futuro es casi un sinónimo repetido hasta la saciedad del presente. Su lógica es la del animal que ha sido abandonado en un paraje desértico hecho de luces, aceras y coches. Sólo el cine llega a ser un refugio temporal, una pequeña victoria sin premio, una evasión por el túnel que le aleja del campo de concentración de la realidad.
Y es que, para él, perder es vencer, es hacer que la vida se fije en un niño sin rumbo cuando nada permanece, es conseguir que la sombra de sí mismo sea notada en el ambiente del fracaso anunciado. Es vencer a un destino que se burla con una sonrisa cruel y que le espera al final de un camino que guarda su ilusión y acaba en una mirada interrogante que, con una mezcla de desafío e inocencia, se atreve a plantear:
-. ¿Con qué derecho os atrevéis a juzgarme?
Y como toda respuesta, nosotros, los que asistimos al viaje a ninguna parte que emprende Antoine, sólo somos capaces de contestar con otra pregunta amarga y sin concepto:
-. ¿Y ahora qué, Antoine? ¿Y ahora qué?
Le enseñaron inglés, álgebra, redacción y poesía pero nadie se preocupó de mostrar a Antoine cómo se vive. Ése es el último de los cuatrocientos golpes que recibió François Truffaut, el verdadero nombre de un niño que perdió su identidad en medio de tantas bofetadas, de tanto desprecio, de tanta equivocación cometida por unos cuantos adultos que creían que la razón les habilitaba para el castigo. Un niño que decidió comenzar a crear porque estaba terminando su propia destrucción.
Todo el mundo debería ver esta película para sentir el cansino olor a madera del pupitre desvencijado, el color de una ciudad que sólo puede ser vista en blanco y negro, la estrechez de las paredes de un hogar semejante a una cárcel hecha con los barrotes de la indiferencia, la caída por un agujero de un niño que sólo pretendía algo de atención, la tonta diversión que sustituye a la inútil enseñanza, la decepción mascada a cada frío amanecer, la ilusión pisoteada a los pocos minutos de nacer, la ridícula pedagogía de quien no sabe comprender y las saladas lágrimas que resbalan por las mejillas de un chico que se despide del gris mate de su jungla propia, de sus luces de neón. Todo eso visto a través de la mirada de un adulto que nunca pudo olvidar que, un día, también fue niño y que luchó dentro de una sala de cine para alcanzar un mar que sólo fue arena y agua.

viernes, 10 de septiembre de 2010

ME SIENTO REJUVENECER (1952), de Howard Hawks


En cualquier negocio de monos, todo puede ocurrir. De repente, la madurez se vuelve juguetona, traviesa y experimenta un cambio hacia la locura juvenil que no deja de ser pintoresca. Habrá tiempo para conducir de nuevo un coche a toda mecha, quedarse extasiado por las piernas de una rubia de leyenda que deja la eternidad escrita en los ojos que la miran, ponerse a bailar como posesos, archivar las incómodas gafas de científico miope y estrellarse, escandalizar, atar a quien se aborrece a un árbol mientras se hace el indio y bromear y comportarse como niños recién salidos de las faldas de mamá.
Para ello, la fórmula requiere mucho ingenio, diálogos mordaces, atrevimiento osado, medias indeformables en las piernas de Marilyn Monroe, burlas sin vuelta en los ojos y actitudes de Ginger Rogers, eternas caras de despiste y ganas de diversión sin freno en ese gamberro que subyacía por debajo de la caballerosidad y elegancia de Cary Grant, complicidad hilarante en un actor de la seriedad y circunspección de Charles Coburn, humor sin límites y ganas de hacer una comedia que no envejece en las manos de un director de la clase de Howard Hawks y un primate deseoso de mezclar pócimas hasta que nos desternillemos de risa con esta auténtica demostración de que todos llevamos a un niño dentro al que negamos insistentemente la salida y al que, por una vez, abrimos cortésmente la puerta.
Y es que todos hemos deseado deshacernos de nuestros molestos dolores de espalda, de nuestra incipiente artrosis como señal inequívoca de entrada por la puerta de atrás en la media edad, de nuestras estúpidas e impuestas maneras educadas para poder hacer el loco de la misma manera en la que lo hacíamos cuando teníamos diez o quince años. Yo también quiero ensuciarme de nuevo la cara con pinturas de guerra de indios sioux y atar al más incauto a un árbol mientras danzo a su alrededor frenéticamente la invocación a la guerra a Manitú. Sobre todo, si pienso que en ese árbol está atado algún ser humano oportunista, ladrón, mentiroso, embaucador y sinvergüenza que, de adulto, niega mis derechos con total impunidad.
Así que tengan mucho cuidado. Después de la película, despejen el salón, convoquen a los hijos y comiencen un fuego de campamento en el que cada uno cuente la mayor de las travesuras que han hecho en su vida. Más tarde, díganse en voz baja cuál es la chica por la que darían su tomahawk sin pestañear mientras fuman la pipa de la paz. Salgan a la terraza y griten al mundo entero que se sienten rejuvenecer por una sola noche y que la locura es una gozosa celebración de una vida que se escapó sin apenas darnos cuenta. Yo, ahora mismo, les voy a dejar, porque va a venir mi papá y me va a decir que qué estoy haciendo con su ordenador y que me coja la pelota de fútbol y la pala y el cubo para ir a jugar al parque con la vecina de diez años del tercero B. Es que me entra un intríngulis cada vez que la veo…

jueves, 9 de septiembre de 2010

LA REINA DE ÁFRICA (1951), de John Huston


Un río divide en dos a un país que se desangra en medio de una guerra de blancos. Entre dos aguas navegan un borrachín simpático, valiente, refunfuñón y aventurero y una mujer puritana, decidida, única, de empuje, de rápido fluvial, de peligro saboreado. Juntos forman un equipo invencible que no se detendrá ante nada intentando dar sentido a unas vidas que, inevitablemente, marchan hacia un callejón sin salida. Él cambiará y se vestirá el desnudo ropaje de héroe para llevar a cabo una última hazaña, una última ilusión. Ella se dejará de mojigaterías y luchará hasta el final al lado de un hombre que ha sabido entrar en su corazón con la fuerza de una cascada, con la determinación de una hélice que abre un camino de espuma que parece escrito en las aguas con letras de mosquito, con acentos de sanguijuela, con renglones trazados por balas que muerden el aire, por las frases eternas de una pareja que no se podrá olvidar por mucho que lleguemos a vivir.
Esa pareja era Humphrey Bogart en el mejor papel de su carrera y Katharine Hepburn aportando verdadera maestría al conjunto. Con apenas dos actores y una barca, un rodaje plagado de dificultades y diferentes versiones de un guión que no convencía a nadie, John Huston construyó un relato sobre perdedores que no pueden ser derrotados porque no les importa cuál es el final del viaje pues el mismo viaje es lo primordial. Tener la certeza de que se ha estado, se ha luchado, se ha intentado. Sobrepasar los límites del orgullo para saltar sobre inutilidades y fracasos que son peldaños en la escalera de la vida de los protagonistas. Todo es apasionante en esta película. Desde los rostros al paisaje. Desde la aventura desbocada a las horribles maquetas que son tan pequeñas como disculpables. Desde lo que se dice hasta lo que estos maravillosos actores nos dicen con la caligrafía de sus rostros, que se acercan a los límites de la perfección con excepcionales herramientas. Son dos botes incapaces de hundirse navegando por las aguas de lo sublime.
Así que hoy habrá ginebra derramada en el cauce, pasado que se arrincona y se lleva como mochila de aprendizaje, vueltas de tuerca hacia un valor que ni siquiera se sabe que se posee, camaradería impensable de seres contrapuestos, ímpetu gozoso hacia un objetivo tan lejano como imposible, sorpresa que corta sogas dispuestas para la horca, inundaciones que elevan la quilla hasta depositarnos en el tranquilo remanso de una historia que está magistralmente contada. Y de ese modo, en medio de una barquichuela de vapor que apesta a grasa, que deja en la boca un extraño sabor a metal rancio, que navega más por inercia que por impulso y que es cobijo, hogar, excitación, abismo, estancamiento, barbas mal afeitadas y cabellos hermosamente revueltos, podremos sentir que estamos siendo mecidos por el suave movimiento acompasado de una reina de África que quiso convertir dos vidas vulgares en maravillosas e irrepetibles obras de arte.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

CUERPO Y ALMA (1947), de Robert Rossen


Nunca está el alma en venta si antes no se ha puesto el cuerpo en rebajas. Es como una especie de escudo que, si cae, hace caer todo el interior que nos hace hombres, nos modela y nos hace crecer como personas. Todo esto puede que no sean más que palabras si nunca hemos encajado un directo en la mandíbula, o un gancho en el estómago. Sólo los que enrollan los brazos en las cuerdas para no caer saben lo que es el cuerpo y el alma heridos pero lo más importante de todo es que no estamos ante un cuento de guantes y lona, sino ante una historia de verdadero interés humano, un sólido e inolvidable drama que a más de uno puede dejar fuera de combate. Los tintes negros del relato se desparraman por el suelo hasta la cuenta de diez y la victoria del buen cine es proclamada por evidente superioridad. Para ello, todo el universo en el que se mueve el protagonista (extraordinario John Garfield) está rodeado de amigos, familia, jugadores de ventaja, criminales y mujeres que intentan la rendición incondicional de un hombre que pega fuerte pero sin perder ese rincón de honestidad que le hace recordar que aún hay algo dentro de él que merece la pena.
Por supuesto, habrá tentaciones que tendrá que evitar con un hábil movimiento de cintura por mucho que el poder y el dinero luchen por inmovilizarle. En la banqueta de su descanso habrá algunos toques de dulzura, una madre fascinante de caras variadas y el siniestro rostro de la turbiedad de gángsters sin escrúpulos que sólo pretenden llenar las manos de dinero mientras, poco a poco, le van quitando los guantes del éxito al púgil del combate de fondo.
Todo ello, estará bañado por una extraña y maravillosa luz que acentúa los blancos y tilda los negros debido a uno de esos directores míticos del cine como James Wong Howe que sabía manejar esos colores como el lienzo donde trazar el estilo de la corrupción y el camino a la gloria. Al final, habrá un terrible y violento enfrentamiento en el que la moral será el verdadero campeonato que se ponga en juego. Ahora bien, no nos equivoquemos: Cuerpo y alma es el origen y la referencia obligada para otras películas mucho más cercanas como Rocky o Toro salvaje y ahí reside gran parte de su mérito. Es inicio y reunión de un grupo de cineastas que todos fueron despojados de gran parte de sus derechos por la “caza de brujas” y dentro de ella están los nombres, no sólo de Garfield, uno de los casos más tristes de tan deleznable episodio; sino también de Robert Rossen o de Abraham Polonsky. En pocas ocasiones se puede ver cómo unos cuantos servidores del arte demostraron tanta coherencia con lo que contaban. Ésta es una buena oportunidad para saberlo.
Así que, después del siguiente derechazo, es hora de echar una mirada a nuestra moral, de cerrar esas cejas reventadas y coser de urgencia alguna brecha en la que se nos escapó la definición de lo justo. No nos gustarán algunas cosas pero tal vez haya algo de cuerpo y algo de alma en todo lo que hacemos. Ustedes son los jueces.

martes, 7 de septiembre de 2010

DAVID NIVEN: LA SONRISA DEL CABALLERO


El último gesto en la vida de David Niven, pocos segundos antes de morir, fue levantar los pulgares como queriendo decir que todo había merecido la pena. Fue bien conocido por su elegante y fino sentido del humor y los que gozaron de su amistad dicen que fue un hombre básicamente feliz y que había llegado mucho más allá de lo que nunca había soñado. Otra prueba de todo esto es su divertida autobiografía, Traigan los caballos vacíos, prodigio de ironía y de humor, cualidades con las que supo mirar su propia existencia.
El estilo interpretativo de David Niven era el de un caballero desprovisto de petulancia y armado con una, a menudo, mordaz inteligencia propia de un actor tremendamente intuitivo que deambuló de aquí para allá en sus comienzos y bajo las órdenes de grandes directores como eficaz secundario a la sombra de la estrella de turno con quien solía competir por la chica acabando con la derrota o con la solución mucho más sencilla de la muerte.
Así pues David Niven trabajó con Howard Hawks, William Wyler, Ernst Lubitsch, John Ford, Michael Curtiz o Henry Hathaway como el segundón durante un largo periplo de once años. Hasta que topó con el papel protagonista de la estupenda fábula de aviación y limbo A vida o muerte, de esos dos geniales directores que fueron Michael Powell y Emeric Pressburger, donde todo el mundo se dio cuenta de que aquel segundón sabía moverse como protagonista. Para entonces, el actor ya contaba con la edad de 37 años y, poco a poco, supo hacerse con un sitio en las cabeceras de los carteles. Ahí tenemos La mujer del obispo, de Henry Koster, donde compartió protagonismo con Cary Grant en una película parcialmente fallida y con un tremendo error de casting pues deberían haber intercambiado los papeles habiendo ganado el film en elegancia y, quizás, en rotundidad cómica pues se quedan a medio camino del melodrama mágico y la comedia celestial con un lastre demasiado importante.
Pero no llegó a despegar del todo hasta que a Michael Anderson se le ocurrió que el único Phineas Fogg posible era David Niven. Así, La vuelta al mundo en 80 días, si bien es cierto que un tanto mellada por muchos motivos, cuenta con una magistral encarnación del personaje principal por parte del actor que le dota de unos magníficos modales de caballero puntilloso, de una flemática rigidez, de una ternura muy británica. De hecho, junto con los créditos fantásticos de Saul Bass, se convierte en la mejor baza de una película excesivamente larga y demasiado cargada de firmamento estelar.
Después de competir con Stewart Granger por los favores de Ava Gardner en esa historia de modernos y envidiosos robinsones que es La cabaña, de Mark Robson, un film de prometedor punto de partida pero fallido y soso, Otto Preminger le ofrece el papel principal de Buenos días, tristeza, la adaptación de la polémica novela de Françoise Sagan (de hecho, Niven ya había trabajado con Preminger en la muy discutida La luna es azul, la primera película en la que se pronunciaba la palabra sexo con la connotación que usted está pensando en este momento) donde Niven coloca su listón dramático muy alto, despojándose de todo tipo de humor y con una interpretación absolutamente ejemplar. Este registro llegó a su punto máximo con la adaptación de la obra de Terence Rattigan Mesas separadas con un papel que le vino rebotado de Laurence Olivier y que nos muestra al caballero avejentado y torpemente ridículo, acusado de abusos deshonestos y que se ve aislado y rechazado por un entorno hipócrita en el que todos tienen algo que esconder. Su interpretación es tan medida, tan matizada y tan difícil al tratarse de un papel que camina al mismo filo de lo desagradable que gana el único Oscar de toda su carrera.
Su papel en Los cañones de Navarone, siendo claramente secundario, es de los mejor construidos y, sin ánimo de resultar original, una de las mejores cosas de 55 días en Pekín es su interpretación, contrapunto ideal al aventurero Charlton Heston, en la piel del Embajador británico en China que, aunque no le gusta, debe ponerse los ropajes de héroe para defender los intereses de su país y la vida de cientos de personas.
Sir Charles “El Fantasma” es su ladrón de guante blanco, pleno de elegancia, de mirada irónica y atónita ante las evoluciones del patán Inspector Clouseau en La pantera rosa, de Blake Edwards, una de las mejores comedias alocadas que se rodaron en los años sesenta, género en el que David Niven se hizo todo un clásico. Ahí están Dos seductores, de Ralph Levy, un acusado contraste entre Niven y un poco atinado Marlon Brando; o la fallida Lady L, de Peter Ustinov; o la curiosa La caja de las sorpresas, de Bryan Forbes. Además de todo ello, la gente suele olvidar que él encarnó al mismísimo James Bond en esa tontería (Orson Welles decía que jamás comprendió cómo esta película pudo tener éxito) que es Casino Royale, ridiculización del mito del más famoso agente secreto convertida en una estomagante astracanada sin gracia ni sentido.
Prudencia…Prudencia, rodada con su gran amiga Deborah Kerr pasó por ser un oportunista intento de explotar la fiebre sexual de finales de los sesenta a través de la temática de los anticonceptivos, tratados en clave cómica y que resultó ser un fracaso y una película floja y olvidable, en parte por culpa de la muy mediocre dirección de Fielder Cook.
En los años setenta, David Niven no se complicó en demasía con papeles un tanto anodinos y claramente alimenticios, como la sátira del cine de terror Vampiro, de Clive Donner; o su encarnación paródica del detective Nick Charles, el hombre delgado de Dashiell Hammett, en la frustrada pero sorprendentemente reivindicada Un cadáver a los postres, de Robert Moore; o su papel de mero comparsa en la intrigante Muerte en el Nilo, de John Guillermin, intento de reeditar el éxito de Asesinato en el Orient Express, de Sidney Lumet y que se quedó en una torpe imitación del original; o la película de espías de la Segunda Guerra Mundial a mayor gloria del, por entonces, muy de moda Michael York, Un hombre llamado Intrépido; o la patética misión llevada a cabo por unos ancianos decrépitos en Lobos marinos, de Andrew McLaglen. Quizá lo único con un mínimo de calidad que rodó en sus últimos años fue Golpe audaz, de Don Siegel, y es tan floja que apenas se reconoce el estilo de su director aunque es inconfundible la madura elegancia de David Niven.
Dicen que sus carcajadas en el entierro de Peter Sellers fueron épicas mientras cargaba con el ataúd del cómico al comprobar que había dejado dispuestos los nombres y los lugares de las personas que lo tenían que llevar, resultando que los de un lado eran muy altos (él entre ellos) y los del otro eran muy bajos. Muchos proclaman su imitación del estilo de Cary Grant mientras yo le veo mucho más cercano a William Powell. De cualquier modo, siempre animó los rodajes en los que estuvo (aunque de su amplia carrera, casi cien películas, apenas se pueden destacar un puñado de títulos) y la profesión guardó un gran recuerdo de él. Y para mí siempre quedará su sardónica risa mientras presentaba una ceremonia de entrega de los Oscars con su habitual elegancia mientras un streaker cruzaba el escenario con sus partes pudendas al aire. Era la marca de fábrica de quien se sabía todo un caballero.

viernes, 3 de septiembre de 2010

TOY STORY 3 (2010), de Lee Unkrich


Hace muchos años, cuando yo era niño y la imaginación poblaba mis pensamientos, tenía un coche de juguete muy pequeño. Era un Chevrolet Corvette que estaba decorado como si fuera un vehículo de rally y que en la parte de atrás, a modo de broma y de rebeldía, tenía un cartel en blanco y negro que ponía Lazy Bones. Desde luego, yo, en aquella época, no tenía ni idea de que ese cartel significaba “Huesos vagos” y comencé a llamar a aquel coche con el mismo nombre que lucía en su parte de atrás: Lazy Bones.
Han pasado más de treinta y cinco años desde que dejé de jugar con él porque la vida me impulsaba inevitablemente hacia la madurez y los juguetes dieron paso, con la velocidad de un coche de carreras, a las chicas, al carnet de conducir y a las tonterías propias de la adolescencia. Pero Lazy Bones sigue por aquí, en mi casa. Su color amarillento se ha ido descascarillando pero sigue rodando tan bien como antes. Mi hijo juega con él y yo, de vez en cuando, aún me arrodillo para lanzarlo, como hacía en mi infancia, a toda velocidad por el pasillo.
Estoy seguro que, cuando nadie le ve, Lazy Bones, se ríe para sus adentros, limpia motores, revisa suspensiones y se hace una puesta a punto digna de cualquier campeón de resistencia.
Todo esto puede que no venga a cuento pero es que este es el tema de una película tan llena de aventura y sincera emoción como Toy Story 3. Del adiós a la infancia y del comienzo de la vida adulta. Del lugar en el que quedan los juguetes que siempre han sido compañeros incondicionales en el largo viaje del aprender. Del deseo de esos mismos juguetes de buscar a un niño que aún siga queriéndoles aunque, en el fondo de sus pilas y de sus plásticos, tengan la certeza de que siempre pertenecerán al mismo niño que, un día, posó sus ojos sobre ellos con un incontenible deseo de manejarlos.
Y es que esos juguetes fueron confidentes, fueron oídos que escucharon nuestras ingenuas quejas, fueron capaces de recoger las lágrimas que derramábamos por algún motivo que nos parecía importante. Fueron amigos y maestros. Fueron desahogo y alegría. Fueron rincón y amplitud. Y casi todos ellos quedaron arrumbados en algún lugar que no mirábamos mucho para no plantearnos la odiosa duda de si debíamos conservarlos o hacer por fin algo de sitio y tirarlos en el primer cubo de basura que encontrásemos.
Esos juguetes, estén donde estén, siguen siendo nuestros. Fueron nuestra meta más preciada en su momento, lo más importante, el motivo de nuestro ansia. No merecieron acabar descuartizados por cualquier otro niño desaprensivo o que ni siquiera llegaba a la edad para tener el privilegio de jugar con ellos. No hicieron nada para acabar aplastados en un cubo de basura que también arrasaba con buena parte de nuestros sueños fingidos. Debimos coger aquellos compañeros de risas y penas y darlos a quien sabíamos que iba a cuidarlos como niños y a quererlos como promesas. Al fin y al cabo, mientras podamos jugar, seguirán siendo una parte imborrable y genial de nuestra vida y parte de lo que somos, lo somos por culpa de ellos.
Así que, en cuanto termine el artículo, voy a sacar de nuevo a ese niño que miraba el girar de las ruedas desde el suelo para entretenerme un rato con Lazy Bones. Él nunca ha dejado de cumplir con su misión y no ha querido separarse de mí. Ha aguantado golpes, arañazos, curvas peligrosas y profundos baches y, lo que es aún mejor, me ha enseñado a aguantarlos a mí. Ganó no sé cuántas carreras pero muchas veces, cuando mi hijo no me ve, aún le digo que está ganando la más increíble de todas. Es aquella que se gana a ese tiempo que, en este instante, me conduce con decisión hacia la vejez.

jueves, 2 de septiembre de 2010

FRANKLYN (2009), de Gerald MacMorrow


Todo comienza con cuatro historias de violencia moral y de infelicidad suprema. Cada una es independiente de la otra y algo en el corazón del espectador parece que se estremece como un apéndice de esponja, lleno de agujeros, húmedo y asediado por realidades inventadas que parecen imaginaciones verdaderas. La erradicación del individuo a través de la decepción y la falta de adaptación en un mundo gris, sucio, triste y sin amor.
Y así vemos cómo una mujer de talento se arrastra lentamente hacia la muerte porque se ve atraída por los abismos de la desaparición. Un padre busca con fe y cierta culpa a un hijo que volvió de la guerra y perdió la cabeza. Un joven vaga por las calles intentando encontrar el escape a la desolación de sentirse abandonado. Un extraño y misterioso detective inmerso en un universo de estética tenebrosa y amenazante quiere vengarse del hombre que mató a una niña y creó una religión que es una amenaza más ante el ser humano atrapado en una red de creencias estúpidas y rechazables.
De repente, comenzamos a darnos cuenta de que hay rostros familiares que se entremezclan en las historias y, a lomos de nuestra imaginación, podemos concluir que son evasiones paralelas, válvulas de descompresión ante una insoportable realidad que los protagonistas no pueden afrontar. Y así nace un nuevo mundo de sueños en el que los personajes se sumergen porque todos inventan un modo de falsa felicidad, de algún tipo de realización personal ante un fracaso que se empeña en demostrar que todo es para nada, que la locura es el camino, que la deformación del espíritu es inherente y que con ella hay que convivir, como un defecto físico que arrastráramos en la autodestrucción a la que estamos inevitablemente abocados.
Interesante demostración de cómo todos los que vivimos inventamos paralelos de la imaginación para superar nuestras carencias, para hacernos creer nosotros mismos que merece la pena vivir aunque sea hablando a solas con una aparición, o asumiendo una personalidad de ojos hundidos y maneras fantasmagóricas. La confusión puede sumir al espectador en un estado de inconsciencia hasta que, poco a poco, se van encajando las piezas en una mente que puede estar tan evadida como las de los que nos describen y es entonces cuando también trazamos líneas paralelas para encontrar explicaciones delirantes y moralejas poco evidentes.
Así, tal vez viendo este cuento de ciencia ficción del presente, podemos caer en la cuenta de que más vale hacer saltar la chispa cuando el gas está saliendo porque somos incapaces de vernos en un espejo y que éste nos devuelve el auténtico reflejo de nuestras personalidades. Puede que mirándonos en él, sólo encontremos frustraciones, deseos incumplidos, cariños extraviados, creencias embusteras, presencias insalvables, obsesiones militantes, fascinaciones proyectadas, fantasías que se liberan sin voluntad. Todos nuestros sueños puede que no sean más que una medición exacta de todas nuestras decepciones.
No hay que rendirse ante las evidencias porque, tal vez, por alguna razón que nunca se llegará a conocer, lo imaginado también puede ser realidad y, por una vez, ficción y vida se encuentren para dar sentido a todo. Lo vivo no es ceniza de lo quemado. La mente es esa gran encubridora que se dedica a someternos a un chantaje continuo, a una alienación angustiosa, a una embarcación que nunca toca puerto porque no se conforma con nada. Hay que vencer aunque sea una entelequia. Hay que seguir aunque sea impensable. Hay que volver aunque signifique amargura. Los días son suplidos por imágenes que se graban en un rincón del interior y somos monstruos, pero también somos pedazos de carne llenos de vida.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

NOCHE Y DÍA (2010), de James Mangold


A veces, huir de la trascendencia es un sano ejercicio de puntería. Eso siempre ayuda a buscar una objetividad que escasea por mucho que se tenga mira telescópica. Se ve una cosita de éstas, se respira, se sanea el ambiente y luego, con fuerza y vanidad, se analizan intentos más o menos serios de hacer algo parecido al cine.
En este caso tenemos a un agente secreto que es un remedo de James Bond solo que más bajito y con más retranca, una chica que no sabe por dónde van los tiros y ya está, ya tenemos un filetito poco hecho, vuelta y vuelta. No demasiado sabroso, con algún que otro nervio de punta intragable, con una música de fondo más que aceptable y un rato que se ha pasado como quien corre en un encierro de los sanfermines.
Precisamente, el mayor error de la película es toda la secuencia que se ha rodado en Sevilla, con esa mezcla de Andalucía con un encierro que no se cree ni Cañita Brava cantando a tres voces. Lo demás, se deja ver porque tiene su acción, sus risitas de aquí y de allá, sus protagonistas que abandonan peligrosamente la piel tersa, peleas impensables, un argumento que importa muy poco y explosiones de toma y zaca.
Y el caso es que la gente parece que se lo pasa bien hasta la susodicha secuencia que arranca las risas del respetable poniendo en ridículo todo lo que está sucediendo. Tal vez porque, hasta ese momento, la película no se había tomado demasiado en serio y ahí radica una de sus mayores virtudes. En ese momento aparece ya algo que parece el sum sum korda de la más trepidante de las acciones y, en realidad, es peor que El Príncipe Gitano cantando In the ghetto.
Por lo demás, es que hay muy poco que contar. El tipo que está detrás de las cámaras, el tal James Mangold, ya perpetró un atentado con cierta premeditación en la versión contemporánea de El tren de las 3,10 y, aunque parezca mentira, arrancó una más que notable interpretación a Sylvester Stallone en la fenomenal Copland y, con dos cámaras de valor, le puso al lado de Harvey Keitel y Robert de Niro. Aquí no aporta otra cosa más que un tanto de profesionalidad en una cinta rodada con cierta habilidad hasta que nos vamos a Pamplona, digo a Sevilla, bueno lo que sea.
En cuanto a Tom Cruise, pobrecito mío, desde que rompió su asociación con Paula Wanger lo intenta una y otra vez, pero cada vez se le ve más gnomo y más talludito y eso que es un buen actor que ha tenido interpretaciones sobresalientes (y le aplaudo con ganas en aquella Algunos hombres buenos, de Rob Reiner) e intenta enseñar musculillos y tal, pero comienza a entrar en una madurez que puede ser preocupante si no empieza ya a hacer papeles algo más serios, más asentados y con menos licencia para matar.
¿La chica? Cameron Díaz ni es actriz, ni lo ha sido nunca. Mangold, con extrema habilidad, intenta que nos enamoremos de sus ojos azules, agua en la mirada y doblez del mar mecido, pero es que la chica tiene una boca que parece un buzón y, por mucho que intentes concentrarte en sus ojos, la cuestión es que la cara comienza a tener unas preocupantes arrugas que, sospechosamente, también son de color azul.
Teniendo en cuenta que la aparición de Jordi Mollá es meramente anecdótica, que el rumbo que ha tomado la carrera de una actriz como Viola Davis es francamente desconcertante y que Peter Sarsgard sigue sin tener ni idea de lo que significa actuar, hasta es una película que ha salido medianamente entretenida. Pero ni Cruise es noche, ni Diaz es día (por cierto, pésima traducción del original Knight and day) así que para jugar a los imposibles, me quedo en casa y le enseño el carnet de conducir a mi hijo diciéndole orgullosamente que soy agente de la CIA. Lo mismo cuela. Como esta película, vamos.