viernes, 24 de septiembre de 2010

EL ASESINO POETA (1947), de Douglas Sirk

No deja de ser curioso que un hombre conocido por sus excepcionales melodramas como Douglas Sirk, tuviera una prometedora carrera anterior como realizador de películas más que aceptables que se movían dentro del género negro. Si bien, quizá, la mejor de todas ellas fuera la sorprendente Pacto tenebroso, que atormentaba cruelmente a Claudette Colbert mientras convertía al simpático Don Ameche en un despiadado asesino, no cabe duda de que El asesino poeta tiene su interés porque describe, de forma muy temprana, la violencia de un asesino en serie que anuncia sus fechorías a la policía con antelación a través de un poema indescifrable. Premisa interesante donde las haya y que es aún más fascinante si vemos que en el reparto se mueven nombres de la altura y la perfección de George Sanders, Charles Coburn o el sorprendente Boris Karloff jugando a ser ambiguo e inquietante. Lo que está claro es que Sirk opta con cierta maestría a construir la tensión desde los primeros compases de la historia trasladando los misterios a las mismas orillas del espectador con notable interés y con cierta destreza en el manejo de un blanco y negro que nunca fue su seña de identidad salvo en la maravillosa Ángeles sin brillo. Otra cosa es que el título en español no es que sea demasiado afortunado y que, muchos años después, se hiciera un remake inconfeso con Al Pacino y Ellen Barkin con el nombre de Melodía de seducción. Lo cierto es que estamos ante una película de cierta inteligencia, bien pensada y que, sin llegar a ser una obra maestra, es una buena muestra de lo que se podía hacer con poco presupuesto pero muchas ganas.
Eso sí, hay diálogos que merecen la pena, una actriz algo descolocada como Lucille Ball, un montaje algo moroso en un par de secuencias, cierta deuda con el cine de horror clásico y un suspense muy digno de ser sentido porque es, casi, esa incógnita que se abre en cualquier lector cuando lee una línea de poesía y no sabe con qué palabra se va a rimar el siguiente verso. Tal vez porque, en esta ocasión, sangre tiene muy pocas posibilidades si queremos rimar en consonante.
Los pasos resonarán en los ecos de las bóvedas góticas, como intentando encontrar al asesino a través del sonido en un intento de aspirar una brisa que será de todo menos agradable. La angustia se instalará en la piel, como un animal que desea chupar la sangre que corre por las venas en busca de la oscuridad del cuerpo. En los rincones, hay sombras de crueldad y de enigma que dibujan su contorno en las frías aceras de una época de pesadilla. También, con su sonrisa ladina, pasará la lujuria buscando unas curvas en las que posarse. Mientras tanto, allí fuera, en la niebla, un asesino contará las sílabas por muertes, pondrá el ritmo en los versos de su vileza e inundará la atmósfera de turbiedad presentida, de asesinato meditado, de brutalidad sugerida. Siéntense a la mesa y comiencen un cuarteto, puede que el camino abierto por el lápiz se convierta en una elegía atroz.

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