jueves, 2 de septiembre de 2010

FRANKLYN (2009), de Gerald MacMorrow


Todo comienza con cuatro historias de violencia moral y de infelicidad suprema. Cada una es independiente de la otra y algo en el corazón del espectador parece que se estremece como un apéndice de esponja, lleno de agujeros, húmedo y asediado por realidades inventadas que parecen imaginaciones verdaderas. La erradicación del individuo a través de la decepción y la falta de adaptación en un mundo gris, sucio, triste y sin amor.
Y así vemos cómo una mujer de talento se arrastra lentamente hacia la muerte porque se ve atraída por los abismos de la desaparición. Un padre busca con fe y cierta culpa a un hijo que volvió de la guerra y perdió la cabeza. Un joven vaga por las calles intentando encontrar el escape a la desolación de sentirse abandonado. Un extraño y misterioso detective inmerso en un universo de estética tenebrosa y amenazante quiere vengarse del hombre que mató a una niña y creó una religión que es una amenaza más ante el ser humano atrapado en una red de creencias estúpidas y rechazables.
De repente, comenzamos a darnos cuenta de que hay rostros familiares que se entremezclan en las historias y, a lomos de nuestra imaginación, podemos concluir que son evasiones paralelas, válvulas de descompresión ante una insoportable realidad que los protagonistas no pueden afrontar. Y así nace un nuevo mundo de sueños en el que los personajes se sumergen porque todos inventan un modo de falsa felicidad, de algún tipo de realización personal ante un fracaso que se empeña en demostrar que todo es para nada, que la locura es el camino, que la deformación del espíritu es inherente y que con ella hay que convivir, como un defecto físico que arrastráramos en la autodestrucción a la que estamos inevitablemente abocados.
Interesante demostración de cómo todos los que vivimos inventamos paralelos de la imaginación para superar nuestras carencias, para hacernos creer nosotros mismos que merece la pena vivir aunque sea hablando a solas con una aparición, o asumiendo una personalidad de ojos hundidos y maneras fantasmagóricas. La confusión puede sumir al espectador en un estado de inconsciencia hasta que, poco a poco, se van encajando las piezas en una mente que puede estar tan evadida como las de los que nos describen y es entonces cuando también trazamos líneas paralelas para encontrar explicaciones delirantes y moralejas poco evidentes.
Así, tal vez viendo este cuento de ciencia ficción del presente, podemos caer en la cuenta de que más vale hacer saltar la chispa cuando el gas está saliendo porque somos incapaces de vernos en un espejo y que éste nos devuelve el auténtico reflejo de nuestras personalidades. Puede que mirándonos en él, sólo encontremos frustraciones, deseos incumplidos, cariños extraviados, creencias embusteras, presencias insalvables, obsesiones militantes, fascinaciones proyectadas, fantasías que se liberan sin voluntad. Todos nuestros sueños puede que no sean más que una medición exacta de todas nuestras decepciones.
No hay que rendirse ante las evidencias porque, tal vez, por alguna razón que nunca se llegará a conocer, lo imaginado también puede ser realidad y, por una vez, ficción y vida se encuentren para dar sentido a todo. Lo vivo no es ceniza de lo quemado. La mente es esa gran encubridora que se dedica a someternos a un chantaje continuo, a una alienación angustiosa, a una embarcación que nunca toca puerto porque no se conforma con nada. Hay que vencer aunque sea una entelequia. Hay que seguir aunque sea impensable. Hay que volver aunque signifique amargura. Los días son suplidos por imágenes que se graban en un rincón del interior y somos monstruos, pero también somos pedazos de carne llenos de vida.

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