viernes, 29 de octubre de 2010

BUENOS DÍAS, TRISTEZA (1958), de Otto Preminger

Hay un paraíso en algún lugar entre las rocas. Un sitio donde una hija que ya florece en los albores de la juventud y en el ocaso de la adolescencia, puede expresar plenamente el amor que siente por un padre. Allí están solos, sin nadie que les pueda molestar. Sólo la casa, el cielo, el mar y ellos. Todo es sugerido, nada es evidente. Es como permanecer justo en esa línea del horizonte donde parece que la tierra se junta con el infinito. Estar en la frontera. En la franja de nadie. En el limbo que prolongue un cariño que va más allá de lo permitido.
De pronto, aparece un elemento que lo desequilibra todo. Es una mujer con clase, de cierta elegancia, de belleza contrastada. Parece que es la hija con treinta años más. El padre comienza a mirar hacia otro lado. Ya no hay horizonte. Ya no hay la fresca brisa que se estrella en el rostro y limpia el pensamiento. Dos son compañía y tres son multitud y alguien comienza a sobrar. La tristeza comienza a aparecer cada mañana porque nadie quiere ser cruel. Nadie quiere herir a otro, pero la naturaleza humana es depredadora, es una fiera que, a veces, salva los barrotes y araña mortalmente al que está al otro lado. La falta de madurez puede ser un atractivo. La falta de madurez puede ser el principio del error.
Otto Preminger quiso insistir en temas espinosos durante una buena parte de su carrera. Con Buenos días, tristeza saltó las limitaciones impuestas por la censura a partir de la novela de Françoise Sagan y lo hizo con su inteligencia habitual. Sólo hay que sugerir para que el espectador piense. Sólo hay que pensar para que el espectador suponga. Algo tiñe de oscuro el rosa de cada amanecer y lo que es una historia de amor mostrada sin maldad se convierte en la oscuridad de unos celos que no dejan vivir pero que tampoco son tan nítidos bajo la luz del sol.
Y es que en el fondo, más allá de lo prohibido, el amor siempre es el centro de las emociones por las que respira el mundo. Una ventana hacia la inmensidad se puede cerrar para convertirse en un límite para el corazón. Y el pobre David Niven, lleno de esa elegancia natural en él, tiene que elegir entre la inmadurez de Jean Seberg o la serenidad avasalladora de Deborah Kerr. La tristeza dice buenos días. La libertad con que se sueña, tarde o temprano, siempre dice buenas noches.
Así pues, con la objetividad de unos espectadores que sienten peligrosamente cerca el filo de la incomodidad sentimental, es hora de juzgar los conceptos, de encerrar prejuicios y sacar brillo a la mirada. Las dos nos conquistan y la elección no tiene interés porque se sabe de antemano. El destino es el que construye los caminos y se convierte en el inapelable juez de los comportamientos de cada cual. Es la trayectoria propia hacia la madurez la que hace que conozcamos los castigos a los que nos somete la existencia. No hay muchas más leyes para seguir. Sólo estirarse, sentir el frescor de las sábanas en una suave mañana al borde del mar y susurrar un deseo para la tristeza.

jueves, 28 de octubre de 2010

STONE (2010), de John Curran

Tomando como premisa argumental el mismo punto de partida que se planteaba en La huida, de Sam Peckinpah, nos encontramos ante un retrato grisáceo de la vida de un funcionario que no sabe si es feliz, no porque no lo sea, sino porque ni siquiera se ha hecho la pregunta. Alrededor de él, se ha construido un muro insalvable de silencio e introversión y, durante toda su vida, cree que ha estado dentro de los límites de la rectitud por la sencilla razón de que nunca ha quebrantado la ley.
Y así, en un argumento que va con nitidez hacia la deriva, se nos cuentan cosas como el rechazo al radicalismo de una iglesia cada vez más delirante y absorbente, el encuentro con un preso que descubre la manipulación como arma contra la inteligencia y la certeza final de que, aunque se haya vivido con la creencia de que se ha actuado de forma irreprochable, la rectitud no es más que un fugitivo que se viste con mugrientos harapos para no parecer que mendiga algo a la existencia.
Es entonces cuando nos encontramos con la paradoja de que el tipo que decide si recomendar la libertad condicional a un individuo, es un delincuente moral de cadena y bola; y el tipo al que tiene que soltar resulta que, a pesar de que ha hecho auténticas barbaridades, piensa que ha hecho lo correcto, lo único posible y que, a través del horror, ha encontrado el genuino sendero de la purificación.
Con todo este entramado, llega un momento en que nos da exactamente igual lo que le pase a uno y a otro y algo en nuestro interior, nos invita a saltarnos la ley del cine y salirnos antes de los créditos. No cabe duda de que un actor como Robert de Niro siempre es eficaz aunque en esta ocasión esté lejos de lo magistral y sabemos que domina el arte de la mirada como muy pocos en la historia del cine; que Edward Norton cumple sin más y que no acaba de encontrar el tono adecuado al personaje y que Milla Jovovich nos presenta uno de los personajes femeninos más irritantes de los últimos años caminando por el borde de la bobada y tropezando peligrosamente en el abismo de sus labios rojos como el pecado. Y no hay más. Lo que empieza de una forma prometedora, se trunca porque la película se estanca sin salidas pues John Curran, el director, se ha encargado cuidadosamente de tapar todos los agujeros de desenlace posible y la película carece de él, igual que podría haber carecido, para nuestro solaz, de iniciativa para hacerla.
Y es que es muy difícil saber encontrar el matiz adecuado para inundar al público de tanta vida gris y sin sentido, de tanta mazmorra comunicativa y de tanta frustración acumulada en unos vasos de whisky que, de tanto usar, ya comienzan a tener el cristal amarillento. Más allá del porche, sólo hay una oscuridad que ni siquiera se tiene interés en penetrar y lo prohibido comienza a ser la propia conciencia que, a pesar de tener muchas razones para estar presa, se ha movido en libertad porque la injusticia es una condición inherente al hombre. El bárbaro debería estar preso. El torturador moral, también y, sin embargo, no hay delito en ningún código contra el que reprime voluntades ajenas y esclaviza sentimientos con la violencia del chantaje más fácil. No se puede centrar el núcleo de una historia en unas cuantas conversaciones con el diablo para darnos cuenta de que una mesa puede ser el mejor de los refugios. Que suenen los barrotes. Un preso abandona la prisión. Que se cierren las puertas. Un hombre que ha creído siempre cumplir con su obligación, no puede abandonarla. Y mientras tanto, el bostezo ya es la mejor compañía para quien ha tenido la paciencia de esperar hacia dónde va tanto desatino narrativo y tanta piedra en el corazón. Piedras huecas. Piedras de nada. 

miércoles, 27 de octubre de 2010

LA MUJER PANTERA (1942), de Jacques Tourneur

¿A qué se tiene miedo? Se tiene miedo a la oscuridad, a lo que no se ve. Así de sencillo y así de genial. Ésa fue la fórmula de Jacques Tourneur para hacer una película como La mujer pantera, de clara serie B, cuando vio los ridículos disfraces que le proponía la sección de vestuario. Decidió no mostrar nada pero sugerir todo. El público tenía que poner el resto con su imaginación. El resultado fue el nacimiento de una obra maestra del cine fantástico que aprovecha su originalidad para dar un repaso al felino carácter de una mujer que se convierte en pantera cuando se excita sexualmente, lo cual la hace tremendamente peligrosa en casos de celos y llantos. Extraordinaria es esa secuencia en que ella llora amargamente y le alcanzan un pañuelo para devolverlo hecho jirones. No se puede decir más con menos. No se puede sacar más partido a la limitación presupuestaria. Tourneur era un maestro, un hombre que sabía sacar oro de debajo de las piedras y nos dejó un puñado de obras de arte que merecieron perdurar en la historia como sombras apenas vistas y reflejadas en la pared de nuestras memorias.
Una pantera, una mujer, marca claramente su territorio para que no se acerque nadie al hombre que ama. Si alguien traspasa las fronteras de sus dominios, entonces se enfrentará a la ira de una fiera indomable. Será difícil de cazar, será imposible de atraer, incluso se revolverá contra quien quiere forzarla torpemente. Sus uñas están afiladas hasta el arañazo mortal. Sus dientes delatan la búsqueda de la carne que estorba sus propósitos. Y aún así, debajo de la sombra de su piel, de la negrura de su pelo, late el corazón de una mujer que ama, llora, siente y pelea por lo que cree que es suyo. Parábola inteligente sobre el carácter femenino, Tourneur rinde homenaje así a todas aquellas panteras que no se rinden nunca, condición implícita en cualquier mujer. Así, los hombres son vistos como débiles y manipulables, movidos por la obsesión sexual, hábilmente sugerida, sin más cerebro que el de un comparsa de selva que sigue a la hembra dominante en sus pasos haciendo creer que, realmente, quien marca el liderazgo es él, incautos que caen bajo las zarpas mortales de las auténticas bestias salvajes, plenas de inteligencia y fuerza, de belleza y oscuridad, de mucha oscuridad.
Así pues, señores, tengan cuidado. Al lado puede que tengan a su pareja cogiéndoles del brazo mientras ven esta película. Si en algún momento llegan a notar cómo se van clavando las uñas en sus venas, desconfíen. Están marcando el territorio. Están dando un aviso de amor pero también de temor. Están afilando sus garras de mirada transparente con ustedes así que yo no osaría llevarles mucho la contraria. Mímenlas. Se lo merecen. Saben desenvolverse en la selva y sobrevivir. ¿Creen que con ustedes no lo harán? Están muy equivocados. Son valientes y osadas. Son perseverantes. Son inquietud adornada de hermosura. Son pura excitación que no debe ser rechazada. Son mujeres. Son panteras. Llevan el peligro en sus ojos. Mírenlas.

martes, 26 de octubre de 2010

NUEVE VIDAS (2005), de Rodrigo García

Con admiración para las mujeres que esta noche van a intervenir en el programa "Conversacines" de Radiópolis Sevilla.

Cautivas de las relaciones que las definen y las sostienen, nueve mujeres afrontan, con el silencio instalado, las trabas y decepciones que les depara la vida. En una serie de viñetas encerradas en el tebeo de la existencia que delatan emociones muy intensas en estrechos espacios de la mente, no hay trama real sino diálogos de vida. Es difícil de ver, pero es muy profundo el retrato femenino que Rodrigo García se atreve a hacer poniendo a la mujer como un ser hecho de fuerza y que desemboca en unas cuantas historias de atajos cruzados, de conectividad casual y de aislamiento de decepción. No pierde en ningún momento su toque de cariño hacia todas ellas, incluso cuando revela sus debilidades. Hay compasión por sus angustias y eso hace que todas nos resulten extrañamente familiares, como si ya nos las hubiésemos encontrado antes. No sé, quizá en un lugar de copas, en una charla intrascendente que deriva hacia la confidencia más privada, en un segmento de nuestros años que, tal vez, haya sido abandonado en una isla desierta por la siempre traicionera memoria.
La exploración del alma femenina se queda un poco a medio camino porque, con unos pocos trazos, el hombre avezado ya debería tener una idea completa de las opresiones del corazón de una mujer. Y así, García nos cuenta lo suficiente como para empatizar con sus personajes, pero no como para juzgarles. Es como si se abriera una ventana que diera a la calle en una mañana de domingo y se cogieran fragmentos de conversación de la gente que pasa. Los espacios vacíos tendrá que rellenarlos la mente del que escucha y no la del que cuenta.
Saltar los muros que nosotros mismos construimos a veces no es tarea fácil. Son muros recios, hechos de material duro e impenetrable. Al otro lado, intuimos que hay tristezas y felicidades y, sin cortes, nos damos cuenta de que las rendijas de nuestros miedos son las cárceles de nuestras morales. No hay convenciones que seguir, tan sólo elecciones. Es un ligero toque en el corazón. Casi imperceptible. El suficiente para que la diástole pierda el ritmo durante unos segundos y la sístole luche por restablecer el motor. La muerte anda por ahí, intentando una reconciliación. Y todo es posible en un universo en el que el sentimiento carga sobre los hombros de nueve mujeres las razones de todo el valor que guardan en ellas.
Así, viendo esta película, nos damos cuenta de cómo se puede conjugar en una película con forma de nueve la delicadeza y la fortaleza, la infinidad de la ternura, la verdad, la cólera y la aceptación. Hay que saborear todo lo que se quiere decir en tan poco tiempo porque, al fin y al cabo, la película es un viaje de posibilidades que invita a mirar el paisaje. Un paisaje hecho de carne, ojos, alma, corazón, pensamiento, sensaciones. La tersura del comportamiento. Es la levedad, amiga, que te estremece con intensidad en tu interior.

viernes, 22 de octubre de 2010

TULSA, CIUDAD DE LUCHA (1947), de Stuart Heisler

Cuando el progreso ataca, la tierra se seca. Todo se envenena y aparece el enemigo invasor de la riqueza. Y cuando todo acabe, sólo nos quedará el yermo solar de la avaricia y del poder. Mientras tanto, un narrador artesano como Stuart Heisler, especializado en llevar a la pantalla historias sobre la falta de entendimiento, nos coloca en medio de una ciudad de lucha que cambiará para siempre. En el camino de la ambición, para llenarlo de un color fuera de serie estará un director de fotografía muy experimentado como Winton Hoch (famosas fueron sus discusiones con John Ford en algunas de las películas del tuerto genial) y nos coloca un estupendo triángulo coronado en el vértice por una actriz de la categoría y la fuerza de Susan Hayward, objeto de deseo que se convierte en metáfora de la raíz del conflicto que se plantea entre los hombres de petróleo y los granjeros, hombres fuertes, recios y duros que pugnan por una tierra generosa que acabará oliendo a fuego. En los lados opuestos, estarán Lloyd Gough y ese maravilloso y algo infravalorado actor que era Robert Preston acompañados de un estupendo plantel de secundarios de entre los que hay que destacar al gran Pedro Armendáriz y al siempre eficaz y correoso Ed Begley.
La lucha que emprende una mujer que busca justicia (¿o quizá es venganza?) queda encerrada en el cuadrado de una pantalla que nos remarca el contraste entre la belleza de las praderas de Oklahoma frente a la horripilante fealdad de los callejones sin salida de la fiera industria del petróleo. Por detrás, los fantasmas de la avaricia desmedida tentarán sus actitudes mientras ella se debate, como centro de la historia, entre un buen puñado de intereses creados en pos de la peor de las víctimas como es la tierra.
No cabe duda de que “Tulsa, ciudad de lucha” no es una de las grandes películas de la historia, pero es una muestra de lo bien que se podía hacer cine a finales de los años cuarenta cuando se tenía un argumento atractivo (no en vano en el guión participa uno de esos guionistas legendarios como Frank Nugent) y la solidez de unos cuantos profesionales que siempre sabían lo que se hacían. Porque, seamos sinceros, en aquella época, el reparto no llamaba la atención de casi nadie. Ninguno de sus componentes era una estrella, incluso Susan Hayward estaba luchando por hacerse un hueco en el Olimpo porque aún no había dado con un papel consagrado que la hiciera estar en boca de todos. Pero viendo este film…quién se atreve a decir que está mal interpretado, mal dirigido, mal escrito, mal fotografiado, mal llevado…No lo puede decir nadie y menos aún si, atendiendo al departamento de efectos especiales, podemos disfrutar de esa escena final que llega a impresionar con el fuego que se convierte en un personaje más, poderoso e implacable, que hace que pensemos con seriedad que si no puedes con el enemigo, no siempre debes unirte a él.  Por mucho que los tiempos cambien…por mucho que el cine cambie…

jueves, 21 de octubre de 2010

LA RED SOCIAL (2010), de David Fincher

Vale, lo confieso, no pertenezco a ninguna red social. Y es más: he rechazado cuanta invitación me ha llegado en ese sentido. Tal vez es que soy un sociópata consumado, o un tipo más raro que un cerdo a cuadros. Tengo mujer, hijo, amigos de carne y hueso, no busco plan y me llena mucho más ponerme una buena película o escuchar a Mozart que estar delante de un ordenador. Por eso siempre he creído que soy capaz de saber valorar los sentimientos de los demás y no trato a todo el mundo como si fuera un nombre en una pantalla.
Lo curioso es que viendo esta película, sabemos que la invención de la red social es lo de menos y que lo que Aarón Sorkin, el guionista, nos quiere relatar es el terrible deseo de todos los internautas de ser conocidos por una u otra causa. Aquél porque hace críticas on-line, éste porque se inventa unas oraciones que elevan el misticismo hasta el arte, el de más allá porque se liga a todas las chicas que encuentra, aquel otro porque le hace mucha ilusión conectarse a la red y comprobar que tiene ochenta y cuatro mensajes dirigidos a él, y así hasta el infinito. Y creemos que los que inventaron el asunto están al margen de las debilidades inevitables que surgen en ese universo de bits mareados, de posturas forzadas para parecer más fascinantes y de cotilleos malsanos para perjudicar gratuitamente a quien se haya puesto por delante. Pues no, señores. El que ideó todo esto era un tipo altamente asocial, consciente de su genialidad y, lo que es peor aún, deseoso de ser reconocido. La soledad era su meta y la consiguió rodeado de billetes verdes con los que debe entablar unas charlas agudas, brillantes y llenas de sarcasmo.
Por el camino, se dejó a su único amigo de verdad, cambió ambiciones por estrategias, no supo nunca el significado del cortejo y le traía sin cuidado utilizar a la gente para satisfacer sus necesidades y ser, sencillamente, el mejor en su campo. Y así estamos en una paradoja cibernética en la que buscamos desesperadamente compañía que no nos hable, pero que nos escriba; que no exista, pero que ponga en común sus sentimientos; que signifique conversación, pero que sea dirigida hacia donde nosotros queremos. De este modo, creamos expertos lingüistas de la mentira y consumados autistas en las relaciones personales. Por supuesto, todo ello es un negocio redondo, que enriquece a unos cuantos y proporciona un bonito chute de droga tecnológica a todos los demás.
Hay que reconocer que el guión de Sorkin es ágil y que Fincher, ese director cuyo primer nombre es embuste, vuelve a esa obsesión suya por la dualidad del individuo. Además, el trabajo de los actores es bueno, sobre todo el de Jesse Eisenberg y el de Andrew Garfield, siendo muy errático el de Justin Timberlake y terrible el de Max Minghella. Pero el caso es que no deja de ser otra historia de arribismos cruzados, de soberbias inducidas y de un monomaníaco con un ego del tamaño de la cúpula de San Pedro. Además de todo ello, frente a notables aciertos, Fincher se equivoca en algunas escenas hasta la saciedad (baste recordar el largo y pesado encuentro entre Eisenberg y Timberlake en la discoteca para sellar un pacto a gritos) consiguiendo, eso sí, que los fanáticos de las redes sociales se queden embelesados y exclamando con entusiasmo que han visto poco menos que la mejor película de la historia.
Más vale cuidar de esos tipos que protegen tu intimidad como si fuera suya, que te cogen de las solapas si te encuentran bebido y te llevan a casa. Alcoholizarse con una computadora puede ser una fiesta hormonal que alimenta la presunción hasta la obesidad pero en ningún caso es un consuelo para el solitario claqué de los dedos sobre un teclado. Uno de mis pecados desde pequeño fue que me sentía diferente y, perdónenme, no quiero compartir esa diferencia a través de un anuncio que dice lo que me gusta, lo que no y si abro las chapas de las botellas con los dientes.

martes, 19 de octubre de 2010

CUANDO RUGE LA MARABUNTA (1954), de Byron Haskin

El rechazo en forma de amor en pelirrojo es un preludio de la catástrofe de lo diáfano. A veces, cuando una mujer soñada te llueve del cielo y rehúsas todo lo que procede de ella es cuando la naturaleza se encarga de recordarte que debes luchar contra la adversidad de tu propio corazón. No importa que el enemigo sea tu moral o cientos de millones de hormigas hambrientas que arrasan todo aquello por lo que siempre te has batido. A partir de ahí, tienes que demostrar si eres hombre para merecer a una mujer; si eres hombre para merecer la victoria; si eres hombre para que la jungla no te trague como si te engullera en el verdor atrayente de su impenetrabilidad.
Por encima de un Charlton Heston siempre afectado y de una plaga que destruye todo a su paso, sobresale, como una llama la pasión enfebrecida de una Eleanor Parker a la que no conocemos pero que desearíamos amar. Con ese argumento, una mujer desconocida que se casa por poderes con el dueño de una enorme plantación, François Truffaut hizo una maravillosa película con el título de La sirena del Mississipi. Aquí, Byron Haskin se sirvió de la excusa melodramática para poner en pie una unión destinada a entenderse por fuerzas incontrolables que hacen que los corazones se llamen para pertenecer a una tierra que se convierte en territorio de conquista. La moral y lo imposible se convierten en pareja para no separarse nunca más, para bregar, hombro con hombro, para hacer que lo que no estaba destinado a encontrarse se convierta en una historia de inmortalidad amada, de enseñanza insensata, de caminar con un rumbo en el que lo extraviado no sea nunca más un terrible rincón de soledad.
Y mientras se nos va contando esta historia de amor y aventura, de valentía y pasión, los ojos se nos inundan de un color que sólo recordamos de antiguas sesiones de tarde de algunos sábados de nuestra infancia, como si alrededor de nuestra niñez de salón aún crecieran las plantas tropicales, como si el calor todavía nos asfixiara con las manos de un amor que estábamos deseando dejar salir pero que éramos incapaces de formular, de crear, de dar vida. Allí, en medio de la selva, está nuestra mirada de niños y, tal vez incluso, nuestro primer mirar de adultos y, entre medias, un ataque, una feroz ofensiva contra una humanidad que se empeña en domar todo aquello que escapa de sus enormes manos y de sus incomprensibles comportamientos que hacen de nosotros todo lo que nos define como hombres.
Así que es el momento en que podemos sentarnos con una mirada que tenga algo de salvaje, pero también algo de esperanza. Que posea una mitad de ternura pero que no pierda su buena porción de dureza. Es lo que agarra el corazón en un puño cuando ruge una marabunta que no somos capaces de controlar.

CORAZÓN REBELDE (2009), de Scott Cooper

Al final de la carretera, resuenan demasiadas noches envueltas en un humo que apenas se pueden recordar, demasiadas cuerdas de guitarra rasgadas, despellejadas por canciones que se han convertido en apenas un susurro del trovador que un día se llegó a ser. Hay demasiadas chicas sin nombre, de motel de verde y blanco y televisor encendido, demasiados cigarrillos apurados dejando el aliento seco y rancio. Hay un vagar sin rumbo porque ya todo importa muy poco, lo mejor quedó atrás y por delante sólo resta una melodía por componer.
Sin embargo, en todo camino hay desviaciones imprevistas, obras que avanzan a paso lento con el compás del country-blues, y, de repente, una mujer, no muy grande, no muy atractiva, se cruza en una autovía a la que ya no le queda asfalto sobre la que deslizarse y parece que todo cobra un misterioso sentido. Las canciones vienen a la mente aunque se siguen vomitando todas esas noches con olor a vacío, con aplausos desperdigados, con sudores de borrachera. No, amigo, te estás confundiendo. No es una última oportunidad para el amor. Es la última gota de la botella.
Jeff Bridges compone un papel enorme en una película pequeña, que abusa de recursos facilones para hacer avanzar de forma tramposa una narración que está condenada al cierre del paso a nivel. Mucha canción vaquera. El reencuentro con un jovencito pujante al que lanzaste cuando fuiste alguien. La botella que te llama con sus colores de sirena, cantos de alcohol que suenan a balada cuando el mañana te importa tres acordes. El error imperdonable y sentimental que indica que tienes que dejar esa vida y comenzar a trastear con la guitarra en clave tejana. Eres un alcohólico y te has bebido la vida a base de canciones que nunca llegaste a acabar. Por eso no fuiste compañero, por eso no fuiste padre, por eso no fuiste más que un nombre más o menos grande en lo alto de una marquesina.
Más allá de eso, la película es algo mil veces visto y sentido. La última curva del sombrero que un día fue elegante. Bridges consigue, más que contarnos la historia de lo que está pasando, contarnos la historia de lo que pasó y ahí está el enorme mérito de su interpretación. Lo demás es un repertorio de tópicos algo cansinos, bastante demorados, irritantes y desesperados. Y es que las glorias pasadas siempre acaban quemadas cuando ya alcanzan el límite de los sueños, cuando saben que a su alrededor no hay más cariño que el de un contrato, cuando se tiene la certeza de que, en pleno declive sin frenos, nunca ha habido éxito. Sólo respiros contra el fracaso. Todo está detrás de esas gafas oscuras que no dejan entrever el mareo de la cogorza, o la alegría de volver a sentir que lo que un día compusiste es importante para un buen puñado de gente. El corazón no suele ser un rebelde, trovador. Suele ser un loco.

viernes, 15 de octubre de 2010

EL SOLTERÓN Y LA MENOR (1947), de Irving Reis

Un poquito de clase y una media sonrisa. Así se podría definir esta película que no tiene más pretensiones que la de mostrar de dónde proviene y hacia dónde va la elegancia. Para ello se cuenta con algunos actores de carisma comprobado que van desde Cary Grant hasta Myrna Loy pasando por una Shirley Temple ya mayorcita a punto de pasar por las penalidades del Fort Apache, de John Ford. La comedia está servida y es resultona, eficaz, simpática, con alguna que otra gran escena y no hay quien pueda negar que el guión de Sidney Sheldon (mucho más atinado que la dirección de Irving Reis) derrocha estilo con las armas de la creatividad y el humor.
Basada en los contrastes que provocan el deslumbramiento de una adolescente por un más que experimentado conquistador, podemos llegar a esbozar en la imaginación cuál es el brillo del príncipe que cree ver una niña a punto de ser mujer. A partir de ahí, tenemos una comedia que no llega a la hilaridad pero que sí es placentera, que se ve con cierta ligereza e intrascendencia y que deja un regusto a comodidad vista y presentida. No se puede esperar menos de una película donde Cary Grant no sólo se dedica a conquistar a jovencitas sino también a nosotros, pobres incautos, que asistimos, atónitos, a su belleza de ademanes y gestos, a su encanto envolvente, a su irónica mirada que siempre parece encaminarse a no tomarse a sí mismo demasiado en serio.
El caso es que, de alguna manera, puede que nos suene haber visto cientos de veces la misma premisa y con los mismos trucos, pero funciona. Y lo hace por culpa de un guión inteligente que sabe sacar de la vulgaridad, una inventiva de excepción y un estupendo estudio de caracteres que sabe hurgar en el interior de unos estereotipos que conocemos pero con los que, quizá, nunca nos hemos encontrado. E incluso podríamos decir que la película se molesta en darnos una pequeña lección sobre dónde se halla el verdadero amor. Ah, pero no se preocupen. Lo hace siempre con la sonrisa puesta y con un ojo mirando hacia la verdad y el otro hacia el escepticismo que siempre pone la edad, esa señora tan peligrosa y tan llena de insidia.
Así que, señoras, mucho cuidado porque aquí tenemos una muestra del poder masculino. Y qué poder. Cuando alguien con la sorna dibujada en la cara se propone caer bien, agárrense bien al brazo del sofá porque el tipo va a tirar con fuerza hacia la pantalla y puede que las haga partícipes de las evoluciones de la galantería que consiste en que, de vez en cuando, hay un hombre que, en un espacio muy pequeño, tiene la capacidad de exhibir un extraño brillo en sus rasgos. La sátira y la angustia de las generaciones más jóvenes aún siguen vigentes dentro del desenfreno de tanto saco en plena carrera. De paso, y para los señores, aprendan cómo se puede ser irresistible mientras se pierde el ridículo entre salto y salto. Y para mí, es una de las mejores terapias que se pueden recomendar para quien necesita un poco de alegría entre tantas seriedades sobrevenidas. Es lo que pasa cuando se intenta ser respetable y lo único que se consigue es caer en circunstancias que parecen un chiste despiadado urdido por un destino que, de ingenuo, no llega a ninguna parte.

jueves, 14 de octubre de 2010

WALL STREET 2: EL DINERO NUNCA DUERME (2010), de Oliver Stone

La ciudad vive y respira por las venas de sus calles. Pero esos caminos no están  hechos de asfalto y furia sino de fríos números y perversas predicciones. Por allí no pasan coches de cansadas luces encendidas sino tiburones que sólo enseñan en la escuela del canibalismo monetario. La vida ha descendido muchos puntos en el índice Dow Jones demostrando que sólo era una burbuja especulativa que valía menos que el irrisorio interés que dan las entidades financieras.
Oliver Stone vuelve al centro económico más importante del mundo para ser demasiado evidente aunque, durante algunos segundos, nos golpea en los ojos con una maravillosa inventiva visual que, en cuanto a ritmo e intenciones, hacen recordar a aquel extraordinario cineasta que llegó a hacer JFK. Supongo que la vejez hace que los antiguos leones sean nuevos corderitos y Stone, con una simplicidad abrumadora, nos va enseñando, paso a paso, la diferencia de los escualos devoradores de hace veinticinco años con los jóvenes impulsivos universitarios, preparadísimos e inconscientes que patean los parqués de las Bolsas de medio mundo en el presente.
Después de eso, hace un repaso a la crisis financiera y nos descubre que los beneficiados de la crisis son los mismos que juegan con tu dinero, lo invierten, lo mueven, lo prostituyen y te lo devuelven añadiendo unas pocas migajas y quedándose con casi todo. Más tarde, nos echa en cara la inocencia de la gente que prefiere creer en cuentos antes que asumir la verdadera personalidad de marionetas al servicio de unos pocos poderosos, aquellos que realmente manejan el vil metal.
Por último, y ya hartando hasta el límite, nos lanza a la cara un fajo de billetes y dice que ese no es el objetivo de los que tiran de los hilos. Lo excitante es la competitividad frente a otros tantos que sienten, piensan y juegan como ellos. Todo eso mientras el dinero sigue entrando a espuertas, vaciando los bolsillos de los que sostienen todo el entramado con sudor y lágrimas, y tirando tanto de la manta que Stone, ingenuo e irritante, cree que ha llegado el fin del imperio de los dividendos y de la especulación y que se ha puesto en marcha el modesto reino de mantener a la familia unida.
Y es que el error de la ambición consiste en no saber dónde esta el límite. Para algunos, ese límite es, sencillamente, más. Para otros, consiste en intentar reeditar viejos éxitos que nacieron a la sombra de un buen puñado de jovencitos que querían ser Mario Conde aprovechando que ahora hay menos dinero que el que lleva un señor que se está bañando. Para ello, Stone coloca otra vez a Michael Douglas al frente de la codicia y, sin él, la película se muere. Quizá porque, de nuevo, se empeñan en hacer que el tal Shia LaBeouf sea un gran actor cuando tiene menos percha, menos carisma y menos talento que el tipo que le diseñó el vestuario para esta película. O, tal vez, porque hay dos secundarios por debajo de sus posibilidades como Carey Mulligan, que se las arregla para parecer sonriente incluso cuando está triste, y Josh Brolin, tópica reedición del ambicioso al que ni siquiera importan las vidas ajenas. O, definitivamente, porque el final que propone Oliver Stone es de cuento de hadas que no se cree ni el más idealista de los incautos que se propone ver esta película. Eso sí, verán cómo a la salida todo el mundo es un experto en economía que domina con autoridad piezas del vocabulario bursátil especulativo como “vender en descubierto”, “refinanciación de los créditos hipotecarios disponibles” o, incluso, el significado de “apalancamiento de la deuda”, razón principal de todos los problemas del ciudadano medio. Y a los diez minutos ya no recuerdas nada sobre la venganza, el honor, la pútrida condición del financiero y los tratados firmados con el mismo diablo. Total, nos van a seguir tomando el pelo.

miércoles, 13 de octubre de 2010

MUJERES EN VENECIA (1967), de Joseph L. Mankiewicz

Hace muchos años y por razones que no vienen al caso, mis padres mantuvieron una cercana amistad con Manuel Aleixandre. Ellos dicen que era un hombre simpático, bienhumorado y galante y que siempre dibujaba en ellos una sonrisa porque, habiéndose comprado un seiscientos, entraba en el restaurante donde habitualmente quedaban citados con cierta cara de velocidad y diciendo a voz en grito: "¡Las manos me apestan a volante!". Así que, don Manuel, gracias por aquellas sonrisas para mis padres y para usted, enorme actor de grandes tardes de teatro, este artículo basado en los resortes de los mecanismos que tan bien manejaba y repleto de la ironía de la cual también era un maestro.

Las moscas acuden al tarro de miel en cuanto se levanta la tapa. El juego comienza bajo las premisas del Volpone, de Ben Johnson, excusa perfecta para que ese extraordinario director que era Joseph L. Mankiewicz construya una trama que incluye la ambición, el engaño, la apariencia, la arrebatadora ironía, el crimen, la muerte, el tiempo tomado como enemigo a vencer en la espera de los sueños escapados y, por supuesto, el arribismo, uno de los temas que el director convirtió en insignia de sus innumerables obras maestras.
Así pues estamos en un palco del gran teatro de la vida y, sobre las tablas, una impresión de nostalgia reflejada en el dinero se nos construye en la elegancia propia de una ciudad de amor y agua. Allí donde el oro es tiempo y el tiempo es polvo, una ingeniosa puesta en escena se yergue sobre la mentira y la mentira, como todo el mundo sabe, es continua en un mundo que utiliza el dinero como arma arrojadiza y como elemento de superioridad. Y en medio del nudo, comenzamos a creer que la verdad es pura apariencia y que la mentira es una impostora pero que, eso sí, el humor repleto de ironía nos da una oportunidad para la supervivencia. En los entresijos estarán los trabajos de un reparto de reverencia y adoración compuesto por Rex Harrison, Cliff Robertson, Maggie Smith, Susan Hayward, Capucine, Edie Adams y el pintoresco Adolfo Celi, moscas con nombre y apellido rondando siempre un escalón más alto al de su posición, manecillas de relojes que esperan su hora para dar la campanada en un soberbio retrato de la lujuria por el dinero.
Aún así, esta película fue un fracaso en su estreno. Joe Mankiewicz estaba condenado de antemano al ser el máximo responsable, cuatro años antes, del fiasco de Cleopatra (una película que le costó un infarto y de la que siempre se negó a hablar) y no dudó en reflejar a algún productor de la época al que le encantaba marcarse algunos pasos de ballet en maravilloso dueto con su ruina moral. Pero para quien esto escribe, la película es inteligente, de larga cambiada, para paladares exquisitos que no se arrugan ante desafíos a la comprensión, de sonrisa socarrona y de atrezzo de lo evidente. Más vale preparar la mirada y seguir con atención las evoluciones de un zorro, de una mosca, de una ciudad que te besa en las mejillas para que acabes amando y de un desenlace para el que no se necesita apuntador. Así que, con un punto, enmudezco e inicio un discreto mutis por el fondo de la Piazza de San Marcos.

viernes, 8 de octubre de 2010

EL HOMBRE DE LA MEDIANOCHE (1974), de Burt Lancaster y Roland Kibbee


Un hombre llega a una tranquila ciudad. Ha estado varios años en la cárcel por asesinato. Metió unas cuantas balas en el cuerpo del tipo que se estaba tirando a su mujer. Eso no sería otra cosa que un crimen pasional salvo por el hecho de que él era policía. Consigue, gracias a un viejo amigo de viejos tiempos, un trabajo de guardia de seguridad sin arma en un colegio de internos. Es el hombre de la medianoche, aquel que vela por el sueño de los demás. Allí, una estudiante es asesinada, y su anciano instinto de sabueso le pone sobre la pista de algo de grandes tentáculos que llegan hasta un senador. Por el camino, ese hombre de medianoche, de linterna en la mano y mirada cansada, encuentra a la dama de su amanecer, esperanza en sus ojos ya de vuelta en el viaje de la vida y hay ocasiones en las que uno desearía que la noche no se alejara a buen paso.
En el pedregoso sendero que tiene que recorrer nuestro hombre de penumbra, hallará la decepción…una vez más, la despreciable decepción…conspiraciones, más asesinatos, para él, un par de heridas sangrantes y, por último, un “me lo pensaré” para volver a ser algo parecido a lo que siempre fue. Tal vez porque lo que siempre fue no le ha hecho más que daño.
El hombre de la medianoche es una estupenda película de misterio que nadie conoce. Fue el segundo intento de Burt Lancaster tras las cámaras (en esta ocasión ayudado por Roland Kibbee) y lo hizo con una película pequeña, insignificante, sin muchas más pretensiones que seguir una serie de reglas clásicas que en los setenta, cuando se rodó, ya estaban en desuso. Y lo que salió fue una película injustamente destrozada por la crítica y vapuleada por un publico embebido por las nuevas reglas que estaban imponiendo en aquel momento una generación de jóvenes cineastas como Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Brian de Palma o Steven Spielberg. Aún así, Burt Lancaster consigue una hermosa película que no esconde ni su desencanto ni su adscripción al género de misterio con sus buenas gotas de cine negro. Quizá, de haberse rodado veinte años antes, estaríamos hablando de una obra de incontestable clase y de grato recuerdo. En su mirada, la mirada de Lancaster, de hombre de oscuridad y medianoche se aprecia ya el declive que le asolaba. Y todo el mundo sabe que cuando un sol se apaga emite un último brillo que no todos saben apreciar

jueves, 7 de octubre de 2010

ENTERRADO (2010), de Rodrigo Cortés

El mundo reducido a cuatro paredes que parece que se estrechan más a cada minuto que pasa. La absurda y complicada vida de la civilización. El arma más terrible no tiene balas, tiene teclas. La luz es un bien escaso. La cordura es un sueño que no encuentra realidad. Un hombre enterrado vivo intenta lo imposible. El olor a pino parece que se filtra a través de la tierra empeñada en invadir un espacio de agonía. Y a nadie parece importarle.
Quizá, dentro de la reducción vital que propone esta película, subyace una profunda crítica al complicado estilo de vida occidental. La razón de una guerra y de una conquista nunca se basa en salvar vidas, sino en aniquilarlas. Es más importante destruir que conservar. Defender nunca ha sido política, pero sí lo es atacar. La débil llama de un mechero de gasolina nos guía a través del laberinto poligonal de una mirada que intenta salvar la densidad de una arena que ahoga, que aplasta, que contiene la misma maldad del hombre. Una linterna dará una luz intermitente. Unos fluorescentes de campaña inundarán la imagen de un verde suave. La fastidiosa iluminación de un móvil será el mensaje definitivo de un destino que parece reírse de todos los que miran.
Ryan Reynolds consigue un trabajo espléndido dentro de una película de veinticuatro ángulos rectos. Rodrigo Cortés, empujado por unos títulos de crédito excepcionales, consigue con su dirección, una agilidad de cámara impresionante, haciendo de la claustrofobia, un argumento y de la historia, una visita inexcusable a los setenta y a La cabina, de Antonio Mercero y, si se apura, a un episodio alargado de la serie Alfred Hitchcock presenta. El guión resulta preciso e implacable, sincero y mordiente. Sólo un actor para más de una hora y media de película y, al otro lado, estúpidas preguntas burocráticas,  el silencio de unos contestadores irritantes y la certeza del error de estar en un lugar en el que eres soldado a pesar de que sólo eres americano.
Por el camino, hay algunas lagunas que Cortés salva hábilmente con una visualización que llega al estremecimiento. También hay la terrible verdad clavando sus garras en la ambición de las grandes empresas,  preocupadas en mantener cubiertas las espaldas y de enriquecerse de cualquier manera aprovechando una situación desesperada. E incluso hay la certeza de que se quita y se roba cuando se arrasan vidas. Una voz sugiere tranquilidad, falsa quietud, paz perdida. Salgamos de la caja porque el aire se acaba con cada tic-tac, tic-tac, tic-tac.
El cielo de madera se convierte en un folio donde apuntar piezas que llevan a la conclusión airada. El valor de una ciudadanía se mide por la talla de un ataúd hundido en el desierto. Cuando se mata a un hombre, no sólo le arrebatas todo lo que tiene sino todo lo que puede llegar a tener. Horror de vómito. Acomodo imposible en un universo de vías de juntura. La ansiedad es el enemigo. El odio sólo es el verdugo.
La invitación a yacer dentro de una caja es el precio de ese aire que parece tan rácano en la negociación. No eres nadie. No eres nada. Sólo una caja en medio de la arena, una isla de desolación y miedo en un océano de pavor e inseguridad, el desvío de un topo ciego que se mueve por dinero. Y los espectadores, llenos de temor y de angustia, nos quedamos con una cara que mirar respirando entrecortadamente. No hay piedad ni rendición. Y queremos asistir a un rescate de sentidos, a un salvamento en los resquicios del asombro. Tal vez porque presentimos que esa historia podría ser verdadera. O será porque cuando sabemos que el final se acerca, nada ha merecido la pena. Pastillas para la calma. Voces del infierno. La vida se contrae y todo queda enterrado en unos granos de rechazo. El tiempo se tiñe con minutos de muerte y ya no queda más que el consuelo de haber vivido sin dejar de esperar.

miércoles, 6 de octubre de 2010

CIELO AMARILLO (1948), de William Wellman

El cielo se torna de color amarillo cuando en el suelo sólo hay el ansia de la sed. El desierto es blanco en la huida y parece que la arena es sol radiante que ilumina el alrededor de la larga cabalgata. Curiosa forma de vida para unos ladrones sin demasiada alma. Se huye de los perseguidores para adentrarse en el estéril terreno de un océano de sal sin agua. No hay agua. No hay agua. Sólo allí, cuando el espejismo ya se ha dejado atrás y el delirio se convierte en un suave balanceo provocado por unos caballos que caminan en el mismo filo del agotamiento, habrá un pueblo abandonado y una mujer…una mujer que será el agua que necesita un espíritu que ya lleva demasiado tiempo galopando bajo un cielo amarillo.
El carácter de esa mujer incita y excita. Su mirada es de ojos oblicuos, como la que obliga a poner el ardiente sol y la picante arena. Ella es un revólver descargado y necesita las balas con que poner sentido a una vida solitaria y abandonada. El pueblo fantasma que ella habita hace tiempo que se encargó de convertirla también en un espectro de espera, de ráfagas de calor insoportable, de cuellos abiertos y miradas de horizonte, aunque lo cierto es que los fantasmas son aquellos que llegan y, donde está la ilusión de una soledad que debe acabarse, se instala el temor y la inquietud de unos hombres que sólo hablan con ladridos de fuego y gestos desencajados de deseo.
Estamos ante una gran película que no es muy conocida en el universo del western pero que tres nombres como Gregory Peck, Anne Baxter y Richard Widmark convierten en fascinación. Lo que empieza como un rutinario atraco en un pueblo perdido termina en una parada temporal que es definitiva para quien sabe ver a través del cañón del revólver. Los tablones caídos del saloon de un pueblo muerto nos anuncian que hace tiempo que allí no hay vida aunque haya algún recalcitrante que se empeñe en sacar agua de la seca llanura. Y entonces allí, donde el aire da la vuelta para no volver, donde el ambiente es un erial de pensamientos, es donde salen a relucir las sensaciones en rojo, las huidas en blanco, las intenciones en negro, las defensas en fuego, los ojos en verde y todo nos lo tenemos que imaginar porque, si no es así, sólo poseeremos un desierto de sal abrasándonos la mirada.
Detrás de las cámaras, el “salvaje” William Wellman, que consiguió hacer una obra muy cercana a la maestría tocando fibras sensibles de la cartuchera. Magníficos sus planos de la huida y certeros sus ambientes de pueblo fenecido. Hay que tener un buen vaso de agua a mano mientras se ve esta película. No sólo porque la sed va a ser acuciante, sino también porque nos dará fuerzas para recordarnos que hay algo de ética en el fondo del hierro con el que hemos forjado nuestro interior. Incluso los hombres malos tienen algo por lo que no les importaría morir. El ruido del viento y del polvo es ensordecedor cuando uno se da cuenta de que la soledad no es el único camino, ni siquiera es el recurso obligado para quien se olvidó del corazón a los pies de unos agujeros de bala.

martes, 5 de octubre de 2010

LA JAURÍA HUMANA (1966), de Arthur Penn

En homenaje a Arthur Penn, mucho tiempo olvidado aunque aportó una estilizada narrativa al cine, de ritmo violento y naturalismo salvaje. Fue una mirada romántica hacia el rebelde y llena de nostalgia hacia las batallas y esperanzas truncadas. El cine de Arthur Penn, ciertamente, no te hacía sentir mejor pero, sin duda, te empujaba a pensar. En memoria de su estilo y de su innovación y, en general, por todos sus compañeros de lo que se dio en llamar "generación de la televisión".

En medio de una sociedad aburrida y acobardada, se emprende la caza de un hombre que nunca ha hecho nada más que estar en el lugar equivocado en el momento más inoportuno. Él no quiere volver a su pueblo, pero una serie de errores le llevan allí, destino lorquiano, para acabar siendo cazado en medio de la locura colectiva de un sábado en el que las horas son losas de las que nadie sabe cómo deshacerse. El pueblo se entrega a la maledicencia, a estúpidos juegos regados de alcohol, al adulterio como simple medio para pasar el rato y salir de la tediosa mediocridad. Crees que eres especial cuando te recubre la vulgaridad. Y no eres más que el patrimonio de la vanidad infecta de envidia. Nadie soporta que un hombre simple como Calder sea objeto de los favores del cacique Val Rogers. El hombre que quiere controlar sólo lo que merece la pena de ser controlado. Es decir, aquello que se puede volver contra él: su hijo. Calder. Bobby Reeves, el fugitivo. No le interesan los que quieren trepar y se quieren hacer notar. No duda en airear la falsa corrupción de Calder. Hizo lo mismo con su hijo. Y él pagó la lengua larga y ansiosa de ser el centro y la víctima de un supuesto destino cruel.
Y a Bobby Reeves no le interesan sus padres. Les echa gran culpa de su vida desperdiciada. El padre, pasivo. La madre, posesiva. Vengativa. Peligrosa.
Calder es el único que mantiene la cabeza sobre los hombros. No le gusta la ciudad. Es un hombre de campo. Acepta los favores sólo si quieren dárselos por amistad, pero no las contrapartidas por obligación e impuestas por el interés. Quiere evitar la masacre de un hombre porque sabe que el aburrimiento es el enemigo de la imparcialidad y de la ponderación. Mantiene un tono neutro incluso recibiendo una paliza. Sólo estalla con una furia aplastante cuando ve a Bobby Reeves muerto. Sabe que no merece la muerte. Que antes que ese chico perezca fulminado por las balas de una falacia, merece exterminarse a todo un pueblo sin rumbo, gente que lo ha tenido todo y no deja de comportarse como el peor delincuente y en continua conspiración. Por eso, se va. En un gesto parecido al de Will Kane de Solo ante el peligro, Calder se aleja de la jauría humana mientras la esposa de Bobby Reeves se queda sola, siendo ella la que lo pierde todo. Calder vuelve al campo al que pertenece porque allí no habrá traiciones, ni cazas al hombre, ni cotilleos malsanos, ni aburrimiento hasta la exasperación.
La jauría humana, de Arthur Penn, retrato de ansiedades desbocadas hasta la violencia, esbozo de ambiciones en un entorno donde el amor siempre llevará las de perder. Espejo deformante donde nosotros mismos nos miramos pero que nos devuelve la imagen de lo que somos, sin ángulos convexos, sin nada más que la propia realidad en la que nos perdemos para no abrir los ojos. Línea de horizonte sinuosa para quien quiere abandonar la mediocridad en la que está instalado. Siempre se desea lo que no se tiene. Siempre se tiene lo que se busca. Siempre se busca lo que se merece...y hay algunos que no merecen nada.

viernes, 1 de octubre de 2010

TONY CURTIS: EL JUDÍO PERSEGUIDO

Se crea o no, hace dos o tres años tuve un pequeño intercambio de correos electrónicos con Tony Curtis. Se mostró siempre dispuesto, simpático y agradecido por la admiración que mostré hacia él y por mi insistencia en llamarle "actor" cuando la historia no había sido muy amable con su talento. Hoy quiero rendirle homenaje por aquellas letras y porque sinceramente pienso que ha sido uno de los más injustamente menospreciados actores de la Historia del Cine. El martes, por supuesto, homenajearemos como es debido a Arthur Penn, que también nos ha dejado como si nos hubieran ametrallado.

Antes de comenzar el rodaje de Fugitivos, de Stanley Kramer, fueron presentados en el despacho del director los dos protagonistas, Sidney Poitier y Tony Curtis. En una época difícil para la gente de color, Poitier saludó con cierta desconfianza a su compañero y se le quedó mirando como intentando escrutar los sentimientos de Curtis con respecto a los negros: El actor judío, avispado y leyendo el pensamiento del otro, le espetó: “No me mires así. Yo llevo 2.000 años de persecución y aquí estoy”.
Mucho antes de convertirse en un ser algo grotesco, obsesionado por la juventud, con peluquín y cierto aire patético, Tony Curtis fue un excelente actor, de físico impresionante al que se le negó el prestigio que merecía porque se insistió una y otra vez en considerarle un guapo al uso antes de un intérprete de grandes cualidades. Solvente en el drama y elegante en la comedia, se le encasilló siempre como irremediable galán en una filmografía que abarca cerca de ochenta títulos y de los cuales sólo algunos son verdaderamente destacables. Para empezar, y esto es algo que mucho espectadores desconocían, Tony Curtis era dueño de una voz excepcional. Es, quizá, la voz soñada por cualquier poeta por oír recitados sus versos. Ha realizado trabajos, simplemente, perfectos, despojándose de toda esa aureola de belleza apolínea que le ayudó al principio de su carrera. Todos sus compañeros alabaron su estupendo sentido del humor en los rodajes al tiempo que criticaban, con razón, su enfermiza pasión por las mujeres. También es cierto que hace mucho, mucho tiempo que dejó de ser un actor para convertirse en algo parecido a un guiñapo, una sombra lamentable que se ha paseado por película que, por sí solas, harían sonrojarse de vergüenza a un actor con más sentido del ridículo, pero no por ello Tony Curtis merece el olvido más absoluto.
Su carrera comenzó con su verdadero nombre, Bernie Schwartz, y aparece por primera vez, casi de extra, en El abrazo de la muerte, de Robert Siodmak, en la que está en primer término en una sala de baile atestada de gente. La cuestión se repite, dándole alguna línea de diálogo, una y otra vez, por ejemplo, en Winchester 73, de Anthony Mann, hasta que un director de fotografía reciclado en realizador, Rudolph Maté, repara en la enorme fotogenia de aquel joven y le da el papel protagonista de todo el elenco juvenil de la cinta de aventuras Su Alteza, el ladrón, una de esas películas de ambiente exótico y serie B que obtiene un discreto éxito entre el público adolescente y le proporciona al actor un buen número de películas de corte parecido. Una de ellas, El gran Houdini, de George Marshall, es la oportunidad perfecta para saltar al estrellato. De hecho, cuando Curtis recibe el guión éste no es más que una especie de sucesión de los más famosos trucos del legendario ilusionista. Curtis intenta convencer a los responsables de que el personaje da para mucho más. Se modifica el guión y aunque la película, ni mucho menos, se ajusta a la verdad ni tampoco es excepcional, el taquillazo fue mayúsculo. El film es toda una exhibición física del actor que dota al personaje de una cierta hondura psicológica que hace que los más avezados se den cuenta de que ahí hay un actor en estado de formación.
Se casa con la actriz Janet Leigh (ambos son padres de la también actriz Jaimie Lee Curtis) y vuelve con las aventuras, éxito comercial seguro, género del que no le dejan moverse hasta que se necesita a un actor atlético y de calidad que complete el dramático triángulo pasional y circense de Trapecio, de Carol Reed. Curtis prepara el papel a conciencia y, aunque en algún momento es doblado en las escenas de riesgo, contó con la supervisión del propio Burt Lancaster, su compañero en la cinta y un duro rival que hace que el actor se crezca y se empiece a ver que, quizá, ese chico merecería algo más que empuñar espadas y escudos y conquistar a la chica de turno. Así que Blake Edwards le da el papel protagonista de esa historia sobre el arribismo que es El temible Míster Cory y Alexander MacKendrick le pone otra vez frente a Lancaster en la exquisita Chantaje en Broadway. Su amigo Kirk Douglas le ofrece una espléndida oportunidad en un film de aventuras de calidad como es Los vikingos, de Richard Fleischer, donde su sobria violencia contrasta con la brutalidad que emana del personaje como el enfrentamiento entre dos formas de vida. A continuación, la notable Cenizas bajo el sol, de Delmer Daves, y la confirmación a través de Fugitivos, película con muchos defectos pero que él aprovecha para realizar una estupenda interpretación que le vale su única nominación al Oscar al mejor actor que pierde ante el David Niven de Mesas separadas.
Billy Wilder le escogió (después de descartar a Frank Sinatra) para una de las mejores comedias de todos los tiempos: Con faldas y a lo loco. Y esta sublime imitando la manera de expresarse de Cary Grant (ya lo dice Jack Lemmon en una escena: “Nobody talks like that!”), desternillante en su travestismo descarado y ocurrente y avispado en su tierna conquista. Su belleza casi femenina le llevó a presentarse a un casting de chicas con las demás miembros de la orquesta de señoritas del film…y consiguió el empleo. Bromeó a gusto con Lemmon, hizo experimentos de todo tipo con su atuendo de mujer y se le tuvo que mezclar la voz en las secuencias en las que fingía su sexo porque sus cuerdas vocales no aguantaban. Una interpretación prodigiosa en la que disfrutó y de la que llegó a decir que “es mi trabajo preferido”.
Operación Pacífico, de Blake Edwards, le puso al lado de su modelo a imitar, Cary Grant, en una comedia elegante y pícara (la elegancia la ponía Grant y la picardía la ponía él) y no se amilanó ante tamaño reto. Curtis se convirtió, con esta película, en un maestro de la comedia ligera a la que dotó de un notable peso.
Después de una interpretación dramática como es Perdidos en la gran ciudad, mediocre adaptación de una obra teatral de éxito por parte de Robert Mulligan, Kirk Douglas le vuelve a ofrecer un papel lleno de sensibilidad en la piel del poeta Antonino en el Espartaco, de Stanley Kubrick. Su interpretación está llena de delicadeza y de amor en una película en la que se evidencia la plenitud de su físico y realiza una hermosa actuación a la altura de los mejores. Hablando de los mejores, durante el rodaje de la película tuvo que quitarse de encima de un modo ciertamente expeditivo las continuas insinuaciones que le hacía Laurence Olivier (bisexual declarado) que, cuando hizo una alusión a cómo conservaba su espectacular físico, Curtis le dijo: “Ahora te lo voy a mostrar, Larry”. Le cogió de la mano, le llevó a su camerino, le hizo tumbarse desnudo boca abajo y le dijo: “Me echo aquí…” y después de un silencio angustioso, añadió: “…y hago que me den un masaje…¿A que te has asustado, Larry?”. Olivier ya no volvió a molestarle.
A continuación, interviene en la superproducción Taras Bulba, de Jack Lee Thompson, una mediocre película que nunca debió haberse hecho y conoce a Christine Kauffman, una joven de diecisiete años con la que inicia una relación que marca el final de su matrimonio con Janet Leigh y el comienzo de una etapa marcada por una incontinencia sexual casi enfermiza. Realiza un cameo en la estupenda El último de la lista, de John Huston, irreconocible bajo el maquillaje como el hombre del organillo y protagoniza la más que aceptable comedia de reencarnaciones de Vincente Minnelli Adiós, Charlie, la elegante farsa de Richard Quine La pícara soltera (una película ejemplar que se desinfla lastimosamente al final y que es más famosa porque marcó su sonado romance con su compañera de reparto Natalie Wood), la parodia de La carrera del siglo, de Blake Edwards y la estupenda comedia de enredo donde se muestra divertido y dominando los ágiles resortes teatrales en Boeing, Boeing, de John Rich, donde también presenta preocupantes síntomas de declive físico con tan sólo cuarenta años de edad.
Pero Tony Curtis aún nos tenía reservada una sorpresa de las grandes. Su escalofriante, impresionante y, a la vez, patético psicópata de El estrangulador de Boston, de Richard Fleischer. Basada en hechos reales y, en concreto, en la triste historia del asesino en serie de personalidad múltiple Albert di Salvo, el actor está eminente en la que es la mejor interpretación de toda su carrera. Con un dominio absoluto de la expresión facial y corporal, sobrecogedor en su duelo con Henry Fonda en esa sala desnuda con el espejo como único testigo delator de la bestia que lleva dentro, casi no existen palabras para describir un trabajo que, en principio, no parecía el más indicado para un actor de sus características. Pero en una palpable demostración de talento, el asesino psicópata creado por Curtis hace que sintamos por él más compasión que miedo, única excepción de la galería de criminales en serie de los que se ha ocupado el cine. Y aunque su declinar físico es ya más que evidente, ello no hace más que favorecer la idea de que existen profundos y oscuros surcos en el cerebro de su inquietante personaje. Se habló de una posible nominación (hubiera estado entre los favoritos a la victoria) pero no llegó a ella y, ante tan incomprensible olvido, la Academia se justificó con “las siniestras resonancias de su personaje”.
Pero, desde aquí, la cuesta abajo se hizo imparable salvo por su intervención en la serie televisiva de éxito Los persuasores (que le hizo inmensamente rico). Producciones infumables (y tan sólo merece destacarse su fugaz aparición, haciendo casi de sí mismo, en El último magnate, de Elia Kazan), la presencia de la calvicie que él ha intentado disimular con los más diversos y estrambóticos métodos, intervenciones en películas tan lamentables como pseudo-erótica Casanova, de Franz Antel; el cameo estelar en el último capricho de la Mae West más excéntrica y momificada en Sextette, de Ken Hughes; o la inimaginable versión moderna de Otelo, dirigida por el pintoresco y deleznable Max Boulois; el matrimonio con una actriz porno…El ridículo, el olvido, la estrella en fase roja descolgándose, en caída libre, de un firmamento que debió ser suyo.
Recientemente, se eligió Con faldas y a lo loco como la mejor comedia de todos los tiempos y Tony Curtis, entregado al arte de la pintura que ha ejercido con notable éxito, concedió una entrevista. Detrás de esa máscara grotesca, de ese tupé esperpéntico, de esa sombra distorsionada de hombre, había un actor que aún conservaba muchas líneas del diálogo de sus películas, grandes recuerdos contados con maestría y gracia, la suficiente soltura como para imitar a un hombre que imita a una mujer y, desde luego, con el intacto hechizo de su voz que, para mí, siempre caminará, como un río, sobre el cauce de aquellos versos que recitaba en Espartaco y que ahora seguro que él volvió a recordar:

Cuando el sol abrasador ilumina el cielo de occidente,
cuando el viento muere en las montañas,
cuando el canto de la alondra apenas se oye,
cuando las cigarras dejan de cantar en los campos,
y la espuma del mar duerme como una doncella en reposo,
y el crepúsculo dora el contorno de la errante Tierra,
yo regreso al hogar.

A través de las sombras azules y bosques rojizos,
yo regreso al hogar.

Vuelvo a la tierra que me vio nacer,
con la madre que me llevó en su vientre y el padre que me educó,
hace mucho tiempo, mucho tiempo, mucho tiempo.

Ahora estoy solo, perdido en un mundo lejano y errante,
pero cuando el sol abrasador empieza a ocultarse,
cuando el viento muere y la espuma del mar duerme,
y el crepúsculo dora los campos,
yo vuelvo al hogar.

Feliz regreso al hogar, Tony.