viernes, 15 de octubre de 2010

EL SOLTERÓN Y LA MENOR (1947), de Irving Reis

Un poquito de clase y una media sonrisa. Así se podría definir esta película que no tiene más pretensiones que la de mostrar de dónde proviene y hacia dónde va la elegancia. Para ello se cuenta con algunos actores de carisma comprobado que van desde Cary Grant hasta Myrna Loy pasando por una Shirley Temple ya mayorcita a punto de pasar por las penalidades del Fort Apache, de John Ford. La comedia está servida y es resultona, eficaz, simpática, con alguna que otra gran escena y no hay quien pueda negar que el guión de Sidney Sheldon (mucho más atinado que la dirección de Irving Reis) derrocha estilo con las armas de la creatividad y el humor.
Basada en los contrastes que provocan el deslumbramiento de una adolescente por un más que experimentado conquistador, podemos llegar a esbozar en la imaginación cuál es el brillo del príncipe que cree ver una niña a punto de ser mujer. A partir de ahí, tenemos una comedia que no llega a la hilaridad pero que sí es placentera, que se ve con cierta ligereza e intrascendencia y que deja un regusto a comodidad vista y presentida. No se puede esperar menos de una película donde Cary Grant no sólo se dedica a conquistar a jovencitas sino también a nosotros, pobres incautos, que asistimos, atónitos, a su belleza de ademanes y gestos, a su encanto envolvente, a su irónica mirada que siempre parece encaminarse a no tomarse a sí mismo demasiado en serio.
El caso es que, de alguna manera, puede que nos suene haber visto cientos de veces la misma premisa y con los mismos trucos, pero funciona. Y lo hace por culpa de un guión inteligente que sabe sacar de la vulgaridad, una inventiva de excepción y un estupendo estudio de caracteres que sabe hurgar en el interior de unos estereotipos que conocemos pero con los que, quizá, nunca nos hemos encontrado. E incluso podríamos decir que la película se molesta en darnos una pequeña lección sobre dónde se halla el verdadero amor. Ah, pero no se preocupen. Lo hace siempre con la sonrisa puesta y con un ojo mirando hacia la verdad y el otro hacia el escepticismo que siempre pone la edad, esa señora tan peligrosa y tan llena de insidia.
Así que, señoras, mucho cuidado porque aquí tenemos una muestra del poder masculino. Y qué poder. Cuando alguien con la sorna dibujada en la cara se propone caer bien, agárrense bien al brazo del sofá porque el tipo va a tirar con fuerza hacia la pantalla y puede que las haga partícipes de las evoluciones de la galantería que consiste en que, de vez en cuando, hay un hombre que, en un espacio muy pequeño, tiene la capacidad de exhibir un extraño brillo en sus rasgos. La sátira y la angustia de las generaciones más jóvenes aún siguen vigentes dentro del desenfreno de tanto saco en plena carrera. De paso, y para los señores, aprendan cómo se puede ser irresistible mientras se pierde el ridículo entre salto y salto. Y para mí, es una de las mejores terapias que se pueden recomendar para quien necesita un poco de alegría entre tantas seriedades sobrevenidas. Es lo que pasa cuando se intenta ser respetable y lo único que se consigue es caer en circunstancias que parecen un chiste despiadado urdido por un destino que, de ingenuo, no llega a ninguna parte.

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