miércoles, 10 de noviembre de 2010

EL PRÍNCIPE VALIENTE (1954), de Henry Hathaway

Es hora de desenfundar las pesadas espadas de la justicia y consumar venganzas para recuperar reinos. Si la aventura tuvo un nombre en el cine, bien pudo ser el de El príncipe valiente, donde se conjuga la protección, el heroísmo, la belleza, la revancha, la oscuridad, el doble juego y la traición. Lecciones de nobleza en un mundo de bárbaros donde el acero es más elocuente que cualquier palabra. Caballeros negros para oscuras conspiraciones. Jóvenes impetuosos para heroísmos impensables. Chicas de corazones tan vulnerables como férreos. Un magnífico duelo a espada a dos manos que, con el ruido del metal, nos transporta a la pétrea frialdad de castillos henchidos de poder. Reyes depuestos en aras de la felonía. Hijos que juran restituir el honor. Aliados que no son sutiles pero que se dejan abrir la piel por quien demuestra tener el empuje y el coraje para hacer frente a todos los que se empeñan en hundir el filo en la tierra para dejar a la tierra sin rey. Es tiempo de dejarse llevar por la épica de cuento para saber que los malvados están en todas partes, incluso sentados en nuestra mesa.
El trepidante pulso narrativo de Henry Hathaway convierte a esta película en uno de los clásicos más maestros del cine juvenil de los años cincuenta. Y eso no es una afirmación gratuita teniendo en cuenta que dentro del impresionante reparto podemos ver nombres que, entonces, eran novedad como los de Robert Wagner, Janet Leigh y Debra Paget combinados con auténticos actores de prestigio y carácter, concienzudos como James Mason, primarios y genuinos como Sterling Hayden, brutalmente entrañables como Victor McLaglen, duramente paternales como Donald Crisp o estremecedoramente justos como Brian Aherne. A partir de ahí, se articula una historia que no evita los tópicos pero que los narra con un pulso firme y decidido, dejando de lado la faceta legendaria y afilando con piedra la aventura. Cine entretenido como el que más y rozando la obra de arte por mucho decorado de cartón que se pueda intuir.
Y es que no sólo delante de la cámara se puede quedar uno maravillado de lo que ocurre. Por detrás, hay un operador de la talla y el fuste de Lucien Ballard, uno de los más grandes del cine que hizo sus mejores trabajos para el gran Sam Peckinpah, y sosteniendo la pluma de todo el entramado y de todo lo que no se nos cuenta, está Dudley Nichols, uno de los mejores guionistas, habitual de John Ford y genio reconocido por cientos de páginas escritas con tinta indeleble en la historia del séptimo arte.
Y con ésta pléyade de guerreros es como se fabrica una gran película partiendo de apenas un cuento de espadas y estandartes. Vikingos feroces contra civilizados británicos en un duelo imposible de honores y mentiras. Tengan cuidado. Si alguien de su familia ve esta muestra de cine excepcional, quizá llegue un momento en que se encierre tras la puerta y se ponga a escenificar algún duelo estirando con esfuerzo el tronco para tocar al contrario. El escudo en posición de defensa, si hacen el favor.

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