viernes, 3 de diciembre de 2010

CIUDAD MÁGICA (1947), de William Wellman

Ya está. El paraíso en la tierra. Imagínense. Un tipo que realiza encuestas de opinión pública encuentra un pueblecito que representa con absoluta fidelidad la forma de pensar de todo un país. Ya no hace falta estar de aquí para allá haciendo engorrosas preguntas de eficacia estadística. Basta con ir al pueblo de marras y observar los comportamientos y, ya está, tendremos el estilo de vida del americano medio.
Y es que, dentro de lo absurdo, también yace la matemática como símbolo de la exactitud de algunas cosas que nunca cambian por mucho que el sitio sea diferente. Es la seducción de la normalidad, la evidencia de que la mejor celebración, puede ser la pura rutina. Lo curioso del caso es que puede que sea una de las pocas películas en toda la historia del cine que se base en un estudio sociológico temprano, en un fresco revelador sobre la creación de la opinión pública a través de las encuestas que, como todo el mundo sabe, no son más que mentiras de colectividad.
Quizá, y éste es el mayor pecado de la película, tiene algunos momentos en el que nos puede recordar alguna de las comedias de Frank Capra pero William Wellman, perro viejo de viejas batallas, sale rápidamente de la idealización en busca del vigor narrativo y lo consigue bordeando con rudeza el peligro. La premisa, no cabe duda, indica en un porcentaje bastante elevado, que tiene ramalazos de originalidad y algunos rasgos de potencial popularidad que hacen de la historia algo agradable, fácil de ver, tranquilo de digerir. Vamos, que cinco de cada diez dentistas son la mitad.
Perdonen el chiste facilón basado en las encuestas de opinión, pero lo cierto es que la ilusión por encontrar la ciudad perfecta, como todas las ilusiones, sólo es la mitad de lo que se nos cuenta. Toda ilusión es quebradiza, frágil y huidiza y ésta no podía ser menos. Detrás de cada palabra se halla un guionista de la altura de Robert Riskin, de rancio abolengo y competencia probada, y que hace que lo que es ideal, se torne en un retrato caricaturesco de la América más provinciana, de los defectos básicos del carácter del ciudadano demócrata por excelencia y de la seguridad de que todos, en todas partes, somos iguales.
Por supuesto, al frente del reparto está un actor de encanto y fuerza como James Stewart acompañado de una improbable pareja como Jane Wyman pero que, en esta ocasión, resulta atractiva y con una lectura inteligente de su personaje. De ellos partirá el despiece de valores tan típicamente americanos como la fraternidad vecinal, el orgullo patriótico, la alta moral, la decencia, la humildad y la bondad, todo ello reflejo de lo feliz que se siente un país que, ni mucho menos, es lo que parece. Así que hay tela que cortar con este argumento que se asemeja a esa magia que no es otra que la confianza en el hombre. Y todo porque el egoísmo es un valor universal que no deberíamos olvidar nunca.
Así que es hora de contestar a unas cuantas preguntas ciertamente odiosas, hechas por un extraño que viene a sacar conclusiones estadísticas y representaciones barométricas de una sociedad que late con golpes positivos y negativos. Como todas. De paso, dejemos de dar esa imagen idílica y mostremos cómo somos. Ganaremos mucho más.

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