viernes, 28 de enero de 2011

MÁS ALLÁ DE LA VIDA (2010), de Clint Eastwood

Un don puede ser una maldición porque el sufrimiento de los demás hiere como las punzadas de la muerte. Volver del otro lado de la vida y querer contar la experiencia entre tanto farsante es tarea para quien sabe descubrir verdades. Tener la conciencia de la infelicidad por la ausencia del ser más querido es el prefacio para el equilibrio. Niños que asumen papeles de adultos. La muerte, al fondo. Aquí, el ahora.
Un hombre no quiere volver a ver esa eternidad con la que tiene contacto directo e inmediato. Una mujer ansía dejar testimonio de la sensación tenida al morir. Un niño alimenta el deseo de retener a un hermano muerto. El caos tiene un orden. Nada pasa por casualidad. Cosas que se dejan de decir y de las que nos damos cuenta cuando ya no hay nadie para oírlas. Cuando se tiene la respuesta, aún se abren más interrogantes. Cuando se tiene la certeza de que se está llegando al final del camino, un cineasta en su ancianidad nos muestra una película compuesta de esperanzas, de relaciones escapadas y de callejones sin salida que son una pálida introducción para las grandes avenidas. Hay mucha emoción vertida en esta historia de vida y de muerte y la seguridad de que sólo existen las segundas oportunidades para los que saben leer los acontecimientos en su momento y en su situación.
Más allá de la vida es una película de una corrección narrativa magistral. Todo se construye en acciones paralelas para hacer que el destino encaje las piezas con mortal precisión. Los personajes son creíbles y hay lágrimas rodando allí donde el aviso se hace cariño, donde lo imposible se torna salvación. Tampoco cabe ninguna duda de que está un peldaño por debajo de otras películas de Clint Eastwood al abordar un tema en el que, por naturaleza, nos mostramos escépticos. Y es que Eastwood no nos da ninguna contestación, más bien cree que ha llegado la hora de que un pintor del alma humana como él sienta la obligación de dibujar a unas cuantas en su estado más puro, es decir, después de la muerte.
Si se busca un poco, todo en la película es una mera sugerencia, un esbozo en el que, si se quiere, se puede profundizar. Huir del pasado para encarar el futuro es hacer verdad aquella frase de Lennon que decía que “la vida es lo que ocurre mientras se está ocupado haciendo otros planes”. El miedo agarrota las relaciones y, una vez más, sabemos que cuando alguien muere, no sólo pierde todo lo que tiene, sino también todo lo que puede llegar a tener. Dickens y su Cuento de Navidad; o su cambio de destinos por un parecido físico demasiado evidente en Historia de dos ciudades. El válido sacrificado. El que necesita protección tiene que tomar las riendas. Y el miedo, siempre paraliza. Eso suele ocurrir cuando la muerte pasa a nuestro lado y nos roza levemente con su capa negra y su mueca de horror. A un niño se le prohíbe en clase llevar una gorra que, para él, significa la compañía de su hermano muerto mientras a una chica árabe se le permite llevar la cabeza cubierta por sus creencias. Las contradicciones intrínsecas hacen que seamos vida pero también muerte. Y también, cómo no, las complejas relaciones entre padres e hijos condicionan futuros que se antojan demasiado imperfectos.
Así, no hay final pero sí muchos principios. El don que atormenta se transforma al final en la tranquilidad de unas manos que se estrechan sin temor y en la visión de un futuro largamente querido. La búsqueda interior encuentra consuelo en los brazos a los que se pertenece. El testimonio de la experiencia es un pretexto para encontrar el auténtico amor. Y, de nuevo boquiabiertos, Eastwood nos coloca tres segmentos de vida que no podemos dejar escapar. La muerte, al fondo. La vida, en primer plano.

jueves, 27 de enero de 2011

MORNING GLORY (2010), de Roger Michell

Hace más de treinta años, Sidney Lumet se atrevió a realizar una denuncia del formato de la nueva televisión en Network denunciando dramáticamente la aparición de una audiencia caníbal que tan sólo se preocupaba de obtener la oportunidad de meter las narices de lleno en el sensacionalismo, jugando de forma peligrosa con las audiencias y avisando de que la televisión, lejos de ser un medio cultural, era un arma que, poco a poco, se iba introduciendo en nuestros desprevenidos hogares.
El tiempo pasa y lo que antes era denuncia, hoy se ha convertido en rutina. Se acepta sin ningún problema cualquier programa basura, varas de domar manadas de ovejas a las que les trae sin cuidado saber noticias que les pillan demasiado lejos. No vale nada que no sea pura intromisión, sensacionalismo descarado o inmediatez ocurrida en un relativo alrededor y, a ser posible, con escándalo de por medio. Eso sube la audiencia. El supuesto periodismo serio tan sólo interesa a unos pocos, demasiado pocos según lo que se ha venido en llamar cuota de pantalla.
Y así, con un fondo de crítica feroz amarrada a unas cuantas cargas de profundidad, Roger Michell, al que conocimos en aquella comedia protagonizada por Julia Roberts y Hugh Grant titulada Notting Hill, articula una comedia de momentos risueños que no duda en atacar la televisión que se hace pero, también, la televisión que se ve.
Bromas aparte, que las hay y muchas, no habría basura en las pantallas de nuestros hogares si no hubiera demanda para ello. El rigor en la noticia está contaminado por la tortilla que nos hace el famoso de turno. La exclusiva del día palidece ante la rareza de un reportaje sobre veletas y su complicado funcionamiento. Así, como quien no quiere la cosa, los pastores se convierten en borregos y, lo que es peor, lo hacen con gusto.
La película, por otra parte, contiene instantes de carcajada porque ve todo a una cierta distancia y eso produce la risa despreciativa de un espectador que considera ridículas las tretas para mantener un programa que todos quieren salvar. Para ello, toda la trama gira en torno al personaje que interpreta Rachel McAdams, una chica que parece estar haciendo varios capítulos de una sit com que es una verdadera antología de expresiones exageradas, fuera de sitio y con muchas ganas de hacer reír y pocos resultados. Y el que hace reír, claro, es Harrison Ford con sus caras, con sus respuestas, con su incredulidad ante la esperpéntica realidad de rebajarse desde los primeros escalones de la información hasta los últimos peldaños de la superficialidad. Diane Keaton, por su parte, sale adelante con su papel aunque es mucho menos agradecido y, entre medias, el inevitable duelo de egos, la negativa recalcitrante a ser parte activa en un espacio que da vergüenza y un buen puñado de situaciones divertidas que enmascaran la triste realidad de que consumimos basura, de que pedimos más y de que todos, hasta los que la hacen, tragan con ella.
Se pasa un buen rato viéndola, se cae en la trampa de reírse con el telón de fondo de que la gente, pero no nosotros, está encantada con lo que ve y con la estupenda rejilla que nos ofrecen los canales de televisión. Incluso hay un personaje al que se utiliza sola y exclusivamente para sentir terror y eso, naturalmente, gana espectadores para la causa. Mientras tanto, nos da igual que unos quiten a toro pasado, que otros ganen antes de la embestida, que un señor se preocupe, desde su sillón de mando, por hacer algo bien y de forma altruista. Preferimos que nos cuenten el último crimen del vecino del quinto, la receta para hacer unos huevos revueltos a la italiana, la fuerza muscular y grasienta de un luchador de sumo o la última agresión a una profesora que no pudo más. Mañanas de gloria, diversión y basura.

miércoles, 26 de enero de 2011

VERACRUZ (1954), de Robert Aldrich

Sara Montiel siempre presumió de que, durante el rodaje de esta película, tuvo que hincharse a cocinar huevos fritos para Gary Cooper y de  que soportó estoicamente los intentos de ligoteo de Burt Lancaster. Ni caso. Siempre ha sido una mentirosa profesional y doy fe de ello. Lo cierto es que Robert Aldrich realizó una historia muy poco convencional, con momentos de extraordinaria calidad en la que brilló con luz propia ese tipo de sonrisa de acero e intenciones muy, muy ambiguas que encarna con absoluta maestría Lancaster. Con él en pantalla, la película sube hasta cotas siderales y comienza a ser, no sólo una buena película, sino también una divertida y complicada trama de dos tipos que están condenados a enfrentarse a pesar de que las circunstancias les obliguen a colaborar.
En el fondo del duelo (magistral escena final entre Cooper y Lancaster, momento álgido de la cinta), se mueve con particular gracia la avaricia que acosa a los seres humanos y los últimos restos de honradez como certeza de seguir vivo. Ellos son los que dominan a la hora de desenfundar y encarnan a un hombre muerto y a otro que, simplemente, es el más rápido. No sería ninguna tontería llegar a afirmar que Veracruz es la precursora de lo que después se dio en llamar spaghetti-western, hombres sin nombre que están llamados a hacer una misión más grande que sus deseos de venganza y que no se limitan a ser caracteres de un solo trazo sino que tienen múltiples lecturas como soldados de fortuna, causantes de encrucijadas morales de tentación dorada y con algún doblez de personalidad que delata que estuvieron sumergidos en la más incómoda de las oscuridades. Hace falta mucha voluntad para salir de las sombras.
No hay honor entre ladrones. Sobre todo si son pistolas alquiladas al mejor postor y destinadas a albergar una bala entre sus carnes. La conciencia puede que sea un precio demasiado alto para algunos. La falta de moral y la evidente peligrosidad es posible que sea lo evidente en otros. Amigos y enemigos. Las dos caras de un agujero que inevitablemente acabará con la vida de uno de los dos. Es lo que hay con dos héroes que no lo son tanto en la misma historia.
En el cuento de dos mercenarios, anda muy cerca la calificación de obra maestra aunque no llega a serlo. Veracruz es una buena película que también habla de la poca renta que produce sacar partido a una derrota o estar al servicio de quien no lo merece. Tal vez sea la consecuencia más directa de juntar almas gemelas y traicioneras, ligeras en el dilema moral y fuertes en el propósito. Decencia, honestidad, fidelidad, juventud, vigor y  falta de moral son los nombres de las seis balas que están en el tambor. El problema está en dilucidar cuál es la que va a dispararse primero. Al igual que el desafío que el laconismo espeta ante la verborrea. Sólo una palabra. Sólo una pólvora. Es como si Sam Peckinpah se encontrara en la calle de un pueblo abandonado con Sergio Leone. ¿Quién caería antes?

martes, 25 de enero de 2011

EL SOBORNO (1951), de John Cromwell

Los malvados tienen mucho que decir algunas veces. Aquí, Robert Ryan es un desalmado villano que maneja a todos los grandes cargos de la ciudad como si fueran marionetas para poder salvarse de las garras de un policía que está empeñado en cazarle y no siempre con los métodos más legales bajo el pétreo rostro de Robert Mitchum. Lo cierto es que la historia se articula en torno al inmediato retrato de la corrupción y el poder del crimen en una gran ciudad norteamericana. Pero el camino que verdaderamente abre esta más que aceptable película es el de contemplar el crimen como otra eficaz forma de negocio a gran escala con normas de conducta propias de una empresa, que no dejan demasiado espacio a mafiosos fanáticos dispuestos a exponerse a cara desnuda por tomar en cuenta lo que no es más que una afrenta personal. El resultado es que no hay mucho misterio que desentrañar en esa comisaría que se convierte en centro y origen de toda la trama pero hay un cierto pulso narrando la historia y una expectación considerable al asistir a la evolución de unos personajes que detrás de una placa y de una pistola, se profesan un odio que perjudica su visión de caracteres a un lado y otro de la ley.
Lo cierto es que, muy convincentemente, Ryan está algunos peldaños por encima de Mitchum con la encarnación de ese soberbio gángster que encuentra respuesta a todas las preguntas a través de la violencia. Su código ético se rige por esa máxima. Sin compromiso con nadie. Sus problemas se resuelven antes y de manera mucho más eficaz si recurre a la agresión, al asesinato, al envilecimiento.
También es verdad que, aparte de los protagonistas, hay un buen puñado de profesionales muy competentes mezclados en la turbiedad de todo el asunto. Detrás de las cámaras estaba John Cromwell, un tipo que sabía dirigir y que fue fulminantemente destituido por el productor Howard Hughes que puso en su lugar a un hombre de la sabiduría y experiencia de Nicholas Ray. Para rematar esta ensalada de directores, toda la trama parte de un guión de Samuel Fuller, un fulano que sabía agarrarte de las solapas y no soltarte hasta el último suspiro, convenientemente modificado por un guionista de la altura de W. R. Burnett, responsable de una obra maestra del género como La jungla de asfalto, de John Huston. Todos ellos incidieron en el problema endémico de una corrupción que se introducía por entre las heridas de una sociedad que cada vez se pudría más por dentro, con noches interminables de humo y crueldad, con diálogos de guardia y de aire decepcionado. Cine negro, sí, pero con una fuerte carga crítica contra una clase de hombres que ya nacieron con el estigma de la suciedad moral y con una falta de conciencia enfermiza. El enfrentamiento está servido porque si el malo no tiene ningún reparo en revolcarse por el lodo, tampoco lo tendrá el policía obsesionado con destapar toda su organización. En el medio, como siempre, quedará el bien para los ciudadanos, algo carente de valor, tan vacío e inútil como un revólver sin balas.


No quisiera dejar pasar la oportunidad de colgar una foto del evento de Sevilla. Aquí estamos todos los que colaboramos en el programa y que fuimos de tapas y de raciones después de la emisión. Fue un rato divertido y entrañable donde se contaron chistes, se habló de cine y se compartió mesa con amigos. Hubo desenfado, detalles, firmas de libros, opiniones, discusiones, dudas (la primera película de Pilar Miró que Andrés Cid aclaró conectándose con el iphone a Internet) y un montón de cariño desparramado sobre la mesa. Gracias de nuevo a todos porque todos habéis dejado una bonita cantidad de imágenes en el alma.



viernes, 21 de enero de 2011

EL BARCO FANTASMA (1943), de Mark Robson

Antes que nada, no se dejen engañar por el título de esta película. No es una película de terror ni hay nada de fantasmagórico en ella. Es una historia que se mueve por los terrenos siempre difusos del cine negro, con hábiles gotas de misterio bien dosificadas por un director cuyo pulso siempre fue muy medido aunque nunca llegó a ser un autor y que se adscribe a la fiebre que inundó las pantallas en los años cuarenta de mujeres fatales, hombres metidos en entuertos difíciles de desenrollar y el humo sinuoso saliendo del cañón de una pistola plateada a la luz de las farolas que brillan en plena noche.
Por lo demás, es una obra de ese lince de la producción de serie B que se llamaba Val Lewton y que alcanzó su máxima talla con La mujer pantera contando con otro director de tamaño enorme como Jacques Tourneur. En esta ocasión, el productor contó con Mark Robson, que dirigió películas tan estimables como El ídolo de barro, con Kirk Douglas; Más dura será la caída, con Humphrey Bogart; la estupenda y desconocida La furia de los justos, con Glenn Ford; o su incursión melodramática de admirable concepción en Desde la terraza, con Paul Newman. En esta ocasión, Robson se mueve de lleno en la serie B y el reparto no es de campanillas pero sí eficaz y nos deslizamos por la suave pendiente de la locura del capitán de un barco que, poco a poco, va perdiendo la razón hasta que aparece la sombra inevitable del crimen en medio de ninguna parte rodeada de agua y para ello el director no duda en sumergirnos en un ambiente admirablemente fotografiado por uno de los directores de fotografía más importantes dentro del género negro como fue Nicholas Musuraca. En cualquier caso, dentro de ese barco, el accidente y el crimen se confunden de tal modo que empiezan a surgir teorías conspirativas para ahogar motines imaginarios, pérdidas de respeto a una autoridad cuando menos ambigua y una serie de sucesos que inquietan sobre todo a un don nadie, el tercer oficial. Bastante atractivo para una de esas películas a las que nadie prestó demasiada atención.
No cabe duda de que, además de moverse en los terrenos del género negro, si hay algo de terror en esta película es puramente psicológico pues, a veces, los vericuetos oscuros de la mente humana pueden ser los caminos por donde deambula el horror y en ocasiones, el espacio para moverse es tan estrecho como un barco solitario en un desierto de agua con la sombra del mismo mal acosándote.
Así que mantengan los ojos abiertos, en mitad de la niebla puede haber un arrecife que nos haga pasar una expresión de horror mientras nuestros pies sienten la fría humedad de una noche en el mar…cuidado…cuidado…

jueves, 20 de enero de 2011

TAMBIÉN LA LLUVIA (2010), de Iciar Bollaín

Con toda la modestia y la humildad, quisiera dedicar no sólo este artículo sino gran parte de mi trabajo a todos los que compartieron conmigo mesa, micrófono y cariño en el programa Conversacines de Radiópolis Sevilla. Fueron momentos mágicos y llenos de amistad entre unos cuantos fanáticos del cine que, aunque fuera la primera vez que nos veíamos, me hicieron sentir como si nos conociéramos de toda la vida. No sólo ellos, sino también María Montero y Claudio Crespo que se deshicieron en elogios y en ánimo al otro lado de la línea de teléfono. Chus, Raquel, Juan y Jesús Miguel, maravillosos y geniales, con mucho humor y mucha experiencia. No hubiese cambiado estos momentos por nada. Mi agradecimiento y toda mi admiración a los seis. Os debo mucho. Un abrazo.

Francis Ford Coppola decía que él se dedicaba al cine porque estaba convencido de que una película era capaz de cambiar el mundo. Cuando un cineasta se propone contar toda la verdad a través de una cámara, es muy posible que la verdad acabe devorando a esa extraña máquina y lo que permanezca sea sólo un pálido reflejo de lo que una vez ocurrió. El cine suele ser un testigo pero rara vez es un acusado.

Y aquí asistimos al rodaje de una recreación del desembarco y posterior explotación de América por los españoles, con sus crueldades, sus matanzas, sus sacrificios, sus cinismos eclesiásticos y sus flagrantes injusticias como si de haber sido los portugueses, los ingleses o los franceses sus intenciones de sembrar margaritas se hubieran truncado por su buen corazón con los indígenas. Aparte de lo políticamente correcto que resulta todo ello, Iciar Bollaín consigue una película atractiva que estructura en diversos planos de realidad y ficción para decirnos que los pobres siempre pagan y que lo único que pueden hacer es sobrevivir, que es lo que mejor saben hacer.
Para ello, cuenta con una magnífica banda sonora de Alberto Iglesias, una ambientación muy creíble de aquellos días del año dos mil en los que los nadie se batieron con determinación contra los alguien y vencieron a costa de sudor, muerte y valentía. Correcta es la interpretación de Gael García Bernal, aburrida resulta la de Luis Tosar con su tono monocorde y con una transformación del personaje que se antoja poco creíble; y brillante y excepcional es la de Karra Elejalde en la piel de ese actor que está ya al final del camino, a punto de subir un pie al estribo, caminando por el filo cortante de la derrota, honesto en su experiencia, impresionante en su sabiduría y que se erige, sin lugar a dudas, en lo mejor de toda la cinta.
El caso es que el personaje de Gael García Bernal quiere rodar una película en Bolivia y dejarla para la posteridad, lanzando un mensaje eterno y sincero que se ve modificado, en buena medida, por el estallido de la Guerra del Agua. Así, asistimos al paralelismo de cómo los conquistadores españoles mataban por la búsqueda del oro y cómo los grandes emporios económicos son capaces de hacer frente con extrema dureza a todo un pueblo por hacerse con la propiedad del agua en un país donde no falta la lluvia. Quinientos años de civilización para nada. Para seguir igual. Para continuar dando palizas en las espaldas de los pobres porque no sirven a los poderosos con diligencia y conformismo. La rebelión se sofoca a patadas y el hombre no ha evolucionado. En nada y para nada. Sólo ha inventado un par de cosas para hacer más cómoda la vida a unos cuantos pero la gente humilde quiere agua cuando tiene sed, quiere comida cuando tiene hambre, quiere respeto cuando lo que ha conocido es la humillación.
Sí que es posible la nominación a la mejor película extranjera para También la lluvia aunque dudo mucho que pase de ahí. Con eso ya deberíamos darnos por satisfechos porque la libertad de crear, lanzar un mensaje y ser reconocidos es uno de los premios que se pueden ofrecer al pobre. Soñar que hay gente que aún se preocupa por las desgracias de los demás y que no sale huyendo son quimeras que esta historia se encarga de quemar a conciencia. Los comprometidos son sólo unos pocos, el resto corre en dirección contraria. Una película puede cambiar el mundo, tal vez. Pero hace falta que todos los que están implicados en ella puedan mirar a través de la telaraña de luces cegadoras que cubre el recuerdo porque tras los disparos siempre sigue el silencio. La idea convertida en justicia. El desprecio en amistad. El agua en una pequeña botella como símbolo de la vida envasada. Muchos mueren en la lucha y muy pocos recuerdan los nombres. La lluvia se encarga de borrarlos y el tamiz verde de la mirada se empaña con las lágrimas de un adiós que encuentra un motivo para amar.

martes, 18 de enero de 2011

EL LADRÓN DE BAGDAD (1940), de Michael Powell y Ludwig Berger


Esta noche, estaremos rodeados de amigos en el programa Conversacines de Radiópolis Sevilla para hablar del libro "La imagen en el alma" mientras visitamos esa tierra de sueños llamada cine. Podréis seguir el encuentro en la página de http://www.conversacines.blogspot.com/ a las diez pinchando en el enlace de Radiópolis o bien en diferido cuando os parezca bien. Esperamos pasar un gran rato y quiero dar las gracias públicamente a Jesús de León, a Jesús Miguel Cabrero, a Juan Caso, a Raquel Jaén, a María Montero y a Claudio Crespo que, desinteresadamente, han querido estar presentes en el programa de una u otra manera. Estoy seguro de que será un gran rato para los que, de verdad, amamos el cine. Nos vemos en Sevilla.

Han pasado más de sesenta años desde que se realizó esta película y aún sigue siendo una sólida fantasía ensoñadora que hace que descubramos mil y una visiones dentro de mil y una noches. Muchas veces se ha intentado llevar al cine esta historia (incluso hay una versión muda, muy estimable, de Raoul Walsh del año 1924) pero nunca ha habido este nivel de imaginación, este color tan arábico que hace que nos transportemos a un mundo que nunca ha existido aunque nuestras ganas de soñar hace que deseemos en algún lugar de nuestro interior que todas estas cosas pasaran realmente en el sitio donde viven las leyendas.
Y exactamente eso, una especie de genio salido de una lámpara, es lo que era uno de los directores de esta maravilla visual, el gran Michael Powell. Responsable de un buen puñado de obras maestras de sobrecogedor impacto estético, Powell fundó un dueto con el guionista Emeric Pressburger y ambos fueron conocidos como “Los arqueros”, hombres que con las flechas de su imaginación hacían un cine de enorme originalidad y a los que debemos títulos tan excepcionales como Los invasores, El espía negro, La batalla del Río de la Plata, A vida o muerte, Coronel Blimp, Las zapatillas rojas y sobre todo esa obra maestra que es Narciso negro y, ya Powell por sí solo, la realización de la mítica El fotógrafo del pánico. El resultado más evidente es que su visión del cine ha influido notablemente en otros realizadores (Martin Scorsese, sin ir más lejos) y, aunque aquí Powell, con la ayuda de Ludwig Berger, se tiene que mover en los terrenos del cuento más puro, no cabe duda de que el rato será…pues sí…será como ir montado en el asiento delantero de una alfombra mágica.
El encanto está servido justo enfrente, ahí en la pantalla, para asistir a un combate a magia y hechizo entre el bien y el mal, entre el blanco y el negro con asistencia del color más hipnótico. Es una de las mejores fantasías que jamás se han hecho en el cine y  uno de esos históricos tesoros que se guardan esperando que alguien lo desempolve para que nuestros ojos, esos ojos anhelantes de niñez y esperanza, algo húmedos, algo ilusionados, algo olvidados, sean de nuevo las ventanas de una invención deseada.
Así que ajústense los turbantes, digan las fórmulas mágicas, que el hechizo se extienda ahí, justo en su salón, dejen que la música de Miklos Rozsa inunde las notas de una ilusión que ya no recordamos y, de repente, como por arte de magia, nos transportaremos a una tierra de genios, ladrones, malvados, princesas… y sentiremos que somos hijos de mil moscas. ¿Acaso no es lo que siempre hemos deseado secretamente? Al fin y al cabo, en el fondo de nuestros corazones, hemos querido probar mil y una aventuras…Ésta, ladrones y princesas, es una de ellas…

lunes, 17 de enero de 2011

LUNA DE PAPEL (1973), de Peter Bogdanovich

Hay sueños que sería pecado rodarlos en color, así que el blanco y negro es el paisaje por el que se mueve esta historia de picaresca y humor en medio de una época en la que había pocas razones para sonreír. Si El golpe, de George Roy Hill, era el perfecto ejemplo de cómo debía ser montado el timo a gran escala, Luna de papel, de ese gran amante del cine y de las mujeres que es Peter Bogdanovich, es el espejo donde hay que mirarse para sentir y conocer el engaño de callejón, de tienda de poca monta y peor caja, de almas que vagan para intentar el hallazgo del sentido de sus vidas.
En el centro de la película, padre e hija en la vida real, Ryan O´Neal y Tatum O´Neal (que, con este trabajo, consiguió el Oscar a la mejor actriz secundaria siendo aún una niña) que encarnan a este par de pícaros que casi se confunden con el blanco y negro pero jamás pierden un ápice de alegría por una vida ingrata, algo incómoda, de errantes ladrones de inocencia comprobada y que siempre están luchando por lograr algo mejor. Ambos consiguen que la película esté envuelta en encanto y carisma y descanse sobre unos diálogos que se superan en inteligencia y describen una relación de cariño desde la mejor óptica que puede proporcionar el cristal de sus sonrisas o, más bien, de sus desenfados. Así, poco a poco, ellos se introducen en nuestros corazones desde el resbaladizo portal de la simpatía y, al mismo tiempo, van dejando un mensaje muy tierno en los bordes del alma.
La sensación que queda, después de todo ello, es de una agradable dejadez, de una especie de suavidad en los dedos que también se han movido inquietos para mostrar que las manos también saben sonreír. Sobre todo si son rápidas y útiles y se alargan como serpientes para coger un mísero dólar que alargue un día más el disfrute de la ruta. La recompensa para los que nos dejamos engañar es que acompañamos a los protagonistas, sentimos con ellos y notamos cómo, entre engañifas y trucos, los dos personajes, entrañables y magníficos, nos van dejando un rastro de pequeñas y alegres lágrimas en algún rincón de nuestros ojos furtivos.
Aquí tenemos una muestra de lo que es una película que nunca envejece. Tiene que ser narrada con la ambientación propia de los años treinta pero no importa que se vea dentro de otros cuarenta años, seguirá tan joven como esa niña que tiene tanta calidez y destila tanta belleza por dentro y por fuera. No es una historia de tremenda intensidad, pero será una maravillosa medicina para aquellos padres que piensan que no son tan buenos y para aquellos hijos que creen que no levantan orgullo en sus mayores. Todo esto es lo que nos sirve un director que sigue amando el cine como cuando era un jovencito en busca del éxito y, un buen día, decidió ponerse detrás de la cámara para contar la consistencia de una luna de papel, o el auténtico valor de la última sesión, o el peligro que significa tener a un héroe andando suelto por la ciudad. No dejen de mirar a la luna. Es tan agradable…

viernes, 14 de enero de 2011

DOS AMORES (1961), de Charles Walters

La complejidad de esta película no parte de la frágil trama de una profesora desesperada por buscar el amor sino que nace y muere en la descripción de caracteres. Shirley McLaine es una actriz enorme en la piel de esa maestra que trata de luchar contra el destino que le ha tocado vivir, salpicado con la educación de sus hijos, sus nervios por llegar a tiempo y no perder los trenes que llevan a una nunca prometida felicidad y la constante lucha contra una sexualidad que se halla en permanente desafío. Laurence Harvey es un desequilibrado que sufre una enorme tortura interior que explica, además, cuál es el significado en sí de toda la historia. Jack Hawkins es el que está atrapado en un matrimonio infeliz pero que está en el lugar justo para ofrecer un agudo contraste con el personaje de Harvey. Juntos hacen que está película sea de todo, menos típica, y consiga agarrar el interés por las solapas del sentir, zarandearnos y plantearnos una serie de dilemas que parecen la rutina de un día a día que nos es demasiado familiar.
Y es que cuando una mujer está tan ocupada con su trabajo y sus niños, apenas tiene tiempo de casarse. No importa que todo ocurra en Nueva Zelanda. Podría pasar en cualquier otro sitio. Debatirse entre la seguridad y el desequilibrio es una disyuntiva que todos hemos tenido que plantearnos y aquí tenemos la opción que toma una mujer que sabe, que quiere y que quiere saber. Detrás de las cámaras, un hombre de la veteranía y experiencia de Charles Walters, ya casi al final de su carrera pero que aún daría algún título interesante como Molly Brown siempre a flote y, sobre todo, esa comedia ligera que significó la despedida de Cary Grant del cine titulada Apartamento para tres. Hombre de calculada elegancia, Walters adolece de una cierta frialdad en determinadas secuencias pero ello no es excusa para saber trasladar con fidelidad los sentimientos que asolan a una chica que no ha tenido mucha suerte pero que la busca con determinación y, sobre todo, con una enorme valentía.
Habría que citar también al guionista de la película, Ben Maddow, que pone letra a todo lo que dice ella como sabiendo por qué rincones se mueve el alma femenina. No en vano, Maddow fue el guionista de esa auténtica maravilla del cine que fue La jungla de asfalto, donde ya nos deletreó un personaje de mujer excepcional que fue interpretado por Jean Hagen. Aquí, Maddow nos demuestra, una vez más, cómo a partir de una historia que, en teoría, destaca por su simpleza, se pueden retener miradas con el trazado de unos personajes que no dejan de tener sus barreras, sus defensas frente a las agresiones que provienen de su alrededor, pero que también poseen un buen puñado de inquietudes que son comunes para todos los que aún guardamos algún latido que nos haga vibrar el pecho.
Así pues, no dejen de intentar ver el debate que se le plantea a una mujer que ejerce fascinación a través de dos amores. Ella es fuerte, es débil, es buena, es delicada, es irrompible, es única, es todas, es ninguna.

jueves, 13 de enero de 2011

CAMINO A LA LIBERTAD (2010), de Peter Weir

A través de las ardientes dunas del infierno y de las estepas heladas cerca del cielo, unos hombres se introducen en ese espejismo que siempre ha sido la libertad. Han hecho su elección basándose en que es preferible la muerte bajo el yugo de la extenuación que guillotinados por la humillación de un gulag donde los espíritus mueren, los sueños desaparecen y no queda nada bajo la piel salvo unos pobres huesos que perpetuar por la simple inercia del sobrevivir.
El relato de una odisea del caminar entre mares de arena y desiertos de nieve es el motivo principal de una película que decepciona con cierto estrépito aburrido porque detrás de las cámaras hay un director de la experiencia y pericia de Peter Weir. Allí donde había un director entusiasta, con sentido de la aventura y preciso en la excepcional Master and Commander, encontramos a un tipo que es moroso en la narración, torpe en la resolución, que intenta basar la trama de su historia en la relación entre caracteres y comete errores de altura imperdonable como la introducción precipitada de personajes o la elipsis de toda evasión convirtiendo los problemas en naderías. Ahí están como ejemplos la fuga con la alambrada como principal problema y nos lo hurta con premeditación y alevosía y remata con que hay que cruzar una vía de tren que está estrechamente vigilada y resulta que, de buenas a primeras, ya no hay vía. Además, Weir quiere retener en la escena algo del aliento épico que imprimía David Lean a sus películas con esa fusión de los personajes con el paisaje que el maestro británico sabía situar en una jungla como en El puente sobre el río Kwai, o en el gigantesco y temible desierto de Lawrence de Arabia, o en las heladas estepas revolucionarias de Doctor Zhivago, o en la inclemencia del mar encrespado e hiriente de La hija de Ryan. El caso es que lo que le sale aquí a Weir es una serie de planos en los que se anda mucho y se avanza muy, muy poco.
Para darle más pescado seco a todo el viaje, Weir tiene a su disposición un reparto que se sitúa claramente en el lado de la descompensación porque poner a cualquiera de estos actores al lado de Ed Harris es poco menos que un ejercicio de sadismo. Colin Farrell, aunque parezca mentira, hace lo único que sabe hacer, es decir, es el chico de la chupa pero que cambia el cuero por el abrigo raído y el asfalto por la tundra. Lo de Jim Sturgess parece de chiste al situarlo como protagonista de una historia que expone sus limitaciones con un descarnado realismo y que deja un vacío en la cúspide de la película que hace que todo el entramado se difumine en unos paisajes que ni siquiera están bien fotografiados porque parece que se ha tenido hasta miedo de poner unos objetivos lo suficientemente grandes como para querer impresionar.
La rabia está en que lo que se quiere contar no deja de tener un cierto tinte de emoción, un deseo de ser grande cuando todo es demasiado pequeño. Hay hasta algunos errores de continuidad flagrantes y se desaprovecha con cierto desprecio tener en nómina a un actor que no sale de su papel de secundario aunque nos está acostumbrando a ofrecer cosas interesantes como Mark Strong. Y al final, el espectador se hunde en la butaca con los ojos encallecidos de tanto mirar y perder casi dos horas y cuarto buscando ser conmovido y lo único que se ha conseguido es una repetitiva sucesión de situaciones extremas mil veces vistas y una seguridad desquiciante de que, a los diez minutos de salir de la sala, se va a olvidar una historia que podría haberse trabajado más, haberse agarrado más por las solapas y menos por las botas, haberse convertido en un relato de heroísmo e impacto. Y es que narrar el precio de la libertad es una tarea que se antoja demasiado difícil en unos tiempos en los que corren vientos de cinismo, de dureza y de relativismo en los valores más fundamentales. 

miércoles, 12 de enero de 2011

UNA BALA PARA EL DIABLO (1967), de Burt Kennedy

Ciudad de Malos Tiempos. Un tipo aterroriza a toda la pequeña población asesinando a varios habitantes, incluido al fundador de la ciudad. Después sólo queda el viento. Un hombre promete reconstruir la villa pero los intereses creados intentan poner límites a su propósito. Todo cambiará cuando el tipo regresa. Regresa desde el infierno. Regresa como el diablo.
Y así se puede resumir la historia que cuenta esta bala que está deseando ser disparada. Mientras todo se desarrolla, se puede asistir a cómo un hombre no es capaz de ver por qué tiene que tomar una responsabilidad ante el miedo; o también al placer que otorga el puro sadismo; o, cómo no, a un montón de asuntos relativos a la complejidad humana, que viene y va como el rodal que se ve arrastrado por la arena del desierto.
Lo cierto es que estamos ante un western bastante inusual, basado en una novela de E.L. Doctorow y que remueve conciencias, conmueve actitudes y mueve determinaciones. A destacar la composición absolutamente psicopática que realiza de su personaje Aldo Ray en contraposición con la debilidad que subyace en el de Henry Fonda. Un duelo que huele a derrota, no importa quién gane. No hay que sentarse delante del televisor pensando en que vamos a ver la típica película del Oeste en la que hay buenos y malos, todo se resuelve con un tiroteo y venga, la siguiente. Es un relato fuertemente narrado en tono menor, muy anticlímax, muy cercano a la realidad de un territorio que estaba en manos de quien fuera más fuerte, con la ley lejos y el revólver muy cerca. Eran vidas llenas de polvo en paraísos para la soledad. Si no elegías ser débil, más valía que disparases sin pensar porque el miedo es el mejor acicate para la supervivencia.
Y es que el caldo de cultivo para la desolación, la moral empequeñecida y el espíritu acongojado es la maldad gratuita. Ahí es donde crece, se desarrolla, se reproduce y, a veces, donde nunca muere. En esta película es donde se abrió la veda para esa galería de personajes que no eran héroes porque rehusaban el disparo como forma de imponer su voluntad pero que, por otro lado, tenían una gran vida interior que era la mejor manera de resistir a la dictadura del fuego. El resultado, como no podía ser menos, es una historia que se mueve por las laderas de lo impredecible. La brutalidad nos deja el mensaje de un cuento moral para aquellos que no saben definirse cuando llega la hora de tomar cartas en cualquier asunto. El coraje existe,  solo que suele estar escondido en los pliegues que nos quedan de humanidad. Luchar contra la maldad siempre es muy difícil y hay que encontrar el momento oportuno, la fibra justa que haga saltar los resortes de la calma. La furia puede estar detrás del hombre más relajado. Las sombras que pueblan a una ciudad son los detonantes necesarios para que la bala para el diablo salga del cañón a velocidad de venganza. Todo el mundo es bienvenido a la ciudad de Malos Tiempos. Ya lo verán. Incluso aquél que no tiene otra cosa que decir salvo un discurso de ruido, de sangre y de odio.

lunes, 10 de enero de 2011

EL REY DEL JUEGO (1965), de Norman Jewison

Ascender hasta la cúspide a través de una escalera de color. La ambición es el as escondido en la manga. Del barro al tapete. Y luego, la caída. La caída desde la mesa. La caída rebotando en cada uno de los peldaños de naipe. La caída desde la luz cenital que ilumina el juego. Eres el rey. Eres el príncipe. No eres nada. No valen los trucos. Sólo vale ganar.
La más grande partida de póquer nunca vista en el cine tiene lugar con unos contendientes de la categoría y la clase de Steve McQueen y Edward G. Robinson. Ellos son centro y apuesta de esta timba que combina el romance, el suspense y el arribismo con fichas de de diez mil dólares. Y desde entonces, todo el mundo ha sabido que ganar consiste, ni más ni menos, en hacer el movimiento equivocado en el momento acertado.
Hay que mantenerse fresco entre las trampas del humo. No en vano Sam Peckinpah iba a dirigir el encuentro de tahúres pero su cámara diseccionaba demasiado a las reinas y fue fulminantemente sustituido por el menos brillante aunque eficaz Norman Jewison. No se pueden esperar secuencias de acción porque el enredo está en las miradas, en las interpretaciones intensas, en el clímax que se espera y que llega como un farol descubierto. El desarrollo de la trama se encuentra ahí mismo, esperando que se suba el envite y su rostro es el de la impavidez de una piedra, sin emociones, sin concesiones. Nada más que la espera.
Una de las virtudes más evidentes de la película es que no es un ejercicio de nervios tensos para los actores que la interpretan sino que lo es, y mucho, para el espectador que está deseando estar en medio del descarte, susurrar al oído del protagonista lo que tiene que hacer, explicar la baza y esconder la jugada. Al fondo, la voz quejumbrosa de Ray Charles va a ponerle ritmo de alma al batir de la baraja y el resultado es una historia excepcional, única, ligeramente emparentada con aquella maravilla que resultó ser El buscavidas, de Robert Rossen y que, con el devenir de los años, se ha convertido en un clásico, en un ejercicio realista y en un compendio del manejo de una intriga cuya resolución consiste en saber lo que tiene en las manos el contrario.
La elegancia, la claustrofobia, la decadencia, el suspense y la sensualidad son los triunfos en la mano para asistir a este asalto a la cima. La competición por ser el mejor es la motivación que se agita por encima del dinero. El honor se deja en la puerta porque su precio está demasiado devaluado. Lo cierto es que no siempre la victoria es sinónimo de éxito y hay que saber dónde están los errores para volver a estar preparado para destrozar y aniquilar al contrincante en una mesa donde las cartas se mueven por la hierba. Puede que no haya segundas oportunidades pero ¿qué más da? El honor tampoco es algo que tengan los muertos. La rebeldía sirve de poco. Así que introduzcámonos en el aire viciado del intento por coronarse rey. La apuesta merece la pena. El ruido de las fichas entrechocando es la banda sonora de los vencedores. Abajo, en la calle húmeda, siempre habrá alguien que esté dispuesto a premiar a los derrotados con unos labios que también quieren ganar. No vayan de farol. Hay que ver lo que esconden los naipes.

viernes, 7 de enero de 2011

THE TOURIST (2010), de Florian Henckel Von Donnersmarck

Había una vez un director inglés algo maniático que solía hacer películas trepidantes sin atarse a ninguna lógica aparente. Su gran mérito consistía en que esa ausencia de lógica pasase desapercibida para el público porque estaba inmerso en un gran rato de entretenimiento y de cohesión cinematográfica que se antojaba irrepetible. Y además tenía otra virtud que se convertía en pasión y no era otra que conseguir que el conjunto no se resquebrajase a fuerza de ritmo, de pensamiento y de suspense.
El nombre de ese tipo que sabía manejar un poco una cámara era Alfred Hitchcock y ha dado la casualidad de que, pasados los años, quien más quien menos ha querido parecerse un poco a él. Y aquí tenemos un ejemplo de lo que es una mala imitación por varias razones. La primera de ellas es que Angelina Jolie no es Grace Kelly ni en la sombra de los ojos. La segunda de ellas es que Johnny Depp no es Cary Grant ni en el faldón del smoking. La tercera de ellas es que el director, Florian Henckel Von Donnersmarck sabe dónde colocar una cámara pero no tiene ni idea de lo que tiene que pasar por delante de ella para dar con el punto justo, con esa sucesión de momentos álgidos articulados en torno a una secuencia suprema. Se ve el cartón, Florian, y la culpa es de quien dirige.
No es lo mismo, aunque lo parezca, ignorar la lógica que bombardearla con el fin de intentar sorprender aún más al público. Igual que, por mucho que se esfuerce el director de La vida de los otros, esto no se parece a Con la muerte en los talones ni en la suela de los zapatos. Es previsible hasta la náusea y la cuestión es que con Hitchcock las cosas funcionaban por su sentido del montaje, porque traía la película pensada al milímetro antes de dar el primer golpe de manivela y aquí hay mucho fondo de lujo, joyas, hombros al descubierto, hombres equivocados como paradigmas del falso culpable y la seguridad de que tanta impostura hubiera hecho maldecir al maestro británico con alguna de sus famosas salidas de tono.
Lo peor de todo es que había gente en el cine que daba auténticos saltos de alegría mientras veían esta película que hacía tantas aguas que le llegaba a los talones y humedecía las plantas de los pies. Así, claro, no importa qué película se haga porque el público lo va a tragar igual, se lo va a pasar chupi lerendi y además se queda como qué original es la cosa que no la hemos visto nunca. Leer mucho, se quiera o no, agudiza el sentido crítico a la hora de opinar sobre un libro. Ver muchas películas puede que ensanche horizontes para saber dónde está la auténtica maestría ¿o no?
En cuanto a las interpretaciones, simplemente, no existen. Angelina Jolie y Johnny Depp podrían ser perfectamente Agripina de la Maza y Miguel Chundarata, da exactamente igual. Incluso se intuye algo de vergüenza ajena ver al pobre de Paul Bettany intentando dotar de algo de intensidad a un personaje que tiene menos fondo que un charco de ranas y eso que Venecia está llena de canales. Hasta sale Timothy Dalton aportando lo que siempre ha sabido hacer, es decir, nada. Así que sigamos jaleando estas producciones insípidas que no llevan a ninguna parte, riamos muy alto como diciendo que estamos pasando un rato inolvidable, digamos a voz en grito, sobre todo para que se entere el sufrido vecino de al lado, que está genial este detalle o aquella broma y, por supuesto, alabemos el giro final de la película como algo inesperado y revestido de ciertas dosis de talento. El resultado será que tendremos un montón de películas como ésta. Tan vacías, tan fallidas, tan precipitadas en la mediocridad que no nos quedará pelo en muy pocos días. Y después del pelo, viene la carne. Y después de la carne, las ideas.