miércoles, 9 de febrero de 2011

EL BAILE DE LOS VAMPIROS (1967), de Roman Polanski

Noche de miedo y de burla. Noche de monstruos reunidos en un castillo sombrío. Noche en que la risa se mezcla con el escalofrío y el grito parece tan entrecortado que se asemeja peligrosamente a una carcajada. Noche de sangre succionada y de espejos sin figura. Noche de velas levitando con su fuego trémulo por el aliento de la muerte. Noche de baile surrealista con parejas inmortales y músicos que no existen. Vampiros en danza. Hambre de noche.
Puede que, cuando veamos de cerca los colmillos de una bestia, su mueca sea más cercana a la parodia que al deleite. La belleza de una mujer es la motivación de la lujuria del infierno. Sonrisas en el fango de la sangre coagulada para construir el suelo de pisadas de eco. Misterio y escepticismo se cogen de la mano para bailar un rondó mientras la risa resuena en las mismas puertas de la muerte. Es matanza para el espíritu. Es comedia para el alma.
El temor y la hilaridad agitan sus velos en la oscuridad. Romance imposible para un cuento gótico que se narra con tanto pánico tras el nervio que asoma por la campanilla de la garganta mordida y temblorosa por la risa. Las sensibilidades parece que son caricias que no existen porque los señores de la noche se adueñan del gesto. Si apagan la luz, señores, notarán cómo en su boca se va adentrando poco a poco el dulce sabor del vino del cuerpo.
Todo acabará alrededor de la medianoche, sin música improvisada, con cuerdas para estrangular, con muertos vivos y con vivos muertos. La atmósfera que se respira parece enrarecida por el hedor del horror, perfume de la guarida del diablo. Y la gran mayoría de la gente sabe que el diablo tiene un particular sentido del humor. Incluso algunos aseguran que es polaco. Los tópicos aparecen por doquier, como ojos que se salen de las órbitas y uno a uno, el ridículo cae sobre ellos con una cruz y una ristra de ajos. La locura, un miedo real, también realiza su aparición para acabar con una última broma para quien está asistiendo a esta caza, a esta trampa, a estos vampiros, a esta comida.
No se pierdan el principio. No se pierdan el final. Así es como se cuentan las historias de vampiros y de bestias feroces de la noche. La penumbra es un personaje más y está presente incluso cuando la risa, espantadora del miedo, hace su aparición. Y así, la risa no es tan buena como parece. Tiene un acento de turbiedad, de misterio escondido en lo más profundo de lo innombrable. La bella elegancia de la tentación aparece por los rincones y se vuelve a esconder, como una alucinación de la cordura. Las respuestas del terror se hallan, cómo no, en un sitio tan inhóspito como Transilvania, tierra de heridas en el cuello y de palideces en el rostro. Y si todo el tinglado lo dirige un tipo que se apellida Polanski, la cosa adquiere hábitos de escalofrío. Escojan su pareja para el baile y asegúrense de que su imagen se ve reflejada en un espejo. Si no, el banquete puede ser usted. Y la fiesta estará adornada con el confeti de sus glóbulos rojos.

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