jueves, 31 de marzo de 2011

ENCONTRARÁS DRAGONES (2010), de Roland Joffé

Nunca he estado de acuerdo con las formas y fondos de los que ha hecho gala el Opus Dei  y, además, no es misión de un crítico de cine juzgar tales cosas. Cada uno es muy libre de vivir la fe como crea conveniente o, incluso, de no vivirla y opino que ahí radica una de las grandezas del pensamiento del hombre y de la idea de Dios siempre y cuando ninguna de las posturas se imponga por la fuerza, ni mucho más allá de un intercambio de razones bien argumentadas. Así que vamos al territorio desconocido de la pura y simple cinematografía, donde, sin duda, se pueden encontrar dragones.
No cabe duda de que la competencia de Roland Joffé como director ha oscilado entre la alabanza merecida en los casos de dos películas tan impresionantes como Los gritos del silencio y La misión y el desprecio más rotundo a través de obras tan prescindibles como la infumable La letra escarlata. En esta ocasión, Joffé intenta explicar la figura de José María Escrivá de Balaguer a través de la historia de uno de sus amigos de infancia, corriendo en paralelo la fe inquebrantable del sacerdote con el zarandeo profundo al que la vida somete a esa amistad que nace, precisamente, de la misma ficción. Hay secuencias que están notablemente bien dirigidas por el director y el mayor activo de la historia se halla en el excepcional trabajo de Ivonne Blake  al frente de la guardarropía, con una recreación minuciosa de las vestimentas de los protagonistas durante un período de más de treinta años.
Pero la película adolece de un fallo impresionante, evidente en todo momento y que la hace cojear con peligro cuando lo que se quiere contar es una historia épica, de corazones y sentimientos y con una serena querencia hacia la emoción. Ese error mayúsculo consiste en sus actores. Están extrañamente mal dirigidos, forzados, afectados y muy falsos. Quizá Charlie Cox en el papel de Escrivá de Balaguer esté un poquito más atinado, pero el resto del reparto merece ser arrojado al fuego de un dragón y, en el caso de su oponente, Wes Bentley, con flagelación previa. Ni siquiera la presencia de un actor de la sabiduría de Derek Jacobi consigue salvar la sensación de que él tampoco se encuentra cómodo en las dos secuencias en las que interviene como si se hubiera tragado una vara y no pudiera sacársela del gaznate.
Por otro lado, una de las bazas fuertes que quiere jugar Joffé es el de las localizaciones exteriores y se decide por Argentina para simular lugares de España, lo cual es bastante creíble y perfectamente normal. Lo que no es tan normal es que una de las grandes escenas de la película sea la pretendida batalla de Madrid que se desarrolla en una gran plaza con una catedral presidiendo la carnicería cuando todo el mundo sabe que la catedral provisional de Madrid durante muchísimos años, incluidos los de la guerra, fue la Colegiata de San Isidro, ubicada en una calle que tiene una acera más estrecha que la vergüenza de nuestra Guerra Civil además de que los principales combates tuvieron lugar en la Ciudad Universitaria.
Así queda la sensación de que Joffé ha perdido una oportunidad para hacer, por fin, una película que hablara de la reconciliación nacional, algo que parece dar urticaria a todos los que se atreven a abordar la contienda que fue la muestra más definitiva del fracaso de una sociedad. No importa que su propósito fuera otro, como la de explicar los susurros de un santo inusualmente rápido a través del corazón de otro. Se nota su dedicación a la película y sus ganas de hacer algo grande que, lamentablemente, se queda en una nimiedad que no cuenta resultados, sino tan sólo intenciones.
Y es que la lucha en el interior de los hombres no deja de ser fascinante y encarnizada cuando la caricia y la comprensión de un niño es luz y es final. 

miércoles, 30 de marzo de 2011

LAURA (1944), de Otto Preminger

Laura es la chica de la que todos nos enamoraríamos si fuésemos personajes de película. Pero el Teniente MacPherson, después de recoger testimonio y de tener delante su esplendoroso retrato, se enamora de alguien que ha muerto. La obsesión le lleva a introducirse en el vacío apartamento de ella y quedarse dormido pensando en que ella le mira igual que él mira el cuadro de su deseo. Laura…es el nombre de la chica que amo, dice la canción mil veces repetida, y esa canción, igual que antes el enfermizo cerebro de Waldo Lydecker, se convierte en la redundante melodía del estar enamorado… sin sitio para nadie más.
El policía, al fin y al cabo, hace lo que Lydecker intenta de una forma más ladina. Intenta demostrar a Laura la estupidez congénita de unos de sus pretendientes y la forja del malvado y rastrero espíritu de Lydecker haciendo que él, un simple policía, de cultura limitada e irritantes manías, sea el candidato ideal como pareja de la inalcanzable Laura, de la perfecta Laura, de la amada Laura… porque es imposible no enamorarse de esa mujer que regresa de los muertos para vivir el amor definitivo de su vida.
El columnista Waldo Lydecker, afilador de la ironía y que crea sus artículos con su máquina de escribir en la bañera, es el reverso del Teniente MacPherson. Es quien pone el sentimiento de superioridad en juego para ridiculizar todo su entorno. Destroza vidas con la palabra, enaltece actitudes reprochables con un gesto, desarrolla la lujuria de la envidia (sí, dos pecados capitales pueden ir juntos) porque no cree que nadie, excepto Laura, puede estar a su altura. Desprecia a todo y a todos aunque su alma de vitriólico cinismo sea capaz de sentir mucho que el niño de los vecinos sea descuartizado. Para él, la ética está en la imagen, no en el acto. Es ético hundir la existencia de otro simplemente porque, en comparación con él, es una vida que no merece vivir.
La diseñadora Laura… Laura… no tengo palabras para Laura… Si Lydecker se enamoró de la misma belleza y MacPherson lo hizo de una mujer muerta… yo sé que, con una mirada suya, me quedaría paralizado y sin poder creer que ella posara sus ojos en mí. Es ambiciosa, sí…pero también es tierna. Es algo ingenua en el amor y está en el mismo borde del abismo de la vida fácil. Se compromete a casarse con un petimetre cuando puede elegir al que quiere… Laura… Laura… es el nombre de la chica que amo…
Otto Preminger dirigió esta película absolutamente clave para el género negro discutiendo hasta la exasperación e imponiendo, contra viento y marea, su propia visión de la historia. En el estreno, algunos le acusaron de necrofilia…ciegos estúpidos…para ellos, Laura no era el nombre de la chica que amaban…
Y una última recomendación…no se queden dormidos viendo esta maravillosa película, tal vez la razón de su deseo se convierta en el espejo de su realidad cuando abran los ojos…

lunes, 28 de marzo de 2011

SENDEROS DE GLORIA (1957), de Stanley Kubrick



                 "Los senderos de gloria no conducen sino a la tumba"
                       Thomas Gray. Elegía en un cementerio campestre.
A veces, la gloria es un proyectil caído en la tierra de nadie. Es una bala estrellada contra un saco terrero de las trincheras. Es el estiércol del honor. Jugar a la guerra desde un palacio sólo lleva a distanciarse de la realidad ensangrentada. La victoria es la supervivencia y hacer lo imposible por tomar una colina no siempre justifica la pérdida de cientos de vidas.
Sólo una voz perdida de una muchacha sin nombre puede hacer que las lágrimas del hogar y de los hombres que un día lo fueron se conviertan en ráfagas certeras contra el alma, de barridos acribilladores del tiempo perdido en odiar y en sobrevivir cuando cada vez que se hunde la cara en el barro, la piel mojada desea estar empapada de vida. Combatir no es cosa de héroes, es asunto de balas y cañones, de despachos y mapas, de tácticas y carne. La guerra no es noble. Y fusilar a tres hombres para dar ejemplo es crueldad como excusa de la ambición. Así es como se escriben los senderos de gloria.
La desesperación es la espita de la cobardía, es el reguero del descreimiento, es la arena que apaga el fuego de la dignidad. Morir. Vivir. Qué más da cuando el destino se empeña en que te arrastres por las ondulaciones de los cráteres de los obuses. Quizá tus deseos se queden enganchados en el enjambre de espinos de una alambrada en espiral o la noche se encargue de exterminar no sólo lo que eres, sino todo lo que hubieras podido llegar a ser. Juego sucio de reglas de cloaca.
La farsa de un juicio con apariencia de legal para tranquilizar al honor perdido de generales de muerte es sólo una muestra más de que el mundo no es un lugar agradable para vivir...Stanley Kubrick nos lo mostró en todas y cada una de sus películas. También con esta, convirtiéndose, probablemente, en la película definitiva sobre la Primera Guerra Mundial y sobre el desperdicio de la existencia cuando una generación entera es enviada a una muerte segura por la supremacía de no se sabe muy bien qué.
Los senderos de gloria son siempre caminos abiertos con sangre ajena que no hubiera merecido ver la luz gris mate de un campo de batalla...allí donde todo, incluso la vida, está muerto... 

viernes, 25 de marzo de 2011

EL RITO (2010), de Mikael Hafstrom

Toda película que tenga la osadía de tratar el tema de los exorcismos corre la enorme desventaja de ser comparada con El exorcista, de William Friedkin y, aunque en esta ocasión hay inevitables elementos en común, no cabe duda de que también existen algunas novedades que indagan en el escepticismo y en el siempre resbaladizo terreno en el que se mueven aquellos que se sitúan en el mismo umbral de la incredulidad.
Y es que la ausencia de valores suele ser el caldo de cultivo ideal para que la maldad siembre su cosecha de confusión y descreimiento. Es perfectamente lícito que la película plantee el problema desde la óptica religiosa y de esos inexplicables fenómenos de posesiones demoníacas que los mortales de a pie nos apresuramos a calificar de sugestiones, locuras o desgastes psíquicos provocados por el desequilibrio. Es más, me atrevería a decir que en ningún momento se huye de esas mismas excusas porque los dos casos que se plantean surgen a raíz de sendos traumas dolorosos para la mente. Es más fácil dejarse seducir por el Diablo que por Dios y los dos son igualmente difíciles de identificar.
Sin embargo, a pesar de que no es una película para la historia, sí que contiene algunos aciertos que comienzan y terminan por los múltiples registros que exhibe un actor como Anthony Hopkins, cuya maestría se eleva muy por encima del relato. Él consigue que la escena parezca poseída por un halo divino del signo más conveniente y que todo muera un poco cuando no está. Él es lógico y es expeditivo. Él es fe y también agnosticismo. Él es actor y admiración. En una sola de sus miradas están contenidos los dos lados de la cruz. Y es que, dentro de su arte, el Diablo camina con paso decidido porque está claro que para creer en el Maligno, primero hace falta creer en Dios y que si no hay una fe inquebrantable no se puede vencer a ese supuesto enemigo que habita en todos nosotros y que sólo se desarrolla en unos cuantos.
En otro acierto de guión, también se sugiere que, igual que el Diablo entra en las personas, Dios también puede hacerlo sutilmente diciendo una frase que, en algún momento, ha podido ser importante en las vidas de cada uno. Los exorcismos pueden ser los últimos recursos psicológicos ante una medicina que se ve impotente para adecuar sus tratamientos a una exageración perversa del dolor y del rechazo a cualquier acontecimiento que nos debilita y nos hace falibles. Sólo la verdad puede salvar. Y no hace falta que sea gritada en el interior de una iglesia que, cada vez, se halla más lejos de sus fieles y se niega a una renovación en la mirada y en las actitudes.
El cine, en su inmensa grandeza que algunos se empeñan en reducir, ha indagado con frecuencia en el lado más oscuro del rito católico y ahí delante tenemos cuál es el procedimiento para realizar un exorcismo en el que muy pocos creen. Si Dios existe, su sabiduría es de tal magnitud que incluso nos ofrece la opción de no creer en Él y no por eso el Diablo campa a sus anchas por los cuerpos y almas derrengados de una creencia que jamás se hace visible. Dios existe si ayudamos. El Diablo existe si respiramos.
No es una película de terror por mucho que los que ponen el dinero hayan querido venderla como tal. Es sólo un cuento religioso, presidido por la carencia de fe ante la presencia constante de la muerte. Aunque, en algún instante, uno puede llegar a pensar que el Diablo si que anda por las calles, en la crueldad moral que nos invade, en la falta absoluta de ganas de echar una mano a los demás. Yo creo que conocí a alguien así una vez. Vendía lotería, se creía muy guapa, se juntó con un macho cabrío y disfrutaron de los pecados de la carne mientras arrastraban por el lodo a personas que dependían de ella. Es la prueba de que el demonio puede estar a la vuelta de la esquina.

jueves, 24 de marzo de 2011

ELIZABETH TAYLOR: LOS SUEÑOS DE COLOR VIOLETA

Sospecho que si yo hubiera tirado los tejos a Elizabeth Taylor, me habría encontrado con un abierto desprecio. Es una sensación que me ha sumido muchas veces en la inferioridad. Todo habría sido poco para ella, y prueba de eso es que yo creo que no ha sido feliz. Actriz eminente, con un carácter y una fuerza poco común, muchos, demasiados matrimonios fracasados, viuda de Mike Todd, el hombre que la mimó tanto que la llevó a decir que él había sido “el hombre de mi vida”, alcohólica crónica, pareja ideal de un Richard Burton que pasaba más horas ebrio que sobrio…insatisfecha permanente, un poco infantil, incapaz de aceptar la madurez de alguien que lo fue todo y acabó en nada…Elizabeth Taylor fue la mujer (¡y qué mujer!) que inundó la pantalla de sueños de color violeta, cara de ángel y cuerpo de pecado y cuando despertamos de su inmenso mirar supimos que las mujeres como ella no existen y que la vida pide realidad.
Un día tuve ante mí a su increíble yate, el Solitude, mientras me bañaba en las aguas más cristalinas que he visto nunca en el mar, en la isla de Espalmador, pero volví la cabeza, no quería coger los prismáticos y verla gorda y tostada por el sol, como un pulpo gigante varado en la playa, con una copa en la mano en estado semi-inconsciente. Devolví su potencial desprecio y preferí seguir cegándome con el violeta y palpar, con mis ojos, su exuberante físico de película para no despertar de un sueño de dulzura y carnalidad.
Debutó como actriz infantil y, de aquella etapa, sólo me quedo con la divertida Vida con papá, de Michael Curtiz porque, cuando creció y tuvo dieciocho años, con toda su hermosa juventud en blanco y negro ya hizo El padre de la novia y El padre es abuelo aunque, claro, ahí de quien me quedé prendado fue de Spencer Tracy e, incluso, del irresistible atractivo que siempre ha tenido para mí Joan Bennett.
Luego llegó la impresionante Un lugar en el sol, de George Stevens y, la verdad, es que ya era la chica ideal. Ahí conoció a Montgomery Clift, el hombre que la pidió en matrimonio varias veces quizá como única tabla de salvación hacia su hundimiento en los infiernos de una sexualidad nunca aceptada. Y ella, claro, siempre dijo no.
Sustituye a la neurótica Vivien Leigh en La senda de los elefantes, de William Dieterle y me deslumbró cuando mi madre insistió en ir a ver al cine La última vez que vi París, la primera historia de amor que me hizo llorar, aunque ella aún no se había enamorado nunca.
Gigante es una película que nunca me ha gustado. Rock Hudson tenía mucha planta pero como actor, salvo raras excepciones, valía muy poco. James Dean siempre me ha parecido una especie de niño que abusaba de su condición de desvalido y ella… bueno, he de reconocer que ella bien valía unos cuantos pozos de petróleo aunque la historia me pareciera larga, pesada y un tanto insulsa, más adecuada como culebrón televisivo que como película. Claro que, tal vez, haya estado equivocado.
Tampoco me gusta El árbol de la vida, quizá porque Dmytrik tuvo que dirigirla como pudo a causa del accidente de Montgomery Clift pero es que tampoco me interesa demasiado la historia. Y me parece larga, pesada y un tanto insulsa. Ya, ya lo sé, me estoy repitiendo.
La primera llamada de atención seria sobre su talento es, sin duda, La gata sobre el tejado de zinc, de Richard Brooks, donde lidia con maestría su papel a medio camino de la más sudorosa sensualidad y el más desgarrador drama desatado en las pasiones de una mujer que no sabe cómo acercarse a su marido. Y su interpretación tiene aún más mérito si pensamos que, en medio del rodaje, murió en accidente de aviación Mike Todd y ella, haciendo gala de una gran profesionalidad de la que en otras ocasiones careció, siguió trabajando con intensidad componiendo un personaje complejo al que todos hemos deseado consolar en alguna ocasión.
De repente, el último verano es otra de sus cumbres. Sumida en el caos del trauma psicológico, hermosa hasta vestida con harapos, bella en un jardín de bestias, apetitoso cebo para intenciones oscuras, página en blanco de un poema nunca escrito, dúctil material lleno de atractivo en manos del gran Joe Mankiewicz que destiló chorros de paciencia con ella y con el problemático Clift, masa de espasmos que ella misma impuso como compañero por pura amistad y aleada compasión.
Un virus afectó su siempre delicada salud y la tuvo dos años fuera de circulación que estuvieron a punto de convertirla en un mito muerto. Vuelve en un correcto melodrama muy olvidado en el papel de una prostituta de lujo: Una mujer marcada, de Daniel Mann y, para darle la bienvenida, la Academia le concedió un Oscar tan inmerecido (que ya se iba solo hacia las manos de Shirley McLaine por El apartamento) que hace que Billy Wilder envíe un telegrama a la propia McLaine diciendo: “Nosotros creemos que la tuya es la mejor interpretación del año…con o sin enfermedad”.
Y vino el fiasco de Cleopatra,  la película de la que Joe Mankiewicz, su director, siempre se ha negado a hablar. Allí conoce a Richard Burton, abandona a su marido, Eddie Fisher (que, a su vez, había abandonado a Debbie Reynolds, una de sus mejores amigas, para irse con ella), la producción se rebasa con creces y, cuando se estrena, el fracaso es de órdago a la grande. En honor a la verdad, hay que decir que la película es un gran ejercicio de sensibilidad, una historia de amor épica sobre una mujer que arrastró a la pasión a dos de los hombres más poderosos de la Tierra, realizando una interpretación más que meritoria y tan atrevida que hizo que la Reina de Egipto tuviese para siempre su rostro, su cuerpo y su explosiva sensualidad… ¡quién fuera áspid!
Se explota a fondo su emparejamiento con Burton entre peleas, separaciones, reconciliaciones, disputas, joyas y lujo con varias películas. La insípida Hotel Internacional, de Anthony Asquith; la estupenda Castillos en la arena, de Vincente Minnelli y la que es, sin duda, la mejor interpretación de toda su carrera: ¿Quién teme a Virginia Woolf?, de Mike Nichols, donde sí está plenamente justificada la elección de Burton como oponente. Basada en la obra de Edward Albee, la película nos muestra a una Elizabeth Taylor entrada en kilos en múltiples registros, desde el histerismo exacerbado a la pasión incontrolada, desde el puro juego marital al claro proceso de autodestrucción, todo ello en una película redonda, feroz crítica contra la clase media americana planteada como un lúdico juego de escándalos, mentiras y verdades incompletas, frustraciones y soledades compartidas. Extraordinaria, gana su segundo Oscar (esta vez, sí, muy merecido) y hay quien llega a decir que el matrimonio retratado por Taylor y Burton en la pantalla no es más que una transposición de su propia vida en común.
Otra de sus cumbres es Reflejos en un ojo dorado, de John Huston, como objeto del deseo de un soldado que, a su vez, es el centro de las miradas de su marido, un estupendo Marlon Brando. Su interpretación se mueve en el mismo filo de una historia tan áspera como compleja y difícil.
A partir de aquí comienza su declive con películas auténticamente mediocres como Los comediantes (famosa porque en una escena de amor con su marido, Peter Glenville, el director, gritó: “¡Corten!” y ellos siguieron en la faena) o ese bodrio dirigido por Burton y basado en la obra de Christopher Marlowe Doctor Fausto, o los dos intentos con Joseph Losey, un realizador muy original pero que no atravesaba su mejor momento en las incomprensibles y confusas La mujer maldita y, sobre todo, Ceremonia secreta.
Por destacar dos de esas mediocridades, yo citaría la turbia Salvaje y peligrosa, variación del tema de ¿Quién teme a Virginia Woolf?  en clave de sexualidad ambigua con excelentes interpretaciones tanto de ella como de Michael Caine. La otra podría ser su notable encuentro con Henry Fonda en el melodrama Miércoles de ceniza, lenta y plomiza historia que sólo merece la pena por la inmensa categoría dramática de ambos en el otoño de sus carreras.
Aparte estas dos mediocres excepciones poco hay que destacar (quizá sólo añadir la árida sensualidad nada conseguida de El único juego de la ciudad, de George Stevens) pero la carrera de Liz Taylor (ella siempre odió que la llamaran Liz) acabó prematuramente con una vejez mal llevada, su separación definitiva de Richard Burton después de casarse dos veces con él, ingreso en clínicas de desintoxicación, neurosis obsesiva por sus problemas con el peso, más matrimonios en la vida de la niña caprichosa que siempre ha sido, fotografías escandalosas, amistades ambiguas y proyectos nunca llevados a cabo. Hoy Elizabeth Taylor ya es leyenda pero lo único que aún no ha dejado de brillar es la luz violeta de sus ojos inundándolo todo de sueños, haciendo de su vida una película decepcionante y del cine, la seguridad de que la belleza y el talento fueron juntos de la mano por culpa de una mujer irrepetible.

miércoles, 23 de marzo de 2011

BOB, CAROL, TED Y ALICE (1969), de Paul Mazursky

Inteligente, fresca, clásica y simpática. Ése debería ser el título de esta deliciosa película que mantiene su vigencia aún hoy en día aunque pueda llegar chocarnos el vestuario. Y es que el amor es atemporal. Y es que la amistad es atemporal. Todo es atemporal menos el tiempo. Para demostrarlo ahí están unos diálogos llenos de agudeza que contienen giros y argumentaciones para ser enmarcados en la tela de una sábana con un retazo de sorpresa en alguna esquina.
Los cuatro actores, Natalie Wood, Elliott Gould, Robert Culp y, sobre todo, Dyan Cannon, están perfectos, divertidos, brillantes. La dirección de Paul Mazursky es todo un paseo por la facilidad. Y la película contiene una de las mejores sesiones de psicoterapia que ha rodado jamás el cine, así que no se puede pedir más. En el fondo, no es más que una búsqueda de lo que realmente es el amor, con una mirada llena de sarcasmo y de burla sana y con una curiosa mezcla de superficialidad e intimidad que la convierten en una pequeña joya, que ha envejecido excepcionalmente bien aunque no lo parezca porque es una historia que requiere atención, que exige discernir que las prioridades quizá hayan cambiado pero que la vida en pareja no es tan diferente. La ridiculización de los idealizados años sesenta pasa por un cuarteto de personas que, sinceramente, se deja influir por unos valores que quedaron trasnochados al día siguiente de ser pensados. Y ese es el camino que recorren las dos parejas. El amor libre, el haz lo que debas…todo eso que estaba tan de moda en aquellos años y que convertía a las personas maduras en ridiculeces con patas. Todo lo que subyacía en ello era la seguridad del aburrimiento, era el ansia de intentar conocer estilos diferentes de vida que sólo llevaban a callejones sin salida mientras se caminaba con las risas de los que poseían distancia suficiente. Incluso hasta el raciocinio podía ser anticuado en aquella época. Así que suele ser bastante difícil echar una mirada hacia adentro cuando todo lo que se hace es de puertas afuera.
Y es que la vacuidad de ciertas filosofías vitales (que, por supuesto, también imperan hoy en día bajo disfraces de falsa progresía y de estúpido avance) resulta ciertamente peligrosa para la felicidad porque cuanto más feliz sea la gente, más capacidad habrá de pensar y es posible que no sea nada bueno que la gente piense. Más vale que se asuman ciertas premisas morales de buenos ojos y aviesas intenciones que son especialmente atractivas para la simple y llana clase media de la ciudadanía. Llevar piercing, al fin y al cabo, no tiene por qué cambiar necesariamente el pensamiento.
Ah, pero sí, sí que se cambia el pensamiento cuando las personas son permeables a los valores impuestos desde una supuesta altura moral de libro de primaria. La ingenuidad a los altares y la moderación  y el estar conforme con la individualidad de cada uno al cubo de los anticuarios. Ah, sí, por supuesto, usted no es uno de esos. Ni yo tampoco. Ni aquél de allí. Ni Bob, ni Carol, ni Ted, ni Alice. Ninguno seguimos la corriente.

martes, 22 de marzo de 2011

EL HOMBRE DE LAS PISTOLAS DE ORO (1959), de Edward Dmytryk

El asesinato a sangre fría es el motivo por el que unas pistolas acceden a alquilarse en una bandolera de balas imposibles. El conflicto moral es el dorado de una empuñadura y la reforma del pensamiento siempre es el complicado reto de quienes cambian la ignominia por la justicia. Los problemas físicos y mentales de la inferioridad y de la protección parecen ser los empujes de la solidez y un pueblo que tiene todos los huecos para que las piezas sean encajadas es un simple nido de cobardes que no se fían de nadie que lleve revólver.
En esta historia no hay mucho fuego escupido de los cañones pero sí hay un terrible duelo de caracteres a través de personajes tan definidos como discutibles. El pistolero implacable. El hombre que desea una redención porque no ha hecho más que dejar el nombre de la familia en el lodo. El débil que guarda una admiración profunda por aquel que mata sin preguntarse ni a quién ni el cómo. La mujer que siente tanta atracción como rechazo por un tipo que no dudaría ni un segundo en liquidar cuanto le sirve de obstáculo. Los intereses creados contra la honestidad. El eterno relato de un duelo que nunca existió porque hasta el más cruel de los justicieros puede tener un rincón de moral en algún lugar de su elegante chaleco.
Hay hombres necesarios con armas necesarias en determinados momentos del devenir de algún villorrio olvidado del Oeste. Pero la sabiduría excepcional de esos hombres no estaba en la rapidez de su gatillo sino en la certeza de intuir cuál era el instante en el que había que volver grupas y abandonar un lugar que no les pertenecía. La mano relampagueante debía ir acompañada de una mirada nítida sobre los problemas. Sencillamente porque ese era el trabajo de unos profesionales que vivían de la muerte. Y nadie hay que sepa más de la muerte que los que saben todo de la vida.
En cada agujero, un proyectil, como si ese solitario que fue Edward Dmytrik supiera exactamente cómo rellenar los huecos de un tambor girando. Sombras psicológicas que emergen del polvo de un pueblo que no merece ningún sacrificio. Crítica implícita hacia actitudes que se mueven en el dejar hacer para que la indiferencia sea también un arma. Gusto del espectador que ansía por asistir al inevitable enfrentamiento que puede aparecer a la vuelta de muchas esquinas. La acción está en el drama. El drama existe porque no hay acción y, cuando viene, sólo está ahí para dar sentido al conflicto individual que emana de Richard Widmark, de Henry Fonda, de la siempre atractiva y maravillosa Dorothy Malone, y de Anthony Quinn, que evidencian hasta qué punto se puede cambiar un destino escrito de antemano. El cambio y el temor al cambio. La búsqueda de la estabilidad. La dependencia patológica. Una ropa por otra y el corazón late de otra forma. Y es que cuando uno empieza a ganar es posible que eso sea el principio de volver a perder. De ahí la necesidad del galope, rumbo a la puesta de sol que significa el final de una época.

viernes, 18 de marzo de 2011

MISTER ARKADIN (1955), de Orson Welles

Un hombre inmensamente rico no recuerda su pasado. Sólo tiene conciencia de que, en determinado momento, deambulaba por las calles sin un dólar en bolsillo y que ni siquiera sabía su nombre. Para seguir adelante, tuvo que inventarse uno: Gregory Arkadin. A partir de ahí, comenzó a amasar su fortuna. Para rellenar ese enorme agujero en su memoria contrata a un jugador de ventaja, un buscavidas, para que indague en ese pasado y encuentre algún rastro de lo que fue. En medio de un universo goyesco terriblemente salpicado de verdades escondidas, de gritos de horror y de pura corrupción, el detective del pretérito va juntando las piezas del rompecabezas sin saber que todo es una diabólica trampa.
Un escorpión, una vez, le dijo a una rana si le podía ayudar a atravesar un charco. La rana respondió:
-. Claro que puedo. Pero no lo haré. ¿Crees que no sé que mientras estés subido a mí lomo me picarás y moriré?
El escorpión con una media sonrisa le dijo:
-. Eso es absurdo. Si en medio de la charca te pico, entonces tu te hundirás y yo me ahogaré contigo.
Convencida, la rana permitió que el escorpión se subiera a su lomo y cuando iban por el medio de la travesía, el escorpión picó a la rana inyectándola su mortal veneno. Mientras se hundía, la rana gritaba:
-. ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué?
A lo que el escorpión, encogiéndose de hombros, contestó:
-. No puedo evitarlo. Es mi propia naturaleza.
La inocencia del poder es pura especulación para satisfacer la ansiedad cuasi erótica de decidir sobre la vida y la muerte. Lo que es la búsqueda del pasado puede ser sólo el intento de cerrar todas las puertas que te unen con lo que, de verdad, quieres olvidar. Y mientras se va asfaltando el camino tendrás la excusa perfecta para que otro sea el culpable. En el viaje, no podrás evitar el encuentro con la señora acomodada, con el domador de pulgas, con el anticuario ridículo que intentará quitarte hasta la camisa deletreando palabras, con el pobre de solemnidad, enfermo de tisis y arrinconado en el frío mientras rumia la cobardía de no querer enfrentarse con el poder aplastante, con el amor de una hija, con una fiesta de máscaras diseñadas por el propio Goya y con un avión que se mantiene en el aire…sin nadie dentro…
Y todo porque al buscar el pasado el único amor que te importa puede renegar de ti…
Película de ilimitados problemas de producción, Mister Arkadin, de Orson Welles fue la primera intentona española del gran maestro con un argumento extraordinario que haría palidecer de envidia a cualquier guionista de relumbrón que intenta colocar alguna historia en el cine de hoy. Para ello, Welles contó con Paola Mori, su pareja de entonces, Robert Arden, Akim Tamiroff, Mischa Auer, un impagable, y nunca mejor dicho, Michael Redgrave, Amparo Rivelles, Irene López de Heredia…y un celuloide hecho de retales que, aún así, desvelan el genio de un hombre que no renunció nunca a hacer cine a pesar de que el destino quiso que olvidara la manera de hacerlo para que nosotros padeciéramos una amnesia que nadie, salvo él, supo rellenar con la maestría por encima, muy por encima, de los medios.

jueves, 17 de marzo de 2011

EN EL CENTRO DE LA TORMENTA (2009), de Bertrand Tavernier

La bruma siempre escupe algún muerto desde las entrañas de su estómago de agua. El pasado y el presente se funden para urdir un misterio que sólo puede ser resuelto por un hombre que es ambas cosas. Nueva Orleáns está aún moribunda después del huracán y es fácil encontrar la depravación a la vuelta de cualquier esquina. Así la fantasía se encuentra con la inteligencia y el enemigo es una naturaleza que se niega con insistencia a doblegarse ante la presencia de la civilización.
Hace unos cuantos años ya se hizo una película con el personaje del detective Dave Robicheaux como protagonista. Se llamaba Prisioneros del cielo, de Phil Joanou, con Alec Baldwin interpretando a ese policía que se tiene que tomar un descanso porque el alcohol le ha hundido en la miseria del sin sentido que le rodea. Ahora, un director como Bertrand Tavernier, cinéfilo empedernido y autor de maravillas como Coup de torchon, Alrededor de la medianoche o Capitán Conan toma el relevo y decide que ya es hora de que el investigador se enfrente a sus fantasmas, ajados, rancios y necesariamente bondadosos, para poder resolver un asesinato que presenció cuarenta años atrás y que se halla conectado a una serie de crímenes repletos de crueldad y salvajismo en la Nueva Orleáns que aún no ha resurgido después del Katrina.
Y así, Tavernier articula lo que podría denominarse una película de cine negro sobrenatural. Robicheaux (admirablemente interpretado en esta ocasión por Tommy Lee Jones) habla con seres que pueblan los rincones de su imaginación para no renunciar a sus principios aunque sea a costa de tener una cierta inventiva en algunos pasajes de la investigación. Al final, sólo quedará la certeza de que es un hombre que tiene mucho más pasado que futuro, que todos los recuerdos marcan y perfilan un destino que parece tener querencia hacia el infierno y que siempre hay que tener una pistola de repuesto por si todo apunta hacia la culpabilidad.
Al lado de Tommy Lee Jones, hay que destacar la extraordinaria sensibilidad de una actriz tan habitualmente desaprovechada como Mary Steenburgen, bellísima en su madurez y serena en su trabajo, contrapunto ideal para ese detective que parece que, por momentos, se desequilibra y pierde el rumbo porque ve lo que le convierte también en fantasma. Y es que todos hemos hablado solos creyendo que nos está escuchando un amigo imaginario, un personaje histórico o una incógnita vestida de vacío. Después ya viene la lucidez, el despertar hacia una realidad que se empeña en mostrar su lado más feo y menos noble, muy alejada de la caballerosidad que admitía el empeño injusto aunque la batalla fuera una hazaña.
No cabe duda de que Tavernier no quiere en ningún momento caer en las típicas relaciones que se establecen en una película negra y desea mostrar el interior algo nublado por el alcohol reseco de un hombre que se obsesiona con hacer justicia y eso hace que todo el conjunto se desarbole por abajo como una raíz que poco a poco va abandonando la tierra. La reacción de quien asiste a todo ello es de extrañeza y de lejanía pero hay transiciones modélicas y una utilización del paisaje que también parece en trance de ruina que pasa por un retrato del verde transformado en rojo. En cualquier caso, la historia se mueve por senderos de originalidad, de choque de ambientes que hacen que el cine se encuentre con la desgracia, que el viejo enemigo del instituto se haya convertido en un mafioso amenazante y que el chivato de turno diga todo cuando en realidad no dice absolutamente nada. Y mientras, sentimos que el suelo se mueve bajo nuestros pies porque de lo que se trata es de esconderse en las aguas profundas de un pantano que encierra todas las preguntas. 

miércoles, 16 de marzo de 2011

PERDICIÓN (1944), de Billy Wilder

Aquella noche, pude sentir que el aire me sonreía y encendí un cigarrillo mientras esperaba en la cola del cine para pasar el rato y que la vida me olvidara. Observé a todos los que compartían la espera conmigo, allí en un callejón oscuro de algún cine que el tiempo ya devoró. Había gente de toda clase...pero mis ojos se detuvieron en aquella mujer de la que, según iba engullendo con la mirada, tuve la certeza de que me arrastraría por la empinada pendiente del deseo. Tenía el pelo negro, los ojos soñadores, los labíos tímidos, breves y urgentes, y la sonrisa pecadora. Ya sé que en este país el límite de velocidad es de ciento veinte kilómetros por hora pero me lancé a trescientos para poder apoyar mi cabeza en su hombro. La conversación fue casual pero el encuentro no fue nada inocente. Nos sentamos uno al lado del otro para dejar que un tipo, Billy Wilder creo que se llamaba, nos hablara de una cláusula de doble indemnización con resultado de muerte. Al salir, yo ya no escuchaba mis propios latidos porque se los había quedado ella. La miraba a los ojos y yo sólo quería que me viera a mí, que nos aislara a los dos de todo el resto del mundo para emprender una huida loca hacia ninguna parte que es donde acaban los tipos sin suerte como yo. La noche nos escondía en el secreto susurrar de la sensación. Nunca pude imaginar que la noche sería nuestro secreto. La luz de la calle hería nuestra intimidad mientras apretábamos nuestros cuerpos en algún rincón de la oscuridad. A pesar de que yo no había recibido más que golpes en el estómago, con ella siempre tuve la certeza de que había recibido un golpe de suerte. Y suerte rima con muerte...Siempre se me dio mal hacer poesías pero esta vez el endecasílabo resultó milimétrico. Queríamos nuestra perdición. Deseábamos que las balas llevaran otro nombre escrito en el casquillo. Pero el deseo es el capricho nunca satisfecho de la vida. Y yo disparé...lo hice porque no quería que ella devorara mis entrañas sedientas de su esencia. Y lo hice con un punto final a esto que estoy escribiendo...orificio de sangre blanca que ponía término a lo que pudo haber sido pero no fue, encanto...
Y mientras dejaba su cuerpo indefenso en medio de un reguero de sangre, me alejé pensando que el tal señor Wilder había hecho una obra maestra basada en la ambición, la lujuria y la maldad...tres balas para que yo cobrara la doble indemnización de la vida engañada y del destino fraudulento. Perdición.

martes, 15 de marzo de 2011

EL TECHO (1956), de Vittorio de Sica

El ruido del entrechocar de ladrillos compone una simple canción que habla sobre la solidaridad entre los humildes. El cemento se va secando y las paredes crecen como el amor, que no tiene sitio donde descansar. El realismo parece plantado en el barro y la felicidad está manchada de yeso, como queriendo salir de la pobreza y entrar en un paraíso donde la vivienda es el cielo. La miseria se compensa cuando los demás echan una mano que sale del mismo corazón. Veinte metros cuadrados para el futuro. Sin nada más que unos cuantos ladrillos amontonados y un techo, que no falte el techo.
El cariño parece que se respira cuando no se tiene nada. Hay que luchar duro porque la vida no regala ni el día. El vino por la noche y las manos blancas. Y los ojos de ella, suplicantes, enamorados, que sólo piden un rincón donde guarecerse del frío y de la lluvia. La clemencia de la desgracia. Se puede seguir siendo un desarrapado pero, tal vez, la dignidad es algo muy difícil de perder. No es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita. Y aquí sólo se necesita un tejado.
Luisa y Natale se casaron sin más cobijo que el amor. No tenían dónde dormir y pensaron que la vida proveería. Pero hay demasiada burocracia de por medio para poder conseguir un sitio donde vivir. Hay imposibilidad material de estar con su hermana, con su madre, su cuñado y una prole de hijos en una casa en la que ya no cabe ni una bicicleta que no ha sido robada. Esperaban el milagro del ir tirando cuando lo único que consiguen es tirarlo todo. El amor se hace difícil de mantener cuando la obligación separa a los amantes. Incluso una ruina puede parecer la puerta del cielo. Maldita realidad que muestra lo que no queremos vivir. El futuro en fuga y éstos sin hogar.
Y es que sacar la cabeza en tiempos de posguerra es sobrevivir. No se puede pedir nada más. Está prohibido. El desorden debe tener una cierta colocación. Mucho edificio alto y muy poco espacio. La clave está en la ayuda, en no mirar hacia otro lado cuando vemos que alguien que conocemos está en apuros. No importa si eso significa una noche en vela y quedarse con las manos secas de tanto manejar ladrillos. Hay que levantar apenas un cobertizo, una nada en medio de unas vías de tren que atruenan y hacen vibrar hasta el alma. La estructura de la convivencia no es la de un tejado que es necesario construir como sea. Es la de unos ojos llenos de comprensión y la de una colaboración que, sin rechistar, se apresura a terminar una semilla de estabilidad.
Vittorio de Sica hizo del neorrealismo un cuento moral con final feliz dentro de una desolación que atrapa y no suelta. Quizá con películas así se conseguía que la gente fuera mejor persona. Es el milagro de Roma que usó la imaginación para seguir adelante. Y no hay mejor evasión que el apoyo de quien realmente te quiere. Cuidado, ese puede ser incluso ese cuñado con el que has tenido bronca y ya no cruzas ni una palabra con él. La humanidad es el verdadero techo. Todo lo demás, es sólo construcción.

viernes, 11 de marzo de 2011

LARGA JORNADA HACIA LA NOCHE (1962), de Sidney Lumet

En el paisaje idílico de una familia disfrutando de una agradable tarde otoñal en el jardín de su casa, se remueven los vericuetos por los que discurren cuatro almas atormentadas. El padre (Ralph Richardson), actor de profesión, algo teatral en su vehemencia, con éxito en su vida profesional pero casi incapaz de afrontar su fracaso en la privada. Una vida salpicada de Shakespeare, viajes, hoteluchos, amantes y despreocupación por su familia. El dolor se agolpa dentro de él y no sabe cómo darle salida. Su dinero es lo más importante y eso hace que olvide sus prioridades cuando debería darlo todo y aguantar como un hombre y no como una farsa que nunca ha dejado de representar. El hijo mayor (Jason Robards), torturado por una recalcitrante sensación de fracaso desde el mismo momento en que vio algo que destrozó las venas a su madre y le rompió el corazón a él. Cruel porque cree que la vida no ha tenido piedad con él y los demás tienen que sufrir lo mismo. Pero tiene amor a raudales asomando de entre sus lágrimas. Adora a su hermano. Quiere con locura a su madre. Y no sabe dónde depositar su amor. Quizá en el fondo de un vaso de whisky. Quizá en una desesperación que se ha convertido ya en su pareja. El hijo menor (Dean Stockwell), de mente limpia pero enfermo de una tuberculosis que hará mella en su físico débil. Escribe. Quiere ser escritor. Intenta mantener una brecha de razón en los acantilados de incomprensión que le rodean. Un leve toque de cordura para tratar de unir los pedazos resquebrajados de una familia que se rompe de manera traumática por culpa de una noche acogedora que hace tiempo que no les visita. Un personaje que no es más que el retrato del dolor del autor de la obra en la que se basa la película, Eugene O´Neill, algo que escribió en un descenso a los infiernos de su pasado y de su sinónimo, el sufrimiento. La madre (Katharine Hepburn), adormecida en los infiernos de la drogadicción por culpa de una terrible soledad que la llevó a engancharse a raíz de una prescripción médica en su segundo parto. Siente la desconfianza de todos a dejarla sola y no puede soportar la presión. Cree que ha fallado en todo. Que no ha sabido, en ningún momento, satisfacer a los que más quiere...sencillamente porque es incapaz de mirar fuera de sí misma. Pretende huir de la realidad creando una nueva realidad. No tiene más medio que una aguja hipodérmica para escapar de una arrolladora y aplastante sensación de que es el centro de toda la ruptura. Está demasiado destrozada, demasiado aniquilada y su voluntad está descuartizada entre tanto pinchazo. Pero sus ojos la delatan. Las ventanas del alma anuncian su adicción, sí...pero también ese amor que tiene rallado como si fuera un cristal herido con un punzón y no la deja ver con claridad el camino de su fuerza extraviada.
Sidney Lumet, con esta película, ofreció uno de los más bellos repertorios de planos que se pueden ver en el cine en el reducido espacio de una casa que, poco a poco, se agrieta y se derrumba en medio de la oscuridad. Kate Hepburn hizo que no hubiera ninguna duda sobre lo que es una actriz deslumbrante en su potencia, impresionante en su credibilidad...y con la mano temblorosa nos coge de la mano para guiarnos en un largo viaje del día hacia la noche.

jueves, 10 de marzo de 2011

DESTINO OCULTO (2010), de George Nolfi

El ser humano es ciertamente peligroso cuando se le deja a su libre albedrío. Tal vez por eso hay un burócrata, un director de la oficina de ajustes que ha elaborado un cuidadoso plan para los que usamos el don de la vida y tiene una brigada de agentes de campo que vigilan que todo salga de acuerdo a lo previsto. No puede haber fallos porque eso altera cuanto ha pensado. Dios y los ángeles. El azar, que también existe, es el Diablo.
Y en el fondo, no es que importe demasiado el hecho de que una decisión de una persona determinada altere lo que ya está escrito como su destino. Lo que verdaderamente importa es la influencia que su decisión tiene en los demás. En cada una de las opciones que elegimos se mueven todos los universos que hay a nuestro alrededor y esos universos, a la vez, influyen en muchos otros y así hasta el infinito. Así es como se puede modificar el plan del director. No para uno, sino para todos. También para aquella persona a la que se ama.
Pero el amor es el salvoconducto, es lo que puede cambiar todo. El hado tiene preparada una existencia de éxito asegurado y, además, de certeza de ser una pieza fundamental para que el mundo entero llegue a enderezar el rumbo. Si se demuestra que la opción elegida tiene un por qué, un cómo, un cuándo y un dónde, tal vez la burocracia suprema llegue al convencimiento de que hay algo en nosotros que merece la pena, que no somos simples entes que luchan hasta la extenuación por tener la vida controlada. Todo tiene una razón. Si la derrota ocurre, es porque la pieza vital que la sufre tiene que encajar en otro rompecabezas y realizar su función. La razón es el orden de la pervivencia. Y todo el mundo sabe que en la razón rara vez cabe el amor.
Partiendo de un apasionante argumento dictado por el libro de Philip K. Dick La oficina de ajustes, el director George Nolfi articula una película llena de interés, con algún error que otro y más de una secuencia prolongada en exceso pero consigue que todos tengamos la sensación de que estamos siendo vigilados para cumplir designios que se escapan a nuestro entendimiento. La inmediatez de la propia vida hace que no tengamos la suficiente perspectiva para descubrir cuál es el motivo de aquel hecho, cuál es la palabra nunca dicha, cuál es el silencio que nos delató. Para ello, dirige con mucho mimo la actuación de Matt Damon que parece que últimamente va aprendiendo a transmitir un poco más, moldea a Emily Blunt hasta hacerla parecer curiosamente atractiva, muestra a un John Slattery brillante y ciertamente intenso e implica con flema británica a un Terence Stamp seriamente amenazante. Todo ello da como resultado una cinta ágil, con momentos de buen humor en unos diálogos sumamente cuidados y una apología del sombrero que, al fin y a la postre, acaba por ser fascinante.
No es El cielo sobre Berlín, de Wim Wenders, donde se nos decía que los ángeles escuchaban en silencio y sólo eran acompañantes de nuestras penas y angustias. Es una historia con personalidad propia y que, dada la época que nos ha tocado vivir, muy bien podría ajustarse a la realidad. No importa ser creyente o ateo, eso es lo de menos. El mensaje está en superar toda esa rutina que nos retrasa, nos hunde, nos anula, nos traba y en no dejarse arrastrar por los acontecimientos. Pensar en lo que se va a hacer después de caer. Luchar o aceptar. Rebelarse. Atravesar las puertas y encontrarse con que al otro lado hay escenarios diferentes a los que llegar y vencer. La vanidad propicia el azar. Y el enemigo somos nosotros y nuestra indolencia. Lo que se cree es, casi siempre, imposible pero hay que ganar al siempre y animar al casi. Si no ponemos voluntad, no nos quedará más que una corbata bien anudada de un color bastante inadecuado que nos identificará como trajeados seres de cúspide y de fracaso. 

miércoles, 9 de marzo de 2011

LA COLINA DE LOS DIABLOS DE ACERO (1957), de Anthony Mann

Una patrulla perdida, un vehículo estropeado, la lucha contra un campo tan árido que parece que allí plantó su cosecha el diablo. El miedo. El extravío. La fatiga. Hay que llegar. Y cuando se llega, hay que subir. Y cuando se sube, una bala te corta el camino. O tres bombas seguidas. O un traidor que estrangula a las flores. O un hombre perdido y con experiencia que sólo quiere cuidar de su coronel porque es el padre que nunca tuvo. Fatiga de guerra. Cansancio de vanguardia. La mina bajo el pie. El francotirador agazapado. El repentino despertar. La trampa aguda. La muerte sin piedad. Y al final...Al final sólo unos nombres dichos bajo el sordo silbido del viento, bajo la mirada del polvo aullado, bajo la victoria de tres que merecieron ser más por la sencilla razón de que cuando los hombres están en guerra no hay ningún sitio a donde ir.
Esconder la desesperación es la tarea de los héroes, es arrojar a la maleza las náuseas del miedo aunque éste no te abandone, aunque el miedo sea un miembro más de una patrulla que apenas ve al enemigo pero que lo siente acechante, como la dama de la guadaña, que colecciona placas de metal con tu nombre.
Por eso, tal vez sea la colina de los diablos de acero, porque no se ve el infierno hasta que estalla delante de mismo de ti, porque lo inexpugnable puede ser derrotado aunque en el camino se queden un buen puñado de cartuchos, de hombres que merecen vivir aunque busquen morir. Al fin y al cabo, tal vez la delgada línea roja que separa la vida de la muerte sea una colina, un trozo de tierra árido y estéril donde sólo crece la desolación.
Anthony Mann dirigió La colina de los diablos de acero con unos cuantos uniformes, dos vehículos y un buen puñado de actores de carácter (Robert Ryan, Aldo Ray, Vic Morrow, Nehemiah Persoff y un simplemente extraordinario Robert Keith, capaz de decirlo todo con sólo una mirada), de esos que con una sabiduría nacida sólo en ellos, dan textura a una película en la que se respira el agobio de los espacios abiertos, el ocaso de la valentía sin más recompensa que la vida perdida a la conquista de lo inútil.

lunes, 7 de marzo de 2011

SIETE DÍAS DE MAYO (1964), de John Frankenheimer

En todas las democracias siempre hay alguien que se erige en auriga de la ambición para lograr vencer por la calle interior del circo. En Siete días de mayo, un general se esconde detrás de uno de los extremos de la palabra “patriotismo” para partir el país en dos. La excusa es la debilidad del gobierno que tiene al mando a un presidente algo pusilánime. ¿Se han fijado que siempre que hay un golpe de estado la justificación es la debilidad de un gobierno, por lo general, socialdemócrata? Sólo un hombre, un segundón, se agarra con uñas y dientes a la libertad en la que siempre ha creído que defiende su propio uniforme. Porque, al fin y al cabo, la misión de quien sirve a una colectividad (llámese país, estado o conglomerado de ciudadanos que pagan a la misma administración, no vayamos a herir sensibilidades ajenas) es aceptar lo decidido por la ciudadanía que se expresa de forma libre y por convicción. El juego legal no es lo mismo que la legitimidad. La democracia es poder decidir y discrepar…respetando. Es así de sencillo. Y el auriga de la ambición de esta película quiere romperlo todo para imponer su idea de país, más cercana a la de imperio.
En una época en la que la carencia de valores es casi una religión, esta película olvidada puede cobrar una enorme vigencia sobre el respeto a unas reglas adoptadas por la mayoría. A veces el cine, conciencia del arte, consigue lanzarnos un mensaje de aviso sobre el camino de la nada, del silencio impuesto, de la inutilidad de una rebeldía mal entendida, del vacío que sigue al caos, del falso orden, de anteponer el ideal de la democracia por encima de la tendencia ideológica (algo muy, muy difícil de entender por los prisioneros de la ambición y del revanchismo) y de que mucho más allá de las reivindicaciones colectivas están los derechos individuales del hombre.
John Frankenheimer dirigió esta película, Siete días de mayo, con unas soberbias interpretaciones de Kirk Douglas, Burt Lancaster y Fredric March…folios para el diálogo certero de una nación que se apresta a soportar su propia vergüenza…porque…¿sabemos quién fue Judas?...Sí…Judas fue el hombre para el que trabajamos…

viernes, 4 de marzo de 2011

TIEMPO DE AMAR, TIEMPO DE MORIR (1958), de Douglas Sirk

Muchas veces, quizá demasiadas, amar y morir son dos sensaciones que van acompañadas de la mano, como los equilibrios entre ruinas, como el gris de un cielo que frunce el ceño por el humo de las bombas…Aquí, cuando todo se derrumba bajo el peso de la crueldad y de la derrota anunciada, un hombre y una mujer intentan construir algo que dé sentido a tanta nada arrasada y la batalla que prefieren librar es la del desgarro del amor a la de la muerte…que también se enamora del caos.
Cada vez que he visto esta película es como si leyera una escritura de fina caligrafía en la que puedes sentir la descripción visual como las frases en un papel. Sientes la textura de los uniformes, el olor inconfundible del cemento partido por la brutalidad de los bombardeos, la soledad de quien espera esa mirada que a veces se nos pierde en la pared desnuda, el deseo de volver para que, en medio de tanto horror, nos refugiemos en los brazos de la persona a quien sólo dispararíamos las balas incansables de nuestros besos y el consuelo de nuestras propias lágrimas. Es sentir…aunque no se haya vivido…es amar…aunque no se haya muerto…es morir…aunque no se haya amado…
Basada en la novela de Erich Maria Remarque, Tiempo de amar, tiempo de morir es una de esas películas que se ven con los ojos entornados sujetados por la breve e ingrata esperanza que nos muestra, al contrario de lo que siempre nos ha vendido el cine, que los alemanes también eran personas. Y mientras vemos esas imágenes tan sutilmente rodadas, nos damos cuenta de que el folletín es el género que más se parece a la vida y que la vida, en muchas ocasiones, parece dirigida en un enorme plano-secuencia por Douglas Sirk, ese director alemán que nos hizo sufrir a golpe de amor y redención, con cegueras y obsesiones, con vidas ciertas que nunca dejarán de ser ficción, con cuidadas rosas que, con su mirada, convirtió en afiladas espinas de dolor. Y dentro de ella está una sobria interpretación, quizá la mejor de toda su carrera, de John Gavin, un actor de innegable atractivo pero habitualmente envarado que aquí nos encoge el corazón y nos hace saber con certeza si aún lo tenemos o no. Tampoco podemos negar que está muy bien acompañado por esa actriz, tan alejada aquí de su registro desternillante en Uno, dos, tres, que se llamó Lilo Pulver.
Hay películas que nunca deberían dejar de verse y esta es una de ellas…al fin y al cabo todo el mundo que amó…y que también amó al cine supo que Sirk es el sonido de una lágrima…

jueves, 3 de marzo de 2011

LOS CHICOS ESTÁN BIEN (2010), de Lisa Cholodenko

Una pareja de lesbianas utilizaron esperma de un donante para poder fecundar a sus hijos. Los niños crecieron felices y contentos dentro de un contexto bastante equilibrado. De pronto, un tercer elemento se inmiscuye en sus vidas. Es un hombre que ha dejado pasar demasiadas oportunidades y desea agarrar una para justificar el único aspecto de su existencia que ha quedado incompleto. Ya no es hora de aventuras y de decisiones. Tampoco lo es de donar esperma para sacarse unos dólares extra.
Él es un hombre que ha tenido un razonable éxito con comida microbiológica que cultiva y cocina en un restaurante de su propiedad. Pero no tiene estabilidad en la emoción, le falta saborear el sentir, el saber, el querer. Las paredes de su casa están desnudas y hace falta que alguien con las manos llenas de cariño las llene con cuadros y detalles que son rutina para muchos pero que también son inalcanzables para otros. Y así surge el desequilibrio, la sensación de pánico que a todos invade porque creen que no tienen. Surge el error en una de las lesbianas y el miedo a la soledad se impone a la otra, precisamente a aquella que lucha con denuedo por tener la vida controlada, a veces a costa de su mal carácter, de su desconfianza hacia lo ajeno, de su inseguridad patológica que nunca muestra. El pánico de no tener. La seguridad de ser prescindible.
Así, asistimos con naturalidad al día a día de una familia a la que merodea la felicidad porque se respetan algunas manías, se toleran otras, se pasan por alto las malas contestaciones y subyace un profundo amor en todos ellos porque no quieren que las cosas cambien. Han ido bien hasta ahora así y no tiene por qué venir nadie a cambiarlas. En el vértice de la pirámide familiar está Annette Bening, soberbia como la que encarna el empuje y la serenidad, pero también durísima en la prohibición, intolerante hasta la irritación, equivocada en el planteamiento y pacífica en el desenlace. A su lado, jugando a cosas propias de matrimonio absolutamente normal, está Julianne Moore, intentando salir con esfuerzo del rincón al que se ve sometida por la personalidad dominante de su pareja, comprensiva y desgastada, agotada y proclive al error como escape. En el otro lado del triángulo escaleno está Mark Ruffalo, el elemento que inclina una balanza que no necesitaba ninguna intervención exterior, que se da cuenta de que su búsqueda nace al andar y no al iniciar el camino. Estos tres intérpretes hacen creer que los abrazos valen, que los días transcurren y no tienen por qué ser peores si no hay gestos de cariño y que un buen vaso de vino saboreado con sinceridad es un pedazo de vida.
Se deja ver, con cierta distancia pero también con un ápice de comprensión, de acercamiento suave y de leve roce en la mano. Tiene algunos errores de disgregación pero son fácilmente perdonables porque el conjunto no hace más que hablar de vidas normales, con problemas normales, con hijos normales, con inquietudes un poco inútiles, pero humanas. Hay pasajes de cierta belleza y, sobre todo, un puñado de tranquilidad que no se basa en fotografías bonitas, ni en extrañísimos movimientos de cámara sino en la comodidad que emana de sus imágenes. Ya lo dijo José Ortega y Gasset: “La mejor celebración es la perfecta normalidad” y esta película, de tan normal, es un motivo de celebración. Sabemos que una pareja homosexual puede funcionar siempre que tenga algo tan sencillo y simple como es el amor. Sabemos que un hombre puede sentirse solo e intentar evadir la soledad es algo que todos hemos tratado de conseguir alguna vez. Y, sobre todo, sabemos que los chicos están bien, que crecen sanos, normales, con personalidad, con criterio, con libre pensamiento y que los estúpidos prejuicios son los que hacen que tengamos pánico, quizá pánico de no tener lo mismo. 

martes, 1 de marzo de 2011

SHAKESPEARE ENAMORADO (1998), de John Madden

Quisiera ser el mensajero alado para haceros llegar mi admiración por un puñado de cómicos que pusieron en escena un amor, un proceso de creación y una rebelión del arte por encima de las normas sociales y del equivocado honor del dinero. Ante tales circunstancias podemos deleitarnos con actores de precisión inusitada apoyados en unas letras escritas por Sir Tom Stoppard, con toda probabilidad, uno de los mayores expertos en la obra del bardo de Stratford-on-Avon, que rebosan elegancia y que aúnan las constantes de la luz emanada de unas palabras que se elevan por encima de los pobres espíritus mortales que tenemos la fortuna de asistir a tal representación.
Así pues, llevados a lomos de gloriosas páginas de expresividad inmortal, nos hallamos maravillados con la certeza de que cuando el amor loco, verdadero irrepetible y apasionado hace su aparición y se instala en el alma y pensamiento de un hombre, los pasos de aquella a quien ama quedarán grabados en las líneas que escribe dejando a su paso un reguero de letras que no son más que huellas del hondo sentimiento que le cubre y le embarga. Y así, ese ansia de creación nunca dejará de brotar con claridad de la inquieta mano que revolotea sobre el pergamino cual mariposa en busca de su flor, cual tacto que, con empeño, busca la carne de quien se ama con hambre de deseo y de creación del mismo amor resumido en unos pequeños instantes de eternidad.
Más allá de todo eso, boquiabiertos quedamos, vive Dios, de los usos y costumbres isabelinos no por injustos, menos pintorescos; de la feroz rivalidad de un tiempo en que la evasión era arte y, como no podía ser menos, el arte, prescindible. Tal era el razonamiento de aquellos que se rodeaban de todos los lujos menos de la cultura, haciendo de los tiempos un mero arrebato de corrupción, semilla de rebeldía para quien no tenía el lujo, pero pagaba su entrada para ser transportado al heroísmo y al romance de quien ponía la poesía donde sólo había la miseria.
También estamos allí donde el prejuicio se convertía en norma; donde las ideas se secaban en el interior de una jarra de vino en busca de la frase limada en sus aristas; donde el alma se convierte en representación y el escenario en campo de batalla en un hermoso duelo contra la incomprensión y el hastío.
Versos de belleza nunca marchitada, aventuras del cielo para rescatar al amor cautivo, la muerte injusta en el silencio breve antes del aplauso, el amor en la tinta para escribir amor. Y ella...ella caminando entre estas letras que a William Shakespeare tanto hubiesen irritado. Genialidad con el respaldo de la apuntalada pasión mientras un teatro se convierte en reino y  hay monarcas presenciando la sublime escena. Telón, damas y caballeros.  


LA TORRE DE LOS SIETE JOROBADOS (1944), de Edgar Neville

En las entrañas de una ciudad yace el mal deforme puesto en perfección por espejos de ensueño. Los fantasmas cruzan el cristal de la realidad y adivinan jugadas y denuncian asesinatos. E, incautos, nos sumergimos en el expresionismo costumbrista de un misterio enterrado en una torre con su joroba incrustada en la tierra, a la inversa, con escaleras concéntricas, con ambiciones puestas del revés y miradas arreadas por el interrogante que siempre abre el deseo.
La sonrisa aparece, pero lo hace como entre brumas, como si resucitara de entre los muertos y con una leve elegancia de belle epoque que nunca ocurrió. El escenario es un Madrid que tiene más de villa que de Corte, con cuestas empinadas, parques de mucho marrón y poco verde, de plazas de antigüedad en las piedras y restaurantes de langosta y solomillo. Y es que Edgar Neville supo ser una voz solitaria en los años cuarenta en el desolador panorama cinematográfico español de aquellos años en los que un país salía de una guerra y parecía inmerso en una tristeza expresada en parálisis.
Y así, Madrid está lleno de hombres que parecen tener torres a sus espaldas, que parecen aliados en un pueblo de simpleza y orden, de superstición y rechazo. A veces, para los que están permanentemente instalados en la burla y en el inocente dedo que los niños siempre tienen cargado, la clandestinidad es la única salida posible. La patita de un científico no hace más que dar la latita y hace cuaracuacuá. Madrid castizo. Madrid sonriente. Madrid intrigante. Madrid pobre. Madrid soñado. Madrid en amor. Madrid en muerte. Madrid a través de los ojos de un hombre que vio todo y que fue él mismo parte de una ciudad que crecía para perder personalidad.
Nada es lo que parece. El espíritu con un parche en el ojo es guardián de la honradez y de la honestidad, en esta tierra y en aquella. Napoleón aparece porque está harto de que le llamen en sesiones espiritistas. Los jeroglíficos son placas de calle dibujados con tiza y lo que es inexplicable, es evidente. Una cueva para judíos que se negaron a la conversión. Una cueva para seres deformes que se negaron a ser arte y parte de la sociedad por obra y gracia del oro que, se supone, se halla siempre escondido en los rincones de una ciudad invivible pero insustituible.
Antonio Casal recorre la Plaza de la Paja con aires de ingenuo en busca de un tesoro que solamente puede hallarse en el rostro de Isabel de Pomés. Guillermo Marín, el Tenorio más impresionante que haya podido dar la escena española, es psicólogo, traidor y camina por las aceras por donde coincide con Caligari sólo que no es el escenario el que traza líneas imposibles, sino el mismo cuerpo. Felix de Pomés lleva marcado el trazo de la muerte y, bajo una máscara horripilante de capa, parche y chistera, hay un soterrado sentido del humor que hace que todo sea encantadoramente absurdo. Y Neville, el elegante y galán Neville, culto, hacedor de imposibles y director de nadas que rozaban la genialidad, se ponía detrás de una cámara para retratar el hechizo y la sorna de un cuento de horror y risa.