martes, 31 de mayo de 2011

MÁS ALLÁ DE LAS LÁGRIMAS (1955), de Raoul Walsh

Sin duda, Raoul Walsh es uno de esos extraordinarios directores capaces de sacar oro puro de cualquier historia a través de una perfecta medición del tempo cinematográfico. No en vano es uno de los mejores directores de acción de toda la historia (una de las películas más trepidantes que he visto en mi vida es Jornada desesperada, de técnica reprochable, pero de ritmo impresionante). El caso es que, siendo un director que trabajaba exclusivamente por encargo, llegó a dominar todos los resortes de la narrativa y, si bien hizo cosas insalvables, también llegó a realizar verdaderas obras maestras como Al rojo vivo o la maravillosa El mundo en sus manos.
En esta ocasión, el propio Jack Warner le pidió encarecidamente a Walsh que del libro de Leon Uris en el que se basa la película, sacara algo muy taquillero. Y uno de los tuertos más geniales que haya dado nunca el cine (recordemos esa hermandad de tuertos de la que forman parte John Ford, Raoul Walsh, Fritz Lang y Nicholas Ray) realizó una espléndida película sobre unos soldados debatiéndose entre el amor y la guerra, eterno dilema de raza humana, que, a pesar del tiempo transcurrido, no ha quedado anticuada ni un ápice.
Aún así, Walsh, cuando leyó el guión, no dudó en afirmar que “Más allá de las lágrimas es un producto auténtico que merece la pena dirigir” y para ello contó con los actores solicitados por él que, a pesar de ser una mercancía fabricada mirando a la taquilla, no eran ninguno de ellos auténticas estrellas. Bien al contrario, eran actores sólidos, de gran reputación teatral que, todos juntos, se convertían en un maravilloso reparto de un profundo ensamblaje repleto de sentimientos puestos en juego por todos y cada uno de ellos. Ninguno de los elegidos supo estar por debajo de lo esperado y si digo sus nombres, a buen seguro, puede que sean auténticos desconocidos pero, aún así, es el elenco soñado por cualquier director que sabe lo que se hace detrás de una cámara y que ha visto mucha, mucha representación encima de un escenario, verdadera madre del cordero del arte de la interpretación, y que es lo que necesitaba para poner en juego una variada gama de sentimientos en ese tablero alargado de fotogramas.
De hecho, no en vano, la película resultó ser un gran éxito en el momento de su estreno así que la elección de Van Heflin, Aldo Ray, Mona Freeman, Nancy Olson, James Whitmore, Raymond Massey, Tab Hunter, Dorothy Malone y Anne Francis debió de ser muy aplaudida en su día…lástima que la memoria sea tan corta y nadie haya reivindicado la hermosura de todos estos nombres proyectados en una pantalla de cine.
Además de todo ello, el dominio de sentimientos, de desgracias y penalidades que inundan esta espléndida muestra de la dirección de un maestro de maestros como Raoul Walsh, le proporcionó la oportunidad de dirigir, cinco años después, la adaptación de la celebérrima novela de Norman Mailer Los desnudos y los muertos que recuerda lejanamente a ésta.
Así pues, si queremos asistir a la descripción de la verdadera pasta de la que están hechos aquellos que se baten en las trincheras, es hora de agazaparnos tras el sofá y ver esta película de un hombre que, por su ojo bueno, sabía mirar muy bien por la cámara.

viernes, 27 de mayo de 2011

MÚSICA Y LÁGRIMAS (1954), de Anthony Mann

Cierta fría mañana de 1944, un avión se encargó de llevar algo de música al cielo, escrita sobre pentagramas de niebla. El aire llevó su sonido y las lágrimas pusieron la percusión. Ahí, en esa mañana escondida, se perdieron miles de pasos de baile, momentos de corazones que se ponían en forma dando saltos en nuestro interior, la sonrisa resonando en su inconfundible claqué y un cierto estilo elegante de pisar fuerte con un leve aire marcial.
Al fin y al cabo, la razón de nuestra vida puede ser una vida cargada de razones. La búsqueda de un sonido nuevo que entrara por el oído y saliese por la punta de un pie inquieto. La perseverancia encantadora de la conquista de la mujer que amas. El apoyo necesario de una amistad que con su sola presencia ya te protege. Encontrar en la vida que llevas la piedra angular de la música que tocas. Música y lágrimas. Pentagramas llenos de corcheas en la armonía propia de la esquiva inspiración. La boca del trombón que clama por un blues, por un romance de pies, por un cortejo de zapatos a ritmo del metal pulido que agita a la felicidad llamándola con prisas.
Ese número de teléfono que nunca olvidas por mucho tiempo que pase, esa melodía que nunca te gustó y que conviertes en un regalo, ese regalo hecho con tanto amor que pierdes la cuenta del que tienes y que conviertes en melodía, ese blues de Saint Louis transformado en marcha militar para uso y disfrute, esa música que suena por encima del terrible y sincopado ritmo de las bombas…siempre hay una canción que te recordará a quien amaste…por mucho que el olvido haya intentado imponer su tónica dominante.
James Stewart fue la piel. June Allyson fue la inspiración. Anthony Mann, un director tan alejado de este estilo…que hace que nuestro sentido musical se alíe con el cine y nuestras lágrimas sean las de la pena de un concierto que se acaba. Música y lágrimas. Yo llegué a bailar en el cine.

jueves, 26 de mayo de 2011

SIN IDENTIDAD (2010), de Jaume Collet-Serra

Arthur Miller decía en su obra Las brujas de Salem que lo peor que se le puede hacer a un hombre es quitarle su identidad. Sin ella, ningún ser humano es nada porque pierde el elemento oficial de diferenciación que se ha establecido para saber quién es quién, para conocer su vida y sus costumbres, para tener una idea de dónde viene y hacia dónde va. Y el terror se apodera del propietario de ese nombre inexistente cuando no tiene respuestas para ninguno de esos interrogantes.
Jaume Collet-Serra parece que ha querido introducir el miedo que produce la pérdida de la identidad en esta película recordando qué se es y qué se ha sido pero sin nada que corrobore esa versión. Ante todo porque vivimos en un mundo en el que cualquier hijo de vecino miente y finge para parecer algo más de lo que realmente es. Y es absolutamente cierto que ese pequeño detalle como es la pérdida de cualquier pista sobre la identidad es un proceso de evidentes connotaciones kafkianas en las que podemos perdernos por culpa del capricho inherente a cualquier sistema burocrático.
Y no cabe duda de que el público sale encantado de la película. Se ha pasado bien, se ha asistido a unas cuantas escenas de acción hechas con destreza, hay un actor creíble como Liam Neeson y resulta un auténtico encanto volver a ver a Bruno Ganz en plena forma y dibujando en su rostro todo un hechizo de tiempos peores de grato recuerdo.
Pero pronto a Collet-Serra se le va de las manos el enredo y comenzamos a ver algunos vacíos en la historia que no cuadran demasiado con lo que se nos quiere contar. Y lo que es aún peor. Todo tiene un aroma a El caso Bourne que parece que no estamos viendo más que una segunda mirada sobre el mismo asunto.
Berlín, qué duda cabe, es un maravilloso escenario, lleno de frialdad y grandeza, para cualquier historia de espías que se precie y la verdad, si no se piensa mucho en ello, hasta se puede romper en tímidos aplausos al final de la proyección. Lástima que siempre hay algún desaprensivo dispuesto a analizar los resquicios y jirones que va dejando atrás el entramado y se huelen las trampas al igual que se van recordando detalles que van dejando todo en un mero ensayo de cierto ritmo con secuencias bien rodadas.
Vídeos indiscretos, maletines extraviados, bombas dispuestas, la improbable donación al mundo de un príncipe árabe bienintencionado y hasta arriba de petrodólares y de un científico que es una auténtica hermanita de la caridad, suplantaciones de personalidad, dudas perversas sobre la autenticidad de alguien que dice ser biotecnólogo aunque en ningún momento demuestre ni el más mínimo conocimiento de la materia, la chica inocente que ayuda tanto que parece nacida para una persecución... Son tantos tópicos hilvanados que, poco a poco, la misma película parece que va perdiendo su propia identidad para ser una simpleza comercial que procura pasar bien rápido por los posibles errores para que el más avezado no caiga demasiado en la cuenta. Así, de una forma tan fácil como inocente, el título sólo es uno más, un estreno por ahí perdido que se olvida a los cinco minutos de salir de la sala, se han pasado dos horas en un suspiro y vamos a cenar, cariño, que tanto frío en la pantalla me ha dado hambre.
Ah, si, además hay un engaño que resulta espectacular y es ni más ni menos que la memoria, esa gran traidora, rellena los espacios en blanco y damos por hecha una verdad porque en ella se mueven los recuerdos con ganas de ser ciertos y, de paso, se evita esa incómoda afirmación de Alfred Hitchcock en la que decía que “una película no es demasiado buena si se basa en un flashback que es mentira” como a él le pasó en Pánico en la escena y cuya honrosa excepción podría ser Sospechosos habituales. Y voy a poner un punto final a todo esto porque, ahora mismo, no sé si he ido al cine o he estado haciendo una oreja a la plancha mientras planeaba lo bien que me iba a quedar un artículo que yo no debería haber escrito.

martes, 24 de mayo de 2011

EL ÚLTIMO TREN DE GUN HILL (1959), de John Sturges

La rabia de haberlo perdido todo puede hacer que tengas que tomar el último tren. Cuando unos niños mimados asesinan a lo que más quieres entonces nada puede controlar una mirada muerta pero llena de rencor. Y todo, en una silla de montar, te puede llevar a reencontrarte con alguien que ocupó tus días de juventud entre balas, correrías, atracos y una vida que decidiste dejar hace tiempo precisamente porque hubo un amor que te embarcó en lo que había en tu propio corazón. El enfrentamiento será inevitable porque buscas a alguien con una cicatriz en la cara, y el dueño de esa cicatriz es el hijo de alguien con quien no quieres cruzarte otra vez.
El destino le llevó a él a ser rico, propietario de un rico rancho, cacique de un pueblo que está tendido bajo sus propias botas. Tú, simplemente, te alejaste. Lo único que sabías hacer era manejar un revólver y entonces alguien, en el algún lugar, tuvo la idea de colgarte una estrella de latón en el pecho. Y esa es tu única riqueza. Fuiste feliz en lo personal aunque tuviste que defender la ley que tantas veces habías violado para seguir adelante. Tu compañero de andanzas hizo de su dinero, una fortuna; de la fortuna, unas tierras; y todo el mundo sabe que la tierra da poder para quitar y poner…aunque sólo sea una vida.
Estupenda película que bebe indirectamente de otro clásico como la maravillosa El tren de las 3,10, de Delmer Daves, El último tren de Gun Hill nos remite a una sobria dirección de ese gran y nunca suficientemente reconocido director que era John Sturges que, además, arranca tres estupendas interpretaciones a Kirk Douglas, Anthony Quinn y Carolyn Jones (una actriz que dejó el cine para escribir con considerable éxito literatura pornográfica). La perseverancia de una justicia teñida de venganza aquí coge aires de certera narración y nos sentimos ahí en medio, justo en el pueblo de Gun Hill, esperando un tren que nunca llega porque no dará su pitido de salida hasta que la última bala no sea disparada. Desde luego que a ello colabora un milimétrico guión de James Poe que ajusta las tuercas de la locomotora de una historia no tanto de acción, pero sí  tan vibrante y tensa que llega a dolernos la espera por un duelo que se adivina como la sangre derramada sobre el suelo de una estación de ferrocarril.
Yo, de ustedes, intentaría controlar la rabia que se siente cuando quieran disparar un revólver con ligereza. Es posible que lleguen tarde al último tren que les convierte en hombres libres en un lugar donde todo el mundo tiene un precio.

EL ÁNGEL AZUL (1930), de Josef Von Sternberg

Bajar los peldaños de la dignidad es un ejercicio tan fácil como caer. Un día, la vida es metódica, aunque solitaria; ordenada, aunque vacía; pulcra, aunque cuadriculada. Al día siguiente, la vida es una fiera desbocada, un monstruo devorador, una comezón salvaje que te entierra como hombre y te resucita como pasión. Y la pasión no es suficiente si a cambio sólo se recibe la terrible y más desoladora de las humillaciones. Esas ciudades de fantasía, de casas apretujadas, callejones estrechos y sombras alargadas, poco a poco, se van convirtiendo en ratoneras con espejos en los que se ven reflejadas una enorme y ridícula careta de payaso. Despeinada, patética y tan olvidada que ya no se reconoce a ningún hombre bajo ella.
Cuando todo es tan triste, tan mortecino y la existencia es una sucesión de barroquismos agobiantes y sin sentido, la garganta traiciona y el grito que sale de ella es de dolor, es de furia, es de rabia, es de odio, es de amor, de amor perdido, de amor en espejismo, de amor que sólo fue soñado. Ella sólo come carne fresca y disfruta con el juego de la humillación. Todos sus motivos se basan en eso. En rebajar la dignidad hasta que ya no haya más que asentimiento. Ella, en realidad, es un ángel azul exterminador.
La locura es la única salida. El regreso es la única obsesión. Volver a recuperar lo que es imposible es algo tan impensable como cercano. Aquella mesa con olor a madera. El característico olor a goma de borrar de las clases. El ruido de la tiza estrellándose contra la pizarra. El crujir de las hojas que daban autoridad, falsa autoridad, ridícula autoridad, pero autoridad, al fin y al cabo. El café todas las mañanas. El reloj dando la hora. La muerte siempre puntual. Unos polvos sobre el inmaculado traje y ya la visión se difumina, se torna confusa y el refugio en forma de un amor que no existe y que se presenta bajo el siempre engañoso disfraz del deseo es el principio de la certeza de que no eres un hombre, de que no eres ni medio hombre, de que no eres.
Alemania entre sueños, al borde del nazismo y educando a hombres-niños crueles, sin sentido de la decencia y que luego pretenden dar lecciones de moralidad a través de la acusación y de la incoherencia. Adiós a ese país de rectitud constante y de rigidez obsoleta. Bienvenido al nuevo futuro. Un futuro que no es más promesa que la ruina y la sangre. Emil Jannings lo supo bien cuando, quince años después de esta película, salió por las calles de un Berlín destruido por las bombas con su Oscar en la mano y gritando: “No me maten. No me hagan nada. Me dieron un Oscar” sin saber que eran los soviéticos los que entraban en la ciudad. Profesor Unrat redivivo. Marlene Dietrich se marchó con el director Josef Von Sternberg. “Sin ti, yo no sería nada” y le dijo hasta nunca. Lola-Lola cantando otra vez, recitando su balada de noches de humo y de palabras de engaño. Mientras, él, conocía una y otra vez al fracaso y se agarraba con entusiasmo a la idea de hacer algo que mereciera la pena. El cine tiene estas cosas. Es como la vida sólo que en menos tiempo.

viernes, 20 de mayo de 2011

UNA NOCHE EN CASABLANCA (1946), de Archie Mayo

Nacida como parodia de la alargada sombra de Casablanca, es famosa por su anécdota referida de la intención de la productora Warner Brothers de denunciar el empleo de la palabra “Casablanca” en el título y que fue contestada por Groucho Marx con un agudo sentido del humor diciendo: “Si lo hacen, les demandaré yo por el empleo de la palabra brothers. Muchos años antes que ustedes, ya lo utilizábamos los Marx Brothers”.
Por supuesto, nunca hubo demanda, ni tampoco hubo película porque es una muestra de lo que podría llegar a dar de sí el declive marxista. Bien sea entendido esto como que cualquier cosa que hayan hecho los hermanos en cuestión está a años luz de la parte contratante de la primera parte. Porque sí, señores, la sonrisa no se cae del sombrero en ningún momento, el esfuerzo está ahí y es de agradecer. En realidad, es la última película en la que los tres comparten escena pues en Amor en conserva, Groucho no sale en ningún momento con sus hermanos, y en esa rareza titulada Historia de la humanidad, sus hermanos no salen nunca con Groucho que intenta comprar a un precio, digamos, razonable, la isla de Manhattan a los indios nativos.
Teniendo en cuenta que los fallos de continuidad en la película son más que evidentes, que parece haber un aire de improvisación tan sano como lleno de mala idea y que la película huele a despedida en la mejor línea de Bogart diciendo adiós a Bergman, hay que reconocer que yo nunca he dejado de reírme al verla. Pero no me hagan mucho caso…¿no ven que estoy intentando decirles que les quiero? La luna es azul, los ojos me sonríen y las sonrisas brotan estúpidamente cada vez que cualquiera de estos payasos enormes del surrealismo hacen cualquiera de las suyas. Y es que hacer reír, a pesar de que a muchos sus chistes les parezcan meras patochadas, es muy difícil, sobre todo si debajo de la roca del surrealismo y del falso culto a las corrientes de moda, lo que late es la risa inteligente, crítica, ácida y además un par de huevos duros.
Sí, sí, es evidente, Quien se sienta delante de una pantalla esperando ver un cine con planteamiento, nudo y desenlace se quedan patitiesos al comprobar que esta es una más de esas películas que ellos hacían que constaban de carcajadas, pellizcos a las chicas y alegrías sin ápice de tristeza, aunque la lógica impere dentro de la sinrazón de estar viendo durante tantos minutos este desfile de gags que empieza con ese de Harpo apoyado en una pared cuando en realidad lo que está haciendo es sujetar a un muro. Todo depende del prisma con que se vea.
En cualquier caso, teniendo en cuenta que esta es la última vez que tres tipos nos hicieron reír juntos en risorama… deberíamos entonar unos cuantos hurras por estos chicos. Seguro que Chico nos acompaña al piano, Harpo al harpa (sí, así, con hache, lo digo para los amantes de corregir letras ajenas) y Groucho…en fin, tengan cuidado, señoras…

jueves, 19 de mayo de 2011

MEDIANOCHE EN PARÍS (2010), de Woody Allen

París tiene que recibir a quien la visita bajo las notas precisas y claras de una melodía de Sidney Bechet. El saxofón nos va sirviendo de guía para una ciudad que es luz y es inspiración, que es pasión y es ambiente, que es una caricia del cielo y un abrazo del aire. Por sus calles, se respira el presente, el día a día de una ciudad insustituible en el corazón y tentadora en el sueño. Por sus rincones puede estar el pasado tomándose un café y hablando de la veracidad de la ficción y de la fuerza de la belleza.
Y así, París es refugio y futuro, y es respuesta aunque no solución. Eso, como buena ciudad que refleja estados de ánimo, lo deja para los que buscan una razón para sentirse bien con la rutina, con esa misma actualidad que hay que vivir y aprovechar por más que queramos huir de ella adentrándonos en pretéritos idealizados, en conversaciones surrealistas de cuadro y cine, en la imaginación de unas palabras que podrían haber dicho ídolos de letra y bohemia, de leyenda y rebeldía. La realidad se pone en fuga cuando no hay arrestos por enfrentarnos a ella, cuando sabemos que lo que nos espera no es la salida, cuando lo próximo va a pasar tan rápidamente que será gasto de vida en demasiado poco tiempo. La valentía consiste en salir de ese ensimismamiento y buscar lo que de verdad hace de nosotros lo que somos, lo que sentimos y lo que amamos porque el amor, al fin y al cabo, siempre suele ser un espejismo que se niega a ser permanente para preferir ser un momento fugaz en el que las letras se vuelven actos y los acentos son el ruido de los besos.
París también es lluvia y noche. Es un puñado de gotas que imploran ser río en la piel y una oscuridad herida por el brillo de las calles mojadas y de la charla querida. Es el aroma del Hemingway pendenciero, del Dalí trastornado, del Buñuel perdido, del Scott Fitzgerald confuso, de la Josephine Baker hipnotizante, del Picasso inconformista, de la Gertrude Stein tranquilizadora, del Modigliani conquistador, del Rodin que hizo del amor, escultura; del Toulouse-Lautrec solitario, del Degás afable, del Gauguin explicativo, del Cole Porter ingenioso, del Man Ray lógico, del bullicio del entrechocar de copas llenas de talento seco, de la música que agitaba los cuerpos como cocteleras mientras corrían los años y la locura se convirtió en prisa y no hubo tiempo para nada más. París es un canto de amor a unos cuantos artistas irrepetibles y una crítica acerada contra los falsos intelectuales de palabras huecas, vacías y sonoras. Es adentrarse en una novela para ser un personaje. Es hacer del amor, un baile. Es un día encontrándose con la noche.
 Woody Allen vuelve a llenar de magia todos los huecos que la sonrisa va dejando atrás. Tal vez porque sabe muy bien que el pasado es una lección pero no es un lugar en el que una línea quiera instalarse. El presente no deja de ser una promesa que hay que exprimir porque luego, será tarde. El futuro... ¿A quién le importa el futuro? Es esquivo e irreal. Es sorprendente porque puede que esté en una tienda, en un puente, en una lluvia de primavera, en un viejo disco de cera o a la vuelta de una esquina con encanto. Todo es una invitación a vivir y lo que fue pasado, fue presente pero nunca puede ser futuro. Y esta película, mientras se vive, deleita y ofrece un lugar cómodo donde olvidar y también dice, con la voz quebrada de una mujer que es capaz de expresar todo con un beso y una mirada, que hay que salir con decisión y llevar el equipaje del atrás para poder dar el siguiente paso. Y ese quizá sea el comienzo de la pasión.
Y sólo con esa pasión brincando en el interior, tendremos la seguridad de que estamos escribiendo los renglones adecuados de nuestra existencia. Es la magia y la grandeza que se crea cuando damos al destino con la puerta en las narices. 

miércoles, 18 de mayo de 2011

THELMA Y LOUISE (1993), de Ridley Scott

Son dos mujeres que deciden que el camino del vacío es más llevadero que un mundo en el que sólo hay hombres dispuestos a hacerles daño. Es un coche que salta sin suelo hacia la libertad más infinita porque en medio del desierto hay una luz que les permite saber lo que es vivir. Es un hombre con los vaqueros bien puestos que hace sentir a una mujer lo que muchas nunca han sentido aunque él sea un sinvergüenza simpático. Es huir por la sencilla razón de que es la única salida a una vida sin motivación. Es alejarse del mundanal ruido de una voz ronca y desagradable que sólo sabe exigir. Es un policía que no quiere que el ambiente se caldee porque sabe y tiene plena conciencia de que al final son los inocentes los que siempre pagan. Es una mano gritando que esperen en la loca carrera que deja una estela de polvo en dirección a la nada. Es una bala bien metida entre los ojos de un inmenso hijo de puta que es tan simple que no sabe que hay cosas que duelen mucho a una mujer. Es seguir la línea sin mirar atrás porque si lo hacen verán las cosas que las atan. Y las hebras de la cuerda que las mantiene presas están hechas de sudor, de soledad, de humillación, de la nada, de sobrevolar lo más importante y detenerse en lo más fútil. Es Thelma, que en su ingenuidad, no ha visto lo que hay más allá de la línea que separa su tan limitada frontera. Es Louise, que en su experiencia, sabe que más allá de esa línea fronteriza puede haber otras formas de dolor, otras formas de sufrir, sí…pero también varias formas de disfrutar. Es lanzarse para decir de una vez por todas que no. A veces, es muy hermoso decir que no, expresar la rabia durante tanto tiempo guardada como un cajón repleto de moho, con tus sentimientos anquilosados y llenos de un mal olor que no has sido capaz de ventilar. Es el inmenso corazón de dos mujeres que sólo han pedido unos miligramos de cariño que nunca han venido de la mano del hombre. Diatriba contra la soledad de heroínas sin nombre (hay tantas…) que hacen lo que se les obliga a hacer sin rechistar, sin decir, sin replicar…El silencio es un arma que ellas utilizan con una elocuencia que raya en la quietud. Y ellas dos, Thelma y Louise, deciden hablar, deciden correr, deciden vivir porque es algo que se les ha estado negando sistemáticamente a través de los años. Y antes de volver a la nada, prefieren el vacío de un salto de libertad…lleno de cariño y de dolor, repleto de esperanza hacia algo mejor de lo que han tenido…y casi todas las mujeres…merecen algo mejor de lo que han tenido.
Geena Davis fue Thelma y Susan Sarandon (la gran dama que siempre me hace entornar mis ojos hacia el cariño) fue Louise. Juntos las reunió Ridley Scott con un guión excepcional de Callie Khouri. Luego Ridley…bueno…ya se sabe, no quiso saltar al vacío y prefirió adaptarse a los tiempos.

martes, 17 de mayo de 2011

LOS INVASORES (1941), de Michael Powell

En 1940, una patrulla de alemanes desembarca en Canadá para la búsqueda de unos suministros para su submarino. Mientras están en tierra, la nave es bombardeada y hundida. A partir de ahí, los seis hombres lucharán por llegar a la frontera de los Estados Unidos, por entonces país neutral en la guerra. Pero su viaje no será una odisea de heroísmo, sino más bien un rastro de sangre, un reguero de odio, un intento de propagación del hedor nazi, un camino que siembran de trampas y de ruido de botas hollándose en el barro, en campos trabajados, en panes horneados con la harina del cariño, en la creencia ajena, en el fanatismo propio…
Una estupenda película ésta de Los invasores, dirigida por Michael Powell con guión de Emeric Pressburger, en la que se nos retrata con hechuras de originalidad la belleza del no estar de acuerdo, la voz alzada contra lo que se cree que no es justo, el aviso del perdón, la certeza de que contra la sinrazón sólo cabe la más firme seguridad de lo que se defiende, el valor que tiene una valentía nunca probada, la hermosura de un paisaje abrupto en el que caben Picasso, Matisse y Thomas Mann, los ancestrales precedentes de la ideología de la intolerancia que son todo un insulto para el fanatismo…Los invasores es una película de crueldad ahogada en los naturales sentimientos del ser humano y del que nunca ha renegado de serlo. Y así, el paralelo 49 que separa las fronteras de Canadá y Estados Unidos es algo más que una línea política, un trazo de separación o una frontera puesta e impuesta por los hombres. También es una línea que distingue entre la fuerza y el sentimiento, entre el fanatismo y la heroicidad, entre la propaganda y la verdad, entre la libertad y la locura, entre el coraje de ser un desertor y la contaminada crueldad del nazi convencido. Es la línea divisoria entre el luchar por el algo que se ama y por algo que se teme. Es una de esas joyas que hay que redescubrir porque Powell y Pressburger nos regalaron algo con lo que tocar nuestro descreído corazón en todas y cada una de sus obras. Y ellos supieron siempre cuál fue el verdadero valor en la vida de los desembarcos repletos de hostilidad de aquello que no sabía ver mucho más allá de una cruz gamada.

viernes, 13 de mayo de 2011

DESAPARECIDO (1982), de Costa-Gavras

En medio de una salvaje represión, un hombre desaparece. Su padre viene desde los Estados Unidos convencido de sus derechos de ciudadano americano. Confiado en el sistema. Seguro de que el país vela por quien debe. Con la ayuda de su nuera, buscará en los rincones de Santiago de Chile apenas un mes después del golpe de Estado del General Pinochet. Lo llevarán al Estadio Nacional con la inútil esperanza de que, sentado en una grada, su hijo se halle allí. La Embajada estadounidense dice que hace…pero no hace. Poco a poco, el padre se irá dando cuenta de que ellos no son personas para su país, que son meros engranajes de la maquinaria del poder, solitarias piezas que apenas pueden presionar mecanismos de enorme aplastamiento. Yendo un poco más allá, se dará cuenta de que los Estados Unidos apoya esa represión de forma tan ladina como lo pudieron hacer los soviéticos en Hungría o Checoslovaquia. E ira perdiendo la esperanza mientras mira debajo de los cadáveres apilados y sin nombre, debajo de las piedras machacadas de una libertad que en realidad no existe. Esa palabra…”libertad” es tan sólo una entelequia a la que mirar embobados porque somos continuamente manejados por quien come de poder.
Al final, sabrá que su hijo murió asesinado y lo sabrá por conductos no oficiales que se juegan el cuello por una información confidencial de una represión que nunca existió oficialmente. Aún así, el padre, a los cínicos, burócratas y manipuladores miembros de su Embajada, les espetará que “doy las gracias a Dios por vivir en un país que permite denunciar a personas como ustedes”.En respuesta, tardaron siete meses en repatriar el cuerpo de su hijo cuando ya la autopsia era imposible y las pruebas se habían volatilizado en la vorágine de la violencia del poder…porque los Estados Unidos, adalides de la libertad, nunca apoyaron ese golpe de Estado y su posterior represión. Después de la búsqueda de la nada, vendrá el vacío del desamparo y de la ausencia.
Desaparecido, de Costa-Gavras, es una película impresionante que cuenta con sublimes interpretaciones de Jack Lemmon y Sissy Spacek y quizá, con La confesión y, desde luego, con Z, forma una trilogía del cine político por parte del cineasta que destapa los hilos de quienes nos mueven como marionetas sólo como parte de un escenario que ellos mismos han dispuesto. Ahora mismo yo me siento, de alguna manera, manejado…y ningún cineasta se atreve a hablar sobre ello…Cobardes…Mediocres…Inútiles…

EL SICARIO DE DIOS (2011), de Scott Stewart

Debido a un problema con la operativa de blogger, este artículo ha sido borrado después de haberse publicado ayer, jueves 12 de mayo. Lamentablemente, también se han borrado los comentarios existentes de los cuales no guardo copia. En todo caso, lo vuelvo a reproducir para quien pueda estar interesado y, a continuación, pongo el artículo que debería haber sido publicado esta mañana. Disculpas sin culpa.

A veces, la curiosidad del crítico es malsana y, no sin cierta vergüenza, tengo que confesar que yo la padezco en grado sumo. En cuanto supe que esta película estaba pergeñada por el mismo director que hizo Legión, los colmillos comenzaron a segregar baba, los ojillos se me poblaron de venas rojas y los dedos no cesaron de ejercitarse con extraños movimientos, como si quisieran dar con fuerza en las teclas que ahora mismo aplasto.
Y no me equivoqué. El tipo se llama Scott Stewart para quien no se acuerde de su nombre. Con dos narices bien plantadas a este señor no se le ocurre otra cosa que coger el argumento de Centauros del desierto, de John Ford y salpicarlo con ocurrencias propias de Hasta que llegó su hora, de Sergio Leone y cambiar a los protagonistas de esas películas por sacerdotes que tienen que enfrentarse a una temible bandada de vampiros que no tienen ojos y que están liderados por un fulanito que se parece sospechosamente a Clint Eastwood.
Bueno, vale, estos argumentos para poner a caer de un burro una película son propios de crítico. Pero esperen y verán. El caso es que se nos pone en antecedentes con una película de dibujos animados y nos damos cuenta de que estos sacerdotes, que por si las moscas llevan tatuada una cruz en medio de toda la cara, son guerreros samuráis que dan unos saltos y hacen unas cabriolas que ríanse ustedes de Bruce Lee hasta el forro de heroína. Suben y bajan como ascensores. Eso sí, como efecto dramático hay que hacer que trepen por unas escaleras para ver si la jeta que sale es la del sotanas o la de un vampiro de boca feísima y de ojos...¿dónde narices tendrán los ojos estas bestias? Ah, ya, si tampoco tienen narices.
Hala, ya va mejorando un poco. El protagonista, claro, es Paul Bettany y yo no sé lo que estará pensando este chico para aceptar los papeles que hace pero me temo que tiene que cambiar de agente o debe dejar de leer los guiones bajo los efectos de un psicotrópico de incienso. Pero démosle un pase. El pobre hace lo que puede y la capucha de frailecillo le sienta de maravilla. La cosa es que detrás tiene a un jovencito que es muy voluntarioso y muy guapo y hace el papel descarado de Jeffrey Hunter en la obra maestra de John Ford pero...ahí va, si resulta que es un personaje que no hace absolutamente nada en toda la película. Es un inútil, un Luke Skywalker cualquiera que sólo tiene una idea y que dispara con la puntería de la espalda donde pierde su honroso nombre. Y actúa menos que una piedra. Ah, ya sé dónde le he visto. Es el chavalito por el que Christina Aguilera pierde la chaveta en esa otra obra maestra del género musical que es Burlesque y responde al improbable nombre de Cam Gigandet.
Fallos de dirección clamorosos, secuencias de acción inanes, absolutas pérdidas de norte, una metáfora de la fe que es inquebrantable en Dios pero no en la Iglesia con una explicación de aquí te pillo y aquí te mato y nunca mejor dicho, Brad Dourif y Christopher Plummer saliendo por ahí y sin saber muy bien qué hacer, Vicky Martín Berro...digo, Maggie Q tirándole los tejos al cura y liderando con él esta especie de cruzada, paseitos repetitivos con unas motos de velocidad supina que llegan a cansar a Dani Pedrosa, el malo andando cual Frankenstein por encima de los vagones de un tren temible pero que debe de conducir Moore Ciélago... Todo es despropósito en esta película que arranca de un cómic y se convierte en una sensación de culpabilidad alarmante, muy parecida a la del temblor de un mordisco al ver que te has gastado el dinero en lo más atontado del mundo. Por cierto, hablando de atontados. La sala estaba llena y la edad media en sesión de noche debía de rondar los 17 añitos. A mi izquierda, Spiderman. A mi derecha, Batman. Delante, la Mujer Nerviosilla. Yo, entre tanto superhéroe no se si llegué a desear que me arrancaran los ojos para  convertirme en vampiro allí mismo.

miércoles, 11 de mayo de 2011

LA SOMBRA DE UNA DUDA (1944), de Alfred Hitchcock

El misterio del encanto. La sombría realidad de una sonrisa que siempre sabe salir a la luz a tiempo. Los regalos inopinados para estrechar una relación tan falsa que puede que tenga algo de verdad. Siempre unas escaleras que parecen ser el camino esculpido para descubrir la faceta más oscura del que se idolatra. El vecino conspicuo y desconfiado al que mueve un pecado capital. La madre adormecida por un mundo que no existe y que ha creado exclusivamente la crueldad de su sangre. La duda se cierne. La mirada se cierra.
Alfred Hitchcock siempre confesó que La sombra de una duda había sido la película de la que más satisfecho se sentía porque era una historia con toques de intimidad, que sugería la posibilidad de un incesto, que descubría las aristas de las personalidades que habitualmente esconden un lado tan terrible que no se mira hacia él por temor a ver lo imposible de imaginar. Le encantaba la actuación de Teresa Wright aunque se alejaba diametralmente de sus rubias enigmáticas para dar paso a una inocencia curiosa que se revela peligrosa. El trabajo de Joseph Cotten le parecía soberbio porque encerraba dualidades y triplicidades y la ambigüedad de su encanto era tan evidente que daba paso a una expresión de maldad inolvidable. Estaba muy contento con la aportación de Hume Cronyn en su faceta de actor como en la de guionista, dándole toques muy sutiles a toda la historia. Le parecía su película más completa además de su entrada a la madurez creativa. ¿Y quién soy yo para llevar la contraria a Alfred Hitchcock?
Lo cierto es que la sombra de una duda que planea sobre Charlie, la sobrina, no es más que la certeza que poseemos como espectadores y que nos obliga a ahogar los gritos de aviso que queremos lanzar a la protagonista que, cada vez, se siente más hechizada por su tío Charlie, con el que comparte nombre, aficiones, opiniones y actitudes. Y nosotros nos hundimos más y más en la perdición de no tener boca para gritar, de no tener manos para señalizar, de no tener ojos con los que sentir el pánico. Charlie, Charlie. Las dos caras de la misma personalidad.
Y así con una historia que tiene más de costumbrismo que de misterio, que tiene más angustia que suspense, un genio inglés nos construyó una trama de evidencias que hacen que el público siempre ande por delante y que el miedo no tenga reparos en ir por detrás. Los asesinos nunca avisan y no tenemos ni idea de lo que va a pasar en el entorno de Charlie, la sobrina. Quien sabe más suele ser quien calla menos y eso es el hornillo con el que se calientan las ganas de matar. Sobre todo si parten de alguien que ya le ha cogido el gusto a esa distracción. Lo malo de todo es que la duda suele ser una excusa perfecta para esperar lo que ya no tiene remedio. Y nunca sabremos si el tiempo es un aliado o un enemigo. En este caso, para todos aquellos que decidan verla, estoy seguro de que el tiempo se va a sentar ahí, al lado de ustedes, para no ser sentido y no levantar ni la más mínima de las dudas.

martes, 10 de mayo de 2011

APARTADO DE CORREOS 1.001 (1950), de Julio Salvador

Dentro del bullicio y de la normalidad, siempre hay estafadores, periódicos que se arrugan con el devenir del polvo que levantan los coches, policías que hacen de la pesquisa, su rutina; carteros que recogen el correo llevando misivas que son desgracia, drogas que circulan para destruir integridades, niños que se divierten en parques de atracciones, gritos en frontones que parecen más interesados en ver piernas que en aplaudir pelotas, solares abandonados presas de un taxista que es dueño de la mirada y…sí, también hay asesinos sueltos. De esos que disparan, como en América, desde un coche al pasar. Con la puntería ajustada por la maldad. Con el gesto torcido por quien va deformándose de tanto maquinar. Barcelona es el escenario. Amplia y grande. Ciudad de espacios abiertos y de miserias trajeadas. Es la realidad juntada con la negrura.
Un policía novato desea aprender de un inspector que se las sabe todas. Al modo en que Akira Kurosawa, un par de años antes, retrató a otros policías que buscaban a un ladrón de pistolas en El perro rabioso y anticipándose en años al relato policial colectivo que el propio Kurosawa hace en El infierno del odio. Todo terminará en un final de pesadilla. En unas ondulaciones que parecen enseñar la muerte como un presagio de diversión y recordando, sin dudar ni un segundo, a Orson Welles y su particular huida en La dama de Shanghai. Todo es posible también en España. Incluso hacer buenas películas de género.
Y el enredo parte de un timo impregnado de bajeza, de un entramado que es obra de unos cuantos rateros que pretenden ser ladrones de despacho. El día es largo, inspectores, y el asunto, endiablado. La chica anda por ahí, con andares imposibles y curvas de vértigo. Tanta calidad, con defectos incluidos, no es obra solo de un director que pareció diluirse en el talento como Julio Salvador, sino de un hombre que luego realizó obras de madurez apreciables, que demostró que el cine de género español también vendía en el extranjero y que aquí firmó el montaje, trepidante, y el guión, negro y español, bajo el nombre de Antonio Isasi Isasmendi. Los actores, un poco falsos. Pero ese taxista, de mirada aviesa y delatora, de sonrisa hiriente y resabiada bajo el rostro de Casimiro Hurtado merece unos cuantos viajes con el taxímetro en marcha.
Así, unas cuantas pistolas resuenan por las calles de Barcelona, aunque la vida siga con la gente intentando olvidar y sacar algo de diversión en el tono grisáceo de un país que comenzaba a levantar la cabeza con timidez. Y aún así, en 1950, no se huye de unas cuantas cosas que siempre habitan en las profundidades por muy feliz que se quiera pintar la mentira. El trabajo de la policía, impecable. Defensores del orden en un orden feliz. Adalides de la justicia y del trabajo bien hecho. Poseedores de la dureza cuando es necesaria y de la ternura cuando merece la pena. Los que quieren arrancar lo peor de los demás estarán siempre agazapados, dejando que otros se partan la cara por ellos. Y esos sí que hacen un buen trabajo, impecable, y tienen tanta dureza que no necesitan ternura.

viernes, 6 de mayo de 2011

UN HOMBRE PARA LA ETERNIDAD (1966), de Fred Zinnemann

Decir la verdad es convertirse en un traidor porque, quizá, la verdad sea el dardo que termina con el amigo y lo que hace que la existencia se transforme en el solar estéril de una vida desperdiciada. La verdad es la basura que no queremos ver. El enemigo del cual huimos para hacernos creer en algo que nunca ha pasado. Fred Zinnemann lo sabía bien porque todo su cine está salpicado de soledades acompañadas, de finales amargos pero llenos de ideales y de luchas de nobleza. Zinnemann hizo que sus películas fueran solos de violín repletos de pesadumbre pero únicos en la ejecución para colocar al alma humana por encima de la propia vida.
Tomás Moro no renuncia a sus ideales porque sabe, tiene la certeza, de que olvidarse de ellos es peor que la misma muerte. Y por ello ve y asiste, con pena, al abandono de sus amigos, al daño irreparable a su familia y a la inutilidad de una lucha que es pasto de los hambrientos cuervos de maldad y envidia. Por eso, el rey, el hombre que fue su amigo, coloca una pica con la cabeza de Tomás en lo alto y lo proclama traidor cuando, simplemente, es alguien que se ha posicionado en contra de los deseos del propio rey. Muere por lo que cree porque, entre otras cosas, cree en el derecho de oponerse, de decir no, de ser un hombre por encima de la fútil ambición y de la vacía personalidad del poder. Tal vez no sea justo lo que defiende (él defiende, ante todo, la verdad y la permanencia de las ideas por encima de las ambiciones personales, de los caprichos reales y de la visión política de la debilidad de un reino a consecuencia de un rey enamoradizo que cambia de esposa con la dirección del viento) pero lo hace dentro de las reglas de un juego que es cambiado según va avanzando sólo para satisfacer la victoria de quien no tiene la razón. Eso es. Tal vez no sea justo...pero es la razón...
Y Tomás sabe que quien tiene la cultura es más difícil de manipular. Por eso educa a su hija con un nivel cultural impropio para las mujeres de la época, ni siquiera su esposa es así aunque ella es una mujer de extraordinaria fortaleza (qué sentida esa declaración cuando Tomás se sabe condenado y ella va a visitarle y él clama al cielo: "¡Dios!... ¡Cómo quiero a esta mujer!") que sobrepasa en valor a los más gallardos varones especialistas en limpiar el polvo al paso de su monarca.
No son fáciles de encontrar los hombres que son para todas las estaciones, rocas de pensamiento incólume edificados en la ética y en la inteligencia, baluartes de esa lógica que hoy en día es pura fantasía, que son capaces de soñar a través de la realidad y cuya forma de mirar, plena ventana del alma de un hombre de acuerdo consigo mismo, va más allá de nuestro corazón y nuestros pensamientos. La rebelión innecesaria es estúpida. El conformismo por inercia es de vegetales. Qué débil es cualquier idea...si para hacerla triunfar se necesita de la fuerza...Qué fuerte es el hombre que, a pesar de su debilidad, alza su voz antes de morir tan sólo para triunfar.

jueves, 5 de mayo de 2011

THE COMPANY MEN (2010), de John Wells

Deberíamos de abandonar la idea de tener el mismo trabajo para toda la vida. Eso ya no existe por la sencilla razón de que hemos sido incapaces de salir de la indiferencia que nos ha producido el hecho de que los de siempre, los de ahí arriba, los que toman las decisiones, han decidido seguir amasando fortunas a base de reducir plantillas. No deja de ser curioso que aquellos mismos que han provocado el túnel de la crisis sean los que siguen colgando un Degás en la pared de su despacho y no tengan inconveniente en construir una nueva sede para la empresa con vistas al lujo.
Y así vemos que alguien que ha trabajado duro durante muchos años en la empresa (y quien dice empresa puede decir con tranquilidad puesto de semillas de girasol) es despedido sin más razón que la consecución de una política de reducción de gastos prescindiendo de los más elementales principios de ética. Antes que fabricantes de esfuerzo, mucho antes que pasajeros de un tren de vida de alta velocidad, somos seres humanos. Y la apreciación por el trabajo que se realiza es infinitamente más relevante que esa vieja máxima que dice que el dinero es una droga que engancha a los máximos directivos, a los dueños o a los banqueros y sus compinches.
Y es que no importa si usted es un universitario que ha estudiado Empresariales, ha realizado la especialidad más puntera y tiene un doctorado en finanzas. Tampoco importa que usted sea el hombre que empezó desde abajo y fue ganándose a pulso el derecho a una vida mejor. Y menos aún la tiene si usted es un ejecutivo agresivo que ha trabajado codo con codo con el hombre de las decisiones, ha prosperado, tiene una situación económica más que acomodada y, a pesar de todo, conserva su vergüenza, su ética y su responsabilidad para con un montón de familias que dependen del salario de cada mes. Su trabajo, inevitablemente, se hallará en el alambre, en el permanente entredicho, en la duda por su eficacia, en la exigencia del más por menos, en las manos de alguien a quien le da exactamente igual que usted tenga problemas si se queda sin empleo. Lo importante es salvar el negocio y que siga teniendo beneficios a niveles más que aceptables. Y para ello, señoras y caballeros, necesitamos su sueldo.
De esta forma,  el director John Wells consigue dibujar un retrato de unos triunfadores que, de repente y por una reestructuración financiera de una empresa, dejan de serlo. Nunca pronunciaron la palabra derrota y, por supuesto, para ellos es una auténtica catástrofe prescindir de la casa de dos plantas, del deportivo de precio exorbitado, de la prestigiosa universidad de sus vástagos, del viaje de fin de curso a un destino especialmente lejano y caro. Cuando alguien ha probado el vino de rancia cosecha y al alcance sólo de unos pocos es muy difícil acostumbrarse a la cerveza de barril. Luego, ya bajados del sueño, se comienzan a ver las cosas más claras y hay que ajustarse a lo que se puede (cosa a la que no parece que estén dispuestos ni los de allí, ni los del dinero, ni los de los votos, ni la santa madre que los vio nacer) y, tal vez, una lección sea aprender a trabajar duro. Una rendición genera siempre el olvido y no hay que ser prisionero de una falsa moral que dice que estar en el paro es algo vergonzoso. O quizás siempre haya alguien que esté dispuesto a volver a sentir la magia de comenzar con algo nuevo, con todo el bagaje de lo aprendido, con serenidad y con la realidad de frente.
Y la realidad es que Ben Affleck hace un trabajo notable, que Chris Cooper parece tener dibujado el rostro del perdedor de forma indeleble, que Kevin Costner tiene tranquilidad y aplomo para dar lecciones de vida y beneficios y que, por encima de todos ellos, Tommy Lee Jones dice con una mirada cuánta pena se acumula en el corazón cuando se sabe que se ha formado parte de algo que se ha corrompido con la misma rapidez con la que entraba el dinero. Una historia de hoy para tener confianza en el mañana.

miércoles, 4 de mayo de 2011

MANPOWER (1941), de Raoul Walsh

La tensión es la corriente eléctrica que es el núcleo del trabajo de dos hombres que comienzan a incrementar su nerviosismo. Sí, claro, la culpable es una mujer de mirada lánguida y piernas largas. Ellos son mediocres y lo saben. Ella no lo es en absoluto. Y el objetivo es tan simple como la eterna, repetida y cansina búsqueda de la felicidad.
La lluvia parece ser el símbolo de una pasión que se desata a lo largo de una línea que los protagonistas van tendiendo con sus tomas de tierra y sus elevaciones en las torres. Los rostros de Edward G. Robinson y George Raft parecen alejarse de las ametralladoras habituales para agarrar las herramientas pesadas que cortan relaciones y aprietan las tuercas de la pasión. Detrás de las cámaras, Raoul Walsh, un hombre que tenía el cine en sus manos y que no dudaba en aceptar cuanto encargo se le hiciera, incluso el de esta historia que no tenía nada de especial para convertirla en una notable película sobre la amistad, la crueldad, la ceguera humana ante el vértigo de una mujer de ensueño y el enfrentamiento inevitable acalambrado con la alta tensión de unos caracteres que parecen trazados en el acero de los cables.
No es ninguna obra maestra, no es una película inolvidable pero el propio Walsh confesó que estaba muy orgulloso de las interpretaciones que arrancó tanto a Robinson como a Raft como a esa mujer inolvidable que fue Marlene Dietrich. Con su dinamismo de siempre, el director consigue describir el poder de un hombre en la escala de la profesión y de cómo ejercer la insoportable presión de desear lo que no es propiedad de nadie. Por momentos, hay un final que resulta maravillosamente excitante y una mano firme llevando las riendas que dan a la película un tono poderoso. En el fondo, la certeza de que sólo la caricia de una piel deseada puede interponerse en una historia de amistad que parecía irrompible. Eso sí, hay algo de previsible en todo el enredo. Pero eso también ocurre en la vida y no por ello deja de ser emocionante.
Si miramos en el fondo del cajón de los sentimientos, el orgullo es una de las virtudes que más adornan a los hombres, pero también uno de sus peores defectos. Es esa piel dura que hay que perforar sin piedad para conseguir hacer sangre de una actitud, para volver a la sombría discreción del delito que condena a la soledad. La tormenta no amaina cuando se estremecen las sensaciones porque la corriente eléctrica…sólo nace de una mujer y no hay orígenes que puedan reemplazar eso. El melodrama está servido. De ustedes depende de que la luz llegue o de que las velas sean el cuchillo que se hunde en la oscuridad. Observen la cadencia de todo lo que hace que la piel se erice y que la mirada se entorne y díganme si han tenido alguna vez una discusión con su mejor amigo por el roce y el gusto de besar unos labios que no llevaban escrito ningún nombre. Tal vez así podamos quitar el enchufe de lo que nos mueve y sólo quedará el hombre. Desnudo e indefenso. Pobre y manipulable. Perdedor, siempre perdedor.

martes, 3 de mayo de 2011

PASOS EN LA NIEBLA (1955), de Arthur Lubin

La humedad en el rostro de una mujer que parece esculpido con la bruma cincelada por nuestros sueños. El misterio de una ciudad que se esconde bajo un manto blanco, guardián de secretos, crímenes y pasos resonando en el eco de nuestra imaginación dilatada. Y así nacen las zancadas hacia la leyenda. Envueltas en una música evocadora, en una fotografía que nace directamente de las entrañas de nuestra alma aterida, en una tensión sexual que parece estirar el velo blanco que cubre las calles mojadas, en los ojos que hablan de esa chica que ha salido directamente de nuestro deseo y que no dejan de mirarnos para decirnos que no todo está claro como la luz del día. Siempre que hay una relación hay tantos lados para ver como palabras para decir. Incluso aquél lado que no se quiere ver y éste otro que no se quiere decir.
Detrás de las cámaras, un tal Arthur Lubin, uno de esos artesanos de inacabable trayectoria,  tal vez bastante especializado en historias de horror y misterio pero nada que sobresalga de entre la niebla espesa de la mediocridad (si exceptuamos el descubrimiento de una extraordinaria estrella como la mula Francis). Sin embargo, aquí, Lubin hizo su gran película. Cogió una pareja de calculada ambigüedad como eran Stewart Granger y Jean Simmons (por entonces marido y mujer) y nos hizo ver lo fácil que es confundir lo bueno y lo malo, el escurridizo pasillo que separa la locura de la razón, el significado de un mirar que no por encantador puede ser bueno. Lubin, con una soberbia fotografía de Christopher Challis (un hombre de prolongada carrera que también fue responsable de estupendas direcciones fotográficas en películas como Dos en la carretera, de Stanley Donen, o La vida privada de Sherlock Holmes, de Billy Wilder), nos descubre el Londres sugerido, el apenas avistado, la ciudad en sombras de luz y en farolas de tupida oscuridad, el juego siempre atractivo de una urbe reflejada en el agua que salpica sus calles, metáfora brillante de todo lo que se revuelve dentro de la mente humana, como un puré de guisantes que no deja de ser removido por una cuchara de madera para que no se pegue en el fondo de la cazuela.
Una manta. Un pequeño vaso de whisky escocés. Una mirada atenta. Ponerse cómodos. Sentir el frío de las calles. Sentir el frío de unos corazones que compiten por su dureza. Oler la humedad que se respira en un ambiente de asesinato. Eso es todo lo que necesitan para ver Pasos en la niebla…luego, cuando se vayan a la cama, procuren ir encendiendo las luces camino del dormitorio…puede que oigan la traición abriéndose camino por los entresijos de su propio pensamiento.