martes, 10 de mayo de 2011

APARTADO DE CORREOS 1.001 (1950), de Julio Salvador

Dentro del bullicio y de la normalidad, siempre hay estafadores, periódicos que se arrugan con el devenir del polvo que levantan los coches, policías que hacen de la pesquisa, su rutina; carteros que recogen el correo llevando misivas que son desgracia, drogas que circulan para destruir integridades, niños que se divierten en parques de atracciones, gritos en frontones que parecen más interesados en ver piernas que en aplaudir pelotas, solares abandonados presas de un taxista que es dueño de la mirada y…sí, también hay asesinos sueltos. De esos que disparan, como en América, desde un coche al pasar. Con la puntería ajustada por la maldad. Con el gesto torcido por quien va deformándose de tanto maquinar. Barcelona es el escenario. Amplia y grande. Ciudad de espacios abiertos y de miserias trajeadas. Es la realidad juntada con la negrura.
Un policía novato desea aprender de un inspector que se las sabe todas. Al modo en que Akira Kurosawa, un par de años antes, retrató a otros policías que buscaban a un ladrón de pistolas en El perro rabioso y anticipándose en años al relato policial colectivo que el propio Kurosawa hace en El infierno del odio. Todo terminará en un final de pesadilla. En unas ondulaciones que parecen enseñar la muerte como un presagio de diversión y recordando, sin dudar ni un segundo, a Orson Welles y su particular huida en La dama de Shanghai. Todo es posible también en España. Incluso hacer buenas películas de género.
Y el enredo parte de un timo impregnado de bajeza, de un entramado que es obra de unos cuantos rateros que pretenden ser ladrones de despacho. El día es largo, inspectores, y el asunto, endiablado. La chica anda por ahí, con andares imposibles y curvas de vértigo. Tanta calidad, con defectos incluidos, no es obra solo de un director que pareció diluirse en el talento como Julio Salvador, sino de un hombre que luego realizó obras de madurez apreciables, que demostró que el cine de género español también vendía en el extranjero y que aquí firmó el montaje, trepidante, y el guión, negro y español, bajo el nombre de Antonio Isasi Isasmendi. Los actores, un poco falsos. Pero ese taxista, de mirada aviesa y delatora, de sonrisa hiriente y resabiada bajo el rostro de Casimiro Hurtado merece unos cuantos viajes con el taxímetro en marcha.
Así, unas cuantas pistolas resuenan por las calles de Barcelona, aunque la vida siga con la gente intentando olvidar y sacar algo de diversión en el tono grisáceo de un país que comenzaba a levantar la cabeza con timidez. Y aún así, en 1950, no se huye de unas cuantas cosas que siempre habitan en las profundidades por muy feliz que se quiera pintar la mentira. El trabajo de la policía, impecable. Defensores del orden en un orden feliz. Adalides de la justicia y del trabajo bien hecho. Poseedores de la dureza cuando es necesaria y de la ternura cuando merece la pena. Los que quieren arrancar lo peor de los demás estarán siempre agazapados, dejando que otros se partan la cara por ellos. Y esos sí que hacen un buen trabajo, impecable, y tienen tanta dureza que no necesitan ternura.

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