jueves, 30 de junio de 2011

BLITZ (2011), de Elliott Lester

Pues la verdad, no veo que se monte ningún escándalo por el retrato de un policía que está bastante más a la derecha que Harry el sucio porque, al fin y al cabo, los engarces de esta película son bastante parecidos. Policía con una inclinación a la violencia que llega al vicio, malo recalcitrante y hasta las trancas al que estás deseando que lo pasen por la quilla y todo un rosario de sitios ya visitados y situaciones más que conocidas.
El caso es que, aunque el tema sea más previsible que un calcetín con tomate, los alrededores de la trama tienen un par de cosas que merecen la pena. Una ciudad retratada como un lugar inhóspito pero de ningún modo sucio o una inversión de papeles que llega al clímax cuando en una secuencia el asesino se viste de policía y el agente de la ley se esconde en una sudadera con capucha como el psicópata. Pero el conjunto adolece de una falta de tensión bastante acusada, sobre todo con la introducción paralela de la historia de una chica de pasado turbulento que también se dedica a patear las calles con una placa.
Los intérpretes, por otro lado, son de una mediocridad apabullante. No hay expresión en ninguno de ellos. Jason Statham podría ser lo mismo un calvo que un trozo de madera. Paddy Considine consigue dar una cierta impresión de nerviosismo más propia de un tipo inseguro que de un fulano de armas tomar. Y todo el conjunto se convierte en una serie de promesas que mueren porque el punto de partida es lo suficientemente atractivo como para mantener un cierto grado de atención pero el desarrollo parece realizado como entre brumas, como si la intención fuera otra y hubiera fuerzas que han desviado la película hacia terrenos tan resbaladizos como equivocados.
Ni siquiera los toques de humor son lo bastante duros como para provocar una sensación de que ese tipo que se encarga de cazar a un asesino en serie por las calles de Londres tiene un soterrado sentido de la ironía. Las frases supuestamente brillantes son meras repeticiones de doble sentido y tampoco el personaje principal es que sea un dechado de inteligencia.
Aunque también hay alguna interesante secuencia de acción, no se puede obviar una profundidad en las miradas que parece sacada de un jardín de infancia, un retrato ciertamente estereotipado de algunos personajes, unas ganas locas de hacer una película con ínfulas, un jefe que es más inútil que una quiniela sin echar y la sensación de que el tiempo pasa demasiado lento para ser un intento supuestamente rápido en una historia que habría ganado muchísimos enteros si se hubiera rodado con algún misterio, con más carne en el asador y menos luminosidad, poniendo faros inquietos como ojos, cámaras como testigos mudos de una mente que desafía a la autoridad con decisión y astucia, sustos tras las esquinas, coherencia en las resoluciones. En el fondo, si esta película hubiera caído en manos de un director más avezado que Elliott Lester y de un reparto con más oficio, probablemente estaríamos hablando de algo mucho, mucho mejor.
No hay que dejarse engañar. La promesa de estos fotogramas se convierte en cartuchos gastados antes de tiempo y, claro, no hay más remedio que acudir a lo que se puede prever con la audacia de un pato mareado. Hay que ceder menos en hacer más amable a un tipo por el que no se siente simpatía ni aversión. Es un calvo más dispuesto a sacar la pistola a la mínima. Con tejidos de amistad en el fondo de su latiente corazoncito de policía con un punto de honestidad. Y entonces el espectador se queda ahí, sentado, asistiendo atónito a la celebración de un ritual que ya comienza a ser tan repetitivo que a la derecha parece que se sienta Charles Bronson y a la izquierda, Clint Eastwood. Y es que Blitz no es ningún relámpago. 

miércoles, 29 de junio de 2011

LA CONSPIRACIÓN (1975), de Ralph Nelson

Quizá ésta sea una película que en su día abrió una brecha en el pensar adormilado de medio mundo. De alguna manera hizo que todos nos diéramos cuenta del terrible problema que pervivía en Sudáfrica con su racismo ultrajante en una tierra que pertenece, por sí misma, a la oscuridad de unos hermanos que sólo tienen con nosotros la diferencia de color. Para ello qué mejor que contar con Sidney Poitier y con Michael Caine para describirnos una huida verdadera dentro de una conspiración pensada para acabar con el liderazgo de quien amenaza el poder establecido. Por el camino se encontrarán el asfalto negro y la selva blanca, el hocico negro de la muerte y el blanco amanecer de la salvación, la acogedora negrura de la noche y el delator amanecer blanquecino…Todo ello son piezas de un rompecabezas para hacer que un día, un día que al fin llegó, pudiéramos gritar libertad.
Ralph Nelson es un director de trayectoria ciertamente irregular. Combinó títulos que causaron una cierta sorpresa en su día, como la chocante Los lirios del valle, otra vez con Sidney Poitier en estado de gracia, o como una pequeña y excepcional obra de título desconocido para la gran mayoría como es Los pasos del destino, con Glenn Ford y Rod Taylor, con películas de sensiblería pegajosa como la muy mediocre Charly, que le valió el Oscar a Cliff Robertson o la muy polémica y de tintes paródicos y desmitificadores Soldado azul, con Peter Strauss y Candice Bergen. En esta ocasión quiso huir de lo fácil que era mostrar a dos personas atormentadas, separadas por el color de su piel y unidas por la razón de su huida (algo que ya hizo Stanley Kramer en Fugitivos, con Sidney Poitier y Tony Curtis), o de la falsa sensiblería de la conciencia de un problema latente y que comenzaba a ser una preocupación en estado embrionario para elegir un tono algo irónico e incluso desenfadado dentro de un fondo que no tiene nada de ironía y mucho menos de desenfado. El resultado es un rato entretenido, de camino fácil y ligero, algo frívolo en ocasiones, pero que, en su día (no olvidemos que la película es de 1975) constituyó un primer aldabonazo por parte del cine para llamar la atención sobre la política del “apartheid” y del racismo imperante en un país que pertenece a la misma Tierra.
En cualquier caso, aunque aquél problema ya está tan resuelto como el tiempo quiera gracias a unos cuantos corazones libres, no deja de ser una caza del hombre que se disfraza de “thriller” honorable en el que también destaca ese actor llamado Nicol Williamson y que casi nadie conoce aunque se le recuerdan memorables interpretaciones como el Pequeño Juan de Robin y Marian, de Richard Lester y la estupenda Elemental, doctor Freud, de Herbert Ross, dando vida al inefable detective Sherlock Holmes.
Acomódense bien. El viaje es largo y la rutina está rota. Pongan el tono del color adecuado en el televisor y sean tan grandes como una idea que, por una vez, triunfó. Creer que las cosas pueden ser verdad a veces son sueños regalados en la tierra. Buena suerte.

martes, 28 de junio de 2011

EL CUARTO MANDAMIENTO (1942), de Orson Welles

“Honrarás a tu padre y a tu madre”, dice el cuarto mandamiento de la Ley de Dios. Y el choque de los tiempos propiciará que un hombre que no ha llegado a serlo nunca, tenga que poner a prueba ese renglón de una ley que interpreta tan equivocadamente que casi parece que se esfuerza en hacer infelices a todos los que le rodean. Su padre, envejecido, transmutado, muerto porque siempre ha sabido que no ha sido nunca el centro del amor de su madre. Su madre, secada, estéril, abandonada porque ha renunciado a todo por que él mismo insistió en que antes estaba su hijo que cualquier extraño que ha ascendido en los peldaños sociales a través de un raro y nuevo invento, casi nada, una especie de coche que no es tirado por caballos. Su novia, despreciada porque ignora sus sentimientos y cree que puede herir al padre de ella pero no a ella. Su tía, que permanece a su lado para asistir junto a él al derrumbe de su postura arrellanada en la comodidad. Y él tendrá que crecer, convertirse en el hombre que nunca ha sido, tomar el timón para señalar el rumbo, trabajar, subir unas escaleras que ha tenido que descender porque sólo se ha preocupado de gastar y de mantener su orgullo de falso caballero. Lo conseguirá, pero cuando llegue ese momento, arrodillado al lado de una cama, no habrá nadie allí para verlo.
Es el rastro de una obra maestra que Orson Welles hizo y que supo levantar a pesar de los ciegos y despreciables jerifaltes que se obstinaron en cortarla en más de 40 minutos. Concebida como una gran película, no quisieron lanzarla como otra maravilla del niño más terrible que había pisado nunca un plató en Hollywood y la mutilaron hasta convertirla en una película de una hora y veinte minutos que se estrenó en programas dobles de cines de barrio. Y aún así quedó una obra maestra para que todas las generaciones posteriores pudieran disfrutar de una historia contada desde la avaricia, desde la envidia y, sobre todo, desde la soberbia, equipajes inútiles cuando la supervivencia se convierte en el objetivo. Esta película es magistral, plena de claroscuros nacidos del ojo de un director de fotografía legendario como Stanley Cortez, brotados directamente de la inspiración de lo más cercano al genio que hubo en el cine como era Orson Welles. La vida dentro del cine. Los tipos ricos no querían que un advenedizo con la única arma del talento ocupara su capacidad para decidir. Había que destruirlo, desterrarlo, apagarlo. Y lo intentaron con todas sus fuerzas empezando por esta película, la siguiente a Ciudadano Kane. No, este chico de veintiséis años no podía enseñarles a hacer cine a los de siempre. Había que ser niños y, como si se protegiera un juguete, impedir que el éxito fuera de su propiedad. Tampoco hubo nadie allí para ser testigo de su transformación en hombres porque nunca reconocieron al cineasta lleno de vigor que les dio tantas lecciones en tan poco tiempo.
No se pierdan esta película. Es un melodrama. Es una saga. Es una maravilla. Es una escalera presidiendo el cambio de una época. Es el amor ahogado. Es la pintura en el cine. Es Orson Welles.

jueves, 23 de junio de 2011

EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES (1950), de Billy Wilder

“Siempre quise una piscina…y por fin la tuve”. Un hombre muerto, con la mirada vítrea de la vida ausente, flota en el agua, y empieza a contarnos una historia. Es el bulevar del crepúsculo en el que la muerte del guionista es algo más que un hecho descriptivo. Es la certeza de que todo acabará con el arte flotando en el agua, cual muerto parlante, contando historias que no interesan pero por la que sí paga el público.
Dentro de la premonición que contiene, El crepúsculo de los dioses, de Billy Wilder, está el cine hecho pequeño ante una estrella de presencia demasiado grande, de los focos que arruinan una personalidad cegándola hasta que no ve mucho más allá de lo que quiere ver, de la desmesura de la ambición por el éxito cuando es una puta que te abandona cuando ya no puedes pasar sin él, de reuniones de momias que consumen su ya escasa razón en estúpidas partidas de cartas de dos chavos la apuesta, de la lealtad llevada hasta el extremo por adoración irrenunciable, del típico entierro del mono medio americano, del desprecio del amor por el vicio de intentar conseguir un sueño, de la destrucción interior de quien fue resplandeciente, de un Isotta Fraschini que recuerda al polvo levantado de una época pasada y del rostro de luz que deja una actriz que baja por las escaleras del infierno para precipitarse en el abismo de la locura mientras intenta, por última vez, embrujar a la cámara…
La fama, concepto fluorescente de ambición, puede devorar como una bestia salvaje ante la drogadicción de sentirse adorado por miles de personas. Cuando se olvida que toda esa gente no siente devoción por ti, sino por los personajes que interpretas, por el fingimiento que proporcionas, por el talento de poner la presencia al sueño de un creador, entonces es cuando sobreviene la bestia que sólo quiere más y más…más fama, más adoración, síndrome del muñeco que comienza a creerse mito, que te empuja hacia la pose de la mentira en tu propia vida.
Las obras maestras del arte nunca tienen un crepúsculo en el atardecer pues el tiempo maldito es el único juez que entiende la ley de la eternidad.

miércoles, 22 de junio de 2011

UN CUENTO CHINO (2011), de Sebastian Borezstein

Un chino pierde el rumbo de su vida por culpa de una vaca. Un hombre encuentra el suyo por culpa de un chino. Y así nos encontramos con la fatalidad del destino y con la cita casual de lo inevitable que, sin embargo, nos esforzamos con denuedo en ignorar. La búsqueda de la felicidad no está en la confortable soledad, ni en el conformismo del terrible absurdo que es la vida. La felicidad está en ir a por la vaca.
Con una historia que es más fácil que contar clavos, encontramos algo que nos hace reír y nos picotea con la tristeza, que amarga y tensa la mirada y que nos hace simpatizar con el hombre bueno, noble, huraño, sin ilusión y con tibieza para mirar las cosas pero que, en algún lugar de su interior, conserva un punto de dignidad que no deja que pisotee nadie. Y andando el camino, resulta que una vaca caída del cielo tendrá su lugar, un chino perdido que no sabe hablar ni papa de español, le enseñará a mirar y todo lo que es absurdo, cobra sentido y, de repente, la vida no es sólo una tensa, aburrida y despreciable espera. También es una caja con más magia de la que pedimos.
No debería ser un secreto para los ojos de nadie intuir que Ricardo Darín es todo en esta película al otorgar a su triste ferretero tantos matices que no importa de qué lado se aborde porque seguro que se dejan muchos sin tocar. Él es melancolía, es excentricidad, es resentimiento, es cobardía, es bravura, es soledad, es despecho, es ira, es gracia, es risa, es espectáculo, es intimidad, es cariño, es inteligencia, es gesto, es onomatopeya, es fragancia, es hora, es luz, es penumbra, es cielo, es espanto, es crueldad, es egoísmo, es generosidad, es dulzura, es exabrupto, es sinceridad. Y algo más. Ricardo Darín es actor con mayúsculas.
Y es que la historia que nos quiere contar el director y guionista Sebastián Borezstein está orlada con los límites de la sencillez pero que, con la enorme colaboración de ese intérprete que tanto da a entender, todo se convierte en un complejo enhebrado de sentimientos y de reacciones que otorgan aires de ensoñación, de sonrisa permanente y de una cierta seguridad de que nada ocurre porque sí y que obedece a una razón empeñada en ocultarse. A lo mejor es que una vaca caída del cielo no sólo viene para destrozar una vida sino también para arreglar un corazón que se paró por miedo a sufrir.
La realización, por otro lado, es de una sobriedad que se agradece, que no se deja llevar por estúpidas modas y que se convierte en un ejercicio de precisión en el que siempre se nota la mirada de Darín, que nos embarga y nos guía y que hace nacer la esperanza de que, incluso en el más aislado de los hombres, aún hay algo que merece mucho la pena. La manía y el sillón mullido de una vida solitaria son sólo disfraces con apariencia de resistentes. Y un muro blanco puede retener un mensaje que sólo necesitaba la confirmación de una voz humana que no se descifra pero que, en cambio, sabe expresarse con la sabiduría del que ha sentido el dolor y es arrojado al abismo donde todo parece desencajado.
Así que estamos ante el hechizo de las calles de Buenos Aires, de la noticia en las páginas de un periódico, del recordatorio encuadernado en hojas de álbum, de la traducción implícita de quien sabe amar, del desamparo si el extravío aparece de improviso, de la comida china para poner los acentos en los caracteres, de una película que parece que está suplicando un sitio pequeño en un rincón levemente desordenado del alma. Y es Darín, siempre con la palabra justa, con el gesto contenido y a punto de rozar la herida, con la experiencia de quien sabe cómo dar con el tono apropiado después de cada escena. Y sin dejar de ser cuento, es un trozo de vida que habla de una vaca que forjó dos destinos.

martes, 21 de junio de 2011

BLADE RUNNER (1982), de Ridley Scott

“Yo he visto cosas que no creeríais…He visto naves en llamas cerca de Orión. He visto brillar rayos C más allá de la puerta de Tannhäuser…Todos esos momentos se perderán…como lágrimas en la lluvia…Es hora de morir”.

¿De dónde vengo? Vengo de la mente loca de un creador que es más mediocre que yo. Un Dios que nunca tuvo respuestas para mí y que sólo se preocupó de ponerme una fecha de caducidad que ignoro. Es toda una experiencia vivir con miedo ¿verdad? Es lo que tiene ser perfecto, que no se puede soportar morir. El mundo es una absurda sucesión de basura, de agua ácida caída del cielo, de animales desaparecidos y replicados, de comida para un momento, de aparatos que deberían ser más perfectos en una época en la que se han fabricado robots perfectos, sintéticos, de piel, emociones y sentimientos. ¿De dónde vengo? Tal vez vengo de la muerte.
¿Hacia dónde voy? Voy a encontrarme con el destino. Ese mismo que ha ideado para mí el loco creador que no pudo prever que yo quisiera vivir. La lucha en los tejados es el escenario perfecto para un espíritu que vuela y que, de alguna manera, también se vuelve eterno en su caducidad cibernética. Todo lo que se puede hacer es quedarse sentado y asistir al cese del funcionamiento. A mi alrededor, parece que los edificios se empeñan en encajar como piezas apretadas de un rompecabezas sucio con luces de neón. Estoy cansado. Me duele la mano. La lluvia empapa mi conciencia porque matar ha sido todo mi camino. Y ese Dios sin respuestas, que se refugia en las alturas, que juega al ajedrez y que mira sin actuar, no ha hallado una solución a la muerte. En el fondo, puede que sólo sea un maldito demente en un laboratorio.
¿Cuánto tiempo me queda? No lo sé. Tampoco quiero saberlo. La muerte ha sido mi profesión y tengo la vista nublada porque las gotas caen queriendo cegar mi comprensión. En el fondo, cuando vimos que los animales desaparecían y que no volverían a pisar la Tierra, comenzamos a replicarlos, a construir copias perfectas para sustituirlos. Ahora, hemos fabricado hombres. Estamos a punto de desaparecer, engullidos por una densidad atronadora de fuego, de permanente oscuridad, de ultracivilización, de propaganda acosadora, de soledad en medio de un mundo superpoblado. ¿Cuánto tiempo me queda? ¿Y a quién le importa eso?
Soy Rick Deckard, misión terminada. El sentimiento perdura. El profeta me deja ir. Matar ya no es mi profesión. Ahora es vivir. Sin preguntas. Sólo el instante. Sólo ella. La creación perfecta de un Dios imperfecto. Sale el sol. Hay un mañana. Y mientras dure, será mi destino.

viernes, 17 de junio de 2011

LOCA (1987), de Martin Ritt

Con toda seguridad, Loca, de Martin Ritt, sea una de las películas más desconocidas de Barbra Streisand aunque contiene la que es, quizá, una de las mejores interpretaciones de toda su carrera. En ella, una mujer bordea el abismo de la locura para aquellos que esperan y han esperado siempre actitudes convencionales. Pero no. No lo está. Ella quiere proteger a quien quiere pero no sabe cómo hacerlo. Ha dejado que los instintos de ira contra un mundo que la ha maltratado salgan a la luz. No cree en nada porque la vida no le ha dado la oportunidad de creer en valores como la familia, el amor, la honradez, la justicia, la moderación, el equilibrio…el equilibrio…esa cosa tan fundamental en la existencia de todos nosotros y que no siempre sabemos encontrar. Y ahí está esa mujer defendiendo su derecho a ser considerada cuerda y en plena posesión de sus facultades mentales. Sólo deja explotar su rebelión cuando en su vida aparece alguien que tiene el poder para hacerla daño. Está harta de esa palabra. Daño. Sólo ha encontrado daño y aún así…aún así…guarda dentro de sí misma todo el amor que nunca se permitió el lujo de dejar salir.
Al lado de ella, de Barbra Streisand, un reparto de auténtico lujo con nombres como la extraordinaria Maureen Stapleton, Karl Malden, Eli Wallach, Robert Webber y, por encima de todos ellos ese juez interpretado con sobria maestría por James Whitmore y su abogado defensor, un Richard Dreyfuss que rara vez ha estado mejor, lleno de matices, de estados de ánimo, de honradez interpretativa que, con un valor fuera de lo normal, llega a robar escenas a la protagonista con suavidad y sabiduría.
Y otra cosa a destacar en esta película basada en la obra teatral de Tom Topor: La impresionante banda sonora compuesta por la propia Barbra Streisand, evocadora y repleta de clase…en la que ella no canta ni una sola nota. Una historia que, en manos de otro director, hubiera estado hasta los bordes de truculencia y sordidez, cobra una delicadeza elegante bajo la batuta de Martin Ritt, un hombre lleno de títulos memorables pero al que rara vez se le recuerda. Y seguro que muy pocos recuerdan esta película que merecería un lugar mejor en la historia del cine.

jueves, 16 de junio de 2011

HANNA (2010), de Joe Wright

Cuando se quiere hacer de cada plano una obra maestra, lo único que se saca en claro es a algún maestro en hacer obras planas. Eso es lo que le pasa a Joe Wright y a cierto sector de la profesión crítica que se empeña en enaltecerlo hasta la saciedad cuando es el típico directorcillo de tres al cuarto que cree realmente que es un genio. Y lo manifiesta a través de todo un repertorio de planos inapropiados, acompañados de tramas que parecen sacadas del cerebro de un enfermo mental.
En esta ocasión, el fulanito en cuestión trata de contarnos un cuento con su papá bueno, con su cestita a casa de la abuelita y con su bruja mala, malísima en un fondo supuestamente adulto y que se mueve por los secretos y las iras de espías y programas secretos de formación y de alteración química. El peligro cuando se trata de mezclar dos ambientes tan diversos es que, haciendo un alarde de listeza, el jefe de todo el tinglado decide a su conveniencia cuándo acudir al mundo de los niños y cuándo tocar los palos de adulto. El resultado es la obra de un esquizofrénico paranoide.
Para empezar habría que destacar la delirante y alucinada banda sonora de Chemical Brothers que está insertada como si fuera la leche en verso y con rima asonante cuando es ruido y tontería. Para seguir, la historia no tiene ningún sentido, como si no hiciera falta. No se saben ni los motivos, ni las finalidades y se arregla todo con un “los niños crecen”. Para continuar habría que contar los planos que saca el tal Wright (elevado casi a la santidad por una tontada del tamaño de Expiación y perdonado por esa otra cosa sin sentido ni efecto que fue El solista) de la pobre Saoirse Ronan corriendo. Cómo le debe gustar que la chica se pegue unas palizas de aquí te espero con ese estilo atlético a lo Carl Lewis en rubio y con melena. Para terminar, el asunto en cuestión está tan lleno de metáforas supuestamente geniales que descifrarlas resulta un juego de niños con pim, pam, pum. Verbigracia: una chica es educada por su señor papá a defenderse que ríanse ustedes de la frontera de Israel, y lo hace para que la joven no sienta ni compasión, ni pena, ni sentimiento alguno. Para favorecer éste extremo, prohíbe tajantemente cualquier lujo o avance tecnológico al alcance de la susodicha, es decir, ella va a tener que enfrentarse a toda una red de espías internacionales sin saber lo que es una televisión o una melodía musical. Eso sí, se pone delante de un ordenador y en dos patadas sabe buscar en Google la información relativa a su padre que, pásmense, es un ultramegasuper agente secreto. Como los archivos de los servicios de inteligencia se guarden así, estamos apañados. Moraleja: los padres de esta época insana que vivimos estamos educando a nuestros hijos como seres competitivos y eficaces pero carentes de corazón que, al fin y al cabo, es la sal de la vida y la razón de existir. Prodigioso.
En cuanto al reparto, parece que Eric Bana no se cree demasiado eso de ser padre de una niña asesina despiadada. Saoirse Ronan pone ese rostro mágico que tiene pero debe de haber sido víctima de algún conjuro para evitar que actúe. Cate Blanchett se hace con el papel más jugoso, que es el de la bruja mala, y aún así tiene menos interés que los trajes de Armani que lleva. Y Tom Hollander (el excelente ministro bocazas e inútil de In the loop) es de traca alemana, es decir, eine petarden. Y de lo que no cabe duda es que es sorprendente ver a Olivia Williams metida en todo este despropósito cuando es una de las actrices más magnéticas, solventes e inquietantes de los últimos tiempos.
Así que si quieren ver el cuento de Jaimita Bond y la bruja mala, malísima, malona, por favor, no vayan a ver esta película. Verán mucha más acción con sentido viendo crecer el níspero del tiesto de la terraza. Lo mismo de ahí sale una hormiguita trabajadora y comienza a practicar un combate de kung-fu tomado en plano circular con la salamanquesa que intenta comérsela. Así no saldrán del cine con tan mal café.

martes, 14 de junio de 2011

EL HOMBRE DEL TRAJE GRIS (1956), de Nunnally Johnson

Nunnally Johnson siempre fue mejor guionista que director (ahí están Las uvas de la ira, de John Ford, para demostrarlo) pero, aún así, estamos ante la que puede ser su mejor película detrás de las cámaras. Para ello, trasladó su propio guión con un pulso firme en un drama social sobre la reinserción de un ex soldado en la vida norteamericana en medio de un buen puñado de dilemas éticos que confluyen en su gran deseo de ganar lo suficiente como para sostener a su familia.
Diez años después de que Gregory Peck y Jennifer Jones pusieran patas arriba las hogueras del deseo en Duelo al sol, de King Vidor, volvieron a coincidir en este melodrama con un registro muy alejado a aquéllos que encajan a la perfección en un drama de tintes domésticos que incide en el mundo de los negocios y que, además, se ven soberbiamente secundados por dos extraordinarios actores como Fredric March y Lee J. Cobb (es difícil imaginar un reparto de esa categoría en cualquier película de hoy en día). Con tanto material, Johnson optó por una dirección sobria y discreta que hizo que las interpretaciones de todos ellos sean destacables y moduladas con un buen gusto evidente subrayadas por una banda sonora del gran Bernard Herrmann, muy distanciado de sus compases habituales para Alfred Hitchcock.
En cualquier caso, la película es una de esas fábulas contemporáneas que hace que nos planteemos la intensidad del aliento de la vida cuando intentamos retomar nuestros caminos después de una ruptura traumática de la rutina. La respuesta está empedrada de intrigas en un camino sinuoso y difícil en una meta que se antoja tan lejana como la felicidad. Quizá no sea una de esas películas que se contentan con el mero entretenimiento sino que su esperanza es la de evocar emociones que hagan que nuestra capa exterior se ablande y se humanice para que nos demos cuenta de que vivir no es tarea fácil y que los demás también tienen derecho a perseguir la felicidad, igual que hacemos nosotros. No cabe duda que nuestra rutina diaria, en ocasiones, puede ser tan dura como un campo de batalla en Italia donde casi te dejaste el pellejo. Los héroes están a nuestro alrededor, en el día a día, intentando llevar adelante sus sueños y sus anhelos. Y para llegar a alcanzar las cumbres que uno mismo ha imaginado, no hay lugar para la ambición…porque eso hace que no seas un hombre…y si es así…la moral es tu peor enemigo.
Es una historia que hace que, de alguna manera, te sientas mal…y eso…eso está muy bien

EL CARDENAL (1963), de Otto Preminger

En una entrevista a Ian Cameron, Otto Preminger decía que “Miren, creo que todas las películas juntas, o toda la producción literaria junta, dan un mosaico de lo que piensan y sienten los hombres”. En el caso de El cardenal, Preminger se adentra por los meandros de púrpura en los que se debate un hombre que tiene que hacer frente a la historia y compaginarla con sus propios conflictos personales. Ambiciosa de principio a fin (como casi toda la producción fílmica de Preminger durante los años sesenta en los que abordó el problema de la nación israelí en Éxodo, los entresijos de la política y las jugadas personales de altura y suciedad de los que se dedican a ella en la excelente Tempestad sobre Washington, la táctica militar entendida como victoria pírrica a costa de un enorme precio personal en Primera victoria, los candentes derechos civiles de la época con La noche deseada, o el problema psicológico de la falta de cariño en un mundo cada vez más frío y oblicuo en El rapto de Bunny Lake), en el caso de El cardenal, el director opta por echar una profunda y larga mirada a algunos de los recovecos de la institución eclesiástica, con virtudes que no importa mostrar y con, sin duda, muchos defectos que no deja de denunciar. El resultado es una película lujosa, llena de lecturas con estupendas interpretaciones en las que sobresale en un trabajo secundario pero convincente el director John Huston, pilar fundamental de una película que a algunos puede parecer algo prolija pero que no admite ningún reparo técnico en su realización, algo lógico cuando Preminger llega en la década de los sesenta a la depuración máxima de una técnica que siempre ha parecido sencilla pero que nunca lo fue.
Aún así, Preminger se ganó a pulso la reputación de tiránico con los actores y fustigó en esta ocasión tanto al protagonista, Tom Tryon, que, después de dos rodajes más, uno de ellos con el propio Preminger como secundario en Primera victoria, decidió abandonar el cine iniciando una rentable carrera como actor televisivo y una sorprendente vocación literaria que le llevó a escribir un par de best-sellers. En cuanto a la película en sí, hay que destacar la excepcional banda sonora de Jerome Moross, la cuidada dirección fotográfica de Leon Shamroy y la brillante dirección artística de Lyle Wheeler, nombres desconocidos para la gran mayoría pero que componen un excelente equipo técnico para secundar las órdenes de un director que quiso ser trascendente y fue extraordinario.
Así pues, entre cánticos eclesiásticos, escarlata de intriga, testimonios de historia y atormentadas dudas, es hora de afrontar sin prejuicios una película que destaca por su imparcialidad, por su planteamiento de serenidad metódica, por su poca prisa por contarnos con detalle que el material del que están hechos los hombres de la iglesia también está compuesto por carne humana. Y es una película que el paso de los años no ha hecho más que mejorar. Tal vez sea porque también estamos viviendo tiempos turbulentos.

viernes, 10 de junio de 2011

TRAIDOR EN EL INFIERNO (1953), de Billy Wilder

Siempre me gustó esta película de Billy Wilder, Traidor en el infierno. Es como una sonrisa en medio del barro. Es William Holden encarnando un personaje que no tiene nada de amable y todo de cínico. Sé también que es una película con muchos detractores por los trazos de humor un tanto grueso que destilan algunos personajes pero que, en mi opinión, Wilder dibuja como una amarga evasión de la cruel realidad. En ocasiones, en manos de los verdugos, sólo queda el sueño de intentar hacer el payaso en un mundo que no sirve para reír. Con el personaje de Sefton, contrabandista, jugador de ventaja, despreciable cínico que no cree más que en servirse a sí mismo en un lugar donde el individualismo es pura traición, Holden compone un carácter de mirada descreída al que Wilder no dio ni una sola pincelada de patriotismo o de idealismo o de nada terminado en “ismo” salvo “yo mismo”. A nadie caería bien una persona como Sefton, siempre sería un candidato para el odio en un lugar donde los carceleros alimentan la humillación sutil, la tortura refinada y el duro taconazo de unas botas lustrosas calzadas por Otto Preminger.
Y es que, tal vez, no se pueden poner alambradas al sonido de una ocarina soplada por un trastornado, y tampoco se pueden poner en un barracón los terribles deseos que se deben sentir de coger a alguien como culpable para hacer que la frustración sea un arma menos afilada. A veces, sólo unas piernas bonitas consiguen hacerte soñar, o un poco de sentido del humor, o una canción que recuerda quién eres, o una búsqueda a lomos de la paciencia puede demostrar la luz de una cerilla encendiendo un cigarro puro que no merece ser apagado a golpes de rabia.
La esperanza es el peor enemigo en un campo de concentración porque es la espita que enciende la sospecha caída del lado de la antipatía. Wilder era así. Mucha acidez para contar la historia de unos héroes encerrados.

jueves, 9 de junio de 2011

¡QUÉ DILEMA! (2011), de Ron Howard

No deja de ser sorprendente que un director como Ron Howard vuelva a la comedia muchísimos años después de aquella Splash, con Tom Hanks y Daryl Hannah y que, tras un Oscar, el sabor del éxito y algún que otro fracaso, lo haga a través de una trama de abrumadora simpleza, sin más pretensiones que la de entretener, sin caer en estúpidos modismos y apelando más a la media sonrisa que a la carcajada sin faltar ninguna de las dos.
El caso es que basándose en una cómoda y fácil situación de partida, Howard elige un camino algo más difícil del habitual y se centra en una comedia de personajes que es resultona, con alguna que otra escena brillante (el discurso sobre la sinceridad de Vince Vaughn es el punto álgido de la película), con errores que rozan la torpeza pero que no evita la sensación sempiterna de que, si lo consideramos aisladamente, es un director que hace historias que no están mal del todo, pero que si lo comparamos, tiene menos talento que una sandía sin pepitas.
Y es que da miedo pensar lo que sería el argumento de esta comedieta, propensa a la acidez como un largo vaso de whisky, en manos de un genio como Billy Wilder. Y escalofríos de pánico recorren el espinazo si la imaginación nos lleva a sustituir a Vince Vaughn por Jack Lemmon, a Wynona Ryder por Shirley McLaine y a Jennifer Connelly por Audrey Hepburn. Pero, claro, eso es viajar en las nubes y no centrarnos en lo que verdaderamente importa. Si quitamos todas las comparaciones interiores, la película funciona a tres cuartos de gas, con trabajos aceptables de todos sus protagonistas y una dosis de moralina que le quita fuerza a todo el conjunto más que nada porque defiende unos valores que están más que superados a los cuarenta. La amistad es lo máximo, el matrimonio que no es sincero está condenado y bliblablu..
Por lo demás, ahí está la demostración de que hay verdaderos genios que trabajan mejor bajo presión, que el rugido del motor que mueve nuestras vidas a veces es tan atractivo que perder el enfoque puede tener un alto precio. Y es que la existencia es tan ingrata que, cuando todo tiene un equilibrio perfecto al que ha costado muchísimo llegar y que raramente avisa de su presencia, se puede perder por un par de actitudes equivocadas, unas cuantas frases nunca dichas y el pecado, ese gran pecado que siempre asedia a la normalidad, es el silencio. Cuando una pareja calla, el fracaso es quien completa el triángulo.
Así que se pasa un ratito que está bien pero que no mata, que te deja un regusto optimista no exento de un toque irritante, con algunos acentos en forma de risa desbocada y algún que otro punto y aparte con hilaridad contenida en la garganta. El resto son situaciones que vienen dictadas por la personalidad de los protagonistas que buscan esa felicidad que es tan deseada y tan huidiza. El amor no tiene ley y las cosas que suelen preocuparnos en relación con la pareja no tienen mucha importancia si hay algo tan raro y tan en trance de desaparición como es la confianza.
Con ese dichoso y escaso elemento, se pueden formar equipos complementarios, que combinen la  genialidad y el escaparate, que encajen como las piezas de ese motor que ansía rugir para volver a unos tiempos que seguramente fueron mejores. Todo ello, eso sí, salpicado con una banda sonora brillante, tan llena de ritmo como la mayor virtud que tiene la película: la agilidad narrativa. Todo el rato están pasando cosas. Buenas, malas, regulares, reprochables y rechazables. Es el dilema al que nos condenan las decisiones. Se puede acertar. Se puede errar. Se puede callar. Y de todas las posibilidades, la peor es la última. Estamos en la era de la comunicación y, cada vez más, el ser humano es una auténtica isla. Paradójico y mortal. ¿Es mentira?

miércoles, 8 de junio de 2011

REMORDIMIENTO (1931), de Ernst Lubitsch

Un hombre apenas puede vivir por un remordimiento. La película arranca con un impresionante plano: tropas desfilando vistas a través del hueco que deja un mutilado sin una pierna. Un año de la victoria en la primera guerra mundial. Y ese hombre sigue sufriendo, como siguen sufriendo todos los que pierden a sus seres más queridos. En una trinchera de una tierra sin nombre coincidieron un alemán y un francés. Se miraron a los ojos y se vieron como iguales, sin embargo el francés, en nombre de algún estúpido deber, atravesó con la bayoneta al alemán. Con sus últimas fuerzas, el teutón intenta terminar una carta a su amada. “Yo me he divertido y he amado a los franceses…y ahora tengo que matarlos”. La última letra de su nombre la pondrá el francés, impresionado, hundido, arrasado, desolado, atravesado por el dolor.
El francés va a la casa de Dios y busca consuelo en uno de sus mensajeros. La salida del sacerdote no puede ser más torpe: “Era tu deber”. Él responde con una ira desatada: “¿Mi deber?... ¿Mi deber?....¿He venido a la casa de Dios para oír que matar…era mi deber?”. Y se desangra por dentro porque sabe que en los ojos de aquel alemán, él también estaba. Para acabar con ese remordimiento que le devora, que le deja desnudo y sin otra cosa que pensar más que en su propia vileza, decide ir a visitar a la familia de su víctima…tal vez obteniendo su perdón consiga que el remordimiento yazca también en el fondo de una trinchera.
Pero no tiene valor. No puede decir allí, a esa familia que tantas lágrimas ha vertido, que lleva dibujada la derrota en casi todos sus actos, que él fue el hombre que arrancó la vida a su hijo. Y el remordimiento permanece. Al igual que el odio que profesan los alemanes a los franceses tal vez porque arrebataron muchas vidas de los hijos de los demás alemanes, pero también porque una derrota es difícil de borrar. El padre del alemán, un médico que también se dejó cazar por la trampa del odio, dice la verdad cuando “yo era uno más ahí fuera que aplaudía de emoción mientras en las tropas desfilaba mi hijo camino de la muerte, igual que todos vosotros. Nosotros hemos puesto un arma en las manos de ellos…”
Qué terrible película. Qué sensación de haber dejado un buen pedazo de mi pellejo asistiendo a su escaso metraje (apenas una hora y doce minutos). Qué notas olvidadas de una canción de cuna que pudo ser hermosa para dar paso al silencio de la muerte. Qué lágrimas de paz resbalaban por mi mejilla mientras dos melodías encajan en un demoledor final. Qué gran drama dirigido por Ernst Lubitsch en su etapa americana (el único que llegó a hacer) y cómo construye una obra maestra que te deja exhausto y pisoteado. Tal vez, Lubitsch no quiso dejarnos reír sabiendo que en poco, muy poco tiempo, habría otros cincuenta y ocho millones de víctimas cuyos padres aplaudirían de emoción viéndoles marchar hacia el frente…Impresionante. Desgarradora. Única. Terrible.

martes, 7 de junio de 2011

SED DE MAL (1958), de Orson Welles

Los dos lados de una frontera parecen marcarse como cicatrices en las arrugas de un hombre que fue grande y se volvió corrupción. La humillación se ha convertido en su estilo de vida y no duda en utilizarla contra ese extranjero, Vargas, al que solamente se le ocurre entrometerse en un caso como observador, con ese aire de superioridad que le da el funcionariado. Qué sabe él de dolor. Qué sabe él de hundirse en los infiernos. Debería tener algún daño, alguna profunda herida que le pusiese en su sitio. Y no le valdrá esconderse tras su placa de policía de prestigio. El prestigio se gana en las calles, tratando con escoria, resolviendo casos aunque sea a golpe de truco. El mundo es una pesadilla y Hank Quinlan es quien pone la gorda y despreciable soberbia al servicio de una pretendida justicia de papel y de suciedad.
Las calles parecen caminos negros que conducen hacia la abyección. El ácido en una pared quema el alma y el poder mueve sus tentáculos con la interminable búsqueda de víctimas propiciatorias. El tic-tac de una bomba parece resonar en el interior de una rubia y la cámara sigue a un coche que parece que lleva matrícula de asesinato. La mirada siempre es de abajo a arriba, como esperando la llegada de un gigante. Y la sed de mal no parece tener fin.
Parece que a todos se nos olvida algo cuando traspasamos la línea que lleva inevitablemente a la traición. Sólo desde la traición se consigue destruir a los titanes. Un hombre bueno, una vez, fue un policía excepcional. Un día, su vida comenzó a deformarse hasta el rechazo porque su mujer fue asesinada y, desde entonces, alimenta un odio incontrolable por los que intentan el atajo de la muerte. Y, poco a poco, su alma se va pudriendo, sin reparar en personas, sentimientos o medios. No tiene ninguna importancia aliarse con la misma basura si con eso se consigue echar al advenedizo y causarle el mayor daño moral posible. Al fin y al cabo, es un hombre y, por tanto, está sujeto a las mismas pasiones y desengaños que cualquier otro.
Todo ese retrato de furia y de soberbia no es óbice para estar en posesión de la razón. Hank Quinlan no deja de ser un policía excepcional que inventa pruebas para culpables verdaderos. Y eso es lo más terrible de todo. Tiene que matar a su mejor amigo para demostrar que tiene razón. Tiene que matar al mejicano para que no le echen para atrás su ojo implacable para atrapar sospechosos y quedar en la deshonra del entredicho. Tiene que quedar por encima. Como el poder. Como la oscuridad de una ciudad que se empecina en mostrar la tiniebla como escenario perfecto para la maldad.
Bajo los compases de la extraordinaria música de Henry Mancini, se pone en funcionamiento la cuenta atrás para el estallido de una bomba que supo manejar con maestría y fascinación Orson Welles. Y Joseph Calleia, el tipo que abre la lata de gusanos desde dentro, deja caer su sombrero en un río de basura donde flotará la barriga infame de Hank Quinlan, bebiendo toda la maldad por cada uno de los poros de su piel corrompida.

viernes, 3 de junio de 2011

NO SOMOS ÁNGELES (1955), de Michael Curtiz

Tres convictos de la Isla del Diablo escapan con sus alas de ángel. Sí, sí, sus ojos no les hacen chiribitas. Resulta que los fulanos tienen el corazón más grande que el deseo de su libertad. Uno de ellos es Humphrey Bogart. Ahí es nada. Sólo por esta razón ya debería verse esta película. Otro es Aldo Ray. Es quien se lleva la mejor parte de la función. Sólo por esta razón ya debería verse esta película. El último es Peter Ustinov. Caballero del cine y del teatro. Hombre inteligente de humor peculiar. Si lo digo otra vez, me voy a repetir demasiado. El caso es que la cosa comienza con pequeños rasgos de humor y termina de forma histérica, con carcajadas disfrazadas de astracán. Y todo ello sostenido por un coro de enormes actores secundarios como Basil Rathbone, Joan Bennett y Leo G. Carroll. Detrás de las cámaras, tan sabio como veterano, Michael Curtiz. Yo podría finalizar el artículo aquí y la película tendría las líneas que merece.
Pero no, no se van a librar tan fácilmente de mí. Entre otras cosas porque la historia tiene tanto encanto que sobra para repartir. Posee química entre los tres protagonistas para llenar un laboratorio. La camaradería no se pierde porque, quien lo pasa mal en compañía, tiene a un amigo para toda la vida. Los retratos de los personajes son, simplemente, deliciosos. Hay inteligencia en los diálogos, hilaridad en las situaciones y hechizo en las actuaciones. Todo rezuma un aire de calidez que lo hace especialmente familiar y no me refiero precisamente a que esté situada en una Navidad cualquiera porque se puede ver con igual disfrute en verano. También porque tiene sus buenas dosis de mala leche. Lo cierto es que es una gozada ver a Bogart en un papel esencialmente cómico, demostrando que era un actor con todas las letras y con todos los registros, dominando escenas, machacando competencias. No es una obra maestra porque no quiere abandonar el terreno de la comedia ligera, sin más pretensiones que las de entretener y hacer reír, pero es una de esas que yo no me perdería. Ustedes hagan lo que quieran. Con gente así ¿cómo se pueden cortar gargantas?
Así que si necesitan sonrisas con la que está cayendo, bien tan escaso como el dinero, aquí tienen una oportunidad para comprar a bajo precio unas cuantas. La divinidad de los ángeles se puede esconder bajo los engañosos trajes de unos presidiarios. La ayuda siempre es bien recibida y esta película es de las que descubren una pequeña joya que parece olvidada en la memoria de los que escriben de cine, una reliquia escondida que merece unos cuantos rescates con la cuerda de nuestras diversiones. Resolver los problemas de los demás es un don que muy poca gente está dispuesta a ejercer. Y esta película está esperándoles a ustedes. A veces, el cine brilla por sí solo. Y si los protagonistas y los personajes parecen celestiales entonces es que el firmamento está plagado de fotogramas. Aquí tendrán unos cuantos. Y la libertad puede esperar ¿no creen?

jueves, 2 de junio de 2011

EL CASTOR (2011), de Jodie Foster

La depresión es una gravísima enfermedad mental que consigue pasar desapercibida para la mayoría de los que no la padecemos y que está haciendo su agosto en los terribles tiempos que vivimos por culpa de la monotonía, de la frustración, de rutinas traumáticas, de hundimientos progresivos de la personalidad, de derrumbes repentinos de lo que se creía que era firme y de la incertidumbre que genera el futuro escurridizo y esquivo que parece querer huir de lo que realmente deseamos.
En determinados casos lo que se padece son pequeñas depresiones que solventamos inventando algún amigo invisible que hace que parezcamos más zumbados que el pecho de King Kong al hablar solos por la calle. Algunos utilizan el espejo para darle algo de forma, otros la imaginación y los casos graves, lo personalizan en un muñeco, en una marioneta, en un coche de juguete o en una sartén. Siempre que esa desviación provisional de la mente sea una simple evasión para poder afrontar la realidad, no habrá ningún problema y hasta algunas mentes sesudas lo calificarán de saludable.
El problema, naturalmente, sobreviene cuando ese objeto que se ha utilizado para aminorar culpas y aumentar seguridades comienza a ser una parte importante del pensamiento y lo domina hasta convertirse en el origen principal de todas las ideas y, lo que es peor, en el motor primario de todas las estabilidades.
Y así un tipo habla a través de un castor. Absurdo. El castor no es gracioso. El castor no es dramático. El castor, realmente, es un personaje totalmente prescindible de la película porque no nos deja saber en ningún momento quién es la persona que lo maneja por mucho que se empeñen en decirnos lo contrario. La propuesta de Jodie Foster como directora es mediocre, insulsa, indecisa, torpe y, por si fuera poco, roza la bobada. Y es que no se puede contar una historia sobre un depresivo sin gracia y sin talento porque de aquí, podría haber nacido una comedia, al menos, aceptable. Pero, claro, eso requiere un montón de trabajo en los diálogos y cierta desvergüenza. Como ella quiere ser políticamente muy correcta con los enfermos que padecen esta dolencia, se inclina por un drama proyectado en una familia que anda sin mucho rumbo porque la brújula que marca el camino resulta ser una marioneta peluda pero, como quiere ser políticamente muy correcta con los enfermos que padecen esta dolencia, tampoco quiere que la gente crea que la depresión sólo se cura con la proyección de la propia personalidad en un roedor (al fin y al cabo, Robert Zemeckis me contó algo parecido con Wilson y Tom Hanks en Náufrago sin tomarse toda una película para decírmelo). Así que ella, tan lista y brillante como dicen, tira por la calle de en medio, es decir, la emoción facilona y busca el motivo principal en la familia, núcleo y solución de todos los problemas. En realidad, a la señorita Foster, que tampoco es que haga un gran trabajo como actriz, habría que recomendarle una cosa sobre un gran conejo blanco que no existe y que se transforma en el compañero de copas y confidencias de un excepcional James Stewart en El invisible Harvey. Pero ¿saben qué? Soy tan políticamente correcto que no quiero parecer un sabihondo en esto del cine y de opinar de lo que nadie me ha dado derecho y será mejor que lo descubra ella solita. Yo he descubierto y he confirmado ya lo mal que hace películas, porque aquella de El pequeño Tate era pequeñita y poca cosa aunque mucho mejor que ésta y, de paso, alguien debería darle un par de lecciones sobre la transición de los personajes de un estado a otro porque los seres humanos no suelen cambiar de comportamiento, ni realizan actitudes esperadas así de repente. No todo tiene que estar en función de un final supuestamente emocionante. Así que con una lágrima que, apenas puedo contener, dejo aquí el artículo. Malditos roedores.

miércoles, 1 de junio de 2011

MATRIMONIO ORIGINAL (1940), de Alfred Hitchcock

Estamos ante una de esas raras incursiones de un maestro del suspense que, de vez en cuando, se tomaba unas vacaciones de tanto misterio y se ponía a sacarnos lágrimas de los ojos, como hizo en El ring, o a ponernos una sonrisa en la boca con un rictus helado en Pero…quién mató a Harry? En esta ocasión, una comedia pura y dura, de esas que nos dejan un suave sabor de boca siempre que sepamos que, en esta ocasión, Alfred Hitchcock sólo quiso eso, dejarnos con el tacto de las sábanas en las yemas de los dedos y convertir un rato de vida en una mirada relajada. Eso sí, atentos, él también sale, como siempre.
Es evidente que Hitchcock no dominaba los resortes de la screwball comedy tan bien como los del suspense, pero aún así sabe sacar partido de una excelente actriz del género como Carole Lombard y de un actor un tanto envarado como Robert Montgomery. El resultado es una película simpática, de esas que no te arrepientes nunca de ver con un par de secuencias memorables (ahí está el falso planteamiento de Montgomery intentando acostarse con Lombard en un claro caso de sexo premarital y, también, desternillante, la escena del restaurante). En cualquier caso, el gran director inglés probó la comedia y el resultado fue…que él mismo se aburría dirigiendo aquello. No son palabras mías, lo confesó él en su afamada entrevista con François Truffaut.
Más allá de todo eso, no cabe duda de que también intentó ahondar con una sonrisa en sus clarísimas obsesiones sexuales sin dejar la elegancia de lado (los cineastas de hoy en día estarán diciendo verdaderas barbaridades de mí) y que la última media hora decae peligrosamente por culpa de un guión que no fue lo suficientemente trabajado por Norman Krasna y por el propio director.
La llegada de Hitchcock a este proyecto viene por imposición de la estrella, Carole Lombard, que quería trabajar con él a toda costa aunque fuera en un género totalmente alejado de lo que solía hacer el maestro. Hitchcock, gran admirador de la comedia (es muy habitual que en sus clásicas películas de suspense aparezcan elementos de ella), aceptó porque la admiración era mutua y, evidentemente, Lombard se ajustaba como un zapato de charol al estereotipo de rubia que el director preconizó en gran parte de sus películas.
Y ahora, háganme un favor, pónganse en el lugar del protagonista e imaginen…imaginen que, debido a un defecto de forma, su matrimonio no es legal…y déjenme reírme en el abismo de ideas que les asaltan en ese preciso instante. Puede ser un instante eterno… ¿quién sabe?...