miércoles, 6 de julio de 2011

LA MATANZA DEL DÍA DE SAN VALENTÍN (1968), de Roger Corman

Si hubo alguna vez algún rey de la serie B, ése tuvo el nombre de Roger Corman. Soñador impenitente, siempre quiso rodar con presupuestos mínimos y rodajes rápidos, para crear historias que interesaran a un público que se fijara más en lo que contaba que en cómo lo contaba.  Pero en esta ocasión fue diferente. Corman quiso probar suerte en la división de honor de los grandes estudios y no reparó en gastos, empezando por un reparto que incluía nombres ilustres como el de Jason Robards y otros que navegaban, por entonces, en plena cresta de la ola como el de George Segal e incluso, como venía siendo habitual en todas sus producciones, hay una pequeña aparición de Jack Nicholson, turbio e incómodo, como siempre. Y este hombre que parecía estar hecho de sangre de celuloide, hizo una muy estimable película de gángsters con Al Capone como terror de fondo.
Realizada cinco años antes que El padrino (probablemente la película y la saga definitiva sobre este género), Roger Corman se preocupó de dar un aire de verosimilitud a todo tomándose tan sólo un par de disculpables licencias dramáticas y no tiene ningún inconveniente en acudir a originales formas de narración para llegar al destino de unos años que estuvieron repletos de encanto y sangre. Corman se halla lejos de la obra maestra, pero consigue una buena película algo minusvalorada porque el paso del tiempo es siempre un enemigo que dispara días a ráfagas y ha quedado ligeramente arrinconada por la aparición de otras películas como la propia de Francis Ford Coppola o los diversos y atinados intentos de Martin Scorsese.
Como defecto podríamos mencionar que los caracteres están perfilados con apenas una sola dimensión. Todos son malvados, sin más cortes que los producidos por el roce de las balas y poseen una crueldad que no parece que haga mella en ninguno de ellos. Sin embargo, en su mismo defecto tiene una inesperada virtud y es en la falta de idealización del estilo de vida de los gángsters de los años veinte al alejarse premeditadamente de la simpatía hacia ellos y optar por un estilo que, por instantes, parece situarse en los alrededores del documental.
Todo conduce a una masacre y al dominio de un criminal que extendió su imperio de corrupción y asesinato por toda una ciudad y toda una época. Algo parece estremecer el aire con la fuerza de unos cuantos trajes con chaleco adornados por unos sombreros a juego. Las ametralladoras puntean las rayas de las vestimentas y el asfalto parece el lienzo donde se escribe la historia de un país que creció a punta de pistola. No hay moral que resista. No hay comportamiento ético en el crimen. El tono confidencial de la violencia se halla ahí delante. Y parece que los objetos míticos de unos años de locura y fuerza cobran vida. Y el espejo no deja de mostrar los rostros deformados de aquellos que eran capaces de comprar personas y vender, a precios de saldo, ríos de brutalidad.  Esto es lo que siempre crece en épocas de crisis.

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