viernes, 30 de septiembre de 2011

CYRANO DE BERGERAC (1990), de Jean Paul Rappeneau

No caben más que lágrimas al ver y escuchar la historia de un hombre de cara grotesca que cae atrapado en las redes del amor sin tener respuesta posible. En su corazón, late desbocado el deseo de decir lo que se ama a quien se ama y, por eso, como última salida del sentimiento, acepta ser el guía poético de alguien que tiene rostro, pero no tiene ingenio. Dioses crueles, ignominiosos que se empeñan en confundir destinos que estaban reservados para quien sabía utilizar las palabras como dardos de Cupido en aras de la belleza, de la verdad y de la emoción. Siempre habrá espadas que se ofrezcan a ser acompañamiento de la rabia pero nunca serán suficientes, tal vez porque la memoria se halla presente recordando a los afortunados que fueron a recoger el beso de la gloria. Es más bello derribar inútiles valladares, aunque el precio sea la distancia que siempre marca la amistad en detrimento del amor. A luchar, bandidos, a luchar. Los enemigos aparecen escondidos en rayos de luna que quieren alcanzar y helar almas y castigar nobles empeños. Porque amar es un noble empeño que no todos saben realizar. El ingenio de Cyrano era maravilloso pero, en cambio, Christian era hermoso. Y el beso, sólo uno, furtivo y esquivo, huye para aparecer sólo en una noche de viento que se lleva al espíritu que, a pesar de poner el amor en palabras, muere infeliz por no haber probado el sabor de Roxana, su amada.
Las ropas, vive Dios, parecen cosidas por manos divinas. Los diálogos son pura delicia. Los actores reviven a los personajes con Gerard Depardieu deletreando cada una de sus frases con acentos de expresión única. La agilidad de la puesta en escena no puede sino compararse a un duelo de contendientes hábiles y de certeras estocadas. Parece que cada una de las imágenes haya sido previamente soñada. Parece que el corazón se encoge cada vez que vemos al héroe ridiculizando al petrimetre, o jugando con el lenguaje a la vez que con el filo para finalizar con una herida de gramática que, en sus labios, es pura matemática, o escribiendo cartas que llegan a su destino pero que permanecen en el misterioso silencio porque no son dichas por su boca que se mueve y no para porque lo que siente la vuelve loca, o subiendo la moral de sus hombres recordando las hojas verdes de la Gascuña, o atravesando las líneas enemigas porque quiere seguir diciendo cuánto ama y cuán poco le dejan hablar. La valentía no está reñida con la intensidad del pensamiento. El amor devora y es devorado y la fábula está servida. Servida para un público que debería sentirse honrado.
Prosa poética inútil la que intento enhebrar con hilos de cine y puntadas de recuerdo. En esta película amé, sentí, morí y caminé. Así que desplieguen el pergamino, dejen la protección de los sentimientos en algún lugar, sean testigos de las falsas dichas y las verdaderas desgracias, no dejen de prestar atención a la brillante rima y al gentil intento. Esto es cine. Esto es poesía. Esto es amor. No se caigan de la luna y tomen sus líneas como una celebración. Es lo menos. Es un favor.

jueves, 29 de septiembre de 2011

NO HABRÁ PAZ PARA LOS MALVADOS (2011), de Enrique Urbizu

El inspector Santos Trinidad parece que lleva demasiadas noches sin dormir. En su rostro se dibujan las arrugas de muchas decepciones y de unas cuantas desolaciones. En sus espaldas y en su piel lleva adherido el aliento pútrido del tabaco rancio de demasiados cigarrillos, de demasiadas esperas, de demasiado humo revoloteando a su alrededor. El cansancio, poco a poco, está acabando con él pero está dispuesto a morir matando, con el dedo en el gatillo, con un último trazo de una honestidad que ya le es muy esquiva.
En sus ojos, hay dureza de puro granito, de viejo policía al que ya le importa todo muy poco. Un día creyó en algo pero hubo más balas de la cuenta en su vida y el calendario sólo le sirve para contar los días que le quedan. Al principio, es un hombre brutal, sin conciencia, que utiliza su 38 con la ligereza propia de quien no se deja impresionar por el olor de la sangre. Y, sin embargo, puede llegar un momento, siempre peligroso y cuestionable, en el que se comparta su ética, en el que deseemos protegerle porque, aunque disparó unas cuantas balas caprichosas, producto de muchos cubatas apenas manchados, sabemos que tiene razón, que es un hombre que hace tiempo que sobrepasó todos los límites y que quiere sentarse y esperar la muerte con el revólver colgando de su mano, como una sombra que no deja rastro, como un hombre que debió de morir mucho, mucho antes.
Arrastrados por modas y deseos de individualismo, hace bastante tiempo que en España se renunció a hacer cine de género sin tener apenas conciencia de que, cuando aquí se hace ese tipo de cine, se hace muy bien. Enrique Urbizu, admirable en su dirección, hace ya unos cuantos títulos que apostó por fórmulas conocidas entre las que destacó la maravillosa La caja 507 y aquí se apoya en la inmensa labor de un José Coronado que nunca ha estado tan soberbio, oscuro, temible, sincero y profundamente acertado a la hora de componer su personaje. El conjunto es una película que atrapa, que llega a apasionar por momentos, que te pone las esposas para llevarte al mismo centro de las motivaciones de este inspector que es centro y razón de toda la historia. Al salir, parece que aún huele a pólvora, que el aroma del desinfectante que Santos Trinidad se coloca en sus heridas invade todas las sensaciones y que, de vez en cuando, aún tenemos algún cartucho en la recámara para ofrecer un título que sea verdad, que sea negro, que sea universal y que sea nuestro, aunque Urbizu sea quien ponga el talento.
El picor en los ojos parece impregnar la mirada del policía que no tiene futuro porque agotó el poco que le quedaba en una noche en la que tuvo que soltar su rabia. Él está por encima de jueces y de ordenados cumplidores de la ley a los que aún les queda por recorrer todo ese camino que él ya tiene hollado y desgastado. En sus gestos de barba demasiado descuidada están contenidas todas las madrugadas y, desde luego, infinitas soledades. La crueldad es algo que parece estar formando parte de él como su propia placa. Ponle un cubata, niña, que el tipo está pidiendo un par de balas que acaben con su sufrimiento. Y no le des cacahuetes, a ver si se marcha pronto. Quédate con el cambio, maja, y olvida su cara. Más que nada porque en ella están escritas todas las razones del perdedor, del fracasado, del segundón, del don nadie. Y cuando un fulano llega a esas razones, le importa muy poco lo que le pase a él y a los demás.
Y sin inquietudes, podremos pasear con nuestros hijos por algún sitio concurrido, ignorantes de que, tal vez, la desgracia ande muy cerca, esperando el instante de explotar. Por eso, porque nunca se sabe por dónde puede salir un Santos Trinidad cualquiera, habría que ir a ver esta película. Porque al otro lado de la ira ajada, se halla la valentía, el arrojo, la mirada penetrante y la pistola colgando de un dedo.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

ATRACO AL FURGÓN BLINDADO (1950), de Richard Fleischer

Todos los caminos que conducen a una encrucijada suelen tener forma de piernas de mujer. Por sus suaves curvas de contoneos y fantasía suben, por autopistas de seda, los mayores sueños y las peores ambiciones. Un ladrón de más leyenda que ingenio idea un golpe de rapidez y habilidad. Corre, policía, corre, que no llegas. Tal vez la bala que vaya a abrirte el vientre ya ha sido disparada. No hay tiempo para mucho. Sesenta y siete minutos de película para narrar un golpe, una huida, una búsqueda, una trampa y un avión. No en vano, Stanley Kubrick reconoció que, cuatro años después, se inspiró en esta película para hacer su Atraco perfecto. Todo cronometrado, listo, perfecto. El policía afila sus colmillos mientras espera la caída de las pistas. En el camino de la evasión, hay que deshacerse de todos los demás porque las piernas tiran demasiado del deseo y el deseo quiere hundirse en el placer mientras se baña en dinero.
Rápido, veloz, preciso. El atraco, realmente, es un desastre. Pero hay que perseguir a los ladrones porque parece que la ciudad destartalada espera un remiendo en una justicia que tarda demasiado en llegar. Deprisa, no hay que entretenerse. Richard Fleischer sabía dónde poner una cámara, cómo conseguir un puñado de billetes de una historia que estaba destinada a la serie B más infecta y que, sin embargo, aquí parece que adquiere algunos ribetes de calidad excepcional. Apúrate, las sirenas ya se oyen y tenemos que poner pies en polvorosa. Vamos. Dos disparos y arramblamos con la pasta. ¿El reparto del botín? Bueno, eso ya vendrá. En lo alto de un escenario hay tanta seducción que es difícil elegir. Y ya se sabe que la seducción es caprichosa. Un policía novato va a dar unas cuantas lecciones. Un policía veterano va a empedrar el asfalto con la dureza de su rostro y el granito de sus lágrimas. La leyenda del delincuente se resquebraja. Utiliza su inteligencia para la maldad y no para el provecho. Es lo que tiene acomodarse demasiado tiempo sin que la ley sepa nada de él. Se acostumbran las mentes y los sentidos se adormecen. Raudo, compañero, Si no, los policías van a hacer demasiado humo con sus pistolas.
Eso es lo que tiene estar viendo una película de ritmo tan endiabladamente trepidante. Pasan muchas cosas y pasan muy rápido. No hay lugar para las descripciones o las reacciones. Sólo hay razones. Lógicas o crueles. En todo caso, despiadadas. Disparar a sangre fría es una de las enseñas de una ciudad que aparece con las calles húmedas y con la oscuridad como perfecto escondite. La noche parece que se ilumina con el fogonazo de los revólveres y el frío se apodera de los que sólo viven para matar. La trampa no tendrá traición. Sólo contiene perseverancia. Y así también asistimos al mortal aburrimiento que abate a los agentes de la ley cuando tienen que ir preguntando de puerta en puerta y de pregunta en pregunta. Normalmente, unas están cerradas y las otras, muy calladas. Sólo se abrirán si se dicen las palabras correctas y, de ordinario, esas palabras están acentuadas con los estampidos del calibre 38. Ligero, muchacho, o la única recompensa que habrá será la de un ataúd de pino.

martes, 27 de septiembre de 2011

UNDERWORLD U.S.A (1961), de Samuel Fuller

Aprovechando que esta será la película debatida en el Conversacines de esta noche, quisiera dedicar el artículo a Cliff Robertson, que nos dejó recientemente. Dicen que, a la hora de morir, dijo algo así como: "Usted haga zig, que yo haré zag"...y comenzó a correr...

La intensidad no es algo que se pueda conseguir con la cámara. Sólo es posible agarrarla con la pasión. Y en los bajos fondos hay suficientes ambientes y atmósferas como para hacer que esa pasión sea una venganza, unos cuantos sueños que terminan en una piscina y una vileza que, poco a poco, se va adentrando en los que sólo buscaban una razón más para ser hombres. La rebeldía parece que se dibuja entre los pliegues de una ropa que hace sombras para convertirse en motivos. La oscuridad se mueve entre los callejones del alma y entre las luces de una ciudad tan inhóspita como siniestra. La combinación de la desesperación y la catarsis cobra vida entre granujas y humos de revólveres que parecen querer hablar desaforadamente. Al fondo, parece que está A quemarropa, de John Boorman pero no, no. En primer plano estaba ese tipo del puro y cara de permanente contestación, Sam Fuller. Duro como el pedernal. Hecho de asfalto y en estado de guerra. Ya no quedan hombres como él.
La luminosidad argumental se yergue en medio de una fiebre que recorre el mundo del hampa. Hay imágenes sensacionales y alguna sorpresa de violencia extrema. Cliff Robertson se viste de blanco para teñirlo todo de rojo a pesar de que la tonalidad del mundo es más negra que gris. Juego de colores para describir en tono realista una bajada a los infiernos que es tan cara que los diálogos parecen golpear en el rostro como balas de algún gatillo rápido. Y es que no hay almas buenas para venganzas que han sido mascadas y digeridas durante tanto tiempo entre barrotes. El elemento sorpresa también es protagonista y la iconografía parece que también quiere dar algún beso que otro al espectador. Fuller era así. Te agarraba y era imposible soltarse. No dejaban de pasar cosas en sus películas y aquí no podía ser menos.
La caridad es sólo patrimonio de los que saben ejercerla y la hipocresía va unida demasiadas veces a ese intento de darse a los demás. Historias muy simples cobran vuelo de maravilla y extrañeza bajo el humo del puro de Fuller. De hecho, si uno afina levemente el sentido, podríamos encontrar algo del aroma de Alejandro Dumas en esta trama de gángsters y de corazones perdidos. El suburbio es el lugar donde tienen lugar los duelos que desahogan el rencor. Y el cine negro da paso al drama criminal, auténtico género en el que se inscribe esta pequeña joya que parte y reparte fuego y viveza. Vigor, genuino vigor. Fuller, suéltame.
En ocasiones, no sabemos diferenciar los buenos y los malos porque, sencillamente, hay personas malas, que coquetean peligrosamente con la psicosis, que persiguen una justicia que fue negada cuando eran demasiado niños. Es la enfermedad de los bajos fondos. Nunca es suficiente. Cuando has elegido el mal camino, intentar vengarte de los que comparten contigo tus pasos es sólo un paso más hacia el suicido. ¿No es así? Fuller, maldito perro…

viernes, 23 de septiembre de 2011

EL CARTERO SIEMPRE LLAMA DOS VECES (1981), de Bob Rafelson

No cabe duda de que esta película es más famosa por la famosa escena de la cocina entre Jessica Lange y Jack Nicholson que por sus intrínsecos valores cinematográficos. Y aún así los tiene. Primero porque, en comparación con la versión original de 1946, espléndida, con Lana Turner y John Garfield en los principales papeles, no palidece en absoluto. Segundo porque Bob Rafelson, un director que no siempre ha estado atinado, coge la historia original de James Cain y la recubre con una pátina de tristeza y de cansancio que no hace más que favorecer las motivaciones y profundidades de unos personajes que se entregan en un viaje de ida en autobús con la última parada en el cementerio. Tercero porque está muy bien interpretada, mucho más allá de la famosa escena de sexo, por los dos actores principales, llenos de recursos y de encarnadura en una película en la que el deseo tiene que jugar un papel fundamental. Y cuarto y último porque el poder rodar esta historia sin censura no es más que ponerla en su sitio, en su exacto contexto, en su crudeza original y en su tiempo y cadencia necesarios.
Más allá de frías consideraciones, hay una tensión sexual en el ambiente que parece mascarse hasta en la textura de las ropas, bastas e impregnadas del polvo de una carretera que, sin duda, llega a ninguna parte. Y en ese camino sin final cierto, aparece un hombre que no tiene origen, ni se sabe nada de él porque es un perro errante que sólo intenta sobrevivir en medio de la depresión, de la nada que le ofrece el mundo, de la soledad que parece haberse instalado para no irse entre sus ropas de vagabundo. Perder el alma es una condición indispensable para viajar hacia el infierno y él lo hace a conciencia.
Y es que la simple aparición en un bar de carretera encadena toda una sucesión de acontecimientos que incluyen la pasión desbocada pero no el amor. El asesinato premeditado pero no la justicia. La búsqueda desesperada de una razón por vivir pero no el equilibrio. Detrás de cada diálogo está la pluma certera de un hombre de cine, teatro y literatura como David Mamet, que consigue el humo enrarecido de las sensaciones abotargadas por el deseo y, en colaboración con Rafelson, el agobiante ambiente de una época de pobreza y marginación en la que florecen los más bajos instintos.
El único problema de toda esta historia está en que el espectador lo tiene muy difícil para identificarse con alguno de los personajes, lo cual siempre deja una sensación de incomodidad que complica su visión pero si se saben saltar esos impedimentos, la película es de una rara perfección, de una sucia belleza, de un escrúpulo inalterable que parece convertirla en una liga en lo alto de una media escondiendo una pierna que lleva el milagro tatuado.
El olor del humo de un garito de mala muerte en medio de la carretera, está lleno de dobles sentidos en el camino hacia la perdición. Por eso, porque nunca hay nadie para recibirlo, el cartero siempre llama dos veces.

jueves, 22 de septiembre de 2011

EL ÁRBOL DE LA VIDA (2010), de Terrence Malick

Unas manos entrelazadas dando y recibiendo consuelo mientras las hojas de los árboles se mecen al son del viento siempre presente. El abrazo esperado de una madre, dulce como los días que debieron ser de infancia y sólo fueron de búsqueda. Juegos en el jardín, prólogos de griteríos que ponen al universo en funcionamiento. La culpa y la desgracia sin asumir porque Dios nos pide ser buenos mientras Él no lo es. Y para encontrar la tranquilidad falta el pequeño detalle de poseer la esperanza.
Dios hizo la Creación. Con sus perfecciones evidentes y sus violencias extremas. Todo lo que ocurrió para dar lugar a la vida fue a propósito de la Naturaleza, de ofrecer la maravillosa visión de un espectáculo irrepetible. Un padre crea a sus hijos. Con sus imperfecciones evidentes y sus disciplinas extremas. Todo lo que ocurrió para dar lugar a la personalidad de lo que más quiso fue a propósito de la fortaleza que se exige al ser humano que, en sí mismo, también es un espectáculo irrepetible. Dios es la felicidad pero también es cruel. El padre da felicidad pero despacha crueldades. Dios no está cuando se le necesita. El padre, tampoco.
Y así el ser humano bordeará el odio porque sabe que no será vigilado y el hijo se internará en el territorio de lo prohibido para hacer cosas que afirmen su personalidad y que también están teñidas de desprecio porque el padre no está. Todo lo que ocurre en una casa dará lugar al adulto del mañana, mientras que todo lo que ha ocurrido en el espacio, en la Tierra, en el Edén, dará lugar al mundo que hoy tenemos, hecho de acero  de cristal, de certeza en la renuncia de los sentimientos para ser entes fríos que no vuelven la vista atrás a pesar de que ahí está el núcleo de su propia humanidad. El padre es falible y Dios, bien lo sabe Él, también lo es. Por mucho que sea capaz de ofrecer instantes imborrables. Por mucho que sea capaz de regalar la belleza de la Creación.
El padre se maravilla del ser que nace de su amor o de su deseo de perpetuarse. Como Dios. El milagro de la vida está ahí y no se puede quitar de en medio aunque haya sido, tal vez, producto de la casualidad. Puede que no haya ninguna mano divina, y es lo que se piensa cuando la desgracia es de tal magnitud que empequeñece cualquier otra consideración. Pero aún así, la esperanza es lo que crea equilibrio a nuestro alrededor. Hace del caminar, una poesía; y del dolor, un mero recuerdo.
Imágenes impactantes, de una belleza colosal, de fotografía poco común, se desprenden de la pantalla al intentar unir el proceso de la Creación con el proceso de la vida. Terrence Malick, el director, no esconde en ningún momento su admiración por el Stanley Kubrick que rompió todas las convenciones en 2001: Una odisea en el espacio y construye una odisea familiar, un punto ínfimo en medio del cosmos que prefiere creer que tuvo su origen en un ser supremo. El resultado es que, durante la proyección, treinta personas abandonaron la sala y, cuando se encendieron las luces, el público estaba estupefacto, roto y contrariado porque se llega a pensar que aquí no hay más historia que la imagen y que la imagen no ofrece suficiente historia. Sólo unos pocos se quedan reflexionando sobre lo que han visto. Tal vez porque el público, como en 1968 ocurrió con Kubrick, no está preparado para ver algo así y no quiere mirar tan adentro de sí mismos, del espacio interior, de la nada contada como si fuera algo, con actores como excusas y con argumentos que sólo están cogidos con alfileres para quien no sepa ver los ocultos mensajes del evidente paralelismo de lo más grande con lo más pequeño.
El que avisa no es traidor. Usted puede ser uno de esos que salga renegando de la sala. Pero piense que, aunque no se crea en Dios y usted no vaya al cine a pensar, no es corriente que en una película se planteen tantas preguntas y se den algunas respuestas a poco que ponga en funcionamiento las células grises de espectador. No hay que rendirse. No hay que decir que se ha acabado. Hay que decir que está costando y todo el mundo sabe que el único camino correcto es cuesta arriba. No deje de recorrerlo. Con esperanza.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

CHICA PARA MATRIMONIO (1952), de George Cukor

Judy Holliday, Judy Holliday y Judy Holliday. Esas son las tres razones por las cuales ustedes tienen que ver esta película. El flamante protagonismo femenino de la actriz en la película del director George Cukor Nacida ayer, tuvo su continuidad con este título y con esa otra estupenda comedia que fue La rubia fenómeno. En esta ocasión, Aldo Ray es quien secunda a la rubia que también nos había maravillado previamente en La costilla de Adán y, claro, como no podía ser menos, resulta que estamos ante una de las más grandes actrices cómicas de todos los tiempos. Y se mueve como pez en el agua en los terrenos de la screwball comedy que sazona con inteligencia con toques de ternura, de ingenuidad, de desacato, de agudeza y de simpatía. Por si fuera poco, detrás de la cámara hay un hombre de la experiencia y del gusto de George Cukor, que opta por inspirarse en el tipo de narrativa que tan brillantemente concibió el maestro Akira Kurosawa en Rashomon pero trasladándolo a una comedia pura y dura que necesita de la complicidad del espectador para poner en orden toda esta guerra marital que no huye de la mirada adulta en ningún momento.
Así que toda la farsa comienza con momentos hilarantes y chistes jocosos que se ponen en fuga descarada de la sofisticación de altos ambientes para introducirse en hogares comunes que también son muy capaces de generar un alto grado de carcajadas. Ojo, también hay alguna escena que se encarga de poner algún elemento de discordancia con la risa pura y dura, más que nada porque quiere tener algo de profundidad crítica con una sociedad que parece nacida para la pelea doméstica que, de modo algo cruel, puede degenerar en el hundimiento de un matrimonio en la crisis afectiva.
Y el caso es que esa mezcla un tanto extraña de posibilidades y de sensaciones, funciona. Tal vez porque se empeña en enseñarnos el ridículo espectáculo que es la vida que, inevitablemente, siempre empieza como una comedia para degenerar en el drama. Pero la tendencia de la condición humana es regresar, una y otra vez, a la sonrisa, al sentido del humor que tanta falta hace, a la mirada interior y exhalar una risa que ponga en solfa todo nuestro falso orgullo y nuestra equivocación recalcitrante.
Todo radica también en el excelente guión que firma el matrimonio (y no es por casualidad que sean marido y mujer) Garson Kanin-Ruth Gordon, en una pirueta que roza el virtuosismo narrativo y que gira alrededor de la risa como motor del afecto y como inesperado sostén emocional que otorga a los protagonistas una apaciguadora madurez.
Lágrimas y sonrisas, gemidos y carcajadas…planos cortados a la perfección por el montaje de nuestra propia existencia. Y, tal vez, ahí delante, en una peliculita sin importancia, veamos el espejo de la cotidianeidad que nos rodea con los largos brazos de un cariño que, en el fondo, todos deseamos.

martes, 20 de septiembre de 2011

ATRAPADOS (1949), de Max Ophüls

Subir. Llegar. La fealdad del alma. Agarrarse. Caer. La segunda oportunidad. El pasado aprieta. El futuro es una promesa. La nada es la mediocridad.
Con tales pespuntes es difícil no hacer una estupenda película. Atrapados, con toda su negrura y su maldición, lo es porque detrás de las cámaras había un maestro absoluto bajo el nombre de Max Ophüls. La ascensión de una chica que llega al éxito a través de un matrimonio con un excéntrico millonario que va degenerando en su excentricidad hasta llegar a la obsesión es la excusa perfecta para ver cuál es la mirada de este grandísimo director de cine, profesor de continuidad en la escena que pasa de una a otra con la suavidad con la que se concatena la vida. En manos de Ophüls, parece que la cámara cobra vida y que, con nuestras piernas, avanza con discreción y prudencia para enterarnos de unas vidas atrapadas, cogidas sin remisión, con falsas esperanzas de libertad a través de la riqueza. Los celos ahogan hasta la extenuación y, cuando eso ocurre, la única salida es el punto de fuga.
Y allí, al fondo, lo que espera es el lado contrario, el darse a los demás sin reparar demasiado en los gastos y el esfuerzo que eso conlleva. La modestia y la humildad están confabuladas para ser animadoras de la voluntad. El trabajo duro y la ética verdadera no son tan fáciles de conseguir. Hay que luchar para obtenerlas, para saber utilizarlas como diques por donde desaguar toda la inhumanidad que atenaza unas almas demasiado tentadas con el lujo. Es la lujuria del éxito en trance de derrota.
De todo el conjunto, sobresale la maravillosa interpretación de ese millonario atormentado, con rincones más oscuros que el hilo negro con el que se tejen las pesadillas y que actúa bajo el rostro de Robert Ryan. A pesar de ser un personaje que inspira un cierto rechazo, no cabe duda de que Ryan le da una amplitud generosa, desvelando todos los claroscuros además de los abismos a los que cae inopinadamente, como algo inevitable, como una tentación en la que no le cuesta caer sencillamente porque quien tiene todo no suele saber conservar el espíritu de ganarlo.
Más abajo y en un papel que quedó demasiado edulcorado está James Mason, médico de pobres que elige su ética como modelo de vida. En su exigencia consigo mismo también está todo lo que exige a los demás para que sigan sus pasos y las íntimas convicciones de un alma que ha nacido para ayudar. Él mismo se atrapa en sus obligaciones y no está muy seguro de poder resistir ante tanta desgracia y miseria pero no deja de luchar y quizá ahí está el auténtico secreto del ser humano.
En el último lugar está Barbara Bel Geddes como hilo conductor de la historia, inocencia interrumpida que cae en la toma de demasiados atajos para que los sueños se vean cumplidos. Falta de fotogenia en una belleza que no era demasiado inspiradora, Bel Geddes no es la chica ideal para esta historia aunque quizá su elección se debió a que era capaz de transmitir la idea de una muchacha normal que sube como la espuma a pesar de su lacerante ingenuidad. En todo caso, estamos ante una gran lección de cine y ante una historia que, por momentos, llega a rozar los mismos bordes de nuestra intimidad. Que nos atrape. Merece mucho la pena.

viernes, 16 de septiembre de 2011

LOS AMOS DE BROOKLYN (2009), de Antoine Fuqua

La noche parece que acepta todo. Las luces brillan en medio de la suciedad y siempre son los mismos los que tienen que limpiarla. Hay vida detrás de esas placas que dicen que se es policía. Vidas perdidas, vidas en busca de un futuro tan difícil que el desánimo hace mella en las balas, vidas sin mucho sentido. La noche lo presencia todo y lo cuenta todo entre las calles de Brooklyn. Allí es donde está lo mejor.
Eres policía. Te llamas Sal. Estás en la brigada anti-droga y tu vida es un carrusel de alijos incautados y de dinero que está fuera de tu alcance. Pero tienes tres hijos y tu mujer está embarazada de gemelos. Tu casa es pequeña y las paredes han criado moho por causa de la humedad. Necesitas dinero. Necesitas todo lo que puedas coger para comprar una casa nueva. El sueldo de policía es demasiado corto y has prometido a todos la felicidad. Aún no has caído en que la felicidad no se compra. Nunca tendrás suficiente dinero como para comprarla. En tu camino sólo hay cadáveres que pisotear para quedarte con algo que pueda hacerte sacar la cabeza. Y estás ciego, Sal. Eres incapaz de ver que hay cariño en tu vida y que el dinero no es tan importante como crees. Tu mujer está contigo y tú eres su fortuna. Tus hijos te respetan y te quieren y, sin embargo, crees que el fracaso te rodea y te asedia y que aparecer como un fracasado ante ellos es admitir una derrota que te hace menos hombre, menos padre y menos marido. Sal, recuérdalo. No siempre se consigue lo que se desea.
Eres policía. Te haces llamar Tango. Tal vez porque siempre estás bailando con la muerte como pareja. La hueles y la palpas. Convives con ella. Estás en la brigada anti-droga pero trabajas como infiltrado. Y ya no puedes más. Empiezas a no saber dónde está la línea que separa el bien del mal. Has desarrollado simpatía por toda esa gentuza que trapichea con la vida de los demás y cuando ves a un policía que te mira sientes unos incontenibles deseos de vaciarle el cargador. Tienes que dejarlo, Tango. Lo que pasa es que el precio para dejarlo es el de la traición. Tienes amigos entre toda la basura. No quieres que nadie salga con el cuerpo abierto en canal por cuatro tiros. Sólo quieres desaparecer y que todos te olviden. Volver a vestir un traje, sentarte detrás de un despacho y decidir quién va a la calle a detener a los malos. Tango, recuérdalo. No siempre se consigue lo que se desea.
Eres policía. Te llamas Eddie. Estás pateando las calles desde hace veintidós años y te queda una semana para la jubilación. Estás harto. No has dejado huella en ninguna de tus pisadas. Has fracasado en tu vida. Has fracasado en tu trabajo porque no has ascendido de la calle a la jefatura. Sólo quieres terminar con todo. Por tu cabeza pasa el suicidio y, sin embargo, siempre hay una última oportunidad para dejar tu impronta, tu veteranía, tus largos días de tratar con la gente que se grita, se pelea y se mata. Sólo encuentras cariño bajo los encantos de una luz roja bañada de lejanía. El destino parece haberte reservado una insoportable soledad y acaricias tu revólver como la salida más fácil, más llana, más súbita. Eddie, recuérdalo. No siempre se consigue lo que se desea.
Antoine Fuqua ha dirigido con un estilo inusualmente sobrio en él esta digna película de vidas cruzadas bajo el peligro permanente del brillo de sus placas de policías. Ethan Hawke, Don Cheadle y Richard Gere les saben dar vida con los corazones abatidos cuando se intenta una y otra vez todo aquello que trae dignidad a un trabajo que no querrían ni las ratas y Fuqua se centra en estos tres policías con su insignia de valor que, con sus fallos, aún consiguen que un halo de comprensión se establezca en quien asiste a esos problemas que les produce tanta angustia, tanta ansiedad, tanta decepción que, a veces, hay que participar de sus búsquedas y de sus desolaciones. El eco de los disparos se encarga de llenar todos los demás resquicios.

jueves, 15 de septiembre de 2011

LA DEUDA (2009), de John Madden

En el rostro de una mujer se dibujan las cicatrices que deja, imborrables, la mentira. La ambición y la cobardía dieron paso a un enorme engaño que tres agentes del Mossad perpetran como atajo hacia el reconocimiento general. Y el pasado suele ser tan despiadado que siempre vuelve para hacer daño, para hacer del orgullo, una vergüenza; del éxito, una apariencia y del amor, una sensación demasiado fugaz como para ser asida con las manos.
Cazar a un asesino suele ser tarea de profesionales y los planes mal ideados son sinónimos del fracaso. La responsabilidad del fallo es tan enorme que pesa como una losa llena de sangre. Demasiados gritos que quedan sin respuesta, demasiada muerte que permanece como un número. La carnicería de un campo de concentración es algo que no se puede olvidar para no volver a caer en los mismos errores y el miedo aparece en medio de la encomienda. Silencio. Las víctimas nunca hablarán.
En el Berlín Oriental se esconde la maldad mirando a unas piernas abiertas. La entrega no es suficiente si se carece de inteligencia. El juego del enfrentamiento podría dar lugar a una aniquilación mutua. Pero una huida a tiempo puede fabricar una leyenda. Y todo el mundo sabe que las leyendas suelen estar bien parapetadas tras el embuste.
Y es que, de repente, cuando el pasado se vuelve presente, las cosas realmente importantes han dejado de tener sentido, más que nada porque de la falacia nunca puede nacer la satisfacción. Esta película se sumerge en los entresijos de operaciones secretas de búsqueda y captura de nazis escapados a la justicia y parece querer orillar motivaciones y consecuencias, como si John Madden, el director, no tuviera muchas ganas de mostrar la tormenta psicológica que se desata en los protagonistas por culpa de sus acciones, de su discutible profesionalidad, de sus execrables actitudes en pos de un destino que, simplemente, no les pertenece. Hay buenos mimbres con los que construir una sólida historia, de bordes bien encajados en una época en la que la infalibilidad del Mossad era famosa y el fracaso significaba lo mismo que el desinterés. Treinta y dos años después, dejando atrás a jovenzuelos que ponen cara sin mucha pasión, encontramos a Tom Wilkinson y, sobre todo, a Helen Mirren que hace que toda imagen cobre altura, que toda sensación sea una herida en su rostro de sabiduría y clase y que toda reacción posea una causa previa que la motive.
Así, la película adolece de un precario equilibrio porque hay una descompensación evidente entre lo que se recuerda y lo que acontece. Hay escenas que requieren una difícil explicación, hay destinos que ruegan por una sutil mitificación y, tal vez, quien fuera héroe por una mentira sea héroe, tres décadas después, por una verdad que estuvo demasiado tiempo oculta en un incómodo silencio. Silencio de supervivencia.
Una vuelta de guión más no hubiera venido mal a una película que pide a gritos un ajuste más encajado de sus pernos. En algunos instantes, parece que todo se escapa por una rendija abierta en un problema de conciencia que, a algunos puede parecer ajeno, pero que, con la suficiente perspectiva histórica, no deja de tener una cierta lógica. Tampoco es fácil asumir que haya miembros de los servicios secretos israelíes que patinen sobre sentimientos de los que se debería prescindir habida cuenta de las crueldades vividas y de familias exterminadas. Todo confluye en un nuevo pasado que estará, otra vez, escrito en una herida, que tendrá su cruz en el cementerio de la piel, que exhibirá sus razones a través de otra mentira que, en su momento, fue verdad. Así que no tomen en cuenta lo que se dice en estas líneas. Quizá sea todo un implícito deseo de pasar a la posteridad alejándose del ridículo que, en muchas ocasiones, es otro nombre para el fracaso. 

miércoles, 14 de septiembre de 2011

LA VÍCTIMA PERFECTA (2010), de Antti Jokkinen

A menudo, buscar la soledad no es más que el principio del miedo. Detrás de una casa que exhibe ventanas como ojos y que se asoma a la ciudad con un aire que bien podría ser tomado como de perplejidad cuando entre sus ladrillos semejantes a las arrugas de la edad, hay un siniestro deseo de cerrar sus puertas y recibir de manera hostil todo lo que pueda ser joven, nuevo, fresco y, peor aún, mujer.
Pero no cualquier mujer, tiene que ser una mujer determinada. Una chica que despierte el deseo inmediato con su altura, con su moral, con su determinación de tirar hacia delante sin el apoyo de ningún hombre. Ellos guardan la herida que ella esconde. Ellos son la rabia y el desquite. Ellos son el desequilibrio que ha sacudido su vida que aspira a una lejana perfección en un aislamiento que, simplemente, tiene que arrinconar en medio de reflejos de su propia imagen, en crujidos de una madera noble recién pulida y que sirve de suelo, de agarradero y también, de apeadero.
Con estos trazados, la película podría haber tenido un interés de cuento urbano, con tintes de terror, con atmósferas de suspense bien atrayentes pero se queda en la caricia de algo que nunca llega a alzar el vuelo y que no es más que una sucesión de tópicos más que manidos, más que sabidos y más que vistos. Y si no, basta preguntar al Barbet Schroeder de Mujer blanca soltera busca…; o al Philip Noyce de Sliver; o, incluso, aunque algo más lejanamente al Gordon Willis que firmó su única obra dirigida bajo el título de Ventanas, pequeña reliquia desconocida que merecería la pena volver a revisar. El caso es que la última moda estadounidense consiste en coger a un director de origen nórdico (en este caso, finlandés) para rodar las historias de misterio que se traen entre manos, quizá con una aspiración ingenua de conseguir tanto éxito como el obtenido por los escritores de esas latitudes que dominan todo el mercado de literatura negra mundial en estos días de desesperanza y calamidad. Pero no tienen por qué ser necesariamente mejores. El tal Antti Jokinnen se equivoca en muchos ángulos aunque acierta en el del gran susto de todo el alquiler, no sabe imprimir tensión, se queda en algo tan educado como los ciudadanos de su país y así es muy difícil sorprender a un público que se queda a medio camino, deseando pasar miedo y teniendo, tan sólo, un poquito de nada.
No cabe duda de que Jokinnen se apoya en el trabajo de Hillary Swank, una chica que huye del cine más netamente comercial como de la peste y de la que merecería la pena rescatar una película que pasó totalmente desapercibida con el título de 11:14 Destino fatal y que aquí se aplica y no convence. Resulta algo más conquistador el deambular de Jeffrey Dean Morgan, más que nada porque este señor se parece en maneras y físico a nuestro Javier Bardem y a Robert Downey Jr., y sorprende la buena salud que aún demuestra el anciano Christopher Lee, con ganas y ánimos de inspirar terror o, cuando menos, desconfianza, recordando aquellos clásicos maravillosos de la Hammer que marcaron época y que tanto se echan de menos tanto por su clase como por su fotografía.
Así que hay que estar preparados para el reflejo que devuelve el espejo, para asistir al trabajo de un director que coarta toda inclinación sexual pero que convierte a su personaje central en una borracha que no hace más que beber vino como si fuera agua, para unos actores que no convencen demasiado, para los sustos de siempre y la originalidad del nunca. Se sabe todo antes de que pase y aún así hay algunas personas que dan botes en la silla cuando aparece lo inesperado. Yo también lo daría si encontrara un apartamento con unas vistas de ensueño, olor a madera vieja y bruñida, aroma a tranquilidad y un metro pasando de vez en cuando por debajo del edificio.

martes, 13 de septiembre de 2011

SOLO ANTE EL PELIGRO (1952), de Fred Zinnemann

Un hombre camina por la calle polvorienta de un pueblo despreciable. Su traje negro contrasta con el blanco de un sol asfixiante. Va armado pero tiene miedo porque está solo. El polvo se adhiere a sus botas como preámbulo de su muerte más que segura, como si la tierra tuviera prisa para cubrir su cuerpo. La cadena de un reloj cuelga de su chaleco advirtiéndole, a cada paso que da, que le queda un segundo menos de vida. Sus pasos se van trazando entre el temor y la inapelable decisión de honradez que ha tomado. Sus ojos, sinceros, escrutan la calle de un lado a otro en busca de un arma que le haga compañía y, también, de la bala que llevará su nombre. Es muy alto y el sol, allá justo en el mediodía, proyecta su sombra oblicua en varias direcciones a la vez, como si se tratara de un fantasma difuminado en su propio estado etéreo, como si comenzara a entrar en la muerte. A la altura del corazón, una estrella que no brilla y que acabará despreciando en un gesto de hombría desprovisto de énfasis.
A su alrededor, una mujer que no entiende que él sea capaz de defender algo que, simplemente ya no es suyo y que ponga en riesgo su propia felicidad por cumplir un supuesto deber moral. Una antigua amante, despechada por su abandono, que en el fondo sigue enamorada de él y que guarda una profunda admiración por su honestidad y su orgullo. Un ayudante que siempre se ha sentido aplastado por su aura de hombre bueno y valiente, más allá de toda consideración, consciente de su deber y que no huye. ¿Por qué no huye? Maldito, Kane. Que se vaya del pueblo y entonces yo tendré mi oportunidad de hacerme valer. Un amigo que piensa que los que vienen traerán más prosperidad al pueblo y que, por tanto, él tendría que irse. Intereses creados. Falsedades humanas. Bajeza moral por el siempre reprochable dinero. Kane, vete o muere.
Fred Zinnemann dirigió esta película con guión de Carl Foreman como metáfora épica sobre el maccarthysmo y el miedo y la indiferencia que se instalaban en Hollywood mientras el fascismo se hacía sitio por su noviazgo con el capital. Y consiguió hacer que Gary Cooper estuviera hundido en su mirada, desesperado en su acción, arado en su rostro tan cercano al miedo cerval. Y así la película se incrustó con enorme coherencia dentro de la filmografía del director, obsesionado con ofrecer retratos de hombres que tenían que enfrentarse a acontecimientos que les sobrepasaban. Al fondo, el triunfo siempre era dudoso. Kane quizá consiga sobrevivir pero algo muere dentro de él. Tal vez la confianza en las personas, o puede que la seguridad en los amigos. Ya no volverá a ser el mismo porque dejó una estrella tirada en la polvorienta calle de Hadleyville como símbolo del desprecio que siente por la gente que prefirió el caos y el desorden como medio para la prosperidad antes que la justicia y la defensa de lo que siempre estuvo a su lado. Y Kane lo estuvo. Cumplió con su deber. Fue ley y fue orden. Fue sinceridad. Fue lo que le pedían que fuera. Y, al final, hace lo que pide su propia integridad. Y no es fácil. Porque está solo.

jueves, 8 de septiembre de 2011

LA PIEL QUE HABITO (2011), de Pedro Almodóvar

La piel es el enorme receptor de nuestras sensaciones, de nuestros deseos expresados, de nuestras frustraciones contenidas. Todo se manifiesta a través de ella, como si fuese un altavoz del alma, dispuesta a erizarse ante la emoción, a estirarse ante el dolor, a envejecer lentamente, como las hojas de un libro que se va escribiendo con la pluma del tiempo y la escritura de la vida. El problema surge cuando la piel que se posee no es la que corresponde.
Si fuera así, si fuera posible habitar una piel distinta de la nuestra, entonces todos los deseos quedarían taponados por los ruidos sordos de un corazón que pugna por salir, todas las frustraciones quedarían al desnudo pues no se controlarían las sensaciones de la capa en la que nos escondemos, todas las emociones estarían limitadas a las propias del recuerdo y estarían adormecidas por tener que existir dentro de algo que no es más que una burda mentira, un engaño disfrazado de venganza y a través de una película que es un melodrama ligeramente disfrazado de psicología.
Así, Pedro Almodóvar, describe una parábola en la que está particularmente interesado y claramente entusiasmado pero parece que se le desfleca la trama al recurrir a un flashback que se podría haber ahorrado con una simple explicación. En el momento en que mete esa marcha atrás, todo se le cae en picado, hundiéndose en un profundo bache narrativo que bucea en elementos entresacados de El coleccionista, de William Wyler; de Vértigo, de Alfred Hitchcock; y de El silencio de los corderos, de Jonathan Demme. Y aunque se mueve en los terrenos del absurdo sigue obsesionado con sacar adelante una historia que se aleje del melodrama y que no consigue realizar. Almodóvar, con su cámara certera, de planos de indudable belleza y de aciertos indudables en la puesta en escena, vuelve una y otra vez a lo mejor y, tal vez, lo único que sabe hacer: el drama sentimental.
Para ello cuenta con un Antonio Banderas que se muestra admirablemente entonado en algunas secuencias y que resulta extrañamente fingido en otras, como no encontrándose demasiado a gusto en el papel, y también con una Elena Anaya a la que se encarga de hacer llorar a discreción y que revela, en determinados instantes, que hay algún aire de excesiva y consciente importancia en lo que hace. En definitiva, ambos consiguen acompañar la irregularidad de una película que acaba por resultar torpe en un planteamiento que sólo comienza a entenderse pasados dos tercios de proyección y que se precipita a un desenlace rápido sin ningún nudo de por medio.
La venganza terapéutica propia de un psicópata obsesionado por revivir a través de cualquier medio los escasos momentos felices de su vida acaba en un inevitable viaje a la locura que convierte a Pigmalión en cenizas, víctima de sus propios sueños de deidad. No hay nada mejor que unas cuantas costuras para atrapar la verdadera naturaleza del ser humano y condenarlo a vivir una vida que siempre será una falsedad suavemente maquillada de blanco y carmín. La respiración será la misma, la mirada será más sensible y la belleza incluso se hará evidente pero hay algo que no se borra ni con lo imposible visitando el cuerpo. Y lo malo de todo es que también hay algo de simpatía por el irresponsable de turno que no merece más que el rechazo.
A menudo, habría que cerrar los ojos para intuir, en todas sus dimensiones, cómo cambia una vida si el aspecto fuera diferente. Tal vez, la sensibilidad fuera fotografía. Tal vez, el equilibrio fuera una quimera. Tal vez, incluso, el asco de un beso podría convertirse en el cielo abierto con la lengua del deseo. Todo parece muy lejano y, sin embargo, hay algo de verdad al fondo. Por muy errado que ande quien dirige, el respeto por el intento no puede ser pasto de una mesa de quirófano. 

miércoles, 7 de septiembre de 2011

TEMPLARIO (2011), de Jonathan English

En una época de barbarie, la tortura es la máxima forma de expresión y la evidencia que pone de manifiesto al poseedor de la fuerza. El barro parece agarrarse a los pies, el acero se siente en la piel, la sangre se derrama como si fuera agua y el despotismo de un rey que ve cómo se le escapa el poder es el móvil que hace que la muerte no deje la recogida de su cosecha.
Los templarios eran monjes-soldado que estaban infernalmente entrenados para defender los clavos de Cristo que tanto ama la Iglesia igual que si fuese una baronía en peligro de expropiación. Eran diestros asesinos, de vida ordenada y obediente, disciplinados y en la orilla misma de la crueldad. Temidos y osados, no dudaron en unirse a los barones que se enfrentaron al Rey Juan Sin Tierra cuando éste, despechado por la falta de respeto que le profesaron al obligarle a firmar la Carta Magna, se entregó a una guerra contra ellos para despojarles de cuantas posesiones tenían. El Rey Juan no se anduvo con tonterías. La muerte era la victoria y el suplicio, su forma de mandar. Y ambos castigos tenían que ser ejemplares y absolutos.
Con estos principios, podría parecer que esta película tenía algunos elementos de cierto interés para una buena historia pero, como siempre, las expectativas se ven frustradas porque detrás de las cámaras hay un inútil que mueve la cámara aquejado del baile de San Vito y se detiene, eso sí, con exquisita quietud, en la descripción de las más horribles y cruentas torturas. Es más, puedo asegurar que es la primera vez en mi vida que he visto cómo un tipo hunde el cráneo a otro con el brazo cercenado de un tercero. El caso es que el argumento coge elementos ya conocidos en El señor de la guerra, de Franklin J. Schaffner; y en Los siete magníficos, de John Sturges y se dispone a narrar, en la mayor parte de su metraje, los avatares y vicisitudes de un asedio en el que los buenos son los barones y los caballeros templarios y los malos son las huestes del Rey.
Dejando aparte el hecho de que la película carece de estilo y que es una locura intentar seguir cualquier secuencia de acción, la interpretación del protagonista James Purefoy es algo así como asistir a una permanente cara de un tipo que parece que tiene el hedor más putrefacto metido en sus fosas nasales. Sin expresión y sin matices, su papel lo podría haber hecho con mucha más pasión mi tortuga Jack. Eso sí, como creo que el director, Jonathan English, el genio de la shaky camera, lo sabe, hace que el plantel de secundarios se integre con nombres de la categoría de Paul Giamatti (enorme en su creación del Rey Juan), Brian Cox, Derek Jacobi y Charles Dance, con especial mención para él que, en sus escasos segundos de aparición, otorga la verdadera acción facial que la película necesita. Y además, English quiere ser poético y utilizando la estimable banda sonora para envolver los lamentos, los gemidos y los ruidos de huesos cortados de cuajo como si fuera una lucha épica y penosa, llena de angustia y de pena divina, lo cual sería loable si no fuera porque no se ve más que algo borroso, con salpicaduras rojas, gritos, rostros de furia, barro y eso sí, hombres partidos por la mitad.
Así que no hay nada nuevo bajo el sol salvo la sempiterna mediocridad. Lo que podría haber sido una aventura y una detallada descripción de la siempre apasionante vida de los templarios, se queda en una descabellada batalla gore, con muertes a cada cual más horripilante que convierte a la película en una descabellada candidata a formar parte de las favoritas de esos jóvenes amantes de la brutalidad más gratuita porque es más imaginativo idear formas de matar que construir un argumento con las motivaciones de un sitio que representa la más feroz resistencia contra el absolutismo. Y así no hay forma de hacer que las cosas cambien. 

martes, 6 de septiembre de 2011

AL VOLVER A LA VIDA (1948), de Byron Haskin

Hay momentos en los que parece que el tiempo se posa sobre los hombros y se convierte en una carga que se lleva con tranquilidad pero también con un enorme peso. Volver a respirar el aire despejado de la libertad después de pasar unos cuantos años encerrado puede significar encontrarse de nuevo con una ilusión que se hallaba sepultada bajo demasiados kilos de polvo. Pero también puede ser la evidencia de enfrentarse con ese pasado que pareció dormirse entre los barrotes de la cárcel. La venganza, ya se sabe, es un plato que siempre se come frío y alguien jugó para ganar para quedarse con todo. Incluso con el tiempo.
La ciudad parece oscura pero extrañamente acogedora. Sólo hay arrugas en la visión, empañadas por ese tipo que fue amigo desde la infancia, jugador de ventaja en cuanto creció y tramposo profesional con la ambición como móvil cuando se hizo hombre. Y, por supuesto, apartó a todos los que le estorbaban, incluso a su mejor amigo, al que mandó a la trena porque tenía la certeza de que él no hablaría. Tal vez porque es uno de esos pringados que, en un código de ética desconocido y realmente absurdo, no delata a sus compañeros y prefiere pagar por ellos. Es carne de desperdicio. Es perdedor. Y los perdedores no interesan.
Al volver a la vida es una estupenda y desconocida película de cine negro y resentimiento dirigida por Byron Haskin en 1948 que nos pasea por los rostros de Burt Lancaster y de Kirk Douglas por las calles del regreso. En ella hay siempre un leve gesto de engaño que parece estar escondido tras las cortinas de cada uno de los fotogramas que la pueblan. Ninguna escena parece ser sincera porque siempre está al acecho la soberbia del que se sabe ganador y la rabia del que ha estado rumiando su vuelta desde las frías paredes de una celda. Los ambientes son certeros. Los personajes están espléndidamente diseñados con una especial mención a ese contable que guarda remordimientos de conciencia, tercer camarada del grupo, bajo el rostro de Wendell Corey. Las escenas en el despacho de Douglas se hallan alrededor de lo magistral porque parece que en sus paredes hay papel de tensión, muebles de desprecio, atmósfera de superioridad, ventanas de ira. Y rostros oscurecidos por una fotografía que se empeña en hacer de sus ceños, acantilados y de sus labios, riscos. Es una excelente película que habla sobre el eterno retorno que se transforma por obra y gracia de la realidad en el amargo presente y en el ausente futuro.
Detrás de la mirada de ese hombre que sale del infierno, ya no hay lugar para el odio por mucha justicia que ansíe. Quiere aquello por lo que luchó durante tantos años y una sincera gratitud por su prolongado silencio. Las deudas tienen que pagarse porque si no las propias honestidades pueden herirse de muerte. Y lo honesto es ver esta película porque apenas se conoce y merece una segunda oportunidad.

viernes, 2 de septiembre de 2011

BETTY ANNE WATERS (2010), de Tony Goldwyn

Una mujer es la mejor garantía contra el sufrimiento. Si ella se lo propone, la agonía podrá ser larga pero será vencida; la desesperación podrá tener arrugas pero conservará su vitalidad; el menosprecio podrá ser prisionero de los años pero acabará siendo un arma de experiencia. Todo sea para demostrar que un hombre, algo estúpido e infantil, es inocente de un espantoso crimen que es puro reflejo de ignorancia.
Y es que hay ocasiones en que hay historias grandes que se ven confinadas en películas muy pequeñas porque hay alguien que decide que todo tiene que ser sin mucho énfasis, buscando la emoción pero sin recrearse en ella, diciendo a los actores que actúen pero en un tono muy bajo, como coartando expresiones, como apagando las reacciones en un ambiente rural en el que todo aparece gris, incluso lo hermoso.
Tony Goldwyn, actor de profesión y director ocasional, yerra profundamente en sus miradas de normalidad porque no se preocupa de ajustar bien los pernos de una trama que merece ser explicada en sus detalles. No se sabe cuál es la relación que une a la víctima con el acusado. Puede que le vendiera droga, puede que fuera su amante o puede que ni siquiera la conociese. Hay un aire de levedad en todo el asunto que lleva a pensar que a Goldwyn le preocupa más el hecho de decirnos bien a las claras cómo termina el interminable proceso de exoneración que en mostrar las resistencias burocráticas que aparecen cuando se quiere sacar a un hombre de la cárcel. No hay más enemigo que el tiempo y una policía interpretada equivocadamente por Melissa Leo y eso tampoco es que tenga demasiada importancia. Parece que Goldwyn tiene miedo de extender los tentáculos de un apasionante error judicial y de investigación y se dedica solamente a narrar la superación, mil veces vista, mil veces previsible, de una mujer que se saca la carrera de Derecho tan sólo para demostrar que su hermano es inocente.
Incluso cuando quiere ser profundo, es insoportablemente ligero, como lo es en esa insistente idea de que la infancia es lo que une, lo que nos hace ser lo que somos, lo que nos empuja a tener un sentimiento de hacer algo por los demás. Tampoco deja que el peso de la función lo lleven sus dos mayores activos que actúan bajo los nombres de Hilary Swank y Sam Rockwell. El planteamiento, el nudo y el desenlace se desarrollan bajo la premisa de que no importan las pruebas, no importan las jugadas políticas en un sistema judicial democratizado y, por tanto, sujeto a conveniencias de toga y ambición. Lo que importa es la insistencia de la protagonista y dejar bien claro que tuvo muchos obstáculos aunque la explicación de cuáles fueron se queda en que falta un papel, en que las pruebas pueden haberse destruido, en la importancia del ADN en la investigación policial moderna y en que el que persevera, tarde más o menos, triunfa. Y eso es tan bisoño que a uno le dan ganas de añorar una película como En el nombre del padre, de Jim Sheridan, mucho más agresiva, mucho más atinada y mucho, mucho más importante.
Así que a pesar de que aquí se lanza una protesta motivada contra la falta de ambición de un director que fue más elegido a dedo que otra cosa, lo cierto es que hubo elementos de origen que pudieron indicar que se podría haber hecho una buena película sobre el sufrimiento de un preso de condena injusta y el tesón de una mujer que es capaz de darlo todo y perder gran parte de su vida por el camino. Veinte años de lucha para reconocer que alguien se había equivocado y para que un hombre sin futuro pudiera tener un pasado para vivir. Y ni siquiera el camino para conseguirlo es interesante. Es flojo, sin pegada y, lo que es aún peor, sin ansias de tenerla. Y ahí es cuando ya la condena se vuelve contra el espectador apresado injustamente en su butaca .

jueves, 1 de septiembre de 2011

DINERO FÁCIL (2011), de Daniel Espinosa

En un mundo que no ofrece ni un ápice de calor, es sencillo sucumbir a las tentaciones que se adhieren al dinero ganado con facilidad. No importa tener un futuro. Tampoco importa el cariño o cualquier otro lazo afectivo. Eso sólo son regalos que da la vida sin esperar nada a cambio. Lo que importa es el presente. Tener dinero ahora y parecer un triunfador, aunque hayas perdido el alma por el camino, aunque de hombre sólo te quede el sexo, aunque se prefiera vivir de apariencias antes de que de realidades.
Y así cuando uno se quiere dar cuenta, resulta que está hasta el cuello de inmundicia y de corrupción. Se han pensado operaciones de ingeniera financiera con la lavadora a punto, se han cerrado acuerdos sin riesgo para que el dinero se halle en manos seguras aunque con el percutor puesto. Se ha asistido a tristes espectáculos que sólo la ingenuidad implícita se ha encargado de ocultar. Un asesino tiene una hija. Un camello tiene una hermana embarazada. Un estudiante de económicas tiene un problema de podredumbre moral. Algo, por otro lado, muy frecuente en algunos de los que aspiran a dirigir complejos entramados empresariales.
Con un estilo ciertamente nervioso que hace pensar en la posibilidad de que ya no existan trípodes en el mercado, Daniel Espinosa dirige esta película de cine negro moderno, con hombres de hoy, dejando de lado los sombreros de ala ancha y atmósferas expresionistas para bañarlo todo con la luz de la cruda realidad. El resultado es una película que, sin duda, está mal dirigida pero que está razonablemente bien escrita. Espinosa sabe mostrar sobre el papel el lado oculto de todos esos facinerosos que se enriquecen con negocios más sucios que un servicio de un centro comercial, sin ocultar sus afecciones y deserciones, sus inicios y sus fines, sus mediocridades y sus virtudes. Con esos mimbres, lo que se ve es un rosario de personajes muy bien definidos, de alguna que otra complejidad dramática que una repetitiva y mareante cámara al hombro se empeña en esconder sin orden ni concierto.
Y es que en idioma chino, la palabra “crisis” significa también “oportunidad” y algunos no dejan de aprovecharse de esa “oportunidad”. Es en este tiempo de “oportunidades” también cuando florecen individuos que sacan a relucir su peor calaña, tratando de teñir su alma de oscuro con tal de la recompensa inmediata, de vivir el presente con el máximo de intensidad sin pensar en el futuro, siempre traicionero y pacato. Son los vientos de la bajeza, que se instalan sin apenas darse cuenta abriendo caminos de facilidad por senderos brutales. Matar es fácil. Venderse lo es aún más. Lo verdaderamente difícil es encontrar ese punto en el que se puede sobrevivir sin perder la visión clara y ética de las cosas. Sobre eso, se pueden dar lecciones a más de uno.
Así que entre tiros a bocajarro, dudas morales, vacilaciones obsesivas y traiciones sin salida, nos encontramos con más de dos horas de película que a algunos cansa, a otros confunde y, a los menos, agrada. Por mi parte, voy a intentar imaginarme cómo sería esta película de argumento hundido en las entrañas del cine negro con una dirección tranquila y centrada, con sus tiroteos bien vistos, sus muertes exquisitas, sus intenciones aleccionadoras y con toda esta suerte de personajes propios de la época en la que vivimos y que no dudan en tomar atajos para vivir lo que les toca al máximo. Lo malo es que vivir lo que les toca puede ser un plazo demasiado corto de tiempo. En ocasiones, la traición no es muy rentable. Ver lo que se tiene delante y luchar por conservarlo con armas de hombre es lo que da beneficios. Y lo que es mejor, no es necesario que nadie blanquee nada. Ni siquiera nuestras propias conductas.