martes, 20 de septiembre de 2011

ATRAPADOS (1949), de Max Ophüls

Subir. Llegar. La fealdad del alma. Agarrarse. Caer. La segunda oportunidad. El pasado aprieta. El futuro es una promesa. La nada es la mediocridad.
Con tales pespuntes es difícil no hacer una estupenda película. Atrapados, con toda su negrura y su maldición, lo es porque detrás de las cámaras había un maestro absoluto bajo el nombre de Max Ophüls. La ascensión de una chica que llega al éxito a través de un matrimonio con un excéntrico millonario que va degenerando en su excentricidad hasta llegar a la obsesión es la excusa perfecta para ver cuál es la mirada de este grandísimo director de cine, profesor de continuidad en la escena que pasa de una a otra con la suavidad con la que se concatena la vida. En manos de Ophüls, parece que la cámara cobra vida y que, con nuestras piernas, avanza con discreción y prudencia para enterarnos de unas vidas atrapadas, cogidas sin remisión, con falsas esperanzas de libertad a través de la riqueza. Los celos ahogan hasta la extenuación y, cuando eso ocurre, la única salida es el punto de fuga.
Y allí, al fondo, lo que espera es el lado contrario, el darse a los demás sin reparar demasiado en los gastos y el esfuerzo que eso conlleva. La modestia y la humildad están confabuladas para ser animadoras de la voluntad. El trabajo duro y la ética verdadera no son tan fáciles de conseguir. Hay que luchar para obtenerlas, para saber utilizarlas como diques por donde desaguar toda la inhumanidad que atenaza unas almas demasiado tentadas con el lujo. Es la lujuria del éxito en trance de derrota.
De todo el conjunto, sobresale la maravillosa interpretación de ese millonario atormentado, con rincones más oscuros que el hilo negro con el que se tejen las pesadillas y que actúa bajo el rostro de Robert Ryan. A pesar de ser un personaje que inspira un cierto rechazo, no cabe duda de que Ryan le da una amplitud generosa, desvelando todos los claroscuros además de los abismos a los que cae inopinadamente, como algo inevitable, como una tentación en la que no le cuesta caer sencillamente porque quien tiene todo no suele saber conservar el espíritu de ganarlo.
Más abajo y en un papel que quedó demasiado edulcorado está James Mason, médico de pobres que elige su ética como modelo de vida. En su exigencia consigo mismo también está todo lo que exige a los demás para que sigan sus pasos y las íntimas convicciones de un alma que ha nacido para ayudar. Él mismo se atrapa en sus obligaciones y no está muy seguro de poder resistir ante tanta desgracia y miseria pero no deja de luchar y quizá ahí está el auténtico secreto del ser humano.
En el último lugar está Barbara Bel Geddes como hilo conductor de la historia, inocencia interrumpida que cae en la toma de demasiados atajos para que los sueños se vean cumplidos. Falta de fotogenia en una belleza que no era demasiado inspiradora, Bel Geddes no es la chica ideal para esta historia aunque quizá su elección se debió a que era capaz de transmitir la idea de una muchacha normal que sube como la espuma a pesar de su lacerante ingenuidad. En todo caso, estamos ante una gran lección de cine y ante una historia que, por momentos, llega a rozar los mismos bordes de nuestra intimidad. Que nos atrape. Merece mucho la pena.

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