jueves, 29 de diciembre de 2011

EL TOPO (2011), de Tomas Alfredson

Con esta excelente película, quisiera dar un abrazo a todos los que entráis habitualmente por aquí para desearos un feliz Año Nuevo. Que el cine sea una válvula de escape que nunca traiciona en unos días que se adivinan muy, muy amargos. Y procurad cumplir la mayoría de vuestros deseos. Eso, amigos, es la vida.

La confianza es una palabra demasiado extraña en el mundo del espionaje. Nadie está a salvo de la sospecha. Ni en la negligencia, ni en caso de infiltraciones. La guerra fría está en su apogeo y los héroes no existen. Sólo vidas atormentadas, trayectorias destrozadas, decepciones aseguradas y encontronazos continuos con la nada. La indiferencia aparente llega a ser una herida que supura rencores y desprecia amistades. El fracaso está servido. Sólo queda atrapar al que habla más de la cuenta.
Un papel que no debería estar en una cartera es un movimiento decisivo en una partida de ajedrez en el que la dama parece sostener los hilos. Los agentes manejados como marionetas que son eliminados del servicio en cuanto se rompe la lógica. Las miradas se suceden y la lata de gusanos sólo puede abrirse desde fuera. Dentro hay demasiadas ratas merodeando en los más bajos instintos, en los más sucios secretos, en la determinación de esconder sin ser descubierto. Espías que hurgan en las cloacas para saber dónde hay fugas. Pero el hedor de la traición no deja de saturar el aire viciado que se forma cuando nadie dice la verdad.
Para lograr los propósitos de la infamia, no se duda en sacrificar vidas, en dejar a su suerte a enviados especiales, en pagarse favores con magnánimos desprecios. Lo confidencial comienza a convertirse en algo tan prescindible que la evidencia resulta un mero disfraz. Los gestos amargos se confunden de continuo con el rostro de la impasibilidad y nadie se acuerda ya de huir de la quema. Sólo de seguir quemando.
Saludes rotas. Matrimonios en proceso de destrucción. La vida privada es el servicio y la obsesión. Los ojos hablan pero las arrugas se acentúan. Dentro de cada fanático hay una debilidad. Y las debilidades se explotan para acabar con el más fuerte. El gris del día parece fusionarse en las gabardinas con los bolsillos repletos de la desolación. Trabajar para los servicios secretos no es ninguna ganga. Es una condena, amigo.
Dentro del apasionante realismo que John Le Carré supo imprimir a cada una de sus novelas de espionaje, nos encontramos ante una película que no tiene un ápice de acción más que en el recurso del raciocinio. El espectador tiene que estar dentro de la trama para comprender todas las motivaciones y todas las reacciones. Si no, el resultado será un jeroglífico cifrado que nadie va a resolver. La dirección es precisa y centrada en transmitir la ambientación de una época en la que no había ni sofisticación, ni encanto. Sólo decisiones en una mesa codiciada. Sólo dedos apuntados en lugar de armas cargadas. En medio de todo ello, hay una interpretación excepcional con el rostro de Gary Oldman. Comedido en sus expresiones y, sin embargo, transmitiendo todos y cada uno de los mensajes que pasan por el pensamiento de un hombre que ya está de vuelta de todo, incluso de las trampas de la salvaje ambición. La banda sonora de Alberto Iglesias, adecuada y certera, oscila entre la inquietud y la derrota permanente que destilan estos encargados de formar redes, de construir sospechas, de aniquilar esperanzas, de morder bajo la piel, de acabar con el espíritu y de controlar el ansia. Y aún así, todo es tan agrio como la hiel, tan ácido como difícil, tan odioso como comprensible. Más allá de los muros grises que guardan los secretos más reservados, hay una hoguera de indeseables donde sobrevive el más fuerte y el que más sabe.
A pesar del esfuerzo, la sensación al salir del cine es el haber asistido a una gran historia, a unos desencajes que rozan la rendición pero que, no obstante, llegan a la ruptura con la fantasía y te dejan con los pies bien clavados en la tierra. La política es el arte de hacer que otros limpien las inmundicias de un alcantarillado construido con tanta imprudencia como ignorancia. Es el destino de los países que mandan.

viernes, 23 de diciembre de 2011

BERNARD HERRMAN: LAS CUERDAS DEL PENTAGRAMA

Con este artículo, dedicado al centenario del nacimiento de este enorme compositor, vital en la historia del cine, quiero desear a todos una Feliz Navidad. Con motivo de los festejos familiares, compra incesante de regalos y compromisos varios, todos estaremos mirando hacia otro lado así que tan sólo se publicarán los correspondientes estrenos los jueves días 30 de diciembre y 4 de enero, retomando ya el ritmo habitual a partir del martes día 9 de enero. Sed muy felices, llenad estos días de cine y poned algo de música en vuestras vidas. Feliz todo.

Discípulo de Igor Stravinsky, cuya influencia es notoria en toda su obra, Bernard Herrman ha sido, probablemente, el compositor más clásico de todos los que se han dedicado a hacer música de películas. Sus temas, con frecuencia, barnizaban las imágenes con la inquietud de un pentagrama que, en sus geniales manos, era manejado con increíble precisión como un instrumento de cuerda, tensado y relajado de acuerdo con las necesidades del momento, deseoso de acoger melodías románticas tiznadas con la negrura de lo misterioso, de lo imposible, de lo tenebrista, de lo sobrehumano o, simplemente, de la turbiedad propia de seres humanos que tienen mucho que esconder.
Ya con Ciudadano Kane, de Orson Welles, sorprendió con esa extraña música dominada por el metal y que sobrevolaba las imágenes con un aire inaprensible, como si Charles Foster Kane fuese un personaje etéreo, inabarcable, difícil de ser recogido en la estrecha cuadratura de unos cuantos fotogramas, como si lo que, de verdad, tuviéramos que descubrir de él estuviese contenido en la banda sonora y no es lo que Welles nos va mostrando. Y aquí, Herrman sólo tenía 29 años.
Después de la sugerente Ana y el rey de Siam, de John Cromwell, recala en las sabias manos de Joseph L. Mankiewicz con la estupenda El fantasma y la señora Muir, en la que realiza un trabajo apasionante en las apariciones de Rex Harrison, ese fantasma enamorado. Algo que, por otro lado, le proporciona otro trabajo de índole sobrenatural como es la maravillosa Jennie, de William Dieterle, un fracaso que se ha recuperado hace algunos años como película de culta y que Herrman tiñó de tonos tristes, románticos, alegres, dulces e, incluso, infantiles. Un trabajo excepcionalmente completo.
En La casa en sombras, de Nicholas Ray, bajada a los infiernos de la mejor serie B, Herrman compone una música trepidante acorde con la personalidad del inquieto y algo descentrado protagonista, Robert Ryan. Con su siguiente trabajo para Mankiewicz, Herrman comienza a apuntar el que sería su estilo inconfundible fusionándose a la perfección con las brumas de la turbiedad más tensa en base a un uso de la cuerda muy personal que entronca directamente con la sonoridad propia de Stravinsky. Se trata de Operación Cicerón, obra maestra del director, que nos coloca en ese filo en el que tenemos que hacer equilibrios funambulistas para desear que cojan a James Mason y, al mismo tiempo, desear que un pobre criado triunfe en sus maquinaciones.
El vital encuentro de Bernard Herrman con Alfred Hitchcock se produjo en Pero…¿quién mató a Harry?, que no deja de ser una broma del genial director a la que el compositor se encarga de sonorizar melódicamente con bastante sentido del humor.
Pero Hitchcock, un auténtico innovador, estaba profundamente preocupado por la música de sus películas y su siguiente proyecto ya fue un encargo en esa dirección con la suite final de El hombre que sabía demasiado, en la que Herrman dio rienda suelta a su formación de carácter clásico ajustándose como un reloj a lo rodado por el director con la inclusión de un disparo en medio de un fuerte golpe de timbales y haciendo de la música un protagonista más de la trama y un elemento de tensión.
El genio del suspense no podía pensar más que en él para ilustrar su incursión en el expresionismo de Falso culpable con claras referencias jazzísticas en una historia oscura y opresiva con claras referencias agobiantes a la kafkiana odisea de Henry Fonda.
Vértigo es una de las obras maestras de Herrman con esa música de carácter concéntrico, claramente descriptiva de la obsesión que devora a James Stewart y que lo convierte en un moderno Sísifo condenado a repetir una y otra vez su desgracia. Ya desde el inicio de la película, acompañado por los grandes títulos de crédito de Saul Bass, los compases de Herrman nos adentran en un turbio mundo de psicología enfermiza y de un hombre capaz de enamorarse, de manera terrible, dos veces de la misma mujer.
Después de una estupenda partitura para Los desnudos y los muertos, de Raoul Walsh, la música del gran compositor sacude el espinazo con la tensión de Con la muerte en los talones, otra vez con los extraordinarios créditos de Saul Bass, con un creciente clímax mezclado con la aventura en una sinuosa y fantástica música inicial, maestra de ceremonias perfecta para anunciar que estamos ante una historia trepidante y única, que va a hacer que estemos durante toda la proyección con el alma en vilo asistiendo, incrédulos, a lo entretenido que puede llegar a ser el cine despojándole de toda lógica.
Psicosis, quizás, sea su mejor partitura. Herrman consigue dibujar sobre el protagonista el movimiento repetitivo de un cuchillo que se clava una y otra vez en una víctima indefensa y tensa el ambiente con un inclasificable tema principal que descubre, ya de por sí, la enfermedad de Norman Bates con un desdoblamiento melódico al alcance de sólo unos pocos genios. La banda sonora es ejemplar, utilizando tan sólo una pequeña orquesta de cuerda, capaz de los más singulares matices: desde la neurosis hasta la violencia, desde el horror hasta la inexorable cita con el destino.
Con El cabo del terror siguió haciéndonos sentir un escalofrío de miedo en la excelente versión de Jack Lee Thompson y realizó un excelente trabajo en la aventura de Jasón y los argonautas, una de las pequeñas joyas de Ray Harryhausen, en una partitura que no destacó en su momento y que merecería recuperarse.
Realizó la labor de asesor de sonido para la inexistente música de Los pájaros,  película en la que no se oye ni una sola nota de música, para hacer del inquietante y estridente ruido de las aves algo inteligible. Una labor difícil que, sin embargo, fue vital para la producción y realización de la única película de terror de Alfred Hitchcock.
Con Marnie supo conjugar a la perfección la romántica historia de amor con la subyacente y omnipresente trama repleta de turbiedad que envuelve a la protagonista contaminando de manera decisiva el tema central con un aura de sinuoso misterio.
Realizó también la banda sonora de Cortina rasgada pero, entonces, irrumpió el filón de oro de la música de películas comercializadas en disco y ahí Bernard Herrman parecía tener la batalla perdida de antemano. Frente a las facilonas melodías de Maurice Jarre o la popularidad de Henry Mancini, la música del gran compositor no era fácil de vender. Y después de realizar todo el trabajo para Cortina rasgada, Hitchcock, deseoso de obtener un gran éxito comercial con la película, tiró por la borda todo el trabajo de Herrman y contrató al por entonces muy de moda John Addison, que había obtenido un notable triunfo con la banda sonora de Tom Jones, de Tony Richardson. Esta decisión provocó el final de la relación entre el director y el compositor y no volvieron a hablarse nunca más.
Fue precisamente el mayor conocedor de la obra de Hitchcock el que requirió a continuación los servicios de Herrman: François Truffaut. Y lo hizo con la excelente Fahrenheit 451 y con otra de sus partituras inquietantes, reflejo de un futuro deprimente y en permanente movilidad, que quema libros, que sólo ve de manera interactiva los programas de televisión, que condena la cultura para evitar molestias. Un futuro de tensa calma con una esperanzadora resistencia humana contra la alienación total. Una magnífica adaptación del relato de Ray Bradbury y todo un particular homenaje a la literatura y a la propia música de Bernard Herrman por parte del gran director francés.
Tan contento quedó de su trabajo que volvió a reclamarle para rodar la negrísima historia de La novia vestía de negro, otra extraordinaria película de Truffaut en la que Herrman vuelve a la turbiedad que se desprende de la venganza premeditada en un juego melódico de felicidad truncada y rencor infinito.
Brian de Palma le utiliza como un elemento más de recreación de su admirado Hitchcock en Fascinación, una mirada distinta e inferior al Vértigo del gran maestro. Herrman concluye, por otro lado, su carrera de manera brillante con la música de Taxi driver, de Martin Scorsese, con ese tema de raíz de puro cine negro truncado por una explosión siniestra de violencia terrible que ilustra las andanzas de Travis Bickle de manera inmejorable. Una de las mejores bandas sonoras de los setenta.
Bernard Herrman modeló, como un Fidias musical, las líneas de su pentagrama al igual que si fueran cuerdas de las que arrancar sonidos imposibles, inquietantes y tremendamente originales. Tanto es así que no ha habido nadie que siguiera la línea trazada por él. Ha sido un caso raro y único en la industria del cine y en el arte de la música y uno no puede evitar sentirse extrañamente incómodo viendo una espiral en un ojo, o un taxi surgido de entre la niebla, o unas líneas dibujando el edificio de las Naciones Unidas, o un caserón sombrío en lo alto de una colina, o cómo se consumen bajo el fuego las páginas de un libro mientras su música aumenta todas estas visiones hasta hacerlas muy, muy próximas.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

THE ARTIST (2011), de Michel Hazanavicius

Cuando las luces de neón se apagan y los nombres comienzan a ser un recuerdo olvidado, hace su aparición el fantasma del fracaso. Sólo el nombre de ese espectro inspira el pavor del anonimato, el terror de la indiferencia y la condena eterna de la mediocridad sumida en un silencio que está pero que no se siente. Y el peor de los castigos es darse cuenta de que se es uno más en medio de la multitud compadecida.
El oropel del lujo, del éxito y de la fama es tan fugaz que apenas da tiempo para saborearlo. La línea que separa el todo de la nada es tan fina que el oro se confunde con el barro. La niebla se apodera del corazón y no se puede distinguir lo verdadero de lo fingido. Somos actores de la vida. Somos personas del cine.
En el silencio del blanco y negro, hacemos visitas a Cantando bajo la lluvia, de Gene Kelly y Stanley Donen; a la maravillosa El retrato de Dorian Gray, de Albert Lewin; a La marca del Zorro, de Fred Niblo; a Ha nacido una estrella, de William Wellman; a la historia que acabó con la carrera de John Gilbert, el galán mudo de Greta Garbo; a los suelos encerados y los pies con alas de Fred Astaire y Ginger Rogers; a las locas carreras de los Keystone Cops; al traspaso de un traje de etiqueta de mano en mano de Seis destinos, de Julien Duvivier; o a un homenaje clarísimo y acertado al estilo y maneras de Alfred Hitchcock. Tal vez porque el cine llegó a ser arte porque hubo unos cuantos que se encargaron de servir al público algo más que un simple vehículo de diversión cegado por las luces de los focos. Y es que Hollywood fue una fábrica de sueños que, primero, aprendió a expresarse y, más tarde, supo hablar.
Más allá del argumento folletinesco que no se oye pero que está acompañado de una música tan excepcional que llega a poblarse con las notas del gran Bernard Herrman, estamos ante una película valiente, de grandes ideas visuales, tan innovadoras como las de Murnau, tan exageradas como las propias de los actores del cine silente, que ponían tanto entusiasmo como error en sus interpretaciones y que se vendían como un producto atrayente a unas masas que oscilaban entre la opulencia y la sombra de un fracaso que se niega a seguir proyectándose a su paso. Hollywood encumbró a tantos como dejó caer. Quizás porque la fábrica de sueños, el Camelot de la fantasía, no sabía vivir bajo el objetivo durísimo de una realidad que, hoy, se nos vuelve a presentar con disfraces demasiado sofisticados.
Michel Hazanavicius no duda en sabotear la historia del cine para que el guión cuadre con sus deseos y dirige con cierta maestría a Jean Dujardin, a Berenice Bejo, a ese productor listo y manipulable encarnado por John Goodman y a ese mayordomo y chófer, fiel confidente de secretos al oído al que da vida James Cromwell. En todo caso, aún con sus defectos, Hazanavicius se sobrepone a ellos con una dirección ágil, encuadrada en todo momento en los simples parámetros que imperaban en la época del cine mudo, con ideas visuales sorprendentes y con ideas de guión excepcionales utilizando los mismos recursos que aquellos pioneros que enseñaron al mundo a soñar.
La mímica es el lenguaje, los ojos son las bocas, las manos son las lenguas desatadas y el brillo de los estrenos se refleja en los vestidos de lentejuelas y en los impecables fracs que destacaban el blanco sobre el negro en una era de locura y de evasión. La dirección de arte es excepcional, la ambientación es un puro cuidado y el público, ese gran actor del silencio, no pudo evitar romper en tímidos aplausos al terminar la proyección. El fracaso, en esta ocasión, tuvo un éxito. El orgullo, tan salvador como implacable, comenzó a hablar para espantar al silencio. Y las letras de este artículo, como los rótulos del cine mudo, ya empiezan a sobrar. 

JEZABEL (1937), de William Wyler

Julie ama apasionadamente a Preston. Va a casarse con él. Pero, de manera infantil, pretende que ella sea lo primero en todo. No soporta el desplante aunque no sea tal. Por eso, urde un insulto de color rojo cuando él tiene una reunión inaplazable en el banco y no puede acompañarla a elegir un vestido para el baile del Olimpus de Nueva Orleans en el que todas las damas han de ir de blanco. La puede el orgullo. Cuando él va a buscarla a casa, ella le desafía para calibrar su cobardía. Pero Preston no se arredra. La coge del brazo. La lleva. Y allí hace frente a todas las miradas que oscilan entre la incredulidad y la reprobación. Blanco para lo virgen. Lo que no es virgen no es blanco. Y eso no deja de ser verdad en ese baile. Soporta la evasión de todos que, con cualquier excusa, evitan cualquier conversación con ellos. La exhibe. Y quien lo pasa mal es ella. Pero él la obliga a quedarse. ¿No quieres provocar? Muy bien. Provoquemos. Y lo único que consiguen provocar es que todo se rompa. Que el rojo deje paso al vacío. Adiós, Pres. Adiós, Julie.
Durante un año, él desaparece de su vida. Tiempo más que suficiente para que ella reflexione sobre su tremendo error. Él regresa. Ella lo prepara todo para caer de rodillas ante él, suplicarle perdón e intentar unir lo que nunca debió resquebrajarse. Tarde. Demasiado tarde. Él se ha casado con una chica del norte. Doble afrenta para el orgullo sureño. Doble humillación. El valor del no poder con todo. El mundo se derrumba. La felicidad no es para ella...pero quizá el destino, sí.
Cuando la epidemia de fiebre amarilla llega a Nueva Orleans, Julie ya hace días que ha contraído la enfermedad del amor. Le ama tanto que no duda en correr a su lado para cuidarle y aliviarle. Y entrega su vida, que en adelante será prófuga del lujo, para estar rodeada de enfermedad y muerte, de lepra y fiebre, de penuria y nada. Pero estará junto a él. Estará junto al hombre que ama con tanta fuerza que sobrepasa sus ganas de vivir. No importa que él no la ame. Eso es secundario. Le cuidará. Velará por él. Le compensará por haber dejado que su estúpida soberbia del sur le relegara. Y en medio de la miseria, entre toda la pobreza física y enfermiza, ella será feliz, como demuestra con su sonrisa de satisfacción mientras el mundo entero muere.
Jezabel. Wyler. Davis. Fonda. Brent. Ese plantel de secundarios. Esa ambientación. Ese preludio de escarlata. Amor. Orgullo. Muerte. Estupidez. Inutilidad. Y en el fondo de nuestro corazón late el íntimo deseo de que alguien nos ame así. Aunque el rojo sea color de nuestro ridículo. Aunque la insensata altivez aplaste lo que sentimos. Aunque se pierda lo que amamos...y que, tal vez, nunca hayamos dejado de amar.

martes, 20 de diciembre de 2011

EL NACIMIENTO DE UNA NACIÓN (1915), de David Wark Griffith

El cine, tal y como se conoce, nace de esta película. La acción paralela es parte del lenguaje cinematográfico y el uso de recursos como el primer plano, la luz intensa o la yuxtaposición de imágenes son sinónimos del nombre de David Wark Griffith. Como decía Alfred Hitchcock: “Cada vez que vayan al cine y se diviertan, de alguna manera indirecta, pero bien clara, eso es fruto de la labor de David Wark Griffith”. Más que al nacimiento de una nación, con este título, se asiste al origen de un arte.
Las posibilidades creativas del montaje que luego influyeron enormemente en cineastas fundamentales como Sergei Mihailovich Eisenstein o Vsevolod Pudovkin dan lugar a un nuevo realismo en la actuación. La narrativa lenta y de figuración se convierte en sello de estilo de este director que hizo que el cine se hiciera mayor de edad y fue el primero de los cineastas que jugó a ser Dios. Bien es verdad que Dios es falible y que la vergüenza de una guerra civil descrita como una hoguera de destrucción de amistades y de familia tiene mucho que reprochar a esa nación cuyo nacimiento se describe con más épica que acierto.
Es preferible, dentro de la filmografía de un hombre tan imprescindible para la historia del cine, una película como Intolerancia, nacida como reacción a ésta, a la que le cayeron críticas, a menudo bastante justas, sobre el racismo que destilan muchas de sus imágenes. Ello la convierte en un caso excepcional porque El nacimiento de una nación tiene más valor como lienzo donde se exhiben las más innovadoras técnicas narrativas de la época que como historia en sí misma. Y es que su punto de vista, la opinión que el director vierte en la trama, es turbadora, algo bizarra y  prescindible y, probablemente, nacida desde la inconsciencia del creador.
La maestría de Griffith se hace evidente en las escenas de masas, espléndidamente rodadas, con movimientos de cámara muy difíciles para la época (y con fallos tan evidentes como dejar las huellas del carro donde está subida la cámara ante el desfile a caballo del Ku-Klux Klan). Por supuesto, la consideración tiene que ser indulgente ante una película que pronto va a cumplir un siglo de existencia pero que revolucionó una forma de hacer y de entender el arte de narrar una historia en imágenes. El mensaje moral, sin duda, es altamente reprochable, pero los fotogramas de la inmortalidad comienzan a abrirse paso entre la certeza de que una nación siempre se ha construido con el derramamiento de sangre y, demasiado a menudo, de sangre inocente. Al fin y al cabo, el fascismo disfrazado de liberalismo es una trampa en la que todos, alguna vez, hemos caído. El melodrama azucarado que también destila la película es algo propio de la época y muy enraizado en el cine que, hasta entonces, había realizado Griffith. Algo así como el final de su vida, que también fue un castigo para quien lanzó ideas que debería haberse guardado para convertirse en una leyenda incontestable cuando sólo fue un director que revolucionó la forma de contar historias. Griffith es cine. Su historia es política de palo y callejón.

viernes, 16 de diciembre de 2011

MI QUERIDA SECRETARIA (1948), de Charles Martin

Desde luego, no deja de ser chocante que un actor con tantos recursos dramáticos como Kirk Douglas apareciera en una comedia ligera, muy cercana a la screwball comedy, como Mi querida secretaria. Bien es cierto que en la época de la realización de la película, aún no era una estrella aunque había dado ya ciertos aldabonazos de talento en la desconocida y excelente Al volver a la vida, de Byron Haskin y en El extraño amor de Martha Ivers, de Lewis Milestone. Sin duda, su siguiente película, Carta a tres esposas, de Joe Mankiewicz fue la que le abrió las puertas del gran cine. Pero en esta ocasión, Douglas tiene que debatirse en una guerra de sexos y sale airoso de un trance que, años más tarde salvo una rara excepción, rehusó a volver a pisar. Aún así el que se lleva los honores en esta ocasión, como en tantas otras, es Keenan Wynn interpretando al mejor amigo del protagonista y que posee los momentos culminantes de una comedia, cuando menos, sorprendente por un ritmo más que aceptable y una trama que coquetea con cierta clase alrededor del ingenio.
De hecho, el propio Douglas en su excelente autobiografía El hijo del trapero, expresa una descriptiva falta de afecto por esta película. Quizá porque es una historia que se hizo cuando el género de la screwball comedy estaba en franco declive o porque creía que era una historia que deberían haber interpretado Cary Grant y Rosalind Russell pero, en efecto, es una película que, sin llegar a entusiasmar para dar saltos y ponerse a escribir sobre ella libros enteros, llega a la altura del entretenimiento, lo cual no es poco. Su director, Charles Martin, guionista también de la película, no tuvo demasiado éxito en su carrera y probó muy pocas veces detrás de las cámaras lo cual puede explicar algunos de los defectos que puede arrastrar. Eso sí. Puede ser un magnífico retrato sobre la decepción que, en clave irónica, puede calar en nosotros al conocer de cerca a algún reputado novelista (o similar) que puede caerse desde la altura de su ego. Hasta tales cimas el talento de Douglas podía llegar sin ningún esfuerzo. De todas formas, la historia funciona casi en su totalidad y no cabe duda de que la risa hace mucha falta en un mundo como este que hace que nos sintamos decepcionados y hundidos demasiadas veces al cabo del día.
Así que, tranquilamente, cogen ustedes un vaso de la copa que les guste (en mi caso, whisky), ponen tranquilamente los pies en alto y, relajadamente, dejen que el movimiento del abdomen al reír agite ese vaso que sujetan con la mano…y echen un trago en aquellas partes que no les convenzan demasiado. El resultado será estar un poquito achispados y con la sonrisa un tanto floja. Atrayente. ¿No? ¿O los amantes de lo políticamente correcto me van a acusar de incitar a la bebida?

jueves, 15 de diciembre de 2011

LA FUENTE DE LAS MUJERES (2011), de Radu Mihaileanu

En una aldea olvidada por la lluvia, donde lo más fértil son las ramas secas de los zarzales, un puñado de mujeres decide rebelarse porque están hartas de tener hijos, de ser un simple asentimiento ante los deseos de sus maridos, de cargar como mulas cubos de agua desde una fuente que está en un lugar tan agreste que muchos partos se quedaron por el camino. Un nacimiento se ve ensombrecido por una caída y entonces una de ellas se atreve a levantarse y decir que no.
No a permitir el trato de la mujer como un animal, al son de los caprichos carnales y aleatorios del hombre. No a reducir su pensamiento al de una acémila, con mirada de pena y huesos rotos por el esfuerzo. No a ser meros juguetes sexuales de noches que nunca son finales de jornada consumida. No a ser las únicas que trabajan mientras los hombres toman tranquilamente un té en la única tasca del pueblo. No a llevar agua desde la inhóspita ladera de una tierra que sólo ofrece polvo y sequedad y que, por momentos, parece tener los rasgos del hombre.
Y con estas negativas, las mujeres sufren y tratan de luchar en un movimiento justo y certero dirigido al mismo orgullo del macho. Los hombres, primero, no llegan a hacerse a la idea. Después pasan a la violencia. Más tarde a la apelación religiosa propia de una sociedad que depende del guía espiritual que proporciona el Islam. Por último, tratan de conseguir la victoria y lo único que obtienen es la humillación. Entre tanto, habrá individuos aislados que traten de dar la razón a las mujeres, que permiten la huelga de amor que ellas practican pero siempre con el respeto por delante y que, incluso, alimentan la idea de la cultura en ellas cuando les está prohibido cualquier acceso al conocimiento porque así se han interpretado las leyes del Corán.
Radu Mihaileanu hizo muchísimo más cine en El tren de la vida que en la popular El concierto y en su estilo se aprecia la mirada cómica no exenta de trascendencia que intenta imprimir a sus películas. Aquí se centra en esta guerra de sexos que le sirve como excusa para afirmar que la tradición no es sinónimo de cultura, que hay tradiciones que son excusas y otras que ayudan a crecer y desarrollarse como pueblo con identidad propia. Sin embargo, el oportunismo bienpensante de nuestros días tiende a afirmar que toda tradición es una herencia cultural que hay que preservar y eso no es así. Lo que hay que preservar es la idea del amor. El resto son sólo interpretaciones que el hombre ha ido imprimiendo a sus textos fundamentales con el matiz que la Historia ha tenido a bien presentar. Las mujeres, por lo general, siempre han salido perdiendo en todas las religiones y, por tanto, en las tradiciones que de ella se emanan.
También existe un hálito de esperanza en las nuevas generaciones, más abiertas, además de una frontal oposición al fundamentalismo que trata de introducirse a través de consejos disfrazados de sabiduría cuando no son más que insidias para llegar al adoctrinamiento feroz. Todos, menos las mujeres, juegan en esta película a secar los sentidos de los que les rodean para así manipular con mayor facilidad cualquier aspiración y cualquier avance.
Se deja ver con facilidad, con momentos realmente brillantes cuando la tensión comienza a sentirse entre las piedras y elementos extraños asoman por las rendijas de una rebelión femenina de valor y empuje que los hombres están incapacitados de llevar a cabo. También hay personajes desdibujados que se pierden en medio de un amor que es la verdadera fuente de las mujeres y si ese amor se seca, ningún agua podrá saciar su sed. No habrá consuelo dentro de una sociedad cerrada al humanismo por mero interés masculino. Lo único que quedará será una larga escalada por una ladera repleta de malditos guijarros.  Mujeres… 

miércoles, 14 de diciembre de 2011

LA LEY DE LA HORCA (1955), de Robert Wise

Intentar defender lo que es tuyo aún a costa de cruzar la línea que te separa de la maldad puede tener intenciones que merezcan la pena. En una película de excitante planteamiento, es pecado no tener un actor que lleve el peso como un forzudo de celuloide y ahí tenemos a James Cagney cargando sobre sus espaldas todo el bien y todo el mal de un territorio sin orden. Su magnificencia y crueldad es directamente proporcional a la dulzura y belleza de una Irene Papas recién importada de Grecia a las llanuras del medio Oeste. Y cuando el duelo interpretativo es de tal magnitud es cuando hay que mirar los matices, las caras, las miradas y todo aquello que hace que las balas sean muy, muy pequeñas y los gestos muy, muy grandes. Y si en el fondo, como sin darse cuenta uno mismo de que está viendo muestras de interpretaciones que son historia, suena la música del gran maestro Miklos Rozsa entonces estamos ya dispuestos para apuntar con el ojo guiñado a través del rifle de nuestro juicio.
Robert Wise, gran director, capaz de amoldarse a las explanadas de grandes galopadas, al musical, al drama negro, a la intriga financiera o a lo que se le pusiera por delante, consigue una película que destaca por un pulso de linchamiento y una mirada de cañón lanzadas en medio de ninguna parte, allí donde la ley no llega, allí donde sólo el poder de un hombre le confiere la facultad de juzgar y ejecutar mientras va tejiendo un cuento moral que no alcanza a ser grande pero sí puede ser hondo.
Aparte de todo eso, la película es un admirable retrato de un estilo de vida que, a través de la historia de amor, revela el poder de una justicia atemperada con la piedad y el verdadero valor de un corazón cálido.
Eso sí. No se puede esperar en este homenaje a un hombre malo, los tiroteos desbocados, las peleas por motivos débiles, los linchamientos por añadir una gota de crueldad, ni la dilación en la tortura de los chicos malos…todo está en su sitio y su sitio está en medio de un profundo drama humano.
Y lo peor de todo, lo más terrible, lo más difícil de encajar es que viendo esta película podemos no ver lo equivocado que está Jeremy Roddock (Cagney) y eso hace que en algún lugar de nuestra moral podamos ver que quizá nosotros también somos hombres malos…
Y todo eso de la mano de un actor que era capaz de expresar mucho más a través de un gruñido que con un párrafo entero de diálogo. Cuidado, la ley de la horca es patrimonio de los hombres malos…no dejen el mando en medio de la pradera…

martes, 13 de diciembre de 2011

IMPULSO CRIMINAL (1958), de Richard Fleischer

A muchos ya nos impresionó en su día no sólo la técnica que destiló Alfred Hitchcock en La soga, sino también el crimen perpetrado a sangre fría por parte de dos jóvenes que quieren demostrar su superioridad sobre el resto de su entorno. El móvil de los protagonistas de la extraordinaria Impulso criminal, de Richard Fleischer es el mismo: demostrar que los seres inferiores no merecen vivir y que ninguno va a descubrir el crimen perfecto que han realizado. Además de la clarísima relación homosexual que se percibe en ambas historias, en esta ocasión se nos describe a los estudiantes de universidad que deciden comprobar los motivos del resto de la humanidad a través de la comisión de un asesinato terrible como niños mimados en exceso, procedentes de familia rica. Uno de ellos es un psicópata redomado, que disfruta dejando en ridículo a todos los demás, que llega casi al frenesí sexual actuando como la voz dominante en esa pareja. El otro, es un chico de una inteligencia privilegiada, de frialdad casi exquisita salvo cuando pierde los nervios precisamente al darse cuenta de que su sexualidad es una barrera infranqueable. Juntos creen que son poseedores de una amistad imposible de romper pero son copas de cristal en mesas de traición. Son procesados y se llama a un abogado criminalista, definido como “comunista y ateo”, encarnado con magistral perfección por Orson Welles (en un papel de potencia excepcional que pasa por ser una aparición secundaria en la película pero al mismo nivel de la que realiza en El tercer hombre, de Carol Reed), no para evitar la segura condena, sino para sortear el camino del patíbulo. Ningún crimen, por execrable y estúpido que sea, merece el mismo pago por parte del Estado…Tal vez porque la justicia tiene que ser divina…
Impulso criminal es una de esas joyas desconocidas para el gran público que merece un buen puñado de revisiones desde un crisol de ópticas diversas. Además del gran trabajo de Welles, merece destacarse el de los dos estudiantes encarnados por Bradford Dillman y Dean Stockwell, que dotan a sus personajes de una malignidad refinada, de un enrevesamiento moral de difícil comprensión para “mentes inferiores” como las nuestras y de un desprecio continuo hacia unas normas sociales en las que se han empeñado en educarles y que para ellos no son más que reglas hechas para ser pisoteadas.
La dirección de Fleischer, por otro lado, es medida, perfecta, continua, un prodigio de mecanismo cronometrado que delata a un gran profesional que no deja de sorprendernos con ese juego de espejos infinitos con el que nos deleitó durante gran parte de su carrera culminando con la también excelente El estrangulador de Boston.
Y es que no caben muchas palabras de optimismo en un mundo que cría bestias cuando la soga sale a la calle para demostrar su existencia.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

LA CONSPIRACIÓN (2010), de Robert Redford

Es difícil salir de una guerra y guardar las garantías de libertad que tanta sangre ha derramado. Cortejando a la victoria habrá rebeldes que realicen un crimen execrable, asesinando a la razón, disparando por venganza. También habrá dirigentes que se sientan tentados por la tiranía en aras de un ideal que exhiben como supremo. Habrá otros, quizá los menos, que intentarán poner en pie las verdades como símbolo inequívoco de una ley que nació para proteger a todos, incluso a los que no poseían más motivo que la rabia. Son las sombras que se proyectan tras un triunfo que se adivina gloriosamente justo.
Y es que, tal vez, una Constitución nazca para ser respetada, para ser la letra y el espíritu de un ansia por la justicia que jamás debe caer en el olvido. No importa en qué bando se esté, lo único que es verdaderamente importante es que ese documento, ese trozo de papel que establece una serie de derechos y obligaciones que todos los ciudadanos de un país deben respetar, y con ellos los poderes públicos, es lo que permite que alguien, culpable o inocente, tenga un juicio con un juez, con un jurado y con un abogado que le defienda. Y así es como debe ser. Con ello va, de la misma mano, la libertad, la independencia, el poder decidir, el poder pensar y, lo que es aún más importante, poder decir lo que se piensa.
Todo golpe al poder tiene que responderse con un castigo ejemplar. Para que todo el mundo tema. Para que el odio sea aún más difícil de enterrar. Si para ello hay que colgar a unos cuantos de una soga, merece la pena. Es un precio muy bajo si la moral del país se mantiene con ideales que, en realidad, son imposiciones que coquetean con la razón de la tiranía. Las dudas sobre el sistema no están permitidas porque si lo estuvieran, ya no sería un sistema. Sería una variable en manos de unos cuantos desaprensivos que no es más que un populacho, sediento de sangre y carente de ideas. El olvido no puede ser sepultado más que por el rencor.
Robert Redford ha realizado detrás de las cámaras películas con una claridad de ideas envidiable, como es el caso de Gente corriente, de El dilema o de la impresionante y muy poco apreciada Leones por corderos y aquí sabe perfectamente hacia dónde va pero no sabe qué coger para ir. En algún momento de la narración, todo se vuelve pesado, una mera vuelta sobre lo mismo sin ningún fin a pesar de la impecable puesta en escena, con una ambientación notable y con un reparto en el que sobresale Robin Wright, serena en su tragedia y con ojos que hablan; James McAvoy, impulsivo en sus reacciones y decepcionado en su observación; Danny Huston, agresivamente brillante en registros de conciencia y de marioneta dirigida con precisión; y el siempre acertado Tom Wilkinson, comprometido con una lucha que abandona por política, cinismo de los que se suben al carro de los vencedores. Esto no significa que la película sea despreciable pero sí que comete algunos errores de prolijidad excesiva, de saltos equívocos y de una cierta dejadez a la hora de desarrollar con coherencia toda la conspiración para acabar con el Presidente Abraham Lincoln.
Volver la vista atrás para no tropezar con los errores del presente es la intención de Redford y apuesta por el cumplimiento íntegro y para todos de una legalidad constitucional que se pensó para hacer que la vida fuera algo mejor. El error tiene la obligación de servir como experiencia porque si no seríamos meros cazadores que saquean los cuerpos de nuestros semejantes para alcanzar la supervivencia. Y eso es lo que Redford pretende encender. Que la justicia sea un derecho y no un privilegio, que todos tengan ganas de vivir bajo la protección de una libertad ganada a sangre y fuego y que todos creamos que existe un futuro mejor para nuestros hijos. 

viernes, 2 de diciembre de 2011

LA CARTA (1940), de William Wyler

Debido a las fiestas que están salpicadas a lo largo y ancho de la semana que viene, sólo publicaré el miércoles el artículo correspondiente al estreno de la semana. El resto de los días me dedicaré un poco más a mi segundo libro, del cual daré cumplida información, con toda probabilidad, después de las fiestas navideñas. Un saludo a todos.

Un tambor de revólver con sus ojos vacíos a los pies de una escalera de entrada. El odio profundo de una mujer puede dejarte con tantos agujeros en la piel como en el alma. La conspiración de la lujuria y de los celos va tomando forma bajo la luna de la esquina del mundo. Morir también es manipulable. Tanto como los sentimientos. Engañar es la verdad. La venganza es la certeza.
Los sueños depositados no rinden intereses. Deberíamos tener prohibido soñar. No lleva más que a la decepción y, en ocasiones, a la mentira. Y todo es una enorme falsedad de lo que todo es sincero a través de una carta que, en realidad, no significa nada. Sólo letras. Como éstas. Que tal vez sean leídas. Tal vez sean despreciadas. Tal vez carezcan de valor. Tal vez sean sólo un trasunto de lo que a todas estas palabras les gustaría ser. Como esa carta que ella, la asesina, la mentirosa, escribió a alguien a quien sólo quería poseer pero, de ningún modo, amar. Ella es incapaz de eso. No es que no sepa. Es que no puede. El amor implica debilidad y ella no tiene fisuras. Es hermética. Acerada. Perfecta.
Toda la película es una maniobra para ganar tiempo. Un minuto más allá es una victoria y no importa si para conseguirla se sacrifica la amistad, la confianza y el futuro. Y, por entre las rendijas de la dilación, se cuela la malea de la venganza teñida de exotismo y de oscuridad. La dama que emerge entre las sombras para aniquilar es la nube rasgando el ojo de la luna. Es la frialdad oculta tras el velo de la noche. Es la muerte segura para la asesina cierta.
No se puede pasar por delante de esta película sin sentir deseos de no escribir a nadie que se le ama…no vaya a ser mentira…