miércoles, 14 de diciembre de 2011

LA LEY DE LA HORCA (1955), de Robert Wise

Intentar defender lo que es tuyo aún a costa de cruzar la línea que te separa de la maldad puede tener intenciones que merezcan la pena. En una película de excitante planteamiento, es pecado no tener un actor que lleve el peso como un forzudo de celuloide y ahí tenemos a James Cagney cargando sobre sus espaldas todo el bien y todo el mal de un territorio sin orden. Su magnificencia y crueldad es directamente proporcional a la dulzura y belleza de una Irene Papas recién importada de Grecia a las llanuras del medio Oeste. Y cuando el duelo interpretativo es de tal magnitud es cuando hay que mirar los matices, las caras, las miradas y todo aquello que hace que las balas sean muy, muy pequeñas y los gestos muy, muy grandes. Y si en el fondo, como sin darse cuenta uno mismo de que está viendo muestras de interpretaciones que son historia, suena la música del gran maestro Miklos Rozsa entonces estamos ya dispuestos para apuntar con el ojo guiñado a través del rifle de nuestro juicio.
Robert Wise, gran director, capaz de amoldarse a las explanadas de grandes galopadas, al musical, al drama negro, a la intriga financiera o a lo que se le pusiera por delante, consigue una película que destaca por un pulso de linchamiento y una mirada de cañón lanzadas en medio de ninguna parte, allí donde la ley no llega, allí donde sólo el poder de un hombre le confiere la facultad de juzgar y ejecutar mientras va tejiendo un cuento moral que no alcanza a ser grande pero sí puede ser hondo.
Aparte de todo eso, la película es un admirable retrato de un estilo de vida que, a través de la historia de amor, revela el poder de una justicia atemperada con la piedad y el verdadero valor de un corazón cálido.
Eso sí. No se puede esperar en este homenaje a un hombre malo, los tiroteos desbocados, las peleas por motivos débiles, los linchamientos por añadir una gota de crueldad, ni la dilación en la tortura de los chicos malos…todo está en su sitio y su sitio está en medio de un profundo drama humano.
Y lo peor de todo, lo más terrible, lo más difícil de encajar es que viendo esta película podemos no ver lo equivocado que está Jeremy Roddock (Cagney) y eso hace que en algún lugar de nuestra moral podamos ver que quizá nosotros también somos hombres malos…
Y todo eso de la mano de un actor que era capaz de expresar mucho más a través de un gruñido que con un párrafo entero de diálogo. Cuidado, la ley de la horca es patrimonio de los hombres malos…no dejen el mando en medio de la pradera…

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