miércoles, 26 de diciembre de 2012

EL CUERPO (2012), de Oriol Paulo

Con esta película quisiera desear a todos un Feliz Año Nuevo. Para que seamos más y mejores, para que seamos parte de la solución y no del problema, para que hagamos felices y no destruyamos esperanzas, para que seamos hombres y mujeres libres y no simples marionetas sin voz. Con todo el cuerpo, con toda el alma.

El rencor es algo que se va amontonando en los pliegues del desequilibrio. Necesita una salida desesperadamente porque si no va consumiendo a quien lo posee. Es un veneno que mata suavemente pero destrozando todos los interiores. No deja rastro porque es el asesino perfecto o, al menos, es el gran manipulador que deja todo con la apariencia del asesinato. Es un bastardo sin rostro. Es una lluvia que erosiona cualquier rastro de sentimiento. Es el recuerdo pervertido. Es el desahogo de la soledad.
Y así, poco a poco, se va tejiendo la trampa. Asesinar a una mujer que se apasiona por la manipulación, por el equívoco cruel y falsamente divertido, llega a ser placentero por mucho miedo que se experimente. En el amor, no hay trascendencias posteriores sino deseos que pugnan por salir. Es parecido al rencor. Más que nada porque uno suele ser la causa del otro. El lujo, la vida fácil, el error disipado...No importa jugar con las vidas ajenas mientras la comodidad y la ambición estén sobradamente satisfechas. Solo hay que borrar las arrugas con un trago. Solo hay que fingir con descaro y todo es verdad. Solo hay que esconderse detrás de identificaciones seguras, sin tacha de moral, sin más armas que la desilusión.
Con trazos evidentes de Sospecha, de Alfred Hitchcock; de Atracción fatal, de Adrian Lyne; de El vigilante nocturno, de Ole Bornedal; y, sobre todo, de la celebérrima obra de Robert Thomas Trampa para un hombre solo, Oriol Paulo dirige con sobriedad este intento de adentrarse sin miedo por los terrenos del suspense, con las herramientas clásicas del género pero también con algún que otro toque meritorio, de indudable originalidad y con un cierto pulso. Para ello cuenta con un escenario que resulta convincentemente claustrofóbico y una premisa argumental muy atractiva que desarrolla con habilidad aunque haya algún que otro despiste de poco valor que se puede perdonar sin caer en la contradicción. Sus intérpretes son eficaces, discretos, sin demasiadas vueltas de tuerca y consigue una inquietante presencia con los rasgos, cada vez más marcados, de Belén Rueda, un trabajo aceptable y algo falto de recursos de Hugo Silva y una irregular composición, con momentos buenos y otros más reprochables, de José Coronado como ese inspector de policía que parece ya tapado con una bolsa térmica para cadáveres. El resultado es una película que mantiene el tono durante todo el metraje, en un nivel algo más que medio, con interés, con buen gusto, con algunas dosis de inteligencia y con la percepción de que la muerte se halla siempre donde menos se la encuentra. Con la sonrisa del rencor como compañera. Con el regusto siempre amargo de la desolación saciada.
Las frías paredes de azulejos parecen exhibir los gélidos renglones de los partes médicos de defunción. La luz blanca de los fluorescentes parpadea como no queriendo creer lo que está viendo, atónita de sorpresa por un plan demasiado milimetrado para ser cierto. La angustia se cierne por momentos sobre la culpabilidad porque se van cerrando las escapatorias y el mundo se derrumba poco a poco bajo la lluvia incesante, repetitiva que se traslada al interior de los interrogantes. Abrir los ojos es el inicio del terror. Cerrarlos es pensar en la desgraciada casualidad, en la despreciable huida, en la nada de unas vidas demasiado inútiles como para preocuparse por ellas. Y es que el asesinato es la apariencia y no al revés. Es la excusa utilizada como emboscada. Tan solo hay que esperar pacientemente a que la víctima sea el asesino, o, tal vez, a la inversa. Es lo que tiene vigilar a unos cuantos cuerpos sin vida. Puede que la muerte sea el inicio y no el final, o que sea una cuenta que se había dejado de pagar, o que termine siendo el premio por una vida que no se ha sabido vivir. 

viernes, 21 de diciembre de 2012

EL NOMBRE DE LA ROSA (1986), de Jean-Jacques Annaud

Con este artículo quiero desearos a todos una Feliz Navidad. Como todos estaremos ocupados en otros quehaceres y lo que menos apetece es leer sobre cine, solo se publicarán los artículos de los estrenos de estos días. Así pues andaremos por aquí los jueves días 27 de diciembre y 3 de enero y recuperaremos la marcha habitual el martes 8 de enero. Intentad dibujar una sonrisa, no porque vosotros seáis felices, sino porque parte del fracaso que estamos viviendo es porque no hicimos felices a los demás, porque no nos preocupamos, porque, mientras no nos toque, con nosotros no va. Feliz Navidad, sois fantásticos.

Los ecos del hambre resuenan como gritos de víctimas en medio del frío. Es una época de oscuridad y de mentiras cifradas. “Más amarga que la muerte, es la mujer”, susurra Guillermo de Baskerville al amparo del sueño. Los crímenes se suceden por una justicia dogmática, terrible, incomprensible. La inteligencia parece estar reñida con la razón. La fe manda por encima de cualquier otra consideración. Jesús era pobre. No lo era. Discusiones sin meta mientras el pueblo se muere. Una tinaja llena de sangre. Un libro prohibido que permanece como un tesoro en una de las mayores bibliotecas de la cristiandad. Fray Guillermo tiene razón y siempre tiene que demostrar que la tiene. La Inquisición extiende su sombra de muerte y locura. Cree o tendrás pánico. El miedo no tiene nombre.
Las voces de los cánticos ahondan en el respeto, es la voz de Dios, o quizá, la del Diablo. Un “oculi de vitro in capsula” que se queda dentro de una manzana que no se ha de probar. Las letras abren la mente. Es mejor que el pueblo no abra esa caja de truenos. La ignorancia es dulce. Y útil. El buen maestro se aleja mientras algo muy parecido al amor espera. Porque, tal vez, la compañía sea el mayor de los tesoros en una era de oscurantismo y de destrucción. El ciego no ve. El mudo no habla. Quien habla de más, paga con la muerte. Y muy a menudo, ni siquiera se habla. El tiempo es implacable y elimina todo. El fuego también. Y el fuego tampoco tiene nombre.
Bajo el rostro de Sean Connery se esconde un actor que sabe esconder los mecanismos del raciocinio bajo la capa de santidad. La moderación y la templanza son las mejores armas contra la desilusión, el desamparo y la pérdida de Dios. La razón y la fe. Dos palabras que no son enemigas y que los más radicales se empeñan en enfrentar. No vale la razón para explicar a la fe. No vale la fe para razonar. Son compatibles. Nadie lo sabe. Solo Fray Guillermo la pone en práctica. Porque la santidad no está en Dios, está en los hombres. Pero ya no hay hombres. Solo odios, terrores, incomprensiones, castigos, chantajes. El lisiado que ya no razona y farfulla un dialecto que es todas las lenguas y también ninguna. Es el lento declinar de una humanidad sin rumbo, sin guías espirituales que sepan conjugar las inquietudes del hambre de Dios y del estómago. El hambre ya perdió su nombre.
Grotesca en sus personajes, intrigante en sus desarrollos, latín de infieles, cariños hacia el maestro…Resulta difícil situarse en aquellos terribles días en que el miedo lo era todo y la risa estaba prohibida. Y la razón no está reñida con la risa. Ni mucho menos. Más que nada porque, casi siempre, la risa está llena de razón. El nombre de la rosa provocaba risa y más vale acabar con espíritu de quien tenga ganas de reír. Maestros, alumnos, razones y risas, enigmas y resoluciones…Todos quieren saber cuál es el nombre del amor. Y quizá nunca sepamos nunca cuál es su verdadero nombre.

jueves, 20 de diciembre de 2012

EL HOBBIT: UN VIAJE INESPERADO (2012), de Peter Jackson

El héroe débil, poseedor de virtudes que no alcanzan a ser vistas por cualquier ojo, elegido entre miles porque, en su interior, hay algo de pureza, de ingenuidad intocada, de honestidad de sentimientos, es el protagonista de una odisea con otros compañeros que son guerreros en estado bruto, sin patria ni hogar, que desean recuperar lo perdido, que quieren posar sus ojos en su tierra, enterrada bajo el fuego de un inmenso dragón que simboliza el mal que se entierra en oro, en avaricia constante, en un inmenso colchón de riquezas que a nadie benefician. Ni siquiera a él. Y la leyenda, siempre tornadiza, siempre esquiva, comienza a caminar en el abismo.
Batalla tras batalla, la leyenda bordea el precipicio. Por el camino, monstruos de todo pelaje, paisajes de belleza monstruosa, combates imposibles entre montañas que desean la supremacía del vacío y del tiempo. La magia enmarca la aventura, con viejos embrujos de salvación mientras un bocado apetitoso se escapa, un tesoro se pierde, una hermosura élfica teme por el equilibrio, una orgía de laberintos se derrumba y un desafío se consuma. Alas para volar en el inmenso cielo de la vuelta a casa. El héroe en el que nadie creía saquea los instantes para demostrar que la bravura no es patrimonio de los más fuertes.
Quizá hubiera que decir, no sea que alguien malinterprete estas palabras, que Literatura no es Cine. Será buena o mala, gustará o no gustará, será mejor o peor pero las sensaciones y los objetivos de un libro nunca se pueden equiparar a los de una película. Más que nada porque lo que tiene que hacer ésta es conservar el espíritu que inspiraron las imágenes, sobrevolar las aristas sobrantes, pulir el enorme botín de las letras impresas hasta convertirlas en sueños fotográficos de instantes cazados. Seguir paso a paso los rincones y explanadas del relato original puede derivar en un largometraje salpicado por el cansancio, que pierde la efectividad legendaria por el camino para añadir una espectacularidad que, si bien no es reprochable, sí que puede llegar a la repetición y al callejón peligroso de la gratuidad. Eso, y perdónenme los seguidores impenitentes de El señor de los anillos, es lo que pasó con aquella trilogía y eso, y perdónenme los seguidores impenitentes de Peter Jackson, es lo que vuelve a pasar en esta ocasión.
El don de Peter Jackson nunca ha sido el de la brevedad. De acuerdo que es muy difícil retratar la odisea de un grupo de valientes a través de una tierra jalonada de peligros y de criaturas impensables, que la imaginación tiene que estar alerta y que todo obedece a una razón previa retratada en los maravillosos relatos de J.R.R. Tolkien, pero no hay mucho detrás de tanto duelo, de tanta emboscada, de tanta carrera y de tantos planos de un virtuosismo técnico que merecería el aplauso con una mayor templanza en la narración. Ah, ruego que me vuelvan a perdonar. Al terminar la proyección sí hay gente que aplaude.
No deja de ser un placer ver de nuevo a Ian McKellen en la volátil piel de Gandalf, o a Cate Blanchett, mujer de rara belleza, encarnando la perfección divina de una reina de paz y tranquilidad. También lo es volver a visitar las increíbles tierras neozelandesas con el añadido de una dirección fotográfica excepcional, o, incluso, asistir al reto de volver a contemplar al Gollum de Andy Serkis con apasionamiento, pero espada tras espada, chasquido tras crujido, pelea tras escaramuza, se empieza a mirar a otro lado. Y lo peor es que no es que sea por poco interés, es por esa obsesión de hacer, del festín visual, una continua contienda en el que cada paso siempre es ir un poco más allá en lo imposible. Ahora cojan este artículo y échenlo al fuego de un volcán en erupción. Yo me quedaré frotándome las manos y diciendo en voz baja que es mi tesoro.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

LOS IMPLACABLES (1955), de Raoul Walsh

“Él es lo que todo niño desea ser y lo que todo hombre lamenta no haber sido”

Así es Ben Allison. Un tipo que perdió cuando los cañones hablaron. Exploró montañas, se perdió en laderas, se hundió en las nieves perpetuas, cabalgó hasta que las llagas se hacían permanentes en los muslos, probó el polvo seco del desierto e hizo que la soledad se hiciera su sitio entre disparo y disparo. Y un buen día, se topa con una chica de pelo largo y negro. Tan negro que su visión destaca dentro del paisaje nevado como una mancha de bravura en tierra virgen. Se encuentran, se desencuentran y, claro, ella busca la seguridad del hombre rico. Ése es otro. Puede parecer un petimetre pero no lo es. Es otro hombre que sabe defender lo que es suyo pero que carece de eso que a Ben Allison le sobra: ternura. Sabe cuidar. Sabe regalar. Sabe sorprender. Pero todo está recubierto de ausencia, de calor, de experiencia entrañable. Su nobleza dura lo que se tarda en apurar una copa de champagne.
De las montañas congeladas de tierra hostil al árido camino de la llanura enfrentada. Muchas, demasiadas millas que recorrer. La lealtad se sirve en vasos pequeños pero suficientemente aprovechados. Los indios. La traición. El juego de responsabilidades. Eso sí, con un ojo alerta a lo que, en apariencia, importa bien poco. Y una lección que no hay que olvidar: ser más listo, prever los movimientos del contrario, no ambicionar más de lo que se desea o, mejor aún, no convertir el deseo en ambición. Ése es el secreto de los grandes hombres. Ben Allison lo sabe bien. Tal vez porque fue un oficial en tiempos de guerra y sabe que las derrotas son muy amargas. O quizá porque su hermano pagó el precio de saltarse las reglas del respeto. O aún y todo porque ya está bien de tanto cabalgar. Más vale tener el sueño en la mano y dejar pasar lo que no se necesita pero que agrada poseer. Dura lección que muchos siguen sin aprender.
Clark Gable incorporó con aplomo y experiencia a ese personaje admirable, implacable, hombre alto en un mundo lleno de mediocridades, amigo de sus amigos, pagador de favores, justo entre violencias. Lo hizo componiendo uno de esos papeles que parecen caídos en el olvido y que tienen mucho más mérito que otros más conocidos como el Rhett Butler de Lo que el viento se llevó, o el Victor Marswell de Mogambo. Porque aquí, más que una sonrisa, era un actor. Y lo hizo teniendo enfrente nada menos que a Robert Ryan que era un hombre que no se lo ponía fácil a nadie porque tenía arrugas que parecían aberturas en la tierra seca que cabalgan, con una mirada de buitre hambriento y una presencia que imponía seguridades no demasiado honestas. Detrás de las cámaras, Raoul Walsh. Nada más y nada menos. Un tipo con un solo ojo que bien que sabía mirar por el único ojo de la cámara. Ojo con esta película.

martes, 18 de diciembre de 2012

EL HOMBRE DE LA TORRE EIFFEL (1949), de Burgess Meredith

Desde lo alto, allá arriba en la cúspide, más allá del bien y del mal, el gentío parece un hormiguero inquieto, ocupado en sus despreciables quehaceres, sin más planes que el siguiente paso en su caminar. Los cafés siguen con su trasiego habitual. Por las mañanas, el olor del croissant recién hecho sirve de música a una ciudad que exhibe maravillas y esconde miserias. Tantas que el crimen también está invitado. Basta con que un tipo que espera recibir una cuantiosa herencia no quiera mancharse las manos de sangre. La muerte está servida.
Al otro lado de la calle, con una mirada inquisitiva y, sobre todo, curiosa, está el Inspector Jules Maigret. Orondo en su figura, inteligente en su mirada, ligeramente más nervioso de lo habitual. Es un hombre que no suelta la presa así como así. Se entabla una terrible batalla de nervios. El falso acusado, un pobre hombre que solo busca una tabla de supervivencia. El mimado americano que quiere nadar en la abundancia para dejar a su mujer y marcharse con su amante. El policía de métodos nítidos y algo precipitados, que sirve cebos y pone su puesto en juego. El asesino frío y vanidoso, con ínfulas de superioridad intelectual, que desprecia todo lo que se pone por delante y que es un experto en urdir maniobras de distracción. Todos los caminos confluyen en ese desafío al cielo que es la Torre Eiffel, laberinto de hierros que también es depósito de sueños, de sentidos y de frustraciones. El trepidante desenlace, con el vértigo de mirón imprevisto, con la inteligencia como arma y con los nervios a punto de romper sus sujeciones, es el espectáculo. Lo demás es confusión y pasos en falso. Un misterio resuelto que empuja hacia una contienda de tensiones. Al fin y al cabo, Maigret lo sabe decir muy bien: “¿Soy yo quien le sigue a usted? ¿O es usted el que me sigue a mí?”.
Esta rara película se creyó perdida durante años. Incluso Burgess Meredith, el actor-director que se hizo cargo de las riendas del rodaje cuando el protagonista Charles Laughton repudió vehementemente al inicialmente previsto y también productor Irving Allen, creyó que no se podría ver nunca más. En la fotografía, estaba ese genio llamado Stanley Cortez que optó por un sistema de color europeo que nunca llegó a tener demasiado éxito y que, sin embargo, consiguió convertir a la ciudad de París en el quinto protagonista de la trama. La composición del Maigret de Laughton es extraña, muy inquieta, muy atípica según el retrato que de él hacía su creador, Georges Simenon. El asesino, Franchot Tone, es pura abyección, es un compendio de miradas atravesadas y despreciativas que llegan a despertar un cierto rechazo elegante. No se consiguió una obra maestra, se consiguió una extrañeza que coloca al espectador a los pies de la Torre, mirando hacia arriba, con la tensión dispuesta y la sensación de que algo bueno hay en ella aunque también hay un cierto caos en algunas indefiniciones, en algunos vacíos y diluyendo la inteligencia en un mar de curiosidades. Y es que para apreciar bien el color de las buenas películas hay que subirse al último piso de la Torre Eiffel y eso solo lo pueden hacer los malvados.

viernes, 14 de diciembre de 2012

OPERACIÓN CICERÓN (1952), de Joseph L. Mankiewicz

El arribismo como forma de espionaje. No está nada mal. Un simple criado, un ayuda de cámara, un habitual don nadie que, por una vez, desea ser alguien. Y lo hace aprovechándose de los nazis, de los británicos, de los polacos y de todo el que se ponga por delante. Al fin y al cabo, Turquía es un lugar ideal para estas lides. Y además, seamos sinceros, ¿a quién le importa lo que uno crea? Da igual que los nazis parezcan ganadores o que los británicos tengan capacidad de contraataque o que…Da lo mismo. Lo importante es lo de siempre. Y lo de siempre es el dinero. Con el dinero, uno puede comprar paz, tranquilidad, comida delicada, delicados trajes de etiqueta e incluso…sí, incluso uno puede tener un ayuda de cámara, otro simple criado, otro habitual don nadie. Un tipo que, estoy seguro, se pondrá las batas de su señor cuando éste se halle ausente. Dinero, dinero, dinero. Billetes nuevos, contantes y sonantes. Ese sonido del papel chocando cuando se pasa rápidamente el usado repliegue de las hojas. Maravilloso. Tan maravilloso como una carcajada inacabable. Una carcajada que se va con el viento, desplegando sus alas, como el dinero.
Todo hay que verlo tan nítido como la brillante luz de una lámpara fotográfica. Con rapidez y limpieza. Movimientos precisos, querido Diello, albanés que no traiciona porque no trabaja para nadie salvo para sí mismo. Lo que pasa es que no se puede tener todo. Espiar, ganarse a la chica, coger el dinero y correr hacia el cono sur americano. A algo hay que renunciar. Porque los sentimientos no tienen cabida. Ni los falsos patriotismos. Ya se sabe aquella famosa frase de Samuel Johnson: “El patriotismo es el último refugio de los canallas”. Y estamos demasiado acostumbrados a eso. A canallas patriotas. Coge el papel, cambia la luz, guiña el ojo, ordena, guarda y dale a la ruleta de la cerradura. La operación está hecha. Solo queda que los de la cruz gamada paguen. Y pagan, solo que con reticencias. Y es más listo quien más tima.
Maravillosa película, con unas gotas bien cargadas de cinismo del peor, atravesada de parte a parte por una interpretación antológica de James Mason, tan encantador como turbio, culto hombre de servicio vestido de etiqueta que rechaza a la clase aristócrata porque está cansado de planchar, de ordenar y de obedecer. Quiere mandar, vivir y reír. Y al final…solo consigue lo último. Más que nada porque sabía que, detrás de la cámara, había un director legendario como Joe Mankiewicz, que conocía al dedillo el mundo de las debilidades humanas, la capacidad avasalladora del arribismo social más feroz y la seguridad de que la ética se halla un poco más allá del dinero porque nadie tiene ética si no hay dinero de por medio ¿verdad? Mírense ustedes la cartera y a ver si ahí encuentran unos cuantos billetes de moral sin demasiadas arrugas…Luego, ríanse, ríanse bajo una brisa marina en una noche llena de estrellas que acusan y cazan.

jueves, 13 de diciembre de 2012

SIN TREGUA (2012), de David Ayer

Vale. Soy un director macanudo que quiere abrirse paso en el mundillo de darle a la cámara. Me gusta ese artefacto. Lo muevo como me da la gana. No importa si el espectador piensa que tengo un Parkinson del quince y medio. Total, yo hago la película para mí porque tengo una historia asombrosa. Se trata de la vida de unos policías en el peor barrio de Los Ángeles. Sí, sí, ya sé que Richard Fleischer hizo algo parecido en Nueva York con George C. Scott y Stacey Keach con el título de Los nuevos centuriones pero eso se ha quedado para los carrozas que no movían la cámara más que por encima de unos raíles y eso. Se veía demasiado claro y esos tipos de antes no tenían ni idea.
Pues eso, que cojo a Jake Gyllenhaal, que cuando fui a proponerle la historia, se mostró entusiasmado con su papel de policía callejero e, incluso, me pone algo de dinero para que haga el asunto. Como compañero, Michael Peña, que es un actor mejicano que ya me gustó bastante en aquella Leones por corderos, del vejestorio ese de Robert Redford. Además para darle algo de justificación a mi cámara nerviosa voy a hacer que el personaje de Gyllenhaal sea un tipo que, además de policía, esté estudiando cine aunque paso de mostrar ni una sola de sus clases. Eso lo hago, más que nada, para acostumbrar al público y, luego, me olvido de eso y aunque Gyllenhaal tenga su cámara de aficionado apagada, sigo moviendo el cacharro de lado a lado. Me relamo de gusto pensando que los jóvenes van a flipar y los viejos se van a marear. Demasiado para los académicos. Moderno de narices.
Y allá que voy. Hago un retrato completo de cómo son los policías de Los Ángeles y con qué tienen que bregar todos los días de su vida. Emplean a veces una violencia excesiva, tienen que sacar las pistolas más de una vez, son humanos, se enamoran, tienen una vida, se equivocan, se comportan como héroes, quieren ser más porque, en realidad, lo que más desean es salvar vidas. Detrás de la placa, hay unos tipos estupendos. Se ríen y bailan en las bodas. Beben unas cuantas cervezas bien tranquilos. Les presionan en el trabajo para que hagan bien sus deberes pero sin buscar problemas al departamento. Van a lugares tan sórdidos que harían volver la vista al más valiente. Descubren tramas que parecen propias de países tercermundistas. Reclutan confidentes de una forma que ni siquiera se puede llegar a imaginar Pero no, tíos. Estamos en Los Ángeles. La ciudad más celestialmente infernal del planeta. Y siempre hay una bala dispuesta a buscar a los caballeros de azul.
Así que, si están dispuestos a ir a ver esta película, quédense con mi nombre. Me llamo David Ayer (sin chistes, por favor). Quiero hacer algo moderno, que contenga una buena dosis de denuncia social, que lance una mirada de comprensión hacia ese cuerpo de policía que tantas veces se ha puesto en entredicho, que exhiba unas interpretaciones medio improvisadas, como si fuera un reportaje de Cops pero hecho para el cine. Yo soy la estrella porque pongo la cámara sobre los hombros, bajo el arco del triunfo, bajo las axilas, en la punta de un fusil reglamentario, incluso ya, en el colmo del virtuosismo, hago descansar la vista del espectador cuando los agentes patrullan en el coche y hablan de sus cosas y de sus frustraciones y de sus gracias y de su increíble compañerismo. Me alucino yo mismo de la idea que he tenido. El que no me dé financiación para mi próxima película es que está ciego. Además, que nadie se queje. He metido brutalidad que da gusto. Para que la gente perciba el barril de pólvora que es esta ciudad. Aquí se mata o se muere. Y a menudo solo se muere. Hay policías que se juegan la vida todos los días en la calle y merecen que contemos una historia sobre ellos. Con mi mirada de lince, lo voy a conseguir, tíos. El celuloide es mío. Con dos balas. 

miércoles, 12 de diciembre de 2012

CASCO DE ACERO (1951), de Samuel Fuller

Un agujero en medio del casco. La bala da la vuelta por la red interior y sale de nuevo por el agujero de entrada. Eso es suerte, sargento. Tanta que es como si llevara usted en la cabeza un zurcidor que une los restos de distintas unidades que se baten en retirada. Y ahí es donde de verdad tiene que funcionar la suerte. Negros, judíos, decepcionados, cansados, hartos, más muertos que vivos y una petición. Y un niño que con sus ojos rasgados se siente importante porque está al lado de hombres valientes que parecen verdaderas enciclopedias en el arte de la supervivencia. Las armas escupen fuego aunque el silencioso Buda invita a la paz. El enemigo parece algo invisible, inasible, inasequible. Las tumbas serán los testimonios de una batalla librada en el interior de una pagoda. Y el agujero en el casco es como si un tercer ojo se hubiera abierto entre el polvo, entre la selva hostil, entre el cemento que se derrumba, entre vidas que parecen hechas solo a medias.
Hombres de acero que se entregan hasta el último suspiro para defender un puñado de nada. El silencio se hace repetitivo hasta la sordera y las balas perdidas siempre buscan la carne más blanda para descansar. Sangre inocente en suelo culpable. Las ametralladoras golpean la moral. La resistencia se apura, se estrecha, se declara en el borde de la rendición. Total, sargento, lo más que puede pasar es que intenten matarle por segunda vez.
El casco se mueve por sí solo en el árido terreno de la muerte. Cada paso es un triunfo que fallece en la herida del camino. No hay victorias porque no hay derrotas. Y el regreso a casa es un sueño tan inalcanzable que parece que está ahí mismo, a la vuelta del primer árbol, detrás de un ramaje, al otro lado de un terraplén. El puro habano es el signo de los nervios y ya no cabe más sangre alrededor de los héroes. Un día más es un buen puñado más de proyectiles y un saco de esperanzas que se deshace en cada baja. Sí, mi sargento. Vaya casco de acero.
Samuel Fuller, una vez más, coge ese vigor extraordinario que le caracteriza y te espeta una historia que no tiene más que fuerza, que tiene todo el sabor de una guerra que conoció demasiado bien y toda la acidez necesaria contra un gobierno caprichoso y escondido y que habla de hombres que luchan más allá de sus fuerzas para ver una luz que les permita seguir siendo lo que son: hombres. Y habría que reivindicar el enorme trabajo que hace un actor habitualmente secundario en muchas películas como Gene Evans, uno de los intérpretes favoritos de Fuller, que realiza un soberbio trabajo, asombroso en su físico, deslumbrante en su fondo y agotado en su exterior. Y es que, en esta película, las balas parece que silban buscando el miedo en nuestros oídos y se empeñan en morder la vida para que la sangre muera en un charco de olvido. Eso, sargento, agota a cualquiera.

martes, 11 de diciembre de 2012

ESPEJISMO (1965), de Edward Dmytryk

Un apagón. Un apagón en la memoria. Un apagón en la memoria que esconde una terrible mentira. Un apagón en la memoria que esconde una terrible mentira y que inventa cosas. Un apagón en la memoria que esconde una terrible mentira y que inventa cosas para simular una vida normal. Un apagón en la memoria que esconde una terrible mentira y que inventa cosas para simular una vida normal en medio de una conspiración. Un apagón en la memoria que esconde una terrible mentira y que inventa cosas para simular una vida normal en medio de una conspiración de guerra, de muerte y de horror. Un apagón.
Tres sótanos que nunca existieron, una chica desconocida, un oficio que no se tiene, una empresa que no está. De pronto, lo que parecía una vida sumergida en la rutina oficinista resulta ser un peligro constante que no tiene pasado y que acaba con el futuro. La gente no le recuerda. Parece como si hubiera estado allí pero hace tiempo. El rompecabezas se resquebraja y hay que juntarlo pieza a pieza. Un detective. Un psiquiatra. Un buen hombre que se tira por una ventana. Una vida que parece que se ha tirado con él. Una bestia que solo sabe de brutalidad. Todo es un espejismo que surge en medio del desierto de asfalto, impasible, iluminado, como una ciudad que vive pero que solo espera.
Y es que la fe en los hombres suele ser demasiado traicionera. La ambición y la falacia están ahí, delante, cubiertas por capas de polvo radioactivo. Nada es lo que parece. La mentira es lo habitual. Pero cuando la mentira desaparece, no todo es verdad. La chica. El militar. Un minúsculo punto que se mueve por la calzada observado desde lo alto de un rascacielos. Un velo no deja despertar a la memoria. Y eso es imposible. Él está. Él vive. Él respira. Luego es alguien. Tal vez no demasiado grande, ni demasiado imponente pero está.
Edward Dmytrik dirigió con muchísima elegancia esta película que ganó la Concha de Oro del Festival de San Sebastián en el año 1965, porque sabía lo que era el odio y trataba sobre él. El odio que despierta el poder. El sentido que tiene el odio. La memoria que pierde el sentido. El hombre que no tiene memoria y, sin embargo, los recuerdos luchan con denuedo por salir a la superficie y revelar que la decepción y la muerte están en esa ciudad de rincones oscuros, de caracteres retorcidos, de mentiras y más mentiras. Espléndida de principio a fin, con Gregory Peck intentando encontrar los eslabones perdidos de su cadena de recuerdos, con Walter Matthau intrigado por una trama que se escapa entre los dedos, con Diane Baker poniendo belleza y respuestas, con George Kennedy saliendo de los mismos infiernos para que la brutalidad física sea real, con Kevin McCarthy preocupado por los resquicios de un enigma que no acaba de entender, y con esa vieja gloria secundaria del cine como Walter Abel poniendo de manifiesto que todo hombre bueno tiene un lado malo. El espejismo es real. Basta con ver esta película.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

LA VIDA DE PI (2012), de Ang Lee

La mentira es más increíble que la verdad. El agua puede ser el paraíso donde se encuentra a Dios. Las nubes son fustigadoras de la esperanza. Convivir con una fiera es mirarse uno mismo a los ojos y ver reflejados los propios temores, las propias decepciones y las aventuras del alma. El mar es como un gigante enfurecido que fabrica olas para el desconsuelo y la fantasía parece que empieza justo donde termina la línea del horizonte.
La tormenta desvía el rumbo del joven que parecía despuntar con una inteligencia brillante, y, de repente, tendrá que aprender todo lo que no sabe, deberá sobrevivir porque es lo que desea y se entregará a un Ser Supremo, no importa cuál es su nombre, para ser testigo de una odisea que se asemeja a un camino tortuoso hacia la sabiduría y el equilibrio. La serenidad vale más que cualquier rugido y en el fondo del mar se dibujan las más hermosas criaturas, los ensueños más insospechados, los compañeros de luz, reflejo de las estrellas, los saltos de la alegría salvaje, los cristales donde el cielo se mira. Para el protagonista, la vida está ahí, en un interminable camino de renuncia, y solo hace falta luchar para seguir conservándola.
Y así la historia se pasea por los bordes de la piscina de un dios que mira y truena, hallando tierra imposible en la errante vuelta a casa, El amor no deja de ser un motivo más que impulsa a la supervivencia. El amor dado. El amor recibido. El amor futuro. El amor presente. No se sabe dónde se encuentra el norte, lo único que se conoce es la interrogante del minuto siguiente.
Ang Lee ha dirigido una película que fascina por la hermosura de algunas de sus imágenes, con una composición brillante de planos, una dirección sobria y muy medida, una fotografía de fábula y llena de efectos infográficos que, dentro de la naturalidad más plena, se convierten en el principal atractivo. La barca en la que el héroe se sube con un tigre se antoja más grande a medida que pasan los minutos porque, aunque pasan muchas cosas, hay una renuncia premeditada al avance en la historia además de una huida improvisada de la emoción que se pide a rugidos.
El agua salpica en la cara a quien se atreve a asomarse por la borda del bote, como echando en cara la osadía de ver lo que no es posible, como si el espectador fuese ese testigo de cargo que tiene que elegir entre lo pasó y lo que pudo pasar. Y da igual cuál es la respuesta porque se incurre en un delito de perjurio. La verdad es lo que prevalece aunque haya detalles que no tienen demasiada coherencia. Lo cierto es que la soledad y la desolación son fáciles de doblegar ante la imparable fuerza de los elementos. Uno de ellos es la voluntad.
Entre remos y salvavidas, entre galletas y latas de agua, los tiburones acechan como la pena alrededor de la garganta. Los pelos se erizan y sobrevuela una permanente sensación de no saber cuál hubiera sido nuestro comportamiento si nosotros hubiéramos sido ese chico que tenía nombre de letra griega cuyo valor matemático es 3,14159. Eso incomoda. Tal vez porque hace que miremos en nuestro interior si somos hombres de verdad, si realmente buscamos a Dios porque esa es la mejor explicación posible, si tendríamos suficientes recursos para hacer frente durante tantos días a una situación tan desesperada, si amar se puede vivir con tanta intensidad. Amar la vida. Ser parte de ella. Hablar con la muerte. Ser la brújula en la oscuridad. Así, viendo esta película, solo tendremos la certeza de que nuestro norte estaría perdido y que el único que tiene el rumbo claro es ese número que establece la relación entre la longitud de una circunferencia con su diámetro. Tanto es así que cruzó un mar entero justo por en medio con una escala puntual en el centro. 

lunes, 3 de diciembre de 2012

VIDA EN SOMBRAS (1948), de Lorenzo Llobet Gracia

Un haz de luz sale de un ventanuco situado en la pared trasera de la barraca. Y la magia está ahí, delante de los ojos. Cine para la vida. Historias contadas para que la gente piense, se evada, se entretenga, disfrute. Cine y vida. Siempre cambiantes. Reflejos uno del otro, donde las existencias se agrandan o se empequeñecen. Y él, como no podía ser menos, nació en un cine. Su madre miraba una película cuando ya no quiso aguantar más. Tenía que salir y ver todas aquellas películas. Más tarde, apareció Chaplin y, claro, aquello ya fue amor. Se peleaba con su mejor amigo para convencerle de quién era el mejor. Chaplin o el olvidado aventurero Eddie Polo. La vida sigue. El cine también. Y la niña de las trenzas es ya una mujer. Y ella, solo ella, hace que la vida sea cine, que las olas sean música, que el día sea un poema y la noche, una conversación de miradas, una aventura sin final.
Y, sin embargo, la realidad, celosa, intenta imponerse. La guerra estalla. Él quiere ser testigo con su cámara, con su fusil de fotos, con su curiosidad armada. Una ráfaga de ametralladora hace que el cine sea el culpable. Ya no hay más sueños. Ya no hay más esperanzas que descubrir. La guerra acaba. La vida, también.
Los amigos, los de verdad, son aquellos que están dispuestos a poner una sonrisa cuando el vacío se hace insoportable, aquellos que insisten en ir al cine cuando los ojos están muertos de tanta decepción. Y, sí. Allí está el cine. Allí está Rebeca. Allí, donde se clavan los sentidos, aún persiste la fascinación por las historias, por los sueños, por decir algo nuevo de una manera diferente. Y entonces, la creatividad despierta de nuevo. Es un impulso que no se puede controlar. Una última despedida con una sonrisa de aceptación. Un último ramo de flores y el grito mágico comienza de nuevo: “¡Motor! ¡Rodando! ¡Acción!” y la vida vuelve a estar ahí delante, recreada, hechizante, eléctrica, lista para ser contada, lista para ser creída. Se nace en un cine, se vive en el cine, se realiza en el cine…
Obra maestra inclasificable del cine español, escondida durante muchos años al ser una película que se estrenó de forma lamentable en su época y que permanece como la única incursión tras las cámaras de su director, Lorenzo Llobet Gracia, Vida en sombras es una magistral sucesión de recursos narrativos condensados en apenas ochenta minutos de proyección, una historia que intercala el cine con la realidad con la facilidad con la que se compra una entrada, una pesadilla anudada en la mente de un hombre que solo quería soñar. Es uno de esos misterios que tan bien guardados tiene el cine y que, de vez en cuando, te salta a la cara para atraparte y para decirte que la vida merece un poco más la pena porque el cine está en ella. Él pone la luz. Nosotros las sombras.

viernes, 30 de noviembre de 2012

HASTA QUE LLEGÓ SU HORA (1968), de Sergio Leone

Una armónica acompaña al silbido del viento. El polvo se arremolina en un lugar que parece olvidado por el agua. Apenas hay más palabras que disparos allí. Las botas pisan con más fuerza que decisión y las miradas son armas en sí mismas. El ruido cansino y metálico de un molino que gira sin ilusión llega a meterse por el cuerpo. La canción se repite porque las notas, nacidas desde el dolor, han sonado durante mucho, mucho tiempo hasta convertirse en mensajeras de la venganza. El hombre sin nombre ha llegado.
La maldad sonriente, contraída en las arrugas alrededor de los ojos, parece recoger toda la desolación que vaga errante con el tren de fondo. Solo la sangre pone algo de color en tanta aridez. Una mujer intenta encontrar la vía correcta pero encuentra unos cadáveres, una crueldad, una justicia y una ternura. Tiene que volver a levantarse, como siempre ha hecho. Tiene que visitar brevemente su pasado, ese mismo que se niega a abandonarla para dar paso a la vida normal, llena de trabajo, sin descanso pero repleta de esperanza. Una ciudad es la meta. Un rincón es el premio. El dinero llegará pero tardará mucho en hacerlo. Y es que siempre es un tren con retraso.
La invalidez como tortura. La indefensión como castigo. La ambición como revólver. El charco de agua como tumba. Tomar no es tener. Tener es imposible. Una bala traicionera. Una ópera a golpe de disparo. Zumban las moscas. El Oeste muere. Los héroes son los malvados. El duelo es inevitable. El tiempo en los ojos. La sombra se alarga. Se alarga hasta la tumba. Allí quiere descansar del sol abrasador y del viento enloquecedor. La armónica suena. La venganza gana.
Sergio Leone quiso hacer una película que fuera un poema de muerte. No hay demasiados resquicios donde el amor pueda colarse porque aquí los personajes saltan de herida en disparo. Los móviles de los personajes son tan antiguos como la avaricia, la ambición, el rencor, el orgullo, la ternura. Los minutos pasan con tanta lentitud, rompiendo todo ritmo posible, que hasta parece que se puedan tocar en un interminable desfile hacia el final. Charles Bronson sustituyó al Hombre sin Nombre que tanto gustaba a Leone bajo el rostro de Clint Eastwood. Henry Fonda hizo uno de sus escasísimos papeles de malvado rellenándolo con el placer de causar sufrimiento de un tipo sin entrañas. Jason Robards fue el forastero que quiso hacer un último viaje para ver si tenía suerte. Claudia Cardinale fue la mujer soñada, la prostituta de hierro que se agarró a su última oportunidad y consiguió agarrarse de nuevo. Y es que el amor es la más volátil de las sensaciones. Ataca fuerte. Se bate en duelo. Y a menudo pierde. En una tierra sin más ley que la del camino de hierro, morir es acabar con una agonía que se antoja demasiado larga.

jueves, 29 de noviembre de 2012

GOLPE DE EFECTO (2012), de Robert Lorenz

La vida es como el béisbol. A menudo, hay un lanzador que, para conseguir el triunfo, tiene que lanzar una bola con efecto, curvada y muy certera. Un hombre que tiene ya el pie en el estribo intenta hacer lo que siempre ha hecho bien. Salvo una cosa: ejercer como padre. Porque cuando le tocó lanzar se dio cuenta de que no, que no era un buen jugador, que la bola que lanzó en su día por poco parte la cabeza a otro, que a partir de ese momento, su brazo se encogió, su precisión fue solo un gesto, su día fue una permanente noche.
Por el camino, un reguero de amistad de la buena, una experiencia que entorna los ojos cuando las cosas salen como deben salir y el eterno error de creer que lo mejor es no hacer sufrir porque, quizá, así se está negando el verdadero futuro. Y es que el futuro acaba por terminarse. No tantas gradas altas y más asientos a pie de campo, no tantas ambiciones y más apasionarse por lo que se hace porque hay muy pocos mortales que se dedican a lo que realmente les gusta. Hablar sin descanso, desnudar la emoción. Eso es la esencia de todos y ya empezamos por negarla desde el principio.
Por supuesto, qué duda cabe, también hay enemigos que están enfermos de la enfermedad más común de nuestros días. Se llama “ir de sobrado” y sus síntomas se hacen evidentes a través de un cierto enganche a la ciencia de la mentira, a la ventaja tecnológica, al fundamento de los números sin pisar la verde hierba de la experiencia ni tocar la blanca bola de la razón. Por ahí, el afecto busca un lugar donde posarse. Porque la bola se vuelve a lanzar. Y esta vez, la eliminación está muy cerca.
No hace falta ser un ojeador permanente del cine para adivinar cuál ha sido la jugada de esta película. Es muy difícil que haya una sola compañía de seguros en todo el mundo que se arriesgue a cubrir la dirección de un hombre como Clint Eastwood, con ochenta y dos años bien cumplidos. Así pues, se encomienda la dirección a Robert Lorenz (solo de nombre) recurrente director de la segunda unidad de muchas de las películas del gran director como Million Dollar Baby, Mystic River o Medianoche en el jardín del bien y del mal y convenientemente sindicado según las leyes laborales norteamericanas, el propio Eastwood produce bajo el mítico sello Malpaso y se rueda según un guión que incide en sus obsesiones como la tortuosa relación entre un padre y una hija o la entrada de la vejez inoportuna en una vida que aún merece la pena. O que quizá no la merezca. El caso es que el invento delata una estupenda interpretación de esa actriz llamada Amy Adams,, un gozo de acompañamiento bajo el maravilloso y corto papel de John Goodman y una leve repetición del personaje del propio Eastwood que ya se vio en Gran Torino, un buen puñado de situaciones muy previsibles pero que funcionan con eficacia y, sobre todo, la sensación de que se ha visto una película que te deja buen cuerpo, una media sonrisa y la seguridad de que quien tuvo, casi siempre, retuvo.
Por otro lado, la dirección es sobria, insistiendo en los golpes y caricias que se prodigan en el juego y en la vida los protagonistas, corriendo desaforadamente hasta las bases que asienten todas sus entradas porque, por lo general, la felicidad no se halla en la cúspide, ni siquiera en la ascensión, y mucho menos en la competición. Se encuentra en el cariño por las cosas que se hacen, en la vida que realmente se quiere elegir y no en apariencias cómodas o en cuentas corrientes que evidencian tantos ceros como mediocridades. La bola tiene que estar bien lanzada para eliminar a los inútiles, a los que no sirven, a los que desean escalar sin mérito, a los que quieres subir solo a golpes, sin ninguna caricia para nadie. Es batear sin más objetivo que acertar en medio del éxito. Y eso no lleva a ninguna parte a no ser que en el bolsillo interior se lleve la satisfacción personal de haber hecho algo que dé de comer al espíritu y no solo a la ambición.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

SOLO EN LA NOCHE (1946), de Joseph L. Mankiewicz

Estás solo en la oscuridad. Tan solo que no hay luz. Tan oscuro que no hay compañía. Abre los ojos y verás que no eres nadie. Tu pasado es un misterio. Tu futuro es una incógnita. Tu presente ni siquiera existe. El recuerdo es un sueño. El sueño es un velo que se interpone en la identidad. No sabes quién eres. Y lo peor de todo es que tienes miedo de saberlo. Así empieza todo. Cuando ya ha terminado.
Una nota en una cartera, una cartera en una consigna. Frío acero con gatillo. Hay que buscar a un culpable. Y el culpable, amigo, eres tú. Búscate a ti mismo si tienes valor. Descubre lo que fuiste. Tal vez ahí, en donde no llega ni una brizna de memoria, hallarás a un tipo sin alma. Qué más da. Ahora casi eres un alma sin tipo. Quizá la guerra te hizo algo mejor. Porque no sientes atisbo de maldad en el interior. Un poco de ira, puede ser. Pero es lógico teniendo en cuenta que ni siquiera te acuerdas de tu nombre. No dejan de pasar cosas cuando no sabes de dónde vienes. Y, en realidad, tampoco sabes a dónde vas. Te dejas zarandear en los muelles, en los callejones e, incluso, un poco en el corazón. Sí, una chica. En qué momento. Así por las buenas. Cuando no sabes lo que eres, una chica se fija en ti. Los amigos no lo son tanto. Los nuevos amigos lo son aún menos. Los amores no merecen ni ser nombrados. Las irritantes galletitas de la suerte de un chino pueden ser tan premonitorias como embusteras. El equívoco te sobrevuela, amigo. Una palabra de más y delatarás que no te acuerdas de nada. Una de menos y ya no tendrás que recordar porque los muertos no tienen memoria.
La ciudad mira a través de esas farolas blancas de fría humedad. Ellas no dejan ver otras luces que se encienden. Una maleta olvidada puede ser la respuesta que no quieres conocer. Solo los buenos detectives pueden encontrar a las personas desaparecidas. Y los policías llevan siempre el sombrero puesto para poder desenfundar el arma cómodamente. Es un mundo muy sucio, amigo. El sombrero en la cabeza es un mal síntoma. Y puede que no te deje ver mucho más allá de la línea de sombra que se yergue en tu mente como algo insalvable. El misterio atenaza. La negrura sobrevive. El agua empapa demasiado. Y la chica te sigue mirando.
Es lo que tiene cuando se es personaje de una película de Joe Mankiewicz. Que muchos te miran y que construir una historia bajo distintos puntos de vista puede llevar a saber lo que fue tu vida anterior y lo que va a ser tu existencia futura. Al fin y al cabo, dos millones de dólares devuelven el recuerdo a cualquiera. Incluso a los maleantes. Vaya tipo el tal Mankiewicz. Sabía de cine desde el principio. Sabía atarte a la butaca desde el comienzo. Con él sí que estabas solo en la noche ¿eh? No dejes que el ruido de los disparos te distraiga. El blanco y negro es tan fascinante que a veces uno se mira la mano y no recuerda quién es.

martes, 27 de noviembre de 2012

ATRACO PERFECTO (1956), de Stanley Kubrick

Las últimas oportunidades suelen venir a lomos de un caballo demasiado veloz. Basta con reunir a unos cuantos desesperados, que están pasando situaciones que son secos golpes en el estómago y hacer que todo encaje como un mecanismo de relojería. El tiempo es vital. Los movimientos deben estar medidos a la perfección. La maniobra de distracción debe ser perfecta y tumultuosa. Dinero en el saco. El saco por la ventana. El coche sin sospecha. Suave como el mecanismo de un revólver bien engrasado. Lástima que el eslabón más débil suela ser el que rompe la impecable sucesión de acontecimientos. Y es que hay lechos que son la muerte vestida de seda.
Y solo es eso, una última oportunidad, un último viaje a ninguna parte para que el mundo se olvide de que alguien existe. Hay veces que la felicidad no es más que una furcia que se ofrece, pasa de largo y, con una ráfaga de viento, se esfuma. Y es entonces cuando ya nada importa, cuando da igual que te cojan, te juzguen y te pudras en una cárcel. Ya no eres prisionero detrás de unos barrotes. Eres derrota detrás de la decepción. Las lenguas largas te traicionan. Las armas cortas te asesinan. Los sentimientos cercanos te hacen parecer un perdedor total. Las puertas se cierran y se abren con la misma facilidad con la que el dinero corre. La exactitud no sirve. Sirve la destrucción.
Stanley Kubrick dirigió esta película con tanta precisión que Orson Welles llegó a decir que “Es falso que Atraco perfecto tenga tantos puntos en común con La jungla de asfalto, de Huston. John es muy amigo mío pero Atraco perfecto está hecha con mucho más talento”. En ella se da la profesionalidad de unos tipos que prevén hasta el más mínimo detalle de un golpe que flaquea por la debilidad humana. Todo es de una seriedad tal, que el espectador llega a sentirse parte de ese equipo y de esa trama relatada desde diversos puntos de vista con una frialdad casi documental. Quentin Tarantino rinde homenaje al maestro en Jackie Brown. Y es que Kubrick, con apenas veintiocho años, hizo correcciones de forma sorprendente al veterano director de fotografía Lucien Ballard para coger todos los elementos del cine negro, ensamblarlos con maestría y conseguir el atraco perfecto, el pesimismo imposible, la verdad inédita del hampa.
Más allá de eso, Sterling Hayden realiza una interpretación pétrea, sólida como una roca, creíble como una máscara con unos secundarios magníficos como Timothy Carey (en palabras de Kubrick “muy mal actor pero capaz de dar estupendas texturas a una película”), el ya mítico Elisha Cook Jr., Ted de Corsia, Vince Edwards y el fordiano Jay C. Flippen y, por supuesto, el luchador profesional Kola Kwariani, espléndido en su papel de forzudo provocador de peleas que sirve a Kubrick para incluir una de sus eternas obsesiones que es la lucha cuerpo a cuerpo.
Y ahora voy a escribir este mismo artículo, pero bajo el punto de vista de mi editor. Tal vez, así, consiga dar con todas las facetas de una película tan maestra como fascinante.

viernes, 23 de noviembre de 2012

LA PAREJA CHIFLADA (1975), de Herbert Ross

“¡Entreeeeee!” y todas las fuerzas del infierno senil se desatan cual cana recién acabada de levantar. El tiempo pasa y hacerse viejo, seamos sinceros, no tiene ninguna gracia. La gracia estuvo en compartir escenario con alguien como tú durante cincuenta años. Aunque resultara insoportable estar al lado de aquel tipo que medía el humor en segundos exactos y en palabras intocables. Las calles ya no están donde estaban. Las palabras del mundo moderno ya no tienen esa chispa. Y por toda la eternidad, te seguirá golpeando ese irritante dedito en el hombro, punto redondo de la chanza que fue tener pareja y no soportarla.
Pero quien fue grande, siempre será grande. No importa que los años hayan pasado por encima de las bromas como una breve auscultación médica. Una broma es una broma. Y “pimpollo” sigue siendo una palabra graciosa. El caso es seguir en activo, seguir sintiendo que se hace reír, seguir vivo. Y el majadero que tuviste como compañero te mata poco a poco. Caramba, al fin y al cabo, soportar una lluvia de babas con sus “tes” y sus “eses” pone a prueba la paciencia de cualquiera. Y ahora, además, con años encima. Hay que repetir las cosas cien veces para que entre en la memoria retentiva. Hay que revivir los años dorados en que las carcajadas eran pura música para quien hace chistes. Hay que odiar de nuevo para hacer reír otra vez.
Y por el camino, pues hay que chinchar todo lo posible al otro, para qué nos vamos a engañar. El individuo ése que decidió deshacer la pareja no me va a abandonar otra vez. Porque la soledad es muy mala. Aunque bien pensado, que se quede en su casa, con sus nietos y su hija. Pero, claro, dejarme estuvo muy mal. ¿Por qué hacía reír a todo el mundo menos a mí? Era el mejor. Era el peor. Le quiero porque fue mi hermano. Le odio porque era un auténtico plomo. Lunático. Perverso. Cansino. Impaciente. Eso tú. No, eso tú. Pues estamos apañados. Ni en la cama me dejas morir en paz. Y lo peor de todo es que ellos no saben que no pueden morir. Nunca. Son inmortales. Porque quien hizo reír durante cincuenta años, no puede morir. Siempre habrá un chiste, un nicho (no, hombre, un dicho),  una cuita o un comentario que reviva el espíritu de lo que fue irrepetible aunque se repitiera hasta la saciedad. Las parejas son así. Se unen, Se hartan. Se pelean. Se separan. Se reconcilian. Y el cariño…ése es el verdadero chiste que permanece.
Maravillosa de principio a fin. Radiografía sonriente de la ancianidad, con sus manías, sus paranoias, sus maldades, sus acercamientos y sus alejamientos y, sobre todo, sus tronchantes contradicciones, Walter Matthau y George Burns nos dibujan una risa a cada metro de película. Porque sabían hacer reír. Porque en sus peleas, eran graciosos. Porque en sus uniones, tal vez no lo eran tanto. Porque sabían que siempre habrá alguien dispuesto a aflojar la cara y partirse el labio de risa. Risa, qué palabra tan maravillosa…y tan vieja.

jueves, 22 de noviembre de 2012

EN LA MENTE DEL ASESINO (2012), de Rob Cohen

El dolor dice mucho sobre las personas. Es la llave que abre todos los secretos. Es la respuesta al acertijo de la sabiduría. Es el límite al que se puede llegar cuando todo parece oscurecerse. Es el paso anterior a la nada. Es la seguridad absoluta de estar vivo aunque la muerte golpee con toda su violencia. Es el final de las ilusiones, de los planes, de la luz del día siguiente, de la resistencia. Es la exteriorización de la pena, sea cual sea su origen. Es el todo a punto de convertirse en trizas. Es lo más fascinante de ser observado. Es la intimidad puesta a prueba.
Un asesino anda suelto. Es duro como el pedernal. Su mirada está ausente de vida porque hay demasiado dolor instalado. Por eso matar es tan fácil para él como para otros ponerse un abrigo. La piedad es una palabra desconocida. La verdad es un instrumento más para que su trazo de crimen y angustia sea terrible. Destrozar es su lema. Hundir es el objetivo.
Al otro lado de la acera, un grupo de policías intenta detenerlo. Uno de ellos es el mítico Alex Cross, aquel policía-forense-psicólogo que interpretó de forma magistral Morgan Freeman en sus casos de El coleccionista de amantes y La hora de la araña, películas mediocres con actor excelso. Sabe mirar donde nadie mira. Incluso en el interior de las mentes. Pero la felicidad es el lado más débil de los héroes. Cuando todo va bien, la visión parece que se torna más leve, más intrascendente. Se desea que lo grave sea disminuido. Se quiere respirar un poco sin adentrarse en el cerebro retorcido y maligno de un hombre que todo lo arrasa, que todo desprecia, que todo esconde.
Así se forma un combate de inteligencias en el escenario de una ciudad que parece en pleno proceso de desmontaje, con las esquinas mordidas por el uso, con las piedras que siempre dicen algo silenciadas por el yeso aniquilador del frío y de la locura. Una iglesia es un cuadrilátero. Un teatro es un aparcamiento. Un metro de superficie es una atalaya. Un médico es un policía. Un asesino es un recadero.
Aciertos y errores se reparten por igual en esta investigación que no llega a desvelar nada de lo que promete su título. La dirección de Rob Cohen es tan torpe en algunas secuencias que dan ganas de quitarle la cámara de las manos y estrellársela contra la calva. Hay personajes burdos. Hay situaciones mal resueltas. Pero también hay un personaje apasionante como el del policía-galeno (interpretado aceptablemente por Tyler Perry) y por el trazo musculoso, durísimo y, a ratos, absorbente, del psicópata encarnado con eficacia por Matthew Fox. La trama no nos lleva por los caminos del gozo porque, al fin y al cabo, el malo es universal, ese malo que a todos nos coge por la cartera y que sin gritar ni salir del despacho te quita lo que más quieres y no hay ni una visita a la negrura que merece el asunto salvo en la piel de muchos personajes.
En el curso de esta caza sin cuartel que se emprende contra una bestia en libertad, hay referencias nada veladas a Seven, de David Fincher; a un puñado de tópicos vistos en mil películas que se quedan depositadas con urgencia en el olvido; a algún que otro error de reparto como el de Jean Reno, visiblemente incómodo cada vez que aparece. La historia empieza mal, como la peor de las aventuras de Van Damme y, poco a poco, va adquiriendo un cierto interés, con elementos que siempre funcionan, pudiendo ser el descifrado apasionante de una mente enferma de sangre que se queda en un mero apunte al carboncillo, hecho con oficio en algunos tramos, que provoca, de vez en cuando, alguna ceja arqueada, como una señal de sorpresa y de incredulidad que acaba aceptando todo lo que ocurre. Más que nada porque es un caso virado hacia una venganza y entramos en el resbaladizo entorno de la justicia sin ley. Como queriendo imitar a Picasso teniendo solo un folio y un lápiz. 

miércoles, 21 de noviembre de 2012

LOS OJOS DEJAN HUELLAS (1952), de José Luis Sáenz de Heredia

Quizá hubo un día en que el idealismo estaba presente. O tal vez no. Tal vez fuera tan solo el deseo íntimo de la envidia, de querer vivir mejor, con las mejores mujeres, con vajilla de porcelana, con una cabaña de caza donde ir un fin de semana sí y otro no. El caso es que la caída fue demasiado dura. Desde un bufete hasta la misma calle, con una cartera llena de muestras de perfume y alojado en un cuchitril que asustaría a un mendigo. Ahí es cuando la mirada murió. Porque dejó de haber esperanza. Porque los sueños se acogieron al exilio. Porque se quiso trepar y no se pudo llegar.
De repente, un antiguo amigo de la Facultad de Derecho. Un pesado, un diletante, un tipo caprichoso que dirige su ánimo de veleta a la dirección que toca. Una mujer que hace recordar que un día pudo tener chicas con clase, con estilo, con dinero. Una de esas que hace con una mirada lo que no pueden hacer otras veinte a la vez. El amigo tiene un plan. Pero los planes se tuercen. Más que nada porque siempre hay alguien que es más listo.
Las calles de Madrid son oscuras y viejas. Su olor a polvo de acera parece incrustarse en las ropas cansadas. El irritante sonido de las copas de los bares de tres al cuarto indica el trasiego de la decepción cuando cae la noche piadosa. Todo está lleno de historias que a nadie interesan, de oídos que solo escuchan sus propios pasos, de ojos que solo quieren cerrarse a la espera del día siguiente. Hasta el plato desnudo, tapado con una tenue cortina de sopa, parece gritar su desesperación. Solo la astucia puede sacar del hoyo al que es de todo menos mediocre. Pero siempre hay alguien que es más listo. Siempre hay una mirada que te supera en decepciones, en desolaciones, en cansancios vitales, en nadas acumuladas. Y lo peor de todo es que ese alguien no tiene ningún reparo en arrastrarte.
José Luis Sáenz de Heredia dirigió esta espléndida película según el guión del gran Carlos Blanco, demostración evidente de que el cine de género también tuvo su sitio en España, de que se podía hacer y de que se podía hacer muy bien. Raf Vallone otorgó cuerpo y derrota a ese personaje que quiere estar arriba y que, sin embargo, pertenece a muy abajo. Listo, astuto y refinadamente ladino, el abogado que vende perfumes baratos de puerta en puerta parece un reflejo deformado de todos nosotros, que tanto ansiamos escalar posiciones por el mero egoísmo de sentirnos triunfadores. Y detrás del triunfo, siempre se halla algo turbio, algo no demasiado honesto, algo que se convierte en soportable porque se olvida el punto débil y reprochable en el que se apoyó la ambición. El relato negro de un crimen bien planeado es el ejemplo perfecto para decir a la cara de todos que el éxito no depende necesariamente de alcanzar lo que no se tiene, sino de apreciar lo que te rodea. Por eso, porque hay ojos que siempre quieren más y hay ojos que solo quieren quedarse, los ojos dejan huellas.

lunes, 19 de noviembre de 2012

EL CUERVO (1943), de Henri-Georges Clouzot

La turbiedad de las personas es como las alas de un cuervo en una ciudad de provincias. Se despliegan con la maldad y la maledicencia. Son traicioneras y oscuras. El cuervo observa y emite su graznido de desprecio hacia la hipocresía. Todos tienen algo que esconder. El cuervo quiere destapar todo eso porque no tiene nada que perder. Quiere poner en evidencia que incluso las mentes tan respetables de los poderes fácticos son vergüenzas mordidas por el diablo. La gente se escandaliza y murmura. Las cartas envenenadas con la firma del cuervo parecen murales grotescos en la escritura y la expresión. Hay ironía en todas ellas. Siempre un adjetivo que significa justamente lo contrario. La gente susurra por los rincones. El gris se impone en una ciudad que tiene demasiados secretos. El cuervo lo sabe todo. El cuervo lo mata todo.
Solo un médico parece estar empeñado en descubrir quién se esconde tras el ave. Tal vez porque tiene demasiado dolor a cuestas y los sentimientos están blindados. Nada puede hacerle daño. Da igual quién sea el culpable de esta revolución silenciosa, de este silencio a gritos que corroe las entrañas del vecindario. No importa que sea su amante, su paciente, su alumno o su maestro. Hay que desenmascarar la misma hipocresía que se esconde bajo las plumas negras del desprecio. Más que nada porque está seguro de que el cuervo tiene algo que ocultar, como todo hijo de vecino, como todo mentiroso instalado en la rutina.
Sin embargo, entre todas las letras de infamia que surgen de la verdad, siempre hay algo que se escapa, que no está previsto. Quizá el eslabón más débil y el más inesperado sea el único capaz de hacer justicia. Quizá sea una sombra que se desliza por las paredes de cal inundadas de sol y de envidia, de inquina y de soberbia. Se arrastra por los adoquines duros de la indiferencia y también hay mucho dolor en la nada que queda. Es terrible que, detrás de todo ello, haya un gesto de desidia, de desinterés, de misterio que a nadie importa, de lujuria deprimida, de espantapájaros movido a capricho por el viento.
Henri-Georges Clouzot dirigió El cuervo en plena ocupación alemana de Francia. Muchos le han acusado de hacer una película, que a través de una brillante parábola, veía con buenos ojos la ocupación nazi. La Resistencia parecía ser puesta en solfa a través de los anónimos que denuncian a los colaboracionistas. Y no les faltaba razón. Y aún así, un cineasta tan alejado del nazismo como Otto Preminger dirigió años después una versión bajo el título de Cartas envenenadas porque sabía que Clouzot había hecho una obra maestra. Y es que, si nos fijamos con detenimiento, podríamos llegar a la conclusión de que también valdría la lectura contraria. El pueblo francés contra quien acaba con la libertad, forma parte de la misma hipocresía que envuelve a los protagonistas porque el mayor asesino, el que no tiene piedad, el pájaro que picotea el sembrado de la honradez siempre turbia es el mismo cuervo. Basta con mirar de otra manera.

viernes, 16 de noviembre de 2012

EL CASO DE LOS DEDOS CORTADOS (1945), de Roy William Neill

Es tarea casi imposible rechazar lo que es una invitación al asesinato en toda regla. Sobre todo si uno de los invitados es Sherlock Holmes en compañía del bienintencionado Doctor Watson. Alrededor de ellos se mueve una inquietante atmósfera de penumbra e interrogantes difíciles de responder. Parece incluso que el blanco y negro son los colores ideales para dibujar las sombras del crimen que, en esta ocasión, se halla agazapado en más de una esquina. Y esa incertidumbre se halla siempre rasgada por el saludable sentido del humor de Watson, portador de ideas sin formular que riega, de vez en cuando, el demasiado ocupado cerebro del más célebre de los detectives.
Como es habitual en sus películas, Sherlock Holmes nos plantea, nos razona y nos resuelve el misterio en apenas 68 minutos. Y al acabar parece que uno quisiera que estas películas (que llegaron a ser catorce) hubieran sido más trabajadas, más inmersas en la neblina de la creación porque, luego, saben a poco, a muy poco. Y no porque la trama, el argumento, los protagonistas o la puesta en escena anden por el camino del error sino porque uno desearía que se prolongara un poco más el suspense y se nos concediera algo más de tiempo para ponernos a la altura del tipo de la pipa y del razonamiento impecable.
En esta ocasión, además, hay algo que juega muy a favor de la película y es la inspiración directa de la novela de Arthur Conan Doyle  La casa vacía, algo que no ocurría con todas las películas de la serie y, en este caso, hay un cierto estilo a la hora de llevarnos al salón de nuestras casas el crimen, el misterio y el castigo en el que Holmes se mueve como inglés bajo paraguas. Entre pista y pista, se halla el increíble deleite de comprobar que es una historia apta para todos. Para los niños que sueñan con ser policías, para los padres que sueñan con ser niños, para las madres que sueñan seducir y para los abuelos que sueñan con el sueño siempre escapista. Así que aquí dentro, a una velocidad de 24 fotogramas por segundo, hay entretenimiento grabado en planchas de suspense trepidante, hay diversión asegurada en medias sonrisas de agudeza, de listeza y de inteligencia de salón, hay un malvado Profesor Moriarty interpretado por Henry Daniell que puede ser la perfecta encarnación de la maldad más recalcitrante y hay agujeros en el dilema que pasamos por alto porque, al fin y al cabo, aquí lo que importa es atrapar al culpable. Y es que todos soñamos con poseer la inteligencia como para ser respetados por ella. Es una sensación que siempre me ha acompañado viendo todas las películas del insigne personaje.
Ah, y no levanten el dedo para decir nada. Puede que pasen a formar parte de un puzzle de carne y hueso. Es el precio de ser un testigo demasiado hablador para un crimen.

jueves, 15 de noviembre de 2012

EN LA CASA (2012), de François Ozon

La ficción es ese alumno equívoco que hace que seas parte de una fantasía. Es ese paraíso donde se confunde la realidad con la invención y caminas entre las letras deseando saber qué es lo que pasa en el siguiente capítulo. Es esa mirada que alguien que escribe te dirige directamente a los ojos, te hace transitar por un mundo que puede ser verdad o mentira, que puede fascinar o aburrir, que puede gustar o decepcionar pero que siempre va a estar ahí. Por la sencilla razón de que siempre, siempre, va a haber un autor dispuesto a contar una historia que está pasando justo enfrente de tus narices.
Y puede que lo que cuente sea de una banalidad mundana insultante. Puede que sea una imposible mezcolanza entre Verano del 42, de Robert Mulligan, de Teorema, de Pier Paolo Pasolini, de El sirviente, de Joseph Losey y de La ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock. Porque, al fin y al cabo, escribir es un reflejo de nuestras pasiones trasladadas, de nuestras inquietudes acusadas, de nuestras perturbaciones más escondidas, de nuestros deseos más sucios, de nuestra voluntad nunca confesada de mirar más allá de las paredes de las casas ajenas y saber que ahí dentro, en la normalidad, hay tantas frustraciones como posibilidades. La realización se alcanza escribiendo y, tal vez, solo tal vez, la locura se halla latente en la lectura.
Así se van destapando las mediocridades, la dureza de vivir, la irrefrenable tendencia a soñar, la valentía de adentrarse en el terreno de lo prohibido, el sexo como recurso, la turbiedad como sueño, las ganas de quedarse en un delicado equilibrio rodeado de lo que no se puede decir y el acomodo burgués. Las heridas se abren con la desolación del fracaso al fondo. Sí, el fracaso. Es difícil de aceptar esa palabra. Más que nada porque siempre se esconde detrás de la normalidad.
De mirada profunda, de intensidad en lo increíblemente cierto que es lo falso, de escepticismo ante la falta de compromiso, de enganche en la vulgaridad que lleva, inevitablemente, hacia el enaltecimiento del tópico, François Ozon consigue una película inteligente, a ratos vibrante, de pensamiento oscuro bañado en tinta de letra recién impresa. El arte, cuando deja de serlo, es solo una inutilidad a la que se confunde con la grandeza. El arte es la vida. Lo demás es solo unos ojos que miran, que cuentan y que, en la forma de contar, se da una opinión. Así, todas las casas tienen una llave que está deseando ser girada, un ambiente que merece ser descubierto, una banalidad que a lo mejor se reserva para ser escuchada. Es la rutina convertida en literatura, llena de motivaciones, de rellenos apasionantes, de capítulos que quieren ser continuados.
Y entonces, cuando la ficción nos domina, es cuando la enseñanza queda anulada. Es cuando todo es una página que aún está por escribir. Es cuando nos damos cuenta de lo mediocres que somos porque nuestra opinión, nuestra visión, nuestro sentido queda oculto en la sombra por quien ha aprendido por el camino que en un gesto, está la proyección de la historia; que en una palabra, está la clave de un desenlace; que en una caricia, está la nada derruida de una vida oscura, triste, gris e inútil. El intercambio de papeles está muy presente, como un espectro que se abate sobre la capacidad de imaginar. Todos queremos ser algo diferente a lo que somos. Quizá queramos formar parte de una familia que, en apariencia, es pura normalidad. O puede que hayamos pensado alguna vez que esa madre tiene la piel suave, el cuerpo lleno de promesas incumplidas y el aburrimiento asumido. O aún mejor. Puede que ese compañero con el que hemos compartido mesa, consejos, ratos y risas se esconda en la seguridad de un hogar imperfecto para no mostrar sus auténticas debilidades. Solo es necesario sentarse en un banco, en una terraza o en un autobús...y mirar. 

miércoles, 14 de noviembre de 2012

CUATRO TÍOS DE TEXAS (1964), de Robert Aldrich

Siempre he sospechado que esta película, más que una película, fue una juerga. Nacido como proyecto personal del jefe del Rat Pack, Frank Sinatra, parece como si él y Dean Martín hubiesen querido rodearse de bellezas de quitar el sentido como Anita Ekberg y Ursula Andress y pasar una buena temporada interpretándose a sí mismos, echándose unas risas, cogiendo con ganas arrogantes cuellos de botella y tirando unas cuantas carcajadas como signo inequívoco de que tampoco se tomaban a sí mismos demasiado en serio.
Lo más extraño de todo esto es que cogieran a un director como Robert Aldrich para dirigir la fiesta cuando estaba recién salido de un éxito de talla como el de ¿Qué fue de Baby Jane? y que, además, no poseía dotes cualificadas para hacerse cargo de lo que, en principio, parecía una comedia basada en el encanto de sus intérpretes y con un dorado disfraz de película del Oeste.
Sin embargo, Frank Sinatra podía ser muchas cosas pero de ninguna manera era tonto. Trasladó esa rivalidad que existía en la vida real (parece ser que el único miembro de su pandilla de amigos que no se plegaba a sus deseos era Dean Martín y eso hacía despertar la admiración de Sinatra hacia él, a la vez que una cierta envidia) a la historia que nos cuentan en esta ocasión y nos encontramos con un par de amigos que, con agudeza y arrebato, se enfrentan en el juego y en las mujeres (y qué dos mujeres) y, sin más armas que el encanto, sale una película agradable y ciertamente civilizada, con momentos realmente divertidos en los que parece que somos los encargados de la barra mientras mezclamos cócteles, encendemos cigarrillos ajenos y reímos chistes de sonrisa irónica delante de un espejo en permanente estado de peligro. Eso, por otra parte, conlleva también la crítica de la autocomplacencia en la que cayeron ambos protagonistas, creyendo que su estilo de vida era el más codiciado por el resto de la humanidad y que su  humor era tan irresistible como las curvas de esas dos mujeres que, por una vez déjenme ser hombre en el peor sentido del término, hacían que la vista fuera el más preciado de los sentidos.
No hace falta señalar que, siendo uno de los proyectos que Sinatra llevó a cabo en compañía de sus amigos, carece de la clase que emanaba el que, tal vez, fuera la mejor película que hicieron juntos como La cuadrilla de los once, de Lewis Milestone; pero a esa falta de elegancia, se la suple con unas cuantas jarras bien tiradas de testosterona, que, llevadas al límite, nos llevan a la certeza de que tanto Sinatra como Martín rodaron unas cuantas escenas con unas copas de más. Pero eso ¿qué importa? Lo importante es abrir los ojos con el sonido despertador de unos cuantos cubitos de hielo y darse cuenta de que, aunque se esté al servicio de otros, siempre hay una sorpresa en los paquetes que nos regalan el gato y el ratón. El problema es diferenciar uno de otro. Yo me pido ser Dean Martín.

martes, 13 de noviembre de 2012

ALARMA EN EL EXTREMO ORIENTE (1957), de Ronald Neame

En esta ocasión, nos encontramos ante una interesante película británica, dirigida por el hábil artesano Ronald Neame (director, años después, de aquel inusitado éxito que supuso La aventura del Poseidón), que es un impactante drama en el que se nos describe el matrimonio de dos personas que tienen puntos de vista totalmente opuestos sobre la vida y el mundo, todo ello aderezado con una trama política que a algunos puede parecer superflua pero que confiere una estimable textura a una historia que dominan de principio a fin sus intérpretes principales: el gran Peter Finch y la habitualmente muy desaprovechada Mary Ure.
Lo cierto es que es una película que nos habla de la inocencia de un hombre y de un pueblo que resultan cogidos por las turbulencias políticas de fácil respuesta que no son más que salidas hacia el futuro más próximo de toda una nación. La combinación con la diferencia de miradas hacia la vida entre dos personas que se aman irremediablemente hacen que la historia se nos presente como algo que sentimos lejos pero también muy, muy cerca. Por lo demás, la dirección de Neame destaca a través de las excelentes escenas de masas, el uso efectivo de la banda sonora y en un inesperado humanismo en todos los caracteres que jalonan este drama de sospechas, realismo social y amor desacompasado que hace que nos alistemos de forma obligada para tomar partido.
En el corazón de la película, late una vocación documentalista reflejada en las sensaciones que podemos tener al verla. No es la típica película con típicas soluciones adecuadas a nuestros sentimientos. No habrá catarsis. No habrá respuestas satisfactorias. Quizá la intención es reflejar más la vida real que una ficción realista que convierte nuestra visión en una pregunta que nos guía a través de la búsqueda de la verdad con la que convivimos todos los días de nuestra existencia.
La conciencia, en muchas ocasiones, no deja de ser un enemigo a batir y luchar por lo que se ama sólo es un duelo con nuestra propia conciencia. Ahí está el punto central que sugiere un film que está bien hecho y que no deja de entrometerse en nuestro pensamiento planteando un dilema de incomodidad. Tal vez, Malasia, allí donde el mundo da la vuelta, sea una metáfora perfecta para decirnos que la sensación de intentar hacer lo correcto también puede arrinconarse en lugares muy extremos, en el mismo oriente de los sentimientos.
La película no deja de interferir en el curso normal de los acontecimientos que rodean a este médico atrapado en medio del caos, de una enfermera nativa (excelente la actuación de Natasha Parry) y de su propia esposa. Y, en ocasiones, la diplomacia de un hombre que no entiende demasiado bien el cerco de lo que ocurre no es suficiente para resolver unos problemas que se antojan pequeños para lo que está sufriendo el mundo.
Es posible que sea el momento de mirar hacia una película que, sin ser una obra maestra, invita a ser espectadores de una historia que hace que echemos un vistazo a nuestro propio interior. Puede que, incluso, lleguemos a regiones inexploradas en rincones que creíamos desiertos y que están habitados por algunos sentimientos que siempre están presentes a la hora de tomar decisiones. Al fin y a la postre, esos sentimientos son los que nos hacen querer ser hombres grandes o criaturas muy pequeñas. La elección está ahí.