martes, 31 de enero de 2012

ESPLENDOR EN LA HIERBA (1961), de Elia Kazan

Aunque mis ojos ya no puedan ver ese puro destello;
Que en mi juventud me deslumbraba;
Aunque ya nada pueda devolver
La hora del esplendor en la hierba,
De la gloria en las flores,
No hay que afligirse,
Porque la belleza subsiste en el recuerdo.

Sobre estos versos de William Wordsworth, Elia Kazan construyó una película devastadoramente hermosa. Una de esas historias que te dejan con el corazón arrasado y el alma anudada intentando que no se desborden las lágrimas que son espejo de ese recuerdo que subsiste en los meandros de su propia belleza. El amor es siempre ese cazador solitario que cualquier día puede volverse a apuntar a aquello a quien más quieres. Y aquí, dos jóvenes que aún no han vivido, agotan su agonía y esperanza porque el mundo, la vida, el desgarro y la desgracia se ceban en ellos antes de que prueben la felicidad. Muchas veces creemos que estamos ante las puertas de lo que va a ser nuestra felicidad…y años después nos damos cuenta de que no…de que aquello es la misma felicidad, que no había puertas de entrada sino zaguanes de salida. Elia Kazan llevó a la pantalla un extraordinario guión de William Inge, un hombre que siempre supo poner el dedo en la llaga de una sociedad zarandeada por la soledad hasta los límites de lo ebrio en historias tan punzantes y sobrecogedoras como las de Picnic, de Joshua Logan, o Vuelve, pequeña Sheba, de Daniel Mann o, incluso, la que pasa por ser la mejor interpretación dramática de Marilyn Monroe en Bus stop, también de Logan. Sin embargo, en manos de Kazan, el drama se vuelve pura poesía y nos encontramos arrastrados por las corrientes de la sensible debilidad anímica de una chica enamorada de alguien que aún no es un hombre. El amor, el amor… devorador ansioso de pasiones que consume el combustible de nuestro vivir y nos deja, en ocasiones, tan vacíos como en actitud de espera…de espera ante la posibilidad de que se repita un fenómeno que pocos, muy pocos, saben distinguir.
Por encima del trabajo, muy estimable, de Warren Beatty, tenemos la sensación de que Natalie Wood se dejó aquí la piel para sacar adelante su papel de adolescente atormentada que, derrotada y diluida, hace de la vida algo con lo que nunca estará conforme pero que siempre habrá merecido la pena vivirse, porque la belleza de lo sentido no podrá morir por mucho que el mundo quiera.
Esplendor en la hierba es una de esas películas que todos, a poco que nos lata el corazón, deberíamos ver para hacernos recordar nuestras horas de esplendores y de glorias y de cómo supimos atraparlas…o de cómo las dejamos escapar.

viernes, 27 de enero de 2012

SILENCIO EN LA NIEVE (2011), de Gerardo Herrero

Detener a alguien por asesinato en la guerra es como poner multas por exceso de velocidad en la carrera de Indianápolis”. Esta frase se dijo hace unos cuantos años mientras el Capitán Willard remontaba un río que le llevaba al centro mismo del corazón de las tinieblas. Y en otro lugar de tiniebla blanca y guerra sin sentido hay unos asesinatos que hacen del matar, un enorme absurdo, un error empecinado, una inevitable invitación a la muerte, una liberación ante una derrota anunciada. En tierra de nadie, morir es que la sonrisa congelada no se convierta en una carcajada.
Los vestigios de una honradez que se dejó atrás son la última oportunidad para un policía que huyó para expiar sus pecados y que ahora no es más que un filete más para una carne de cañón asegurada. Los alemanes y su sentimiento de superioridad parecen proporcionar el escenario perfecto para que la locura tenga un orden y el orgullo sea un consuelo sin futuro. Los crímenes se van sucediendo mientras en las trincheras las bombas siguen cayendo pero eso no es un crimen. Eso son órdenes. Y mucho silencio, soldado. Que nadie sepa nada. Que el asesinato sea el escondite de la lógica no quiere decir que tenga que ser propagado a los cuatro vientos. Resuelva el problema con discreción. La patria ante todo. Mira que te mira Dios.
Entre el fuego enemigo, hay momentos en que el calor aparece, deja un beso en las mejillas frías, y se va. Un fotógrafo sigue órdenes y no pregunta. Un sargento ayuda y pregunta. Un buscaminas misterioso advierte y supone. Un soldado que fue inspector de policía intenta encontrar sentido en medio del caos. Los alemanes aborrecen a los españoles. Los españoles vinieron sin nada y sin nada se irán, incluso sin la vida. El correo es la esperanza. Las líneas son huecos en blanco que rellenan una venganza. El asesinato en medio de una guerra. Mira que te está mirando.
Saber más de la cuenta es ir un paso más allá, una candidatura hacia la sangre. La locura lleva al juego de la muerte, a estar al otro lado de una razón enterrada bajo la nieve. Las flores oscuras se dibujan en medio del blanco virgen. El absurdo crece. El mando es la exhibición de una cruz de hierro con arrogancia típicamente española. No busques donde no te importa. No escarbes donde no hay hierba. Mira que te vas a morir.
Y al final, sólo cabrá batirse una vez más. Disparar. Convertirse en presa después de ser cazador. No hay recompensas para el absurdo. Sólo hay desolación. Sólo balas silbando alrededor. Sólo la seguridad de que tus huesos quedarán allí, tendidos sobre la helada llanura. Sólo la certeza de que vas a morir. Mira que no sabes cuándo.
Gerardo Herrero dirige con interés una película que realza su atractivo por el trabajo interpretativo de un Juan Diego Botto que nunca estuvo mejor y que da perfectamente el tipo de investigador y soldado, con una acertada descripción de unos detalles que le definen como hombre; de un Carmelo Gómez intenso y acertado, que no aparta la mirada porque escruta y que sabe cuál es el destino del guerrero; de un Jorge de Juan que se presenta secundario e intrascendente pero que compone un personaje ciertamente inquietante y equívoco, amable y reservado, profesional y preciso; de un Adolfo Fernández tan odioso como impecable, tan autoritario como realista; y de todo un plantel de actores competentes que dan textura al frío y al grotesco asunto que rodea una crueldad más en un mundo cruel. La fotografía, casi en blanco y negro, o en gris y blanco, acentúa la desolación y el abandono de unos soldados que a nadie importan y que sólo estuvieron allí para devolver indignos favores que se bañaron en la vergüenza. Cine de género de nuevo, con un fondo que resulta muy atractivo porque es una parte convenientemente silenciada de nuestra historia y del que apenas se han tenido opiniones sostenidas con una cierta imparcialidad y rigor, hábil en planteamientos, de estilo seguro y de interpretaciones muy ajustadas, hay que guardar un silencio lleno de respeto por un intento que llega a convencer. Sin gritos, sin locuras. Con serenidad.

jueves, 26 de enero de 2012

LOS DESCENDIENTES (2011), de Alexander Payne

Puede que haya padres de familia que tengan perfectamente ordenado su mundo. Ante todo, el trabajo. No hay tiempo para mucho más. La mujer es algo cómodo que destila un amor que se le supone. Los hijos son cuestión de ella. Para relajarse, un buen club playero donde tomarse una copa y darse un baño. De repente, algo ocurre y ese mundo se resquebraja con demasiada facilidad. El cemento de esa supuesta felicidad es pura inconsciencia llena de encanto. Es la hora de tomar responsabilidad y ni siquiera se sabe por dónde empezar.
Y es entonces cuando hay que tratar a las niñas, ocuparse de ellas, corregir lo que está mal y no se encuentran palabras para las pequeñas crisis domésticas de cada día. La esperanza pronto se desvanece y ya no hay marcha atrás. Todo cuesta más trabajo y los secretos que nunca fueron inquietud comienzan a salir a la superficie. Más ruina sobre escombros. No hay brújulas que señalen el camino. No hay más que debatirse entre el engaño y la rabia, entre los fallos del pasado y los errores del presente, entre el todo que se creyó poseer y el nada que realmente se tuvo.
Con un escenario paradisíaco como Hawai de fondo, George Clooney se convierte en ese hombre que pasa de la risa al llanto, del ridículo al acecho. Por su rostro transcurre la alegría, el agradecimiento, la tragedia, el esperpento cómico, la incredulidad del instante, la permanencia del fracaso a pesar del dinero...Lienzo de sensaciones que hacen reír y llorar, que provocan sentimientos encontrados ante un personaje lleno de irresponsabilidad, que intenta poner la primera piedra de su existencia con las piedras angulares de sus hijas porque su matrimonio, sumergido en una aparente normalidad, era un barco hundiéndose con varias vías de agua. Y la paz interior por haber sido tan ingenuo de creer que todo iba bien no es sencilla de alcanzar. Clooney es la película y, en él, hay tantas sensaciones que alguna, por fuerza, tiene que ser también nuestra.
Con aires de comedia negra, de comedia trágica, de comedia dramática y de comedia de situación, Alexander Payne fabrica la que es su mejor película hasta ahora. Mucho más acertada que Entre copas y mucho mejor trazada que A propósito de Schmidt, Payne pinta un fresco sobre la familia, sobre la dejadez de la edad adulta y sobre la adultez de la edad adolescente, sobre la ceguera paterna que suele machacar involuntariamente por donde más duele, sobre el acre sabor de la venganza, sobre la certeza de que hallar el camino correcto suele ser una sinuosa pirueta del destino. La vida tornada en celuloide. Unos planos de realidad para que la sonrisa acompañe incluso cuando las cartas vienen mal dadas. Un actor excepcional para asegurarnos que, sobre él, están todas las debilidades como personaje y todas las fortalezas como intérprete.
El amor es el salvavidas para todas las situaciones. Incluso cuando el corazón comienza a convertirse en piedra, el amor es el asidero, el que impide que seamos fieras que abandonan a sus crías para lanzarse en busca de la ambición. El amor puede dibujarse en unos collares de flores que flotan en el agua como último testimonio de que, no importa lo que haya pasado, se echará de menos al ausente. Y la marea, caprichosa y transparente, dibujará con ellos tres corazones como marco de una ceniza disuelta. Somos lo que hacemos pero también lo que dejamos y lo que tenemos que dejar atrás, no nos engañemos es amor. Porque con él, vivirán nuestros hijos. Porque con él, seguiremos adelante y ellos tendrán impulso. Bajo una manta y delante del televisor. Compartiendo el calor. Disipando la pena. Siendo más nosotros y menos yo. El yo no vale nada. El yo es un artículo de saldo con el que mercadean otros. Amor es la herencia. Y no valen monedas falsas. Sólo cariño del auténtico. El que impone tranquilidad. El que da seguridad.

miércoles, 25 de enero de 2012

FAHRENHEIT 451 (1966), de François Truffaut

El particular universo de François Truffaut rindió homenaje, con unos fotogramas hechos de amor y pasión, al cine en La noche americana y al teatro en El último metro. Estas dos películas, junto con Fahrenheit 451 conforman una especie de trilogía al entrar, en el caso de esta última, en el mundo de la literatura a través de un futuro que carece de ella. La prohibición absoluta de leer como delito antisocial dentro de una civilización absorbida por el medio audiovisual y por la interactividad, servida como una preocupación por la salud mental, se convierte en un arma para el aborregamiento colectivo, para la atrofia pensativa, para la incapacidad de querer mejorar las cosas, para la invalidez total y permanente de cualquier idea lindante con la rebelión e, incluso, para la anulación total del sentimiento haciendo del ser humano una simple máquina reproductora carente de emoción, de ideología y de voluntad propia.
Yo siempre he sido un acérrimo defensor de esta película a pesar de que tiene muchos y buenos detractores. Entre otras cosas, me atrinchero a su favor por lo que tiene de introducción de las propias obsesiones del grandísimo director francés. A través de toda ella, algo que no aparece en el relato original de Ray Bradbury, Truffaut homenajea a todos aquellos libros que han enriquecido con sus letras a la pobre humanidad y que, con lamento de papel quemado, perecen bajo el policial fuego de unos bomberos que se dedican a chamuscar cualquier letra impresa que lleguen a encontrar en casa de todo delincuente social que se atreva a pensar. Rabiosa modernidad de un tema que está cercándonos cada vez más en una existencia diezmada por el desinterés por la lectura, por la comodidad mental, por la desidia de crecer moral, ética y espiritualmente. Es una película que me aterra porque nuestra propia voluntad nos va a condenar al analfabetismo intelectual convirtiendo en costumbre la pereza de no leer...y cualquiera sabe que lo primero que se lee en un libro de Derecho es que la costumbre es una fuente fundamental de la ley y de la regulación.
Cierto, Su estética sesentera es de un trasnochado evidente. Pero lo que se ve no siempre es lo que se siente y mucho menos en este medio maravilloso que es el cine. No es menos cierto que, ante la opresión oficial, siempre habrá un pequeño reducto de resistencia que inventará la memoria para lo que no está escrito y que las palabras eternas son difíciles de matar. Así que yo voy a exterminar estas que estoy escribiendo, las cuales no merecen hablar de la inmortalidad literaria, con un punto y final...pastilla de silencio para la débil advertencia.

martes, 24 de enero de 2012

ÉXTASIS (1933), de Gustav Machaty

Érase una vez una muchacha de diecinueve años que se llamaba Hedy Kiesler. Era austriaca de nacimiento y tenía unas inconmovibles ganas de dedicarse al cine. Era toda una preciosidad que hacía que, con sólo mirarla, los lujuriosos ojos de los hombres se convirtieran en mandíbulas de un sexo para devorar. Su cuerpo remitía las ninfas de los dioses. Y en 1933, un director llamado Gustav Machaty decidió desnudarla en el cine para que esos ojos tuvieran el alimento que tanto ansiaban…
A partir de ahí, Hedy Kiesler estuvo en boca de todo el mundo. Unos se decían a otros que aquello era pura pornografía (cuando no pasaba de simple erotismo, de lo que hoy consideraríamos un bisoño intento de mostrar rápidamente lo que estaba más que prohibido), pero que, sin embargo, en aquel cuerpo desnudo que exudaba deseo había una belleza que hacía que todo pareciera sólo un retrato de la naturaleza al descubierto. Apenas cinco años después, aquella chica deslumbrante se cambió el nombre por el de Hedy Lamarr y emigró a América para comenzar una prometedora carrera que, con veinticuatro años recién cumplidos, le llevó a protagonizar la excelente Argel, de John Cromwell al lado del galán Charles Boyer.
La fama de Éxtasis proviene, más que de sus valores estrictamente cinematográficos, de la exhibición de ese desnudo temprano e inocente que Hedy Kiesler o Lamarr decidió hacer delante de las cámaras, pero la película tiene un cierto valor en su narración y un buen puñado de imaginación para aderezar los recovecos de una historia de infidelidad, deseo, divorcio y belleza, La dirección de Machaty es asombrosamente moderna para el año 1933, con un lirismo que llega a ser mágico y que trasciende la palabra para adentrarse en los rincones tan poco transitados de la sensaciones humanas a través de lo que entonces se pudo denominar “cine de arte y ensayo” y que hoy es poco más que un tesoro caído en el olvido, destacado por unas virtudes tan fuertes que tapan todos sus valores como un telón que sirve de maniobra de distracción.
Se podría decir que Éxtasis es la respuesta teutona a la mirada francesa de René Clair de Bajo los techos de París, a la pasión desmedida de Flaherty y Murnau en los mares de la Polinesia de la excelente Tabú o, incluso, a la irrepetible visión de ese gran cineasta de muerte demasiado temprana que se llamaba Jean Vigo y que realizó esa obra maestra titulada L´Atalante. El resultado es una película lúcida, bien hecha, que debió de causar un enorme impacto en la época de su estreno. Una película que hace de la banda sonora, un silencio; de la fantasía, una orquesta; de la referencia, una obligación (la sombra de Sergei Mihailovich Eisenstein pulula en algunos momentos del montaje) y del entorno de nuestra propia mirada, un motivo para el cine. También hay un romanticismo exaltado, y un inevitable sentido de antigüedad que, en algunos momentos, nos puede invadir…hasta que una mujer con el cuerpo esculpido por el deseo invade el hábitat de nuestras propias emociones.

viernes, 20 de enero de 2012

WEST SIDE STORY (1961), de Robert Wise y Jerome Robbins

En un prólogo de violencia, en un barrio cualquiera, con sus canchas de baloncesto, sus muros llenos de pintadas, repleto de zapatillas arañadas por el asfalto, de pantalones vaqueros desgastados, de violencia latente, de violencia contenida, donde sólo se respeta el dibujo a tiza de una niña en la acera...reino de príncipes sin súbditos, del otro lado del oropel...en ese prólogo es donde los silbidos resuenan como un eco...mitad como amenaza, mitad como compañía...la correría, la trifulca y la reyerta son los miembros de las bandas...sólo hará falta prender una espita para que se pase del gamberrismo a la sangre derramada.
Con una canción de "jet", los chicos se autorreafirman y se dicen a sí mismos que entre ellos un chico puede ser un hombre y que un hombre puede llegar a ser un rey. Para esos muchachos, estar juntos es un tesoro, por la sencilla razón de que la soledad huye despavorida al verlos. Planean un desafío. Un juego de niños que quieren ser hombres..pero no lo son...no lo son...
Algo viene, algo se acerca, lo presiente un chico que ya ha dejado de correr por las calles porque la madurez ha llamado fuerte en su interior. Reserva sus energías para el duro trabajo que tiene. Pero, quién sabe, tal vez a la vuelta de la esquina le espere el destino. Siempre acechante. Siempre traidor.
En un enérgico baile en un gimnasio todos salen a la pista. Las dos bandas rivales compiten para ver quién es mejor. Se niegan a aceptarse. Sólo entienden de violencia. Sólo entienden de destrucción. Unos para sentir un eximio poder. Otros para hacerse un hueco en un lugar donde se les rechaza una y otra vez. Bailan, bailan, cada vez con más fuerza, con el odio creciendo, con la aversión vigilante...y en medio de todo eso, de toda esa incomprensión...María y Tony se ven...y el mundo deja de existir. Ya no hay ruido. Ya no hay rechazo. Sólo las miradas que se cruzan y que hacen, por arte de magia, que dentro de sus corazones sólo esté el otro y que fuera...fuera no haya nada.
Por eso, Tony canta, canta con todas sus fuerzas que María es la chica que acaba de conocer y que, de repente, se ha dado cuenta del maravilloso sonido de su nombre. Que dicho en bajo, su nombre es una oración y dicho en alto...es música...María...María...
En una azotea, los portorriqueños, la banda rival, se reúnen y los chicos cantan que América no les quiere, que no es un paraíso, que todo es más difícil y más caro y las chicas responden que no, que América por muy mala que sea, siempre es mejor que Puerto Rico. Y así, con una canción inolvidable y un baile extraordinario, nos damos cuenta de que ellos, los inmigrantes, también son América, también son el mundo, que nadie tiene la razón pero que tienen derecho a vivir. Por mucho que pese a los estúpidos racistas.
En un balcón, esta noche, María y Tony se ven y hablan tras las rejas de una escalera de incendios. Son de facciones enfrentadas, Montescos y Capuletos trasladados a la mugre de un barrio deprimido de Nueva York. Pero el amor, el tonto amor, el engañoso amor fabrica espejismos, oasis de paz en el desierto de la violencia y ellos sueñan...sueñan que se aman..sueñan que pueden amarse.
En la calle dura y mojada, los chicos esperan una conferencia donde se va a pactar cómo se van a batir las dos bandas. El nerviosismo les atenaza y se burlan del policía del barrio. Juegan a ser el médico, el psicólogo, el asistente social...todas las estaciones por las que han pasado inútilmente, allí por donde no les han comprendido, ni querido, ni ayudado. Nada. La conferencia se celebra. Se verán las caras debajo de un puente.
María se siente bonita. El amor la hace bonita. Finge ser Miss América porque lo es para el chico de sus sueños. Sentirse bonita por tener un amor es sentir que no sólo tú eres bonita. Todo es bonito. Todo...menos la realidad.
Con una mano y un corazón, se puede fingir una boda, un momento en el que todo se suspende, en el que todo se ilumina, en el que se cogen las manos y sin Dios delante se prometen un amor que pocos han probado, hasta que la muerte les separe...el matrimonio es un juramento de fidelidad entre el destino y la muerte...naturaleza intrínseca del ser humano que ama, vive y sueña.
En un quinteto imposible, Tony intenta evitar la pelea, María desea que lo consiga y Anita se prepara para una noche de amor con Bernardo, jefe de los "Sharks" portorriqueños. Los "Jets" creen que será la batalla definitiva que hará que sean los amos del barrio, señores de la nada. Y los "Sharks" pretenden hacerse sitio y tener un rincón suyo, donde nadie les moleste, ahí mismo, en medio de la nada, de la nada misma. Esta noche...
Las navajas salen a relucir y su color plateado se mezcla con el rojo de la sangre de Bernardo...asesinado por Tony...María...María...
Y en un garaje cualquiera, los supervivientes bailarán frenéticamente para que la calma sea la salvaje melodía que ahuyente el miedo y mientras los faros de los coches sirven de focos para herir los ojos, la rabia quedará sofocada en la energía de un baile irrepetible. Calma...calma...chicos...
Un chico como ese hace que tengas un amor. Porque al fin y al cabo, le amas, eres él y todo lo que es él, también lo eres tú. Tu amor es tu vida aunque la vida no sea tu amor. Tu amor es tu vida.
Y en algún lugar habrá un sitio para los dos. Con paz, tranquilidad y aire fresco fuera de las tristes y rojizas manzanas de ladrillo. Algún lugar, en algún momento, un lugar para vivir.
Y, al final, María irá detrás del cadáver de Tony, como la viuda que realmente es y con la vida mutilada. Porque el gran amor, el único amor...sólo se vive una vez.
Con ella, iremos nosotros, al lado de Robert Wise, director escénico, de Jerome Robbins, creador de una de las mejores coreografías de la historia del cine; y de Leonard Bernstein, compositor de la memorable partitura que tantas veces he cantado en la soledad de mi habitación para creer que el amor de mi vida caería en mis brazos por una canción, por un baile o por la simple certeza de hacer lo correcto, de intentar poner la paz en un escenario de guerra y desolación.
Es una historia cualquiera del lado oeste de la ciudad a través de sus canciones...trozos de vida dibujados en corcheas y blancas.

jueves, 19 de enero de 2012

MILLENIUM: LOS HOMBRES QUE NO AMABAN A LAS MUJERES (2011), de David Fincher

El pasado puede ser tan frío como las inclemencias del tiempo. La enfermedad de la crueldad ha calado de forma tan intensa en las entrañas de una familia que la genética comienza a confundirse con el salvajismo. El malvado, en estos días, es ensalzado como un héroe mientras los honestos denunciadores están condenados a la oscura mediocridad. Ha habido hombres que no han amado a las mujeres. Ha habido mujeres que han sabido levantar murallas para defenderse del miedo. Es otra versión del misterio. Es el consabido relevo de asesinos.
Y es que en el detalle es donde suele estar la resolución. Se pueden inspeccionar miles de papeles y cientos de fotos y no darse cuenta de que el asesino está allí, al otro lado de la acera. Mientras tanto, la marginal, la que está inculpada de ser diferente cruzará su camino con el hombre que todos aceptan, que todos admiran y que, sin embargo, también ha conocido el rostro de la derrota. Juntos acabarán saboreando, muy de cerca, el amargo tacto del nazismo como signo de nacimiento.
Para ir a ver esta película, hay que sentirse mucho más atraído por el hombre que ha adaptado la historia de Stieg Larsson, el prestigioso Steven Zaillian, que por el tipo que se ha puesto tras las cámaras, David Fincher. Más que nada porque la complejidad de la novela del sueco requería a alguien con las ideas muy claras, con las letras precisas y con una capacidad de ordenación de acontecimientos que ha brillado por su ausencia en otras versiones. El trabajo de Fincher, al contrario del de Zaillian, es absolutamente impersonal y cae en errores ingenuos en algunos momentos. Hay modificaciones de la historia original que para nada empañan ni el espíritu ni las intenciones de Larsson. La música es estridente e inadecuada hasta el asco y es el peor activo del intento. La actuación de Daniel Craig como el periodista Mikael Blomqvist es eficiente, algo más humorística y desprovista de cualquier signo de elegancia. La de Rooney Mara como Lisbeth Salander es notable aunque, reconozcámoslo, es el mejor personaje. La de Robin Wright como Erika Berger es, una vez más, un desperdicio que más vale olvidar. La de Stellan Skarsgard como Martín Vanger es relajada y auténtica y la de Christopher Plummer como Henryk Vanger es tranquila y unidireccional. Lo demás es lo de siempre. Una nueva visita a un universo que ya empieza a ser nieve pisada, bien desarrollado, dirigido con levedad e interpretado con cierta rutina. Y es que ya sabemos lo malos, malísimos, terribles y despiadados que somos los hombres.
No cabe duda de que hay también un exceso de metraje que se deja sentir en algunos momentos de la película pero es un pecado menudo para un libro que no es nada fácil de adaptar y que contiene tantísimas páginas. Es frecuente comprobar que, en el público asistente, se encuentran los que asienten porque van reconociendo los pasajes de la intriga; los que intentan, en vano, encontrar nuevos enfoques en esta versión americana y los que, por supuesto, no dejan de comparar la letra con la imagen, el original con el remake sin caer en que todo ello es un ejercicio de cierta inutilidad porque más vale acercarse al cine con la mente en blanco y disfrutar como lo hace un espectador que se enfrenta por primera vez con el periodista más crápula y la investigadora más atípica del cine negro. El nudo carece de alguna tensión pero la agilidad se instala y comienza a ser atractivo visitar de nuevo una saga familiar que tiene que afrontar las consecuencias de un futuro que vuelve para hacer justicia.
Cuélguense los pendientes, empapen el pelo de gomina, sean antisociales y dejen entrever el látigo del desprecio. Tal vez eso sea signo de la brillantez del discurrir, de la evidencia de una memoria fotográfica...Tanta que, últimamente, parece que no hay otra historia de la que echar mano. Palabra de pirata cinematográfico. 

miércoles, 18 de enero de 2012

HOMBRE (1966), de Martin Ritt

Para esta película, tenemos que armarnos de una cierta impasibilidad ante algunas pinceladas de brutalidad que destila pero también no podemos dejarnos en el armero ciertas gotas de admiración por una película que tiene un tono cercano a lo magistral en el terreno interpretativo que nos desliza suavemente por los senderos de una honestidad que, hoy en día, se echa mucho de menos.
Para ello, no sólo debemos fijarnos en la ajustada y fina caracterización de un hombre que sabía actuar con una inusual precisión y adoptando un estilo deliberadamente neutro como Paul Newman, sino en ese maravilloso actor que era Fredric March y la aguda visión de otro nombre, habitualmente mediocre salvo en esta ocasión, como Richard Boone. Ambos componen unos personajes que no solamente son convincentes sino que parecen realmente verdaderos. En el fondo de toda la historia subyace el orgullo de pertenecer a una raza que reclama el derecho de incorporarse con normalidad a la naciente sociedad americana después de haber sido subyugados por el poder militar. Porque, sí, esta película es un western protagonizado por un hombre blanco criado por los indios y que defiende los derechos de ciudadanos que pertenecen a la misma tierra, al mismo núcleo de la nación. No en vano, la película está basada en un libro de Elmore Leonard, novelista de tronío que se ha desenvuelto siempre con particular eficacia en la serie negra y que ahora traslada alguna de sus reglas a una investigación policial en tiempos del salvaje Oeste.
En toda la película, no hay una sola palabra de más. El guión es un mecanismo de relojería que impresiona por el acabado de sus diálogos y por su total ausencia de frivolidad. Es una película que quiere trascender y calar, poner la mirada azul de su protagonista en una sociedad que nunca ha aceptado sus raíces y en la que quizá, para ser capaces de cambiarla, hay que prescindir de cualquier atisbo de emoción y esperanza para adentrarse en el estoicismo de la decepción segura…tal vez así, habrá una razón por la que luchar o despertar en otros el deseo de luchar.
Martin Ritt, el director, uno de esa generación que se dio en llamar “de la televisión” porque procedían de ese medio, no era un hombre al que le gustase parar en asuntos que no trascendieran. Su trayectoria no es impecable, pero hay que reconocer que, de vez en cuando, nos encontramos por esos celuloides perdidos, algún creador que ha intentado ser honesto con todo lo que hacía. Y aquí tenemos un gran ejemplo.
Prepárense para un hombre que lo hacía todo en un gran silencio para que su grito de justicia fuera un poco más fuerte.

martes, 17 de enero de 2012

EL CEBO (1958), de Ladislao Vajda

No te salgas del camino, niña, que hay ogros en el bosque. Los árboles quieren dibujar las celdas de la Naturaleza en tu sendero y las hojas caídas gritan a tu paso, quebrándose en un gemido de dolor y espanto. Una marioneta sale de detrás de una gabardina y entonces, niña, no es que aparezcan tus miedos. Es que aparecen los miedos de los adultos. Y es mejor no coger esos erizos de chocolate. Acabarán por pincharte el estómago por dentro…
Un policía se sale del camino para atrapar al asesino de niñas. Lo deja todo y la caza comienza a ser su obsesión. En su mirada hay miedo, pero también seguridad. No importa abandonar la placa en algún lugar de la ingratitud y atender una gasolinera en medio de una carretera bastante transitada. Lo importante es llegar al castillo del ogro, identificarle, seguirle, preparar la trampa y ensangrentar las marionetas. Todo es un enorme cuento, grotesco y cruel, un cuento de pánico y de horror. Sangre sin hadas. Huecos de negro.
Y es que, quizá, no todo vale para atrapar al maldito asesino. No vale la obsesión. No vale la constancia. No vale ofrecer una víctima. Los remordimientos aparecerán después, tal vez. Pero el asesino caerá en el mismo lugar donde los árboles son barrotes y el río dibuja su cauce en el suelo como si fuera el surco de un muro. Cuidado, niña, al otro lado está el ogro más feroz que te puedas imaginar. Quédate aquí. Que te vea pero que no te toque.
Así, un buhonero se tropezará con su propia desesperación, un psiquiatra quedará fascinado por un dibujo en el que aparece un mago de espaldas, ofreciendo muerte en bolitas de trufa. Una mujer solitaria y rechazada parece encontrar algo parecido al cariño pero la decepción hará que el paso adelante sea una marcha atrás. Una niña irá corriendo por el bosque, buscando esa alegría que tanto se pierde cuando somos adultos, maravillándose con la piedra desgastada, con la lagartija escurridiza, con las desnudas ramas que se elevan como dedos para gritar la desolación del invierno. Sólo el perro de presa permanecerá paciente, amargado, preparado y herido en su honestidad para atrapar a la fiera. Ríe, niña, ríe. La muerte acecha con voz de cariño.
Las manos del asesino se retuercen en un mar de complejos, de gritos de represión, de vacíos de iniciativa. Parecen gusanos luchando por escapar de una madriguera, inquietos, espasmódicos, huidizos. La tensión se tiene que descargar. Matando. Con crueldad. La misma que el mundo muestra hacia él. Maldito ogro que vives en tu viejo castillo, coge tu carroza y vete. Vete allí donde viven los monstruos y esconde tu magia y tu voz. La tortura es vivir ¿verdad?
Niña, no vuelvas la vista atrás y mira sólo hacia delante. Quizá una mano ensangrentada te hará reír mucho más que unos cuantos gusanos llenos de chocolate.

viernes, 13 de enero de 2012

LA VENGANZA DE ULZANA (1972), de Robert Aldrich

Un apache se rebela contra la condena que supone estar confinado en una reserva. Es una rebeldía sedienta de sangre. Su crueldad no conoce límites porque, cuando un apache tortura a alguien, absorbe el poder de la persona torturada y Ulzana, el rebelde, debido a la rendición de su pueblo, tiene un poder muy débil.
La caballería se pone en marcha para cazar al asesino. Al frente, el joven teniente De Buin, recién salido de West Point, un hombre que aún no conoce la sangre pero que está permanentemente asesorado por el señor MacIntosh, un explorador del ejército que conoce a los apaches como si fueran su propio pueblo.
En el camino para atrapar a Ulzana, De Buin irá asistiendo a las terribles torturas que el indio irá cometiendo a su paso y su pensamiento y su raciocinio se inclinarán hacia el racismo más injusto porque, como le dice MacIntosh, “lo que usted teme, teniente, es que el hombre blanco pueda ser tan cruel como lo es Ulzana”.
De Buin arrojará balas de desprecio contra Kenitei, un apache que ha jurado fidelidad al ejército y que también les acompaña. Kenitei será el relevo natural de MacIntosh y nunca se permitirá el lujo de contestar las provocaciones juveniles de De Buin. Kenitei es un hombre joven que sabe más que De Buin por la sencilla razón de que ha luchado.
Al final, MacIntosh, con un pie en el estribo, se despedirá de De Buin sabiendo que parte de la culpa de su destino la tiene el joven teniente que, con una cierta ineptitud, ha propiciado que se acabe una época, que termine una persecución, que no haya mucho sentido en la trampa tendida a Ulzana. El canto de bienvenida a a la tierra es el funeral. El aire se detiene y las rocas esperan. No hay nada mucho más allá del alto en el camino.
La venganza de Ulzana, de Robert Aldrich, es una excelente película, a pesar de esas consabidas inclinaciones hacia la truculencia que ha tenido siempre el director y que, en ocasiones, deseas no mirar en la pantalla. Es una película que habla del relevo de unos caracteres. Se pasa del hombre que lucha al petulante conquistador. Se retira la nobleza y se pasa a la caza a cualquier precio. Se deja que la muerte se adentre en toda una generación porque la nueva se moverá en otros parámetros que apenas se pueden comprender. Es un grito de rebeldía brutal ante la brutalidad de los conquistadores. Es la muerte como piedad. Es la mirada cansada. Es el cigarrillo que no se sabe liar porque ya, dentro de poco, habrá cigarrillos previamente liados. No hay polvo levantado para quien cabalga hacia el aplastamiento. Sólo el suave rastro que dejan las verdaderas leyendas.

jueves, 12 de enero de 2012

LA DAMA DE HIERRO (2011), de Phyllida Lloyd

Cuenta Felipe González que una de las mejores lecciones de alta política se la dio Margaret Thatcher en cierta cumbre del Mercado Común Europeo. Allí, España llevó una propuesta que debía ser votada por los jefes de gobierno de los países integrantes por aquel entonces y González comenzó una ronda de consultas con todos ellos para amarrar todos los votos posibles. Cuando le llegó el turno a la Primera Ministra británica, González le explicó todas las ventajas que iba a tener España si se aprobaba la propuesta, cantando alabanzas varias y beneficios posibles. Margaret Thatcher, con su cortés sonrisa de ama de casa de clase media le contestó: “Todo eso está muy bien, señor González, pero usted aún no me ha dicho ni una sola razón por la cual YO tenga que votar a favor de esa propuesta”.
Y así era Margaret Thatcher, decidida y arrogante tras el parapeto de inofensiva y débil señora de bolso y permanente de pelo tieso. Tuvo que luchar, ante todo y sobre todo, ante un mundo de hombres que desconfiaban de su condición de mujer, que no apostaban por su carácter femenino, que no querían que el mundo diera la vuelta hacia el pañuelo de encaje. Erró en muchas ocasiones, optó por decisiones que eran, cuando menos, discutibles, pero rompió moldes con un liderazgo que no se caracterizó, ni mucho menos, por la levedad y por la indecisión. Ella era valiente y era mujer y eso ya es repetir la misma palabra. Son sinónimos.
Cogida en el momento en que las luces de la razón comienzan a apagarse, Margaret Thatcher comienza a tener encorvada la espalda por los años y difusa la mente por las enfermedades. Su marido, ya fallecido, se le aparece para hacerle reír una vez más y su memoria desgrana sin mucho orden ni concierto algunos recuerdos que dan una idea de su fortaleza de espíritu, de su orgullo de hija de tendero, de su afán por irrumpir con determinación y entereza en la política británica con el fin de hacer lo justo aunque eso conlleve decisiones duras y muy difíciles. Y en el rostro de Meryl Streep cobra vida y pensamiento, profundidad y anchura, con un magistral repertorio de expresiones y engarces que hacen que en ningún momento se note que ahí hay una actriz de extraordinario temple y seguridad increíble. Meryl Streep es la película. Sin ella, no hay nada. Brillante en la senilidad. Implacable en el auge político. Enorme en su decisión de atacar en las Malvinas. La película no toma partido y eso es un tanto a su favor. Sólo intenta retratar a la primera mujer que fue jefe de gobierno en Occidente. Con su reconversión industrial, con sus recortes sociales, con su bonanza económica, con su oratoria de colegio de señoritas, con su tesón admirable, con su euroescepticismo crónico. Ella era Thatcher. Streep ha sido Thatcher. Streep es todo.
Al lado de esta actriz tan impresionante, se halla otro actor que sería injusto olvidar como Jim Broadbent, demostración de que detrás de cada gran mujer siempre hay un gran hombre. Él es quien comprende, quien anima, quien ofrece y quien da el lado humano a una mujer que tuvo que aceptar que para ganar había que sufrir y que nada se conseguía sin esfuerzo. Si Streep es el alma de la película, Broadbent es el corazón.
Por lo demás, estamos ante uno de esos casos en los que la interpretación es tan fascinante que poco importa lo que se ha hecho detrás de las cámaras. El mimo está por delante, intentando trasladar realidades que hasta no hace mucho eran noticias en nuestros telediarios. Y la noticia era una mujer de pañuelos anudados al cuello, vestidos de tonos discretos, collar de perlas de doble vuelta, mirada huidiza y gesto temible que no hacía más que romper fronteras, reinstaurar imperialismos y pasear su espalda recta, símbolo de su paciente determinación y de su voluntad de mujer. No hubo quien pudiera con ella. Salvo Meryl Streep. 

miércoles, 11 de enero de 2012

GALILEO (1975), de Joseph Losey

Dentro del cine de Joseph Losey siempre destaca la asunción de personalidades ajenas empujadas por circunstancias que pueden ser casualidades pero que, también, pueden ser sorpresas de un destino que, a veces, es sinónimo de cruel. En Galileo, Losey se mantiene fiel al espíritu de ese extraordinario dramaturgo, vital en el teatro del siglo XX, que fue Bertolt Brecht a través de la adaptación que, para sí mismo, realizó el propio Charles Laughton en las tablas del West End. A través de un juego de sombras y luces, trasunto de una era que se debate entre la cómoda oscuridad de la ignorancia y la terrible perspectiva de cambiar la concepción de la creación mediante el conocimiento, Losey dirige una película-teatro de diálogos fascinantes, con interpretaciones que se quedan incrustadas en las sensaciones de nuestra propia ética como las de Topol (¿quién no se acuerda de él en su entrañable y fantástica interpretación de El violinista en el tejado?), Tom Conti, la breve, histérica y fabulosa aparición de John Gielgud y la enigmática y acertadísima composición de Edward Fox metido de lleno en el lado más tenebroso de la púrpura cardenalicia.
La razón…la era de la razón…era en la que buscamos respuestas cuando nadie ha hecho la pregunta…la respuesta crea la pregunta y la pregunta abre el abismo de lo desconocido…Cuántas miradas de curiosidad en la incesante búsqueda de la verdad. Y la verdad es tan dolorosa…tanto…que, a veces, no puede evitar salir…quizá escondida en un bolsillo interior de un país invitado a la ceguera colectiva…pero tiene que salir y gritar…gritar que sólo hace falta ver para conocer, dar el alarido sobrecogedor que despierta la conciencia de quien siempre prefiere dormir…y así, sólo así, la noche es clara…las estrellas lanzan su mensaje de luz y el universo se inunda de saberes que nunca soñamos con tocar. Brecht no repara en decirnos que la verdad es lo que no permite la manipulación, que la verdad no se retracta aunque la parte de humanidad que aún anida en nosotros tenga un pavoroso miedo al dolor. Es la era de la razón y el nacimiento del dolor y el dolor llora como un recién nacido sólo porque quiere tener la voz de justicia, la voz que dice que Dios no está en las estrellas, no está en el firmamento que es tan preclaro como un pergamino recién escrito. Dios, si existe, está en nosotros y en nuestro propio conocimiento. Y, en ocasiones, tenemos que disfrazar al Dios que hay en nosotros para poder seguir arañando las telas que nos permitan ver con mayor nitidez todo lo que nos es escondido.

martes, 10 de enero de 2012

FRACTURE (2007), de Gregory Hoblit

Los sentimientos de superioridad suelen ser propios de todos aquellos que se creen capaces de burlarse de todo sin represalia alguna. Encontrar los resquicios de la ley siempre imperfecta puede ser todo un juego para quien aspira a deshacerse de su mujer, una hermosa dama, porque compartir no es precisamente la mayor virtud de las inteligencias superiores.
En Fracture, de Gregory Hoblit, un director irregular que asombró a propios extraños con Las dos caras de la verdad (menos mal que yo no era ni propio ni extraño), que desaprovechó descaradamente un argumento excelente en Fallen, que estuvo más que atinado en Frequency y que cuando hizo La guerra de Hart debía de estar bajo los efectos de algún psicotrópico contra la depresión, consigue, en esta ocasión, una película que fascina porque sobre ella domina la sombra, la experiencia, la sabiduría y la medición con la que Anthony Hopkins aborda su papel. Poco importa si está mal o bien dirigida, si el argumento parte de un error de base al presentarnos a un personaje extraordinariamente inteligente que comete un error casi infantil, si el joven Ryan Gosling (un actor que promete) hace frente con algo más que dignidad al torbellino Hopkins, lo que prima en esta película es la interpretación, llena de fuerza, salpicada de ironía, contenida hasta los límites de la seguridad extrema del actor galés. Todo en él parece trazado bajo las líneas de la precisión matemática: sus gestos, su estar, su especial inteligencia, sus miradas elocuentes en silencios charlatanes, sus elegancias consumadas, sus indagaciones de carácter que resultan no sólo convincentes, sino también razonadas.
Quizá alguien, con el ojo puesto en el defecto y el defecto puesto en la forma de mirar, diría que es una repetición del mítico personaje que Hopkins ya perfiló con maestría en la excepcional El silencio de los corderos. La respuesta es que no. Mientras que allí salpimentaba su caracterización con un aire permanentemente siniestro que incluso se presentía en su sonrisa, aquí, Hopkins se decanta por una ironía placentera, por la seguridad de ser cruel sin necesidad de ser truculento y de bucear en detalles que enturbien las entrañas del espectador. Es un actor de enormes matices, de puntos de inflexión de riqueza pocas veces igualada. Es un actor.
Ya he dicho que Ryan Gosling está más que digno haciendo frente a un monstruo ante el que se arredraría cualquiera, pero es que el chico lo hace realmente bien y lo que siempre se nos queda entre los dedos, escurrido en breves apariciones, es lo poco que se ve a un actor que es también asombroso en cuanto a matices y perfecto en cuanto a ejecuciones como es David Strathairn. Siempre que este tipo sale en pantalla, te quedas con ganas de más.
La dirección de Hoblit, por otro lado, es correcta, no es de esos tipos que te sorprenden con un plano que te deja boquiabierto o con una estructura que te obliga a trabajar mentalmente. Tiene una cierta tendencia a colocar un cepo para que pisemos donde no debemos pero se le perdona cuando tiene una paleta de colores de tantas gamas. No en vano tampoco debemos olvidar que se basa en un guión escrito por unos fulanos que tampoco es que te dejen con las teclas temblando como Daniel Pyne (El mensajero del miedo, Pánico nuclear...Es decir, poco más que un correcto adaptador de historias ajenas) y Glenn Gers, un hombre que lucha en la jungla de Hollywood por hacerse camino hacia la dirección y que sólo ha trabajado para la televisión, de ahí que algunos rincones del film parezcan extraídos directamente de un Estrenos TV.
Esta no es una película de misterio, no es una de esas típicas historias que hacen que quieras saber quién es el culpable o cómo van a coger al malvado de turno. Ni siquiera tiene una enorme sorpresa al final. En el fondo, quieres que el malo gane, solamente porque es mejor. Es la seguridad de que la ley está resquebrajada por fisuras por las que se puede colar la maldad. Esta es una película para recostarse bien en el asiento y fijarse en los actores, en las expresiones, en algún que otro giro inteligente, sí…pero es que el giro más inteligente que puede tener esta película se halla en el rostro, lienzo de sensaciones y de ironías, de un actor que, nos guste o no, es de los últimos que ya son leyenda.

miércoles, 4 de enero de 2012

DRIVE (2011), de Nicolas Winding Refn

La noche parece envolver todos los colores mientras el motor ronronea a la espera de dar un rugido que llame a la velocidad. La mirada en el retrovisor es fría como el hielo y el gesto en el parabrisas es granito en bruto. El volante se quiere insinuar en las manos de quien sabe acariciarlo y el asfalto es una alfombra donde dibujar los derrapes y la aceleración. Durante cinco minutos, el hombre que conduce el coche es nuestro. Un minuto antes o un minuto después, la regla de disponibilidad quedará hecha trizas.
Y es que entre tipos saliendo deprisa y corriendo con bolsas llenas de dinero y el maldito trabajo de especialista en el cine, no ha habido tiempo para más que la soledad con un punto de desesperación. El cambio de domicilio frecuente, el coche siempre distinto, el silencio alrededor. El conductor de marras ni siquiera puede expresar una opinión, no es de su incumbencia, no hay más vocabulario que el del motor y el de la habilidad al volante. Lo demás es palabrería. Lo demás es vacío.
Sin embargo, alguien se cruza en su vida y todo comienza a tener un color distinto. La sonrisa aparece de vez en cuando en sus labios apretados. El disfrute le acaricia con timidez en la mano. Alguien de quien preocuparse. Una aceleración en la vida. El corazón, siempre templado, empieza a latir con preocupantes ruidos en la caja de cambios. Todo es un espejismo porque, en su infinita frialdad, este hombre va a intentar poner en orden la vida de ella. Tal vez porque sólo eso merece la pena. El dinero es secundario. Seguir es prescindible.
La mafia corroe los cilindros y algo sale mal. La sangre sale y lo hace con fuerza. La violencia es terrible. El ajuste de cuentas es necesario. Cuanto más cruel, mejor cuadra. No puede haber retornos. Sin piedad. No hay sueños que cumplir. Sólo queda envolverse en la máscara impasible y hacer lo lógico. Y si hay que derrapar hacia el abismo es mejor llevarse a unos cuantos por delante.
Interesante la película de cine negro que plantea Nicolas Winding Refn con una baza asegurada en la estupenda interpretación, pétrea y segura, de Ryan Gosling en el papel de un hombre que conduce para aquellos que necesitan una fuga rápida y limpia después de un trabajo a punta de pistola. La frialdad que imprime a la mayoría de sus expresiones rayan en una perfección que no deja entrever la reacción posible de ese chofer que está hundido en la soledad y en la indiferencia y que se ha acostumbrado a vivir así. Al fin y al cabo, conducir no es sólo mantenerse en un carril, cambiar a tiempo de marchas y usar el acelerador con tanta precisión como sea posible. El riesgo está ahí. El semáforo no siempre está en rojo. Y el personaje que interpreta Albert Brooks también es un indicativo de que es mejor no saltarse la señal. Eso sí, si la violencia no les gusta, cómprense un cochecito de juguete y jueguen a los atracos en las alfombras de carretera dibujada en su casa. Es mucho más seguro y no tendrán que apartar la vista.
Con un cierto ritmo irregular, con alguna que otra tendencia hacia la estética de los años ochenta y con un argumento brillante, de novela negra y frenazo en la raya, no cabe duda de que es una película que llega a sorprender al sumergirnos en la noche de la delincuencia y de una vida descolocada y decidida que, de repente, encuentra algo que relaja el gesto y enternece la dureza de unos neumáticos acostumbrados a correr tanto que apenas les queda dibujo. El olor de la gasolina quemada llega a adormecer los sentidos mientras asistimos, sorprendidos, a una carrera que sólo termina allí donde la noche es un inmenso agujero sin final. Y es que quizá no veamos las lágrimas caídas en la calzada, como líneas blancas a lo largo de una autopista donde la última parada es el castigo para el solitario.