miércoles, 11 de enero de 2012

GALILEO (1975), de Joseph Losey

Dentro del cine de Joseph Losey siempre destaca la asunción de personalidades ajenas empujadas por circunstancias que pueden ser casualidades pero que, también, pueden ser sorpresas de un destino que, a veces, es sinónimo de cruel. En Galileo, Losey se mantiene fiel al espíritu de ese extraordinario dramaturgo, vital en el teatro del siglo XX, que fue Bertolt Brecht a través de la adaptación que, para sí mismo, realizó el propio Charles Laughton en las tablas del West End. A través de un juego de sombras y luces, trasunto de una era que se debate entre la cómoda oscuridad de la ignorancia y la terrible perspectiva de cambiar la concepción de la creación mediante el conocimiento, Losey dirige una película-teatro de diálogos fascinantes, con interpretaciones que se quedan incrustadas en las sensaciones de nuestra propia ética como las de Topol (¿quién no se acuerda de él en su entrañable y fantástica interpretación de El violinista en el tejado?), Tom Conti, la breve, histérica y fabulosa aparición de John Gielgud y la enigmática y acertadísima composición de Edward Fox metido de lleno en el lado más tenebroso de la púrpura cardenalicia.
La razón…la era de la razón…era en la que buscamos respuestas cuando nadie ha hecho la pregunta…la respuesta crea la pregunta y la pregunta abre el abismo de lo desconocido…Cuántas miradas de curiosidad en la incesante búsqueda de la verdad. Y la verdad es tan dolorosa…tanto…que, a veces, no puede evitar salir…quizá escondida en un bolsillo interior de un país invitado a la ceguera colectiva…pero tiene que salir y gritar…gritar que sólo hace falta ver para conocer, dar el alarido sobrecogedor que despierta la conciencia de quien siempre prefiere dormir…y así, sólo así, la noche es clara…las estrellas lanzan su mensaje de luz y el universo se inunda de saberes que nunca soñamos con tocar. Brecht no repara en decirnos que la verdad es lo que no permite la manipulación, que la verdad no se retracta aunque la parte de humanidad que aún anida en nosotros tenga un pavoroso miedo al dolor. Es la era de la razón y el nacimiento del dolor y el dolor llora como un recién nacido sólo porque quiere tener la voz de justicia, la voz que dice que Dios no está en las estrellas, no está en el firmamento que es tan preclaro como un pergamino recién escrito. Dios, si existe, está en nosotros y en nuestro propio conocimiento. Y, en ocasiones, tenemos que disfrazar al Dios que hay en nosotros para poder seguir arañando las telas que nos permitan ver con mayor nitidez todo lo que nos es escondido.

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