miércoles, 29 de febrero de 2012

LOS RATEROS (1969), de Mark Rydell

En los largos caminos de la vida es posible que, en alguna ocasión, tengamos como maestro a un ratero, a un charlatán, a un mentiroso, a un mujeriego…y que en un plazo muy corto de tiempo, nos intente enseñar a ser rateros, charlatanes, mentirosos y mujeriegos…y aún así consigue hacernos ser depositarios de un encanto especial, de una de esas sonrisas socarronas e irresistibles que sólo alguien como Steve McQueen era capaz de articular. Y es que esta película es lo que hace con nosotros. A pesar de que sabemos discernir y reconocer a unos fanfarrones, estúpidos y embaucadores, McQueen nos hace relajar el semblante; Mark Rydell, el director (años más tarde alcanzando el triunfo con la maravillosa En el estanque dorado) nos deja con una despreocupación agradecida; y John Williams, el compositor, nos acompaña con una extraordinaria banda sonora, preludio ineludible de su talento fuera de lo común, que hace que, muchas veces, creamos que incluso nuestra propia vida tenga música de fondo.
Tal vez, sólo tal vez, puede que no sea una película que guste a todo el mundo. Siempre que la vuelvo a visitar, me queda la sensación de reencontrarme con un viejo amigo con el que, a pesar del tiempo, me han unido ciertos lazos de afecto inconfesable. En el camino empedrado de fotogramas realizados con romance, excitación, oportunidades, experiencias…y sobre todo, eso sí, con un coche que hace que las manos nos apesten a volante.
No es una gran película, es una estupenda y divertida película por la que supuran algunas de las letras del gran William Faulkner en una de cuyas novelas se basa la historia. Es un rato de carácter, de actitud, de estilo, de juventud perdida y de madurez encontrada. Es un final de autenticidad que llega, después de risa interior, al exterior del corazón. Y para ello, nos movemos, a velocidad de bólido trasnochado, por una atmósfera única que, de alguna manera, también intenta denunciar algunos conceptos reprochables sobre la sexualidad y el racismo. Es un pequeño tesoro de ternura a través de la sonrisa. Es una película que solamente me hace añorar a ese magnífico bribón de difícil trato y personalidad errática que era Steve McQueen.
En cualquier caso, en medio de esa destacable carrera de caballos que también aparece en la película, no deja de ser un anuncio del adiós a la inocencia de un país que prefirió ser inocente a dejar de mentir. No se equivoquen, no es una de esas que nos deslumbra con su espectacularidad ni con una brillantez inusual. Es simplemente una visión sin clima de un viaje de iniciación en el que el embuste permanecerá como una forma de vida hasta que la misma muerte es la mayor de las falsedades.
No enseñen a mentir, una de las más grandes mentiras jamás imaginadas es el cine. Prepárense para asistir a la falacia. Y no se sientan culpables por sentirse divertidos o porque haya una cierta sensación que les conmueve y les lleva a la emoción. Es genial dejarse arrastrar en algunas ocasiones.

lunes, 27 de febrero de 2012

DUELO AL SOL (1946), de King Vidor

Bajo el sol abrasador, la arena del desierto se deja querer por la luz de un beso entre la tierra y el cielo. Las rocas son hornos de la árida pasión para que, con un último esfuerzo, en una postrera danza con la muerte, besarse sea la meta de unas bocas que se aman con la equivocación como caricia. Lo honrado es lo gris. Lo canallesco es lo atrayente. ¿Qué mujer de sangre hecha de fuego no ha pensado eso? La piel cetrina del deseo refulge en la oscuridad abriendo el abismo de la lujuria confundida con el amor. Una voz nos guía por los surcos abiertos al paso de un carromato y el destino sólo puede ser la muerte que, una vez más, no se habla con el amor.
La normalidad es la bala que aguarda su turno en el tambor de un revólver. El cielo descarga su ira de calor asfixiante transformado en la tierra en gotas de un sudor pegajoso que se niega a abandonar la piel en la que nació. El color del desierto impregna la mirada del turbio ámbar de la tentación de unos hombros desnudos y de unos ojos que te desnudan en su cálido pestañeo. El viaje hacia un romance imposible, a menudo, no tiene billete de vuelta.
Pues no. Aún así Duelo al sol no está entre mis preferencias. Es el alumno perfecto al que todo profesor guarda una cierta manía. Tal vez porque mi paciencia es limitada. O porque mi gusto es comparable al de un gusano de parra. No lo sé. Quizá tengo almacenadas algunas sensaciones que no me gusta reavivar cada vez que la veo. O, incluso, porque puede que no sepa el agudo significado de una pasión llevada hasta sus últimas consecuencias por parte de alguien que será polvo…mas polvo enamorado. Puede que no haya sabido amar nunca. O puede que King Vidor sea un director que, salvo raras excepciones como en …Y el mundo marcha, El manantial y Cenizas de amor, no me haga saltar de la butaca. Yo sé que esta película es buena. Lo sé. No hace falta que nadie me lo diga. Igual que sé que Elsa Pataky es una señora muy guapa, pero no me gusta.
Así que vista ésta gran ocasión que tienen para rebatirme, yo creo que deberían ver esta película, saborear sus matices, degustar su sensualidad y recubrirla del resbaladizo aceite del raciocinio. Luego cogen a su pareja por banda y, con los pensamientos bien colocados, diriman una batalla dialéctica que empiece por “Mira, cariño, el César Bardés ese que escribe en Los ojos del lobo, no tiene razón porque…”

viernes, 24 de febrero de 2012

YOUNG ADULT (2011), de Jason Reitman

De repente, una mujer se da cuenta de que el vacío es su compañero de piso. No hay horizontes hacia los que mirar, ni suaves comidas de noche y amistad, ni realizaciones soñadas desde los albores de la inútil adolescencia. Las decisiones absurdas se suceden y las copas ya son todas iguales. Después del impulso juvenil llega la madurez irresponsable y todo resulta tan gris como darse cuenta de que no eres ni la mitad de lo que soñaste ser hace veinte años.
Incapaz de ver la verdad de su inmensa nada, la mujer toma de nuevo otra decisión inmediata, sin pasar por el filtro del pensamiento. Y regresa al lugar de donde salió con el fin de intentar revivir lo que considera que fueron los mejores años de su vida simplemente porque cree que el amor estuvo presente. Y el amor es ese gran fugitivo que siempre está en busca y captura. Más bebida, más nada y por sus ojos trastornados intuye que la felicidad es un patrimonio que pertenece exclusivamente a los demás.
Recuerda cómo se ligaba en el instituto, cómo trató con indiferencia a todo aquel que no le era atractivo, cómo fue princesa con mando en plaza porque su físico era deslumbrante y todos los chicos rogaban por una simple mirada amable que les transportase a un sueño de unas pocas horas de compañía. El recuerdo siempre es engañoso porque deforma lo que creemos que fue perfecto y, sin embargo, es muy fiel con todo aquello que nos hizo fallar. El anonimato pesa como una losa cuando se ha sido la más envidiada de los alrededores. La fuga es una cueva. La huida es volver la mirada a la imagen que devuelve el espejo.
En un argumento anecdótico y con cierta tendencia a la comedia, resulta que nos encontramos ante una película que destaca por la presencia convincente de Charlize Theron, haciéndose cargo de un personaje de cierta complejidad psicológica pero que solo sabe moverse en el absurdo derivado de la depresión. El resto es un mero apunte que podría haber despuntado de la mediocridad si no fuera porque, por culpa de la inercia a la que condena un personaje que toma decisiones repentinas y es pura improvisación, el guión no se preocupa demasiado de las transiciones anímicas o de rascar más profundamente en la siempre difícil personalidad femenina. Así, al igual que se siente mal, en un momento dado, se siente bien de buenas a primeras. La cobardía se transforma en un mirar de frente y con paso decidido. Y no hay medias tintas. El pobre compañero que se erige en confesor, más atractivo que ningún otro, carece de humor y de la socarronería que pide a gritos su personaje. El objeto del deseo de la protagonista es más soso que una ensalada sin vinagre. El enredo en sí mismo no tiene mucho sentido y, aunque se ve sin demasiada preocupación, también se olvida al empujar la barra de la salida de emergencia del cine.
Detrás de las cámaras está el ínclito Jason Reitman, ese cineasta que no se sabe muy bien si es muy independiente o muy plegado a la comercialidad y que, en esta ocasión, está muy por debajo de la competente Up in the air aunque abunda en esa obsesión suya de hacer caer del pedestal a personajes que tienen todo para ser feliz y no consiguen verlo, creyendo siempre que los demás lo son. En la producción figura el nombre de John Malkovich y en el guión el de esa estrafalaria y excéntrica escritora que recibe el peligroso nombre de Diablo Cody. Todos ellos quedan empequeñecidos por la labor de Charlize Theron que, sin dejar de ser tremendamente atractiva, hace lo posible porque todos odien a la chica más guapa de la edad del pavo, solo que su pavo es con treinta y siete años. Es lo que tienen los mitos de los eternos retornos, que nunca se llegan a ir del todo y, con ellos, están los mismos defectos que los hicieron despreciables. Todo por no mirarse ahí dentro, donde está la verdad. 

miércoles, 22 de febrero de 2012

LA MUJER DE NEGRO (2011), de James Watkins

Hace algunos años Emilio Gutiérrez Caba y Jorge de Juan consiguieron un enorme éxito llevando La mujer de negro a las tablas. Aquella obra estaba basada en el libro de Susan Hill pero con el añadido de una vuelta de tuerca más gracias a Stephen Mallatratt que adaptó la narración al teatro y puso de su parte un original punto de vista que no se toca en esta versión cinematográfica.
James Watkins dirige con sobriedad y con acierto esta muestra de terror que sabiamente no se detiene en casquerías ni vísceras arrancadas de cuajo. Con la maravillosa ¡Suspense!, de Jack Clayton como modelo, el terror que elige Watkins es el de la tensión bien dosificada, con una larguísima secuencia en la que mantiene admirablemente el ritmo y el tono. El reparto está ajustado, la fotografía es brillante e inquietante a partes iguales. El único error posible es la presencia de Daniel Radcliffe en el papel protagonista. Carente de dotes dramáticas, su presencia es solo una simple guía que apenas habla y que raramente actúa. Su soltura en papeles de adulto después de la serie de Harry Potter es limitada y no llega a sintonizar lo suficiente como para que el pública tema demasiado lo que pueda pasarle. Tal vez, el odio de los espíritus también se ha manifestado en él y lo que verdaderamente importa sea salvaguardar la inocencia de los niños de las terribles maldades de los adultos. Él ya es uno de ellos.
Lo cierto es que, poco a poco, nos vamos adentrando en una atmósfera de turbiedad agravada por una impenetrable niebla. La maldición parece latente en una aldea que vive todos los días con el miedo y que tiene la costumbre de encerrar a sus hijos. Las marismas son la puerta del agua para una mansión de madera olida y de verjas tan desvencijadas como el alma. Allí, el aire parece que permanece quieto, a la espera de que el cielo de la maldad llegue a su fin. Las ventanas están pintadas con el polvo del olvido y de la muerte. La tristeza se apodera de las llamas de las velas. Al fondo, una puerta se abre, pasa una sombra, el miedo llega, nada se siente. Solo se presiente.
El barro es el escondite perfecto para el crimen. La cruz delatora es el luto del alma y el silencio incluye el desprecio y no deja ver al pánico terrible que se adueña de todos cuando los espíritus vagan en busca de una venganza.. El próximo, querido lector, puede ser usted.
Quizá la tragedia sea en el fondo el comienzo de la felicidad, el ansiado reencuentro, el premio elegido. Mientras tanto, el espectro fija su mirada en todos aquellos que apoyaron la crueldad con la indiferencia, que fueron cómplices del horror de la separación. El gótico se mezcla con la incredulidad deseada. Llega el aviso. Lo único que queda por hacer es organizar la coherencia de la eternidad.
La humedad se hace compañera de los cabellos, los ojos buscan explicaciones, la verdad no quiere ser escuchada. El rojo de la sangre es el telón de fondo y el mar se arrastra para tapar las pruebas y aislar las voluntades. El susto es ver lo innombrable, es asistir y no participar de la inquietud, es pensar que un niño puede ser manejado con el mandato del infierno. El dolor se amontona y ya no queda mucho espacio para pensar. La culpabilidad se desvía con demasiada facilidad. Y todo pasa porque el perdón es demasiado difícil de alcanzar. El negro lo domina todo y la tierra agarra con sus largos brazos a la luz del día. No hay nada que ver, forastero. Solo hay que tener tiempo para huir. Así que no lo olviden. Cuando acabe la película piensen en no mirar atrás porque tal vez les sigue una sombra de horror, de pena, de crueldad, de rencor asesino. Es el pasado que se encarga de recordarles todo aquello que debieron y no quisieron hacer. El destino torcido siempre empuja hacia sus designios y para ello no duda en armarse hasta el alma del odio y del frío de la muerte. 

martes, 21 de febrero de 2012

EL ROSTRO IMPENETRABLE (1961), de Marlon Brando

El enorme ego de un Marlon Brando en plena efervescencia dio como resultado una película como El rostro impenetrable. En su única película como director, Brando hizo suyo el juguete de los sueños para llevar a cabo la larga historia de una venganza que se convierte en una epopeya de motivaciones salpicada de un cierto manierismo y que no fue más que el capricho de una estrella que quiso controlar todos los aspectos de su carrera con un producto demasiado caro y aún más prolijo.
El director previsto en un principio para adaptar la novela de Charles Naider fue Stanley Kubrick. Como no pudo ser menos, el choque de vanidades fue tan estrepitoso que seis semanas antes de comenzar el rodaje, Kubrick fue despedido por un Brando que, a la sazón, también era productor de la cinta. El último encuentro entre ambos fue tan simple como éste:
-. Marlon, llevo seis meses trabajando en la película y aún no sé de qué va.
Brando, enfadado y quisquilloso, le espetó a Kubrick:
-. Va de que cada día que pasa tengo que pagarle una millonada a Karl Malden (coprotagonista de la película).
Kubrick, con su habitual impasibilidad, replicó sin pestañear:
-. ¿Sí? Pues entonces creo que te tendrás que buscar otro director.
Brando tomó las riendas de la película sin saber muy bien qué hacer con la cámara. Cuando acabó el largo rodaje de seis meses, había rodado treinta horas de celuloide que, en un primer montaje, dio como resultado una historia de seis horas y veinte minutos. Y, de hecho, Karl Malden cobró tanto dinero que, con él, se compró un fabuloso rancho al que, con cierta ironía, le puso el nombre de “One-eyed land” en clara alusión al título original “One-eyed jacks”.
Bajo su montaje actual de dos horas y veintitrés minutos El rostro impenetrable describe el arduo camino de una venganza dirigida por el abismo de la duda y del sendero del no saber qué hacer con una vida truncada por una traición. Brando está perfecto en algunas secuencias, con su legendario sentido de la improvisación ejercido de manera brillante, pero también cae en el narcisismo exasperante de alguien que se sabe grande en una profesión que desprecia, y bello ante una cámara a la que no le hace falta mucho para enamorarse de él. Karl Malden se erige en un actor ajustado en su papel, sin salirse ni un ápice de su personaje siempre creíble y siempre amenazante. Así mismo, hay secuencias de innegable hermosura y originalidad al borde de un mar que siempre ha sido desierto en los westerns pero aquí aparece como reflejo de turbulencias y tempestades.
En cualquier caso, El rostro impenetrable es una de esas películas de interés histórico que cabalgan hacia nosotros con la lentitud de quien no supo desenfundar aunque, tocado por una mano divina, nos regalara algunas de las más extraordinarias interpretaciones que el cine quiso darnos. Y, eso sí, coman algo frío mientras la ven porque la venganza está en el buffet.

viernes, 17 de febrero de 2012

EL INVITADO (2011), de Daniel Espinosa

La rutina es una losa que llega a ser muy difícil de mover. Todos los días el mismo timbre del teléfono, la misma contraseña ridícula, el mismo informe innecesario. La pelota golpea en la pared, en el suelo y vuelve a la mano. Invariablemente. Inevitablemente. Y alguien de mirada sabia, de nervios de acero, de veteranía casi insultante viene y se registra como invitado. Todo se concentra en sus ojos. En ellos están todas las respuestas.
Los disparos se suceden. Las decisiones se precipitan. Hay que actuar con sangre fría y no hay tiempo para pensar. La vida por el sumidero. La lógica por la alcantarilla. El vertedero de espías se va amontonando. Traición, ambigüedad, dinero, inocentes sin futuro, inteligencia sin otro objeto que la corrupción. Los estallidos proliferan y la protección es un rompecabezas que no encaja, que no se soluciona. No, al menos, con los métodos habituales de cloaca y ráfaga. La clave es la honestidad.
No hace mucho se pudo ver una muestra del trabajo del director Daniel Espinosa bajo la bandera sueca de Dinero fácil y ya se notó cómo, en sus manos, la cámara se contagiaba de un nerviosismo que se antoja fútil y más una excusa para dejar una impronta de falso estilo que como un recurso narrativo de evidente explicación. Lo cierto es que, teniendo un buen argumento entre las manos, Espinosa no sabe encuadrar con precisión ni un solo plano porque de las mil maneras posibles de rodarlos, elige siempre la peor. Salta del estilo documental a su característico y falaz nerviosismo, de la técnica videográfica al mareo gratuito, quiere ser vibrante y es pesado y maneja mal algunos tópicos porque caen en lo previsible mucho antes de llegar al desenlace de la situación. Así lo que se consigue es dar con una película llena de algo pero vestida de nada. Entre otras cosas porque la historia tiene la suficiente fuerza como para atrapar y cazar aunque no para desollar y, en buena parte, eso se debe al soberbio trabajo de Denzel Washington, capaz de dar empuje y brío al asunto. Por otro lado, Ryan Reynolds acierta aunque no asombra y detrás hay todo un plantel de secundarios que aportan una ventaja añadida en la retaguardia y que responden a las identificaciones positivas de Brendan Gleeson, Vera Farmiga, Rubén Blades y Sam Shepard.
Hay escenas de mucha intensidad aunque siempre tomadas en un primer plano exasperante. Otras de mero descanso que ponen la paciencia a prueba por un deseo incontrolable de rodar cámara al hombro. Al hombro roto, además. La torpeza de algunas operaciones es tan evidente que uno llega a preguntarse cuáles son los requisitos exigidos para entrar en la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos. Perder la vida, aquí, no implica necesariamente dejar de existir. Es sólo el paso de rutina si aún se guarda algo de moral en el pensamiento. El engaño tomado como verdad. El cine travestido de modernidad. La ambición de un peldaño más. La decepción de subirlo y darse cuenta de que no se ha avanzado nada.
Así pues, quizá sea tiempo de mirar alrededor y de darse cuenta de que lo que se tiene, ya es mucho. La monotonía es el mejor signo de que la tranquilidad es la mejor compañera. Ser agente de campo no es ninguna ganga porque, tarde o temprano, la persecución será lo normal. Y todo el mundo sabe que los vertederos se suelen situar en medio del campo. Va a ser mejor volver al mismo timbre del mismo teléfono, a la misma contraseña ridícula y al mismo informe innecesario. ¿Y la honestidad? Eso, ahora, es un cuento sudafricano.
Nombre clave: Aceptable. Verificación: No está mal. Informe remitido a las 01:23 a.m., hora española. Dirigirse a piso franco para su transmisión inmediata. El invitado dejará en un artículo todo lo que piensa. Cuiden del invitado. Yo soy su invitado.

jueves, 16 de febrero de 2012

CABALLO DE BATALLA (2011), de Steven Spielberg

El galopar de un caballo en el tambor de la llanura es el mensaje rítmico de la nobleza. La mirada persigue el cariño, y el agradecimiento es la lealtad. La seguridad de que por las venas del equino corre sangre pura hecha de valentía es la apuesta para seguir adelante en la lucha. El corcel está hecho para no rendirse, para ser la conciencia y la verdad, para convertir la intuición en ética. Y es entonces cuando todo el que le tiene frente a frente sabe que su sabiduría de animal es un ejemplo de humanidad.
La paciencia es exigente y cuando se derrocha suele devolverse con creces. La perseverancia de los perdedores es un triunfo en sí mismo. La tierra no regala nada y las pezuñas del caballo se agarran como ventosas al suelo cicatero. La humillación es un espectador molesto y la ira sin más razón que la derrota no sirve de nada. No importa perder todas las carreras de la vida, lo que importa es colocarse otra vez en la línea de salida para tratar de vencer. Es el material del que están hechos los hombres tranquilos.
El mundo se desmorona y la nobleza obliga. Los galones relucen y las armas humean. En el galopar se conoce al animal que tiene madera de héroe. Las espadas apuntan hacia la carga de una brigada ligera y la muerte cambia los destinos. Un muchacho con el rostro lleno de barro cree que un caballo puede curar y vuelve a cuidarlo, a sentirlo y a montarlo. El ojo refleja la ilusión después de la fría noche. Y una niña, con el cariño a punto, se dispone a arrancar un poquito de felicidad a una vida que se ha empeñado en quedársela toda. Una temerosa iniciativa, un galopar hacia la utopía y los cañones vuelven a sonar con toda su pesadez, con toda su crueldad de máquinas de guerra. La voluntariedad del instinto es la heroicidad. Con sus brazos viscosos, el barro se pega a la fuerza, y los días se apagan poco a poco. Es la realidad que se empeña en trazar todos los senderos de gloria que acaban en el cementerio.
El agotamiento es el enemigo a batir, y cuando hay que correr, se hace con toda la espectacularidad de la elegante zancada del indomable. Los alambres de espino parecen plantas sembradas en el camino y, en medio de la tierra de nadie, donde muchos dan todo, hay un conato de amistad absurda, una sonrisa de solidaridad, un remordimiento rememorado, unas tenazas oportunas y una moneda lanzada al aire. Nada en la tierra de nadie. Tan sólo la seguridad de que, incluso en la más cruel de las guerras, el ser humano sigue siendo capaz de sacar lo mejor.
Un viejo maestro lleno de música y años pone la banda sonora, un polaco que sabe colocar filtros nos da fotografías de ensueño y un judío que creció con el cine dirige con impecable brío cada uno de los trotes de un caballo que miró siempre hacia delante con la nobleza como uniforme, con la estima como pago, con el precioso cabalgar como símbolo de libertad de espíritu, de entrega y de amistad. Durante todo el narrar, la emoción se coloca desde el mismo prólogo, dando algún pinchazo en la garganta de vez en cuando, manteniendo algo vivo dentro de todos. En los peores tiempos, la esperanza es la motivación y el depósito del cariño debe estar siempre lleno, exigiendo el mejor valor, demostrando lo que se merece, atendiendo a la llamada de la sangre. De la sangre pura que también algunos humanos pueden poseer. Del maravilloso don de darse a los demás a través de los músculos y las patas de un caballo de piel de prado y crines de viento. La guerra está detrás de cada trigal. El empuje es capaz de destrozar piedras y convertir los obstáculos en la satisfacción de seguir vivos. Es el ocaso del bello atardecer recordando palabras que ponían a Dios por testigo. Es el orgullo que recoge en un puño al corazón. Es la lágrima reprimida por la emoción del buen cuento, del buen cine, del buen caballo. 

miércoles, 15 de febrero de 2012

EL PRESTAMISTA (1966), de Sidney Lumet

Los fantasmas nunca se van de una mente torturada. Cuando el sufrimiento va mucho más allá del dolor, entonces la muerte puede ser una amiga esquiva. En el fondo, ese prestamista interpretado de manera irreprochable por Rod Steiger, es un cobarde carente de v alor en todos los sentidos de la vida. Es incapaz de matarse y por eso busca la muerte. La muerte redentora que le haga encontrarse con su mujer, preciosa y amada, y con sus hijos, vejados y exterminados en el holocausto. La muerte redentora que abra vacío en la eternidad pero que, al menos, deje de hacerle sufrir porque el prestamista, el hombre que tiene el dinero y una inesperada capacidad de supervivencia, no tiene nada. La vida es cero. Es un continuo caminar cansino. Es la cansada soledad forzosa. Es la desaparición de cualquier ilusión. Es el estigma nunca brotado más que con un pinchapapeles que le hace apagar el dolor de dentro con el sufrimiento de fuera. La mutilación como medicina y, otra vez, el sordo alarido de quien sobrevive una y otra vez y es incapaz de salvar a quien le rodea.
El prestamista, de Sidney Lumet es una de esas películas pequeñas que no describen situaciones, ni es una interesante sucesión de acontecimientos. No. Es una historia que nos hace descender hacia el inmenso dolor, hacia el infinito sentimiento de la culpabilidad, hacia la decepción del alma aplastada por el peso de una existencia sin sentido, hacia la mirada a una vida que tiene contraída una deuda de abultados intereses con un hombre que la perdió un día en el campo aunque siguió respirando en la inercia de su propia prolongación. Es una película llena de dolor. De dolor. De dolor. No hay otra expresión para definirla. No hay otra expresión para sentirla. Es un dolor que se escapa a la razón, pues no hay más que razones para sufrir y no hay hueco para nada más.
El propio Rod Steiger dijo que ésta había sido la mejor interpretación de su carrera y que el rodaje fue un viaje en un vagón de ganado hacia el dolor más intenso. Y nosotros, los espectadores, vamos con él porque el cine siempre nos lleva hacia el sueño y en los sueños no hay dolor ni sufrimiento...pero, de vez en cuando, el cine también nos recuerda que hay que remover y agitar un poco nuestros corazones para que no seamos nosotros los que apretemos el gatillo, o los que exterminemos vidas aún cuando sigan viviendo.  

lunes, 13 de febrero de 2012

LOS PARAGUAS DE CHERBURGO (1964), de Jacques Demy

El amor, triste amor, fugitivo de los besos que se entrega a la vida cantada, prisionera del tiempo. Lo que hoy es pasión se convierte en recuerdo y la intensidad muere cautiva de unos corazones que dejaron de tener el mismo compás. Los adoquines mojados de la ciudad son testigos de las caricias y de las palabras dichas en frases dulces que recoge el aire y las disuelve. El romance es el acento y la tristeza es el punto final. La separación obliga y todo se vuelve insulso, una obligación de vivir sin aliento, una monótona sucesión de viñetas que impiden traspasar la pared que se edificó después del ayer.
El amor, triste amor, ése que sabemos que no puede existir sin melodía, el cielo en colores que se torna blanco y negro de decepciones. La pena irrumpe y todo muere. El lado correcto de los sentimientos suele ser también el más aburrido de los placeres. El lamento se lleva como una prenda más pero no se canta, sólo se intuye. Esperar cuando nada es capaz de esperar. Querer cuando todo es capaz de querer. Fuerzas que chocan cuando la vida se empeña en trazar su camino hecho de polvo de ilusión, de recuerdos intocables que caen derruidos cuando el encuentro se produce. Amor y seguridad. Dos términos contrapuestos en una lucha que suele ganar el que no lo merece. La suavidad preside el camino de las sensaciones. La música nos llega al fondo de la amargura sin dejar de pensar en que, una vez, la vida fue también dulce.
La gloria de haber probado el amor es la semilla que hace cambiar los corazones. El final es el adecuado para el desgarro. La tranquilidad es el único consuelo. Dejar las cosas como están. La lluvia…ya pasó. La distinción es la escena. La tristeza llega a la belleza. El destino parece reírse. Las cosas no tendrían que haber sido así, pero así son. Todo es encanto, todo es carisma. La desgracia funciona y quien presiente cómo tenía que haber sido el amor solo tiene el consuelo de las lágrimas.
Jacques Demy dirigió una película que rompió con los moldes establecidos del cine de autor a través de su implícita poesía. Él supo poner sobre el fotograma un argumento mil veces visto pero nunca igual. Cherburgo está al fondo, con sus rojos y amarillos, gritando para ser el escenario de unos besos que se perdieron en la separación. Michel Legrand puso notas y color y el público rompía a aplaudir porque todos sabían que ese amor se vive tan solamente una vez. El olvido no existe. Y estos dos hombres se encargaron de hacer que esta película fuera una joya única dentro del panorama cinematográfico europeo. En ella pusieron encanto y desolación. Pusieron alma y profesionalidad. Supieron que iban hacia una estación de servicio donde las gotas de lluvia se quedan colgadas con dedos de desesperación. Y todo el mundo sabe que las verdaderas historias de amor no tienen nunca final. Lo que poseen es una interrupción que imponen los acontecimientos. Porque el amor se queda ahí, anclado en las entrañas, removiendo el interior con las malditas palas que maneja el recuerdo.

viernes, 10 de febrero de 2012

MISIÓN IMPOSIBLE 4: PROTOCOLO FANTASMA (2011), de Brad Bird

Cuando se tiene al peligro como profesión, no se conocen límites. Da lo mismo si hay que entrar en el Kremlin o si es necesario columpiarse en la fachada del edificio más alto del mundo. Lo importante es tener la certeza de que se está haciendo lo correcto porque lo imposible ha dejado de ser necesario. Repudiar a los agentes es el final. Salvo para aquellos que están acostumbrados a vivir al filo del abismo.
Apenas hay tiempo para tomarse un respiro. El peligro acecha. El peligro apremia. Hay que conquistarlo para luego acabar con él. La música de Lalo Schifrin sigue siendo el camino de fuego de una mecha que se dirige hacia la inevitable explosión. Lo trepidante llega a ser único. Tampoco la lógica se ha hecho para convivir con la acción. Lo físico convertido en irreal. Lo imposible es una aventura.
El incógnito parece hecho para los héroes sin nombre ni cobijo. Desde allí se convierten en sombras y fantasmas que protegen intereses que llegan a la evasión. Un aparcamiento automatizado puede ser el agujero de la rabia desatada, una cárcel es un hervidero listo para estallar, un hotel es el punto de encuentro ideal para poner en práctica una farsa de tecnología y desconfianza. Incluso una tormenta de arena, velo natural a la persecución desbocada, se transforma en una trampa que asfixia, esconde, lucha y pasa.
Cuarta entrega de las aventuras de Ethan Hunt que se coloca en calidad inmediatamente después de aquella primera parte que dirigió con evidente profesionalidad Brian de Palma y con un Tom Cruise al que ya se le empiezan a notar los años y que sigue brindando intensidad a raudales al papel más inocuo del universo. Lo cierto es que, en esta ocasión, dirige Brad Bird, ese tipo que hizo del dibujo animado un arte y consiguió emocionar y transmitir un buen puñado de mensajes positivos en El gigante de hierro, maravillar con la sencillez y la buena cocina que destilaba Ratatouille y demostrar que sabía realizar una película de acción perfecta en Los increíbles. Y, como no podía ser menos, ha sabido llenar la aventura de tensión bien repartida, de giros de tuerca que no hacen más que enriquecer la visión y colocar el punto de mira en el mismo centro del goce sin más pretensión que salir del cine con las piernas un poco flojas de tanto peligro consumido.
Tampoco se puede negar la extraordinaria belleza de Paula Patton, lejos de aquella maestra de escuela que comprendía los problemas de la protagonista de Precious, y parece que hay un intento de renovación de la franquicia con la aparición de Jeremy Renner con deseos irresistibles de tomar el relevo del protagonista. En todo caso, Misión imposible 4 es un entretenimiento eficaz, bien agarrado y resuelto, con momentos de verdadera maestría dentro de su vocación de mero vehículo para pasárselo bien.
Así que descuelguen el teléfono móvil y asegúrense de que no sale humo de sus entrañas. Elijan bien la compañía. Tengan  a punto los disfraces para poder opinar después. Actúen con la característica falta de sentimientos de un agente imposible. Que la misión sea un éxito porque la acción es la apropiada. Ya saben que dentro de cinco segundos este papel se autodestruirá. Acepten el encargo. Sin vacilación alguna. Lo único que es necesario en este tipo de asuntos es encender la mecha. El resto sólo es para descolgarse. Y no duden de que al final hay que despeñarse. A su alrededor habrá toda una prole de megalómanos, asesinos, engañadores profesionales....Supongo que no les importará. El peligro es la profesión y el negocio va muy bien. Descarguen sus nervios porque la satisfacción visitará sus labios y el gesto risueño hará una breve aparición. Y no es poco, señores. Es todo un diamante. 

jueves, 9 de febrero de 2012

MONEYBALL: ROMPIENDO LAS REGLAS (2011), de Bennett Miller

En determinados momentos de la vida uno tiene la sensación de que es hora de romper con lo que se conoce y renovar la idea de lo que se sabe. Un callejón sin salida suele ser el reclamo ideal para el talento. Una ocurrencia original es la espuela que pica en los costados y la valentía es algo que nunca debe faltar. El triunfo no es el objetivo. La verdadera meta es la diversión del juego en sí mismo. Algo que se sabe cuando en nuestro rostro aún no existen las arrugas de la madurez y luego se olvida, como un jugador en desgracia.
Mirar diferente es un arma para cualquier desafío. Llegar un poco más lejos con menos. Hablar con quien se deja la piel. Ignorar lo obsoleto. Estar seguro del lanzamiento porque más vale base en mano que pelota volando. Renovar el pensamiento y conseguir que el deporte siga vivo porque, amigo, cuando se conoce el éxito después de tantas derrotas es muy difícil caer en la vanidad que provoca la fama. Si sólo se persigue el olor del dinero, se pierde el encanto de la audacia, del disfrute, del juego como tal.
Es muy difícil que un actor llegue a la seguridad que aquí demuestra Brad Pitt. Ha dejado atrás excesos afectados, poses juveniles que le proporcionaban un auge efímero ayudado por un físico privilegiado, papeles que denotaban un permanente aire de rebeldía irritante. Ahora tenemos a un actor que se encaja en sí mismo, que no hace lo que no sabe y que convence con una mesura tan atractiva que es casi imposible resistirse a su encanto. A su lado, un Jonah Hill muy creíble como el activo licenciado de Harvard que transforma el juego en una enorme tabla estadística que es perfectamente aplicable en un juego como el béisbol. En tercer plano, Philip Seymour Hoffman en un papel que no resulta del todo bien trazado y que recuerda peligrosamente los registros de aquel Wilford Brimley que daba textura a las películas de Sidney Pollack y que también ejerció de entrenador en la que es, posiblemente, la mejor bola bateada en el cine bajo el título de El mejor, de Barry Levinson. Todos ellos ocupan las bases de una película que se resiste a emocionar desde el plano deportivo y se concentra más en las entrañas de un equipo que lucha por codearse con los mejores cuando tiene todas las papeletas para estar en el furgón de cola. Y, sobre todo, por dejar bien a las claras que el goce está en el juego y no en el resultado.
No cabe duda, sin embargo, que habría que preguntarse si es necesario desperdiciar una vez más a Robin Wright en un papel tan minúsculo como intrascendente, si el guión no deja algún que otro cabo suelto y si algún día alguien tendrá la bondad de explicarnos detalladamente las reglas del juego para que sepamos de lo que hablan. La historia, en todo caso, sabe caminar entre la comedia inteligente, con unos diálogos rápidos y brillantes, y el drama deportivo sin pretensiones de emoción. Y ahí está su mayor virtud. No trata de conectar con el público a toda costa, con trucos baratos ya vistos en muchas entradas y aún más carreras. Se limita a centrarse en la superación personal, sin bombo y platillo, con agallas y con la certeza de que la vida, por mucho fracaso que se tenga encima, merece la pena siempre que haya algún incentivo moral de por medio.
No hay discursos de lágrima fácil, ni jugadas que ponen la piel carne de gallina con una orquesta sinfónica de fondo al conseguir un triunfo clave. Hay clavos de realidad, salidas de tono muy afinadas, astucia en el negocio, audacia en la concepción y seriedad en los planteamientos. Nada sencillo de conseguir cuando resulta evidente que estamos dentro de un género que tiende hacia el retrato heroico o la jugada de leyenda. Y así es como se consigue la mirada distante, capaz de juzgar, presta al combate, lista para la ayuda. Las emociones sólo deben jugar en privado, tal vez oyendo una canción, tal vez sabiendo que, por una vez, se ha acertado. 

miércoles, 8 de febrero de 2012

ESPEJISMO DE AMOR (1940), de Sam Wood

A pesar del desafortunado y engañoso título en castellano, Espejismo de amor es una de las películas más inteligentes que se hicieron en la década de los cuarenta. Para ello se contó con un guión, atrevido y lleno de agudezas, de Dalton Trumbo, un hombre de talento asombroso que, aunque fue la figura más señera de los llamados “Diez de Hollywood”, hombres que fueron perseguidos por el Comité de Actividades Antiamericanas hasta que acabaron con sus huesos en la cárcel, se da la paradoja de que aquí su guión es dirigido por un director que no dudó en delatar a todos los que pudo y en declararse parte de la derecha radical como Sam Wood. En cualquier caso, y con la inestimable colaboración de Ginger Rogers, aquí en el mejor papel de su carrera, la película es una obra maestra de la sugerencia, del sutil encanto del doble sentido y de considerar al espectador algo inteligente.
La película cuenta la historia de Kitty Foyle, una chica que tiene que luchar, como cualquiera de nosotros, por un trabajo, una vida estable, un amor que la llene y ese derecho a los pequeños instantes de felicidad que todos tenemos. En esa lucha y en esa conquista, se encuentra irremediablemente cercada por aquello que desea, pero también por aquello que necesita. El resultado es una interpretación asombrosa, merecedora del Oscar a la mejor actriz en un año de dura competencia y que hizo despegar la carrera dramática de Ginger Rogers, empeñada como estaba en apartarse de la elegante y alargada sombra de Fred Astaire. Ella y sólo ella es quien domina la función con un despliegue de recursos impresionante.
Por otro lado, y dejando aparte sus ideas políticas, la dirección de Sam Wood es precisa y acertada y siempre ha formado parte de mi asombro la increíble modernidad de una historia que se adelanta a su época en varias décadas. Y aunque, tal vez, pudiéramos caer en la trampa de decir que es una película hecha por y para las mujeres, yo creo que también es una muestra de lo que los hombres debiéramos pensar sobre ellas y, si bien no cabe la menor duda de que es un melodrama, de vez en cuando deberíamos echar un vistazo a nuestras lágrimas para estar bien seguros de que siguen ahí dispuestas a recordarnos que, debajo del encallecido mar de asfalto y desilusión que nos rodea, siempre hay algo que puede hacer que seamos mejores, más sensibles y más humanos. Espejismo de amor puede ser el reflejo de las lágrimas de otra persona, de otra cualquiera, que nos deja que nos introduzcamos en su interior y podamos ver la razón de un agua que resbala mansamente por las mejillas de alguien adorable. Nademos en esas gotas. Veamos la pena para ser un poco más nosotros.

lunes, 6 de febrero de 2012

EL VIENTO Y EL LEÓN (1975), de John Milius

"Vos sois como el viento,
y yo soy como el león.
Vos sois la tierra que pica
y abrasa los ojos.
Rujo con furia,
pero no me escucháis.
Hay una gran diferencia entre nosotros:
Vos, como el viento, jamás sabréis cuál es vuestro sitio
mientras yo, como el león, siempre sabré cuál es el mío".

Tal vez, debajo de una fascinante chilaba negra se esconde un guerrero romántico que sólo ansía la escurridiza libertad. Y en las recónditas arenas del desierto, allí donde el calor deshace a los hombres y los convierte en meras sombras de agua, puede que haya un líder que consiga lo que no es capaz de hallar el más poderoso de los hombres. El amor incondicional del pueblo protegido bajo su capa de luchador incansable, la admiración de aquellos que observan sus movimientos y el respeto que todos los hombres arrojados y valientes merecen tener. En su batalla, no existen dianas, ni combates de boxeo con guantes en las manos, ni aseguradas partidas de caza en busca del oso convertido en símbolo. No. En su batalla hay sangre de verdad, cuerpo a cuerpo, el todo o la nada en cada galopar, el polvo del desierto tragado en los pulmones y adherido a la garganta, el filo de la espada presto a hendirse en la piel de lo que los quieren exterminar...Para Muley Ahmed Mohammed El Rashuli es más bello hacer lo imposible que pecar con el conformismo. Por eso mismo, él es el león, el jefe aclamado por la manada para que les guíe y les proteja. Teddy Roosevelt sólo es el viento, que descoloca lo que yace sobre la tierra y pasa sin dejar huella. Por muy fuerte que sea el viento, el león seguirá rugiendo con furia para que los suyos tengan la seguridad que las potencias extranjeras les niegan.
Vista hoy en día, en tiempos políticamente tan correctos, esta película sobre la grandeza de un líder pequeño y sobre la pequeñez de un gigante hace que tengamos la certeza de que, a menudo, la nada puede con el todo. Injustamente olvidada, yo no puedo caer en tal pecado, tal vez porque, cuando se estrenó, a un profesor se le ocurrió la idea de que yo podría escribir sobre ella en una hoja a cuadros. Fue mi primer artículo sobre cine con apenas diez años. 
Señora Pedekaris...nos encontraremos cuando ambos seamos nubes doradas flotando sobre el viento...¿Es que no hay ni una sola cosa en tu vida por la que se merezca perderlo todo?

viernes, 3 de febrero de 2012

ALBERT NOBBS (2011), de Rodrigo García

La vida golpea con demasiada dureza. No hay piedad para el miserable y eso lleva a tomar soluciones drásticas que requieren el empuje y la consideración de un hombre. No importa estar oculta tras una servilleta de camarero. La mirada es pura impasibilidad. Un mueble más con carne y ojos. Sólo en la intimidad de la habitación existe la debilidad del dinero. Ni siquiera a solas se vuelve a ser mujer. Eso está reservado para los sentimientos que no traspasan la piel. El afán de progresar manda. El sexo es algo que se puede esconder y olvidar.
Lo malo de todo el asunto es que nada es muy creíble. El segmento de vida que se describe carece de planteamiento y todo es nudo. La tragedia se masca y la lógica se arrincona. Sencillamente porque la mujer que prefirió pasar por hombre no quiere volver a ser mujer. Quiere prosperar bajo su apariencia masculina. Con alguien a quien cuidar. Con una tienda con la que sueña. Con una existencia que parece inalcanzable.
Detrás está una actriz de la enorme categoría de Glenn Close. Ella no sólo interpreta, sino que también produce y escribe y sabe que tiene entre manos un material que es perfecto para su lucimiento. El problema está en que se nota en demasía cómo giran los engranajes de su actuación y el resultado es una extraña combinación de momentos brillantes con fingimientos que se tornan impostados. Su mirada en el vacío es el desconsuelo. Sus movimientos al andar son encantadoramente femeninos. Su escasa envergadura contrasta notoriamente con el estupendo trabajo de Janet McTeer, mucho más creíble en su papel aunque ayudada por un físico que se presta a ello. Vivir la vida de otro no es fácil. Sobre todo si el discurrir se basa en las apariencias.
La historia, por otro lado, es una indecisión casi anecdótica. A nadie le importa mucho qué es lo que va a pasar y parece que eso tampoco es un obstáculo para un argumento que toma la apariencia de un drama dickensiano para luego dirigirse hacia una tragedia basada en el equívoco. Nada queda del sacrificio. Sólo la espera, dulce y callada. Las sábanas se vuelven testigos. La miseria se vuelve evidente.
Rodrigo García dirige con oficio y con poca convicción y tiene puntos de apoyo importantes en unos secundarios eficaces y concienzudos como Brendan Gleeson, espectador de una serie de acontecimientos que se precipitan hacia una brutal sinceridad o como Pauline Collins, baja estofa de burguesía adinerada que no duda en aprovecharse de todos y de todo parapetándose tras una moral tan falsa como su intención. Sólo la opresión de la misma vida es capaz de aplastar sin conmiseración a los que buscan un lugar bajo un sol que no existe.
Tal vez la juventud sea un pecado que tardamos mucho en saldar. En ella se dan los impulsos y los errores que se presentan más tarde como irreparables. La sensación de libertad de unas mujeres que viven como hombres es tan irresistible que se dejan huellas en la arena. Las apariencias pueden llegar a ser muy fuertes pero no tanto como para apoyar toda la vida en ellas. El sexo es un escondite temporal que probaron con suerte variada Jack Lemmon y Tony Curtis en Con faldas y a lo loco; Dustin Hoffman en Tootsie; José Luis López Vázquez en Mi querida señorita y, mucho más cercana a ésta, Barbra Streisand en Yentl. Algunas veces la equivocación es la terquedad. Es vivir sin ser. Es ser nada con tal de ser algo. Y entonces es cuando el fantasma de la humillación se hace presente, acechando bajo los adoquines de una ciudad que lucha por sobrevivir. Si no hay dinero, todo es posible. Incluso vivir con un sexo prestado. Y en esta película no hay suficiente altura como para maravillarse. Hay una actriz que quiso hacer un gran papel y se queda en una gran mentira. Todo por no mirarse debajo de las faldas. 

jueves, 2 de febrero de 2012

J. EDGAR (2011), de Clint Eastwood

Cuando se manejan los hilos del poder durante muchos años, no se atienden a razones tan simples como la ética, la moralidad, la libertad y el servicio público.  La experiencia siempre ha dictado la máxima de que los años fijan los resortes de la conveniencia, del desprecio hacia los valores no compartidos, del patriotismo como excusa, de la nada detrás de la oscuridad. Una vida personal bien vale la monstruosidad del chantaje y de la periódica demostración de que la única conducta posible es la del que realmente utiliza el pensamiento como arma para un fascismo siempre justificado.
No importa si por el camino se sacrifican normas que no se permiten a otros, si el cariño de alguien que ama es tan prescindible como todo lo demás, si la insidia contra quienes tienen razón no deja de ser una sospecha de la subversión. El poder hay que ejercerlo en las sombras. No tiene sentido darle forma fuera de ellas. Toda verdad lleva una mentira aparejada. Todo acto tiene una excusa envuelta en una bandera. La intención por encima de los medios. Los medios por encima del fin.
La vida de John Edgar Hoover aparece retratada por Clint Eastwood con demasiados rasgos por rellenar a pesar de la evidente denuncia de un hombre que poseía tantos recursos para ejercitar el poder que su vida se confundió con su deber. No vale cualquier acción ilegal para mantener la legalidad. Eso no es jugar limpio con la democracia y más si la posición resulta privilegiada para hurgar en los rincones más sucios de la vida pública. Proteger y servir son sólo dos palabras bonitas que quedan enmarcadas en unos dorados principios que se traicionan desde las mismas entrañas del Estado. Más que nada porque no se duda en dejar absolutamente de lado la propia vida del que más manda para tener controladas las vidas de los demás.
Leonardo di Caprio está muy bien en su papel de Dios burócrata armado, usuario del poder que se le confiere con la auto justificación preparada de antemano. Resulta impulsivo en su juventud, siniestro en su madurez y confundido en su ancianidad porque el poder para él ya es una ramera que no es muy limpia y no tiene sábanas llenas de sueños. Sobre todo porque encarna al hombre encargado de tenerlos controlados.
Lo malo de todo esto es que la historia del mítico director del F.B.I. deja demasiado fríos a los que desean un acercamiento esclarecedor a una de las figuras más siniestras del entramado del poder estadounidense. Eastwood no apuesta fuerte por la historia, se decanta por una estructura algo confusa y define todo el argumento en episodios que marcaron una época sin profundizar con intensidad en razones, reacciones y juicios. No tiene miedo en mostrar las tremendas contradicciones de un hombre que exigía una rectitud que, tras ideales presuntamente razonables, escondía un fascismo beligerante que jamás reconocía como tal pero no es capaz de dar al personaje dimensión y volumen porque, en el fondo, cree que fue un individuo equivocado, engañado de sí mismo y perfectamente convencido de que estaba haciendo lo correcto, lo mejor y lo indiscutible.
Y es que los oídos del Estado se pueden encontrar en todas partes. El último deseo de aquellos que manejan el verdadero poder es el control de sus semejantes en sus más mínimos actos. Tal vez, la acumulación de tantas atribuciones lleva a hacerles pensar que están muy cerca de convertirse en dioses de la manipulación descarada, del libelo arrasador, de la infamia institucionalizada, de la culpabilidad construida en falso y de la imagen heroica del defensor de unos valores que no son mayoritarios pero que son presentados como ejemplos de nobleza.
Las palabras, a menudo, son tan traidoras que son capaces de camuflar el auténtico peligro que se adivina tras la recogida de la exhaustiva información sobre la ciudadanía. Es la voz que sale de la mueca grotesca y desfigurada del fascismo que quiere parecer democracia. 

miércoles, 1 de febrero de 2012

SHERLOCK HOLMES 2: JUEGO DE SOMBRAS (2011), de Guy Ritchie

Resulta hasta cierto punto lógico que una segunda parte de las aventuras iniciadas hace un par de años por Guy Ritchie en la piel del más famoso detective de ficción de todos los tiempos sea, por así decirlo, algo tan decepcionante como su director.  Era evidente que se sujetaron con las constantes reprochablemente estéticas y narrativas para fabricar un producto digno, declaradamente de acción, que no traicionaba demasiado el espíritu de Arthur Conan Doyle en lo referente a aquella primera entrega. Sin embargo con este juego de sombras, la baraja viene peor dada.
Y es que el éxito, ese gran traidor, es el elemento que otorga más mano abierta a quien quiere imponer su propio estilo y aquí a Ritchie se le ha dejado mano ancha y cara vuelta para que vuelva a hastiar con sus montajes absurdos, explicativos hasta la saciedad y dejando muy poco espacio a la habilidad para la sugerencia. Es un tipo que agarra una cámara y se cree que es un juguete. Se cree un innovador y en realidad es un plomo disfrazado de lápiz.
Con todos esos trucos de saltimbanqui cinematográfico, Ritchie sacrifica la tensión que se merece Holmes. Resulta que nos adentramos en los movimientos inmediatamente posteriores del prodigio de la inteligencia para darnos a entender que, más que un hombre abrumadoramente superior, es un ser tronado y ligeramente alucinado,  alejado de una realidad que Ritchie se empeña en mostrar con realismo y dejando su hábil expresión para que la luzca el sempiterno compañero y galeno John Watson y, en esta ocasión, mucho más acertado bajo la mirada intensa e incisiva de Jude Law.
Por lo demás, tampoco hay esos desenlaces en escenarios sorprendentes como aquel Puente de Londres donde se libraba una lucha de inteligencias y de habilidades asombrosas entre Robert Downey y Mark Strong. Hay planos de muy pequeña duración que descubren rincones de aquel Londres de inconfundible sabor y de impresionante rudeza pero no hay espacios que envuelvan la persecución del mal en una indudable metrópolis de crecimiento imparable. Aquí lo que hay es el olor del dinero fácil y muy poco merecido.
Por otro lado, Ritchie no duda en llamar a Noomi Rapace, la Lisbeth Salander de la versión sueca de Los hombres que no amaban a las mujeres y al siempre odioso Jared Harris, de físico interesante pero muy lejos del talento que adornaba el rostro de su dilecto padre Richard Harris. Y habría que preguntarse que es lo que obsesiona tanto al director para introducir con tanta facilidad en sus historias a la etnia gitana que aquí llega a ser protagonista sin razón (el personaje de Rapace podría ser gitana, francesa, polaca o indostaní) de una intriga que, sinceramente, carece de interés porque abunda en la originalidad ya trasnochada de la primera parte. El culpable es evidente desde el primer fotograma y el supuesto interés se centra en el cómo se le va a atrapar, lo que da juego a las más delirantes aventuras y a los absurdos más decepcionantes.
Así que lo mejor es destituir al director en cuestión si se quiere seguir con la franquicia. Ya dio lo mejor de sí mismo en la primera parte de las aventuras y desventuras del investigador privado del 221 B de Baker Street y lo que se necesita es algo más de pulso y algo menos de truco. Aligerar a una buena historia de lo innecesario resulta una labor reservada a aquellos que saben cuál es la urgencia del cine. Sin ahorrarse pesquisas y razonamientos. Sin escatimar esfuerzos y rebuscados líos dramáticos. Pero dándole lo que merece a una historia que se quiere dejar ya de acelerones imprevistos, cámaras lentas reflejando el caos de un bombardeo, cansinos callejones sin salida resueltos con cañonazos inesperados y dando empaque a un detective que sabía sobreponerse a la morfina para llegar a las mismas raíces de la inteligencia.