miércoles, 29 de febrero de 2012

LOS RATEROS (1969), de Mark Rydell

En los largos caminos de la vida es posible que, en alguna ocasión, tengamos como maestro a un ratero, a un charlatán, a un mentiroso, a un mujeriego…y que en un plazo muy corto de tiempo, nos intente enseñar a ser rateros, charlatanes, mentirosos y mujeriegos…y aún así consigue hacernos ser depositarios de un encanto especial, de una de esas sonrisas socarronas e irresistibles que sólo alguien como Steve McQueen era capaz de articular. Y es que esta película es lo que hace con nosotros. A pesar de que sabemos discernir y reconocer a unos fanfarrones, estúpidos y embaucadores, McQueen nos hace relajar el semblante; Mark Rydell, el director (años más tarde alcanzando el triunfo con la maravillosa En el estanque dorado) nos deja con una despreocupación agradecida; y John Williams, el compositor, nos acompaña con una extraordinaria banda sonora, preludio ineludible de su talento fuera de lo común, que hace que, muchas veces, creamos que incluso nuestra propia vida tenga música de fondo.
Tal vez, sólo tal vez, puede que no sea una película que guste a todo el mundo. Siempre que la vuelvo a visitar, me queda la sensación de reencontrarme con un viejo amigo con el que, a pesar del tiempo, me han unido ciertos lazos de afecto inconfesable. En el camino empedrado de fotogramas realizados con romance, excitación, oportunidades, experiencias…y sobre todo, eso sí, con un coche que hace que las manos nos apesten a volante.
No es una gran película, es una estupenda y divertida película por la que supuran algunas de las letras del gran William Faulkner en una de cuyas novelas se basa la historia. Es un rato de carácter, de actitud, de estilo, de juventud perdida y de madurez encontrada. Es un final de autenticidad que llega, después de risa interior, al exterior del corazón. Y para ello, nos movemos, a velocidad de bólido trasnochado, por una atmósfera única que, de alguna manera, también intenta denunciar algunos conceptos reprochables sobre la sexualidad y el racismo. Es un pequeño tesoro de ternura a través de la sonrisa. Es una película que solamente me hace añorar a ese magnífico bribón de difícil trato y personalidad errática que era Steve McQueen.
En cualquier caso, en medio de esa destacable carrera de caballos que también aparece en la película, no deja de ser un anuncio del adiós a la inocencia de un país que prefirió ser inocente a dejar de mentir. No se equivoquen, no es una de esas que nos deslumbra con su espectacularidad ni con una brillantez inusual. Es simplemente una visión sin clima de un viaje de iniciación en el que el embuste permanecerá como una forma de vida hasta que la misma muerte es la mayor de las falsedades.
No enseñen a mentir, una de las más grandes mentiras jamás imaginadas es el cine. Prepárense para asistir a la falacia. Y no se sientan culpables por sentirse divertidos o porque haya una cierta sensación que les conmueve y les lleva a la emoción. Es genial dejarse arrastrar en algunas ocasiones.

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