viernes, 30 de marzo de 2012

ESTA TIERRA ES MÍA (1943), de Jean Renoir

Con este artículo, que en estas horas creo muy necesario recuperar, vamos a cerrar el blog durante las vacaciones de Semana Santa retomando la actividad normal allá por el martes día 10 de abril. Mientras tanto, haré un pequeño viaje al campo para poder respirar un poco, me reuniré con unos cuantos amigos que me echarán una mano para presentar mi próximo libro, leeré todo lo que pueda y pensaré qué es lo que hace que un artículo como el de ayer reciba el aluvión de visitas que tuvo. Feliz Semana Santa a todos. 

Cuando se quiere borrar por la fuerza la historia de un país, cuando las ideas quieren imponerse porque su debilidad impide que sean defendidas de otra forma que no sea por la fuerza, cuando morir es sólo un trámite, es cuando sale lo mejor que guarda un hombre en su interior. Aquello que siempre dice que hay que seguir adelante, que el cruce de dos miradas cómplices tiene más valor que una bala atravesándote, que el camino del infierno sólo puede ser allanado con la apisonadora del permanente silencio y que el miedo es sólo un estado de ánimo que se puede controlar cuando lo que se ve y se siente sabemos que es justo.
Una madre domina a su hijo en una brillante metáfora de una nación invasora aplastando a otra bajo el peso de su bota. Es fácil resguardarse bajo las faldas de mamá. Es lo más fácil. Es lo que nos hace sentir seguros. Es lo que ahuyenta el riesgo. No cabe la rebelión cuando no se desea la libertad...pero cuando la voluntad de ser libres aparece, entonces quizá unas palabras sean mucho más valiosas que un monumento, el miedo pasa a ser una consecuencia del quedarse inmóvil y el amor da fuerzas para que un hombre exprese sus ideas y se conviertan en el arte máximo de la creación del ser humano. La idea de libertad. La idea de luchar aunque sea leyendo con entusiasmo la declaración de los derechos humanos a una clase de atentos y respetuosos alumnos para enseñar que una voz, aunque se ahogue, no se puede callar.

Artículo 1.- Todos los hombres nacen y permanecen libres con los mismos derechos.
Artículo 2.- La finalidad de los partidos políticos es la de proteger los derechos naturales e inalienables del hombre. El derecho a la libertad, a la legítima propiedad y a la resistencia a la tiranía.
Artículo 3.- El principio de todo gobierno reside en la propia nación. Ningún grupo, ningún individuo puede ejercer una autoridad que no emane única y exclusivamente del pueblo.
Artículo 4.- La libertad nos faculta para hacer todo aquello que no perjudique a los demás.
Artículo 5.- La ley tiene derecho a prohibir todos aquellos actos que puedan perjudicar a la sociedad.
Artículo 6.- La ley es la expresión de la voluntad de un pueblo. Los ciudadanos tienen derecho a redactarla personalmente o a elegir libremente a quien les represente para ello. Y debe ser igual para todos. Tanto si les protege como si les castiga, al ser todos los hombres iguales a los ojos de la ley, es también igual el derecho que tienen a poder ocupar cargos públicos según su capacidad y sin otra distinción que la de su virtud y su talento...

Con un guión de Dudley Nichols, Jean Renoir hizo esta película con Charles Laughton, Maureen O´Hara, George Sanders, Walter Slezak y Una O´Connor para que, ante la imposición...nunca podamos quedarnos quietos...venga de donde venga...

jueves, 29 de marzo de 2012

EL EXÓTICO HOTEL MARIGOLD (2011), de John Madden

Un grupo de jubilados se proponen hacer que no haya final en el camino. En otro país, con otras costumbres, con otro ritmo, es posible que exista alguna ilusión aguardando, como una comida a la espera de ser engullida. Las arrugas marcan sus rostros cansados, desolados por una vida que ha pasado por delante de ellos sin detenerse, sin instantes de gloria, sin sueños cumplidos. Y dentro de todos y cada uno de los protagonistas existe el pánico a repetir interminablemente el mismo día.
Uno de ellos no tiene carisma, es un completo inútil para la conversación. Sueña con conquistas y con probarse a sí mismo que tiene el mismo vigor de su ya lejana juventud. Cree que la vejez es una lata que solo se puede vencer con el perfume de una mujer. Y si no es así, entonces ya no tiene un sitio en el mundo. Ni siquiera en el fin del mundo. Es Ronald Pickup, haciendo de la torpeza, un baile, y del ridículo, una visita insistente.
En el lado de las mujeres, la amargura parece haberse cebado en una de ellas. No ha tenido ni una sola satisfacción en su vida y eso la empuja a humillar a quien tiene más cerca. El miedo la maniata y no tiene ganas de participar en nada que se le pueda ofrecer. Y cuando tiene ganas, una nueva decepción asalta su mirada llena de interrogantes y maldiciones. Es Penelope Wilton, que quiere regresar al principio porque así cree que podrá volver a empezar.
Su marido es la típica presencia gris que nunca destacó en nada. Ni en cariño, ni en la vida. Jamás se atrevió a mirar de frente y para él la vida consiste en aprovechar lo que se tiene aunque se tenga poco. No pierde la compostura. El respeto, para él, es sagrado. La inseguridad, también. Es Bill Nighy, encaminando sus pasos hacia una decisión vacilante y hacia una duda decisiva.
Una mujer aún cree que puede ser atractiva, cree que puede encandilar a alguien y está deseando que la vida sea una aventura divertida, algo alocada y tremendamente juguetona. Su lengua es larga y su mirar profundo pero prefiere esconderse en el siempre encantador cortejo descarado, agudo y leve, preferentemente con unos cuantos billetes de por medio. Es Celia Imrie, que sabe mirar para hacer reír.
Un hombre de enorme éxito profesional ha sido un pozo de infelicidad. Una vez, en su juventud, se enamoró, pero la vida y el desprecio fueron separadores eternos de lo que más deseaba. Y ya no puede más. Quiere dedicar sus esfuerzos a saldar cuentas con el pasado y esbozar, aunque solo sea por última vez, una sonrisa de realización. Es Tom Wilkinson, atrayente, sereno, actor y galante.
Una pobre anciana llena de prejuicios cree que la vida la ha despedido. La existencia la considera una inútil, un vejestorio sin sentido. Ella posee en sus ojos la desolación de haberse creído imprescindible. En su cansancio evidente, tiene el terror de temer el siguiente paso. Ella es Maggie Smith, y, señores, permítanme que haga una reverencia para esta actriz tan excepcional como única.
Una mirada que penetra. Una sobriedad que se hace presente. Una seguridad que despierta adoración. Una viuda que no entiende demasiado su entorno pero que desea integrarse en él y madurar, ser independiente, ser dueña de sus propias decisiones, propietaria de sus locuras, de sus razonamientos y de su corto futuro. Es Judi Dench. Y no puedo evitar besar cada una de las arrugas de esta dama. ¿Me disculpan?
Película para que la vejez sienta que al final todo tiene que acabar bien porque si no acaba bien, simplemente, no es el final, no se puede evitar estar contento, con sus fallos y sus aciertos, porque nos muestra que la arruga es bella, que la vejez también es ser joven y que siempre hay un mañana para dejar una huella en el recuerdo de los que quieran asistir a una comedia de otoño en un hotel exótico. 

miércoles, 28 de marzo de 2012

EL ALBERGUE DE LA SEXTA FELICIDAD (1966), de Mark Robson

La gente de París siempre será nuestro ha tenido la gentileza, la amabilidad y la tremenda tarea de reseñar mi libro La imagen en el alma. La verdad es que es una reseña para sentirse orgulloso y me gustaría compartirla con todos los que visitáis estas páginas. Los interesados podéis pinchar aquí.
Muchísimas gracias. Es un honor.

Nada se resiste al coraje de una mujer. Ellas son capaces de saltarse las formalidades burocráticas, de trabajar en lo que aborrecen con tal de alcanzar lo que desean, de atravesar medio mundo en busca de un sueño, de llegar a un lugar donde nadie habla su idioma y salir adelante, de encontrar al hombre que la ama y la comprende y poner su sentimiento por encima de una revolución, de coger a un buen puñado de niños y darles una esperanza de futuro en un mundo convulsionado y de hacer que las montañas y los ríos no sean obstáculos para la difícil huida de la infancia huérfana y perseguida.
No hay mucho aprecio en general por una película como El albergue de la sexta felicidad aunque si esta historia se rodara hoy en día se llevaría todos los Oscars del mundo. No puede ser menos ante todo aquello de lo que nos habla, con tanto cariño y tanta fuerza, como la voluntad, como sobre el no siempre ingrato destino que jalona sus premios con las más duras pruebas, como sobre la inmensa capacidad de amar que guarda dentro de sí el ser humano aunque casi ninguno seamos capaces de atisbar ese tesoro que nunca encontramos en el limitado territorio de nuestro yo, como la certeza de que el coraje es mujer.
Tal vez ese sea el auténtico significado de la fe: la capacidad de amar; y de tener fe en el propio amor y en lo que somos capaces de hacer. Tener ilusión por hacer una comida, por contar una historia, por hacer que el mismo amor sobreviva al escepticismo, al ambiente hostil, al mundo entero que se confabula en una extraña sucesión de acontecimientos para hacer primar la guerra y la desesperanza por encima del más grande de los sentimientos...Tener ilusión es todo eso y yo sé, aunque las palabras se me queden cortas, que es algo que sólo las mujeres saben mantener. Nos lo dijo una mujer de bandera en medio de la turbulenta China de los años veinte.
Y no quiero poner el punto final sin destacar no sólo el trabajo lleno de humanidad y sabiduría de Ingrid Bergman sino el conmovedor retrato del mandarín interpretado por Robert Donat (qué maravilloso actor) que pasa de la desconfianza a tener el corazón secuestrado por el amor desinteresado de una mujer que robó nuestra admiración para ella sola.

martes, 27 de marzo de 2012

SLUGS, MUERTE VISCOSA (1988), de Juan Piquer Simón

Hace mucho tiempo, cuando el niño era niño, mi padre me llevó al cine Roxy en una de esas sesiones que siempre supo convertir en verdaderas juergas rodeadas de rito e iniciación. Recuerdo que, por entonces, yo tenía diez añitos y él me dijo: “He sacado entradas para ir a ver Viaje al centro de la Tierra. No será tan buena como la versión antigua que hizo un actor que se llamaba James Mason pero te vas a divertir”. Él siempre me preparaba para lo que iba a ver. Y me llevó a  la primera película de Juan Piquer Simón, Viaje al centro de la Tierra, con un ecléctico reparto formado por Kenneth More, Pep Munné e Ivonne Sentis. Desde entonces, más por cariño instalado en las entrañas que, por otra cosa, siempre seguí la carrera de este valiente que se atrevió a hacer ciencia-ficción cuando nadie había mirado en esa dirección en España.
Más tarde, ya un poco más hombre, fui a ver por mi cuenta y riesgo Misterio en la isla de los monstruos y apenas pude creer que en una película española tan arriesgada, con tanta fantasía y tan pocos medios, podían estar actores como Peter Cushing, Terence Stamp y nuestra Anita Obregón antes de tumbarse en la camilla de operaciones. El resultado no importaba demasiado porque a Juan Piquer Simón se le podía decir tranquilamente aquella frase de “lo hizo porque le gustaba” y todos esos corsés técnicos que aplicamos al estilo y las maneras de hacer cine eran perfectamente prescindibles. Su cine podía no ser de calidad, pero era una lección de entusiasmo.
Más tarde, me llamó la atención Slugs, muerte viscosa, que ganó un Goya a unos efectos especiales prehistóricos, que hoy harían reír a cualquiera pero que denotaban unas ganas rompedoras, un poco más allá de cualquier juicio crítico medianamente serio que eran perfectamente respetables dentro de una historia absurda y que rendía homenaje a toda la serie B del cine de monstruos de los años cincuenta. Y había algo realmente inquietante en ella. Los gusanos no eran realmente los malvados. Y dentro del horror había unas pérfidas ganas de reír a mandíbula batiente.
Y es que Juan Piquer Simón lo tenía muy claro. El objetivo era entretener. No importaba si su cine se asemejaba al de René Cardona o al del icono Ed Wood. Sorprender era la meta. Diálogos pobres para una imaginación desbordante realizada con medios pobres y ganas desbordantes. Y aún así aquí dentro hay más cine que los subproductos a los que estamos acostumbrados hoy en día como Saw, Hostel o similares. Es la diferencia de hacer algo porque a alguien le gusta y hacer algo porque al público le gusta. Yo no quiero que me sirvan. Quiero que me cuenten algo bajo el punto de vista de un creador. Y así yo podré ejercer mi libertad de estar de acuerdo o no. Lo cierto es que hay que tener un estado de ánimo determinado, con media sonrisa y un puntito de colmillo blanco asomando por la comisura, para ver esta película y ver alguna de sus virtudes. Es lo que tiene el horror. Que según quien lo vea puede llegar a ser horroroso.

viernes, 23 de marzo de 2012

VENUS ERA MUJER (1948), de William A. Seiter

Si hubo alguna vez una chica que inventó el amor, esa quizá fuera Ava Gardner. Porque seamos sinceros. ¿A ustedes no les gustaría que una chica así no posara sus ojos sobre ustedes aunque sólo fuera una milésima de segundo? Yo, la verdad, haría un montón de cosas para conseguirlo. Incluso me convertiría en estatua para que ella posara sus adorables e irrepetibles ojos sobre mí. Al fin y al cabo, mis artículos siempre hablan sobre el mundo de los sueños y me van a permitir que, por una vez, sea yo el que sueñe. Además, qué quieren que les diga, y me van a permitir que mi lado más erotómano ruja con fiereza contándoles esta anécdota. Esta película da vueltas y más vueltas sobre mi cabeza desde que supe, en una de esas enfermizas investigaciones casuales que los cinéfilos solemos hacer, que el mayor problema del director, William Seiter, y del director de fotografía Frank Planer, era que a la misma Venus se le marcaban demasiado los pezones por debajo de esa toga que luce. La solución fue muy sencilla. La pusieron un calefactor portátil que ella llevaba por doquier para que aquello no fuera una exhibición más allá de sus atributos dramáticos.
Vale, vale, ya me centro en la película en sí, no me miren como lo hacen. Pues si pueden apartar la atención un momentito de Ava Gardner, resulta que hay un notable tema musical, Speak low, compuesto por el gran maestro Kurt Weill que se ha convertido con el tiempo en un gran clásico del jazz y que si quieren pueden reparar también en el galán de turno, un simpático (aunque nunca fue santo de mi devoción) Robert Walker. Sí, pero es cierto, más allá de la chanza, Ava lo que consigue con esta película es enamorarnos, capturar nuestra alma, hacer latir nuestro corazón como si fuera un caballo golpeando el tambor de la llanura, conseguir que creamos en la magia de una mujer que fue creada perfecta para bajar al peldaño de los humanos y que mi propio padre me dijera una vez que la única mujer que le gustaba más que mi madre era Ava Gardner.
Es inevitable que al ver esta película uno recuerde la parecida temática de Maniquí, de Frank Borzage, con Joan Crawford y Spencer Tracy en los principales papeles pero quizá la diosa del amor siempre está por encima de una muñequita guapa que cobra vida.
Caballeros, por favor, repórtense si ven esta película acompañados de su pareja. No miren tan fijamente a la televisión y dediquen alguna mirada a Venus…sí, sí, digo bien, Venus…porque todos ustedes tienen a Venus en casa y ni siquiera se han dado cuenta…y lo mejor de todo es que es de carne y hueso. Felices miradas.

jueves, 22 de marzo de 2012

TAN FUERTE, TAN CERCA (2011), de Stephen Daldry

No hace mucho tiempo un niño partió de su casa en busca de su padre. Dividió toda la ciudad en cuadrículas, organizó sus trayectos, dotó de sentido a cada uno de sus actos, intentó hallar un sistema para que todo tuviera una exactitud matemática y se hizo la promesa de que nada lo pararía, de que su padre le aguardaba con su sonrisa y su oxímoron en alguna parte de su corazón. Tan solo se olvidó de darse cuenta de que su padre se perdió en algún lugar del asfalto por algo que no tuvo ningún sentido. Y Ulises afrontó la tempestad de la tristeza.
Por el camino encontró el cariño, halló la compasión, conoció la dureza, probó la ternura, comprobó coincidencias y llegó a la conclusión de que su búsqueda era inútil. No había nada al otro lado de la ciudad. ¿O sí? Tal vez supo llegar a la razón del amor, al auténtico sentido de todas las cosas, al disfrute de la libertad, al aplauso silencioso, al día sin ayer, a encontrar un significado en todas las cosas, a descubrir que su padre dejó las suficientes pistas como para que volviera al regazo de la única persona que podría darle todo, como él lo dio. Incluso la más hermosa de las contradicciones.
El peor de los días fue aquel en que todos nos quedamos atónitos viendo cómo unas gigantescas torres se desplomaban por culpa del odio, de la venganza más cruel. Allí murieron miles de personas y otras muchas quedaron afectadas por la peor de las pérdidas. Y nosotros quedamos paralizados. Incluso hubo algunos que sonrieron porque eso pasaba allí, en el país intocable, en la capital financiera del imperio, en el corazón del opresor. Pocos se atrevieron a llamar las cosas por su nombre. Y Stephen Daldry ha hecho una película que ataca directamente a la emoción, que busca la lágrima reprimida que debimos derramar, que bucea sin piedad en nuestras entrañas para decirnos que lo mejor del ser humano es nuestra solidaridad, nuestra comprensión y el cariño que somos capaces de dar porque eso es lo que realmente nos hace inmortales.
En los ojos de un niño se transparentan todas las preguntas que los adultos somos incapaces de contestar. Solo podrá haber sentimientos en común con alguien que ya dejó de hablar pero que mira con sabiduría. Quizá otros lleguen al entendimiento porque la tragedia de la soledad que se expone ante ellos es tan abrumadora que hace que cualquier problema sea superable. Algunos creerán que el abrazo es lo único que pueden regalar. No importa. Somos personas y como tales deberíamos contestar a la barbarie, a toda clase de barbarie, cualquiera que sea su procedencia. Lo que hay de humano en nosotros es la mejor arma para decir a los fanáticos, a los intolerantes, a los asesinos y a los monstruos que nunca nos podrán arrebatar la estela de cariño que han dejado tras de sí todas aquellas personas que sucumbieron a sus desmanes. El heroísmo es esperar el mañana porque, con toda seguridad, estará compuesto de unos pocos gloriosos instantes que no podremos apreciar. El auténtico enemigo es la indiferencia.
Conocer el pavimento del corazón de un padre entregado es sinónimo de serenidad, de recoger sus experiencias contadas y utilizarlas para pasar de niño a hombre. Ellos, los padres, nos hacen, nos dirigen con las pistas a los misterios más fascinantes, nos preparan para el suave aprendizaje del duro vivir. Sus voces se cuelan por los huesos en las largas noches de espera, cuando, absortos, intentamos captar alguna señal que delate que no se han ido del todo sin darnos cuenta de que esas voces son ellos diciendo que nunca podrán irse. La ciudad será un día mejor. La gente puede hacer que lo sea. Solo hace falta espolear un poco el verdadero sentido de la vida. Dar cariño. Tratarnos como personas. Escuchar y decir. Sin el tiempo acosando. Sin la muerte merodeando. Solo siendo niños que intentan encontrar el sentido de una vida que se acaba porque un desconocido, un mal día, decidió matar a todos los que pudo.  

martes, 20 de marzo de 2012

SHERLOCK HOLMES DESAFÍA A LA MUERTE (1943), de Roy William Neill

Esta es una de las mejores muestras de la serie de Sherlock Holmes que durante los años treinta y buena parte de los cuarenta protagonizaron Basil Rathbone y Nigel Bruce. En este caso, aunque la acción está trasladada a los días de la Segunda Guerra Mundial, el habitual Roy William Neill, que dirigió casi todas ellas, transcribe con inteligencia un guión de intriga insinuante y precisa que está envuelto en una fascinante aureola de misterio, de excelente ambientación, especialmente en esa mansión vieja y oscura, de celadas sorprendentes y pasillos secretos. De paso, nos lleva de la mano de ese excelente actor (tan infravalorado en la historia) que fue Basil Rathbone, sin duda el mejor Holmes que ha dado el cine, y nos introduce de lleno en una estupenda aventura, de brevedad asegurada y de habilidad contrastada.
Cabe mencionar la estupenda y climática fotografía de Charles Van Enger, reputado cinematógrafo de películas de terror que aquí se adapta particularmente bien al universo del sabio de Baker Street al meternos dentro de las sombras de lo desconocido, mundo de tinieblas, que va siendo iluminado por la pertinaz insistencia de un Doctor Watson que también usaba su inteligencia además de su voluntariedad y de un detective que supo desentrañar, desde los libros de Arthur Conan Doyle, el fulgor de la llama inasible del crimen.
Llama mucho la atención, en una película que apenas dura 68 minutos, cómo los engranajes encajan tan a la perfección que parece que todo es un mecanismo de relojería bien engrasado que puede llegar a marcar con sus agujas de muerte la hora 13 de la madrugada. Al fin y al cabo, un lugar donde se alojan las enfermedades mentales puede ser una posada para la locura más razonable.
Y es que, en ocasiones, aunque la serie comenzara como un intento de auténtica serie A con el mítico título de El sabueso de los Baskerville, luego fue derivando hacia la serie B, abandonando la época original de los relatos de Conan Doyle para centrarse en la contemporaneidad del momento. El gran mérito de todo esto es que esta serie B fue absolutamente arrebatadora, con grandes momentos de misterio, con excitantes cumbres de inteligencia observada, con un buen pellizco de pistas anudadas y en las que también el espectador, segundo ayudante de Holmes, debe hacer bien su trabajo.
Busquen la lupa allí donde la dejaron bien guardada, la solución está justamente delante de sus propias narices. Quizá Holmes sólo sea el narrador de una historia de la que ustedes ya conocen el culpable. El gran reto es ver si son capaces de descubrirlo. Tal vez Holmes aparcó aquí en doble fila su taza de té y agarró su gabardina de cuello alto para destacar la blancura de su razón frente a la oscuridad de todo aquello que le desafía.

viernes, 16 de marzo de 2012

ANA KARENINA (1948), de Julien Duvivier

A varios metros de distancia de la versión que Greta Garbo interpretó allá por los años treinta pero sin ser en absoluto despreciable, Ana Karenina, de Julien Duvivier pasa por ser una película de enormes méritos, en parte por la peculiar destreza de un director que era algo más que un artesano y por un reparto absolutamente versado en los clásicos. La atmósfera está perfectamente captada para una época de romanticismo eslavo que desemboca en una pasión arrebatada. Y, por encima de Vivien Leigh, destaca un hombre injustamente tratado por el cine y endiosado por la escena como es Ralph Richardson que aquí clava el papel con una sapiencia reservada solamente para aquellos que hacen de las tablas del teatro su hogar.
Todo esto hace que la película tenga un doble mérito teniendo en cuenta la rica densidad de la literatura rusa que no siempre tiene una hábil contraposición en el cine. El estilo literario de los clásicos rusos es duro y, en ocasiones, farragoso, contemplativo, introvertido y requiere una enorme concentración. Ahí tenemos ejemplos fallidos de adaptaciones de escritores inmortales como Guerra y paz, de King Vidor; o también como la fascinante estética y fallida narrativa de Crimen y castigo, de Josef Von Sternberg. Pero en esta ocasión, Duvivier consigue coger el pulso dramático a una historia tan difícil de agarrar por los bordes. No es sencillo retratar a una serie de personajes vanidosos, de ambientes represivos estólidos y represivos que se debaten en valores de falsedad que les deshumanizan y, finalmente, les destruyen. Para ello, Duvivier contó con un guionista de excepción como es el dramaturgo Jean Anouilh, eximio conocedor de la literatura rusa y perfecto dominador de los recursos teatrales necesarios para hacer de Ana Karenina un roce de obra maestra.
Cabe hacer un especial hincapié en una puesta en escena de matices muy oscuros, con una fotografía que se mueve en la penumbra con la habilidad con la que se recorre una vía de tren en busca de una respuesta al destino. Una opción muy alejada de las habituales estancias llenas de luz, espejos de un verano que, en las heladas latitudes rusas, apenas deja un beso y se va y que han reflejado una realidad luminosa para contrastar con un final que te deja con el corazón encogido y el alma suplicante. Otro acierto de dirección que, en ocasiones, consigue que la soledad de una mujer sea una onda en el agua del lago donde solemos mirar nuestra propia existencia. También, cómo uno, una mención destacada para el cuidadísimo vestuario firmado por Cecil Beaton que hace que Vivien Leigh, por sí sola, luzca como una estrella en el firmamento de las heroínas que enloquecen por amor.
La delicada belleza de quien es un retrato del pensamiento femenino de la literatura universal, hoy, es también una sacudida a nuestras conciencias de hombres que apenas pueden percibir todo lo que esconde una mujer…

jueves, 15 de marzo de 2012

LOS IDUS DE MARZO (2011), de George Clooney

Amigos, compatriotas, prestadme vuestros ojos para deciros, una vez más, que estamos ante una historia que describe el nacimiento de la traición. Tras las buenas intenciones de los hombres honrados siempre se esconden oscuras pasiones que guardan dulces venganzas y el hombre se asesina a sí mismo con tal de llegar a las lejanas ambiciones que anidan en su interior. El engaño será el protagonista, el peón sacrificable hará su mutis y la mirada decepcionante del hombre honrado será la recompensa para quien sabe que detrás de la política, solo existe la mentira.
Todo comienza con una creencia en las buenas intenciones, signo inequívoco del ingenuo dispuesto a esparcir el bien bajo la máscara de la elección democrática. La jugada astuta es lo que diferencia a los hombres que están dispuestos a batirse en la arena política de los que son unos simples aspirantes al acomodo de la sombra. Las encuestas serán ojeadas por un lado, las promesas serán aliento encantado de las bocas, el carisma es la moneda de cambio ante unos especialistas en la exposición del embuste y lo que parecía prometedor no es más que la misma frase de siempre. Ellos eran unos hombres honrados.
Así, la inocencia se vuelve arribismo, la profesionalidad se torna implacable, la creencia es puro humo, el escaparate solo contiene fachada. El pueblo que ha de decidir se dispone a recibir un nuevo truco, una nueva nada bajo palabras de hechizo. Los errores se pagan y la simple coquetería con la traición es motivo de destierro. No hace falta llegar a la traición consumada. Solo pensar es ya un asesinato de la lealtad. Al fin y al cabo, ellos eran unos hombres honrados. Todos ellos lo eran.
El hombre que lleva las riendas no perdona, el tipo que sabe de astucias y trucos tampoco, el tramposo que juega con la facilidad de quien no tiene nada que perder no tiene por qué perdonar, el candidato a nuevo César es débil porque el poder seduce. La ambición se adueña de todos ellos. Pero no importa porque todos ellos eran hombres honrados.
La prensa conoce la tinta del titular y trata por todos los medios de conseguir las letras más grandes. No hay amistades que valgan, no hay días de limpieza, no hay solidaridades compartidas. El instinto humano se niega en la carrera por el poder, cualquier clase de poder, cualquiera que sea capaz de manipular como marionetas a todos los actores de la escena del discurso y de la imagen. El rencor nace y puede asestar tantas puñaladas como la seducción de la falsa dialéctica. El más poderoso suele estar entre bastidores. Él también fue un hombre honrado.
Brillante película con detalles de dirección excepcionales, con un reparto que evidencia entusiasmo y concentración. Ryan Gosling, soberbio, versátil, conquistador. George Clooney, convincente, encantador, honesto. Philip Seymour Hoffman, acertado, oscuro, inapelable. Marisa Tomei, odiosa, sincera, fácil. Paul Giamatti, listo, acechador, artero. La historia es la verdad en una gran falacia. La renuncia del alma con tal de satisfacer la ambición y poseer la venganza. Amarga venganza pero no por ello más pequeña. Shakespeare asoma por los bolsillos de esos trajes impolutos, con la conspiración de las palabras metiéndose entre los frágiles huesos de los crédulos y sabiendo que la tragedia está servida sin la duda como beneficio. La traición es el aire normal que se respira en la trastienda de la política. ¿Por qué? Porque la traición no prospera. Si prospera, deja de llamarse traición. Se llama empeño. Se llama lucha. Se llama acierto, pero nunca traición. Y eso es todo.  Solo para que lleguemos al convencimiento de que nunca se piensa en los demás. Se piensa en ese poder que permanece a la espera de unos cuantos hombres que, un día, en el año de nunca, fueron honrados.  

miércoles, 14 de marzo de 2012

ATORMENTADA (1948), de Alfred Hitchcock

Atormentada puede ser la secuela técnica más cercana a lo que Hitchcock consiguió con La soga. Estructurada en secuencias de una enorme duración, cuenta la leyenda que fue uno de los rodajes más difíciles para la actriz Ingrid Bergman pues el director, al querer rodarla en planos tan largos, tuvo que acondicionar la mansión con paredes móviles para que la cámara pudiera seguir captando la acción. Es decir, mientras ella interpretaba la escena, una pared entera se movía en silencio, los muebles se quitaban para abrir paso y ella, incapaz de concentrarse a su nivel habitual, a la mínima se ponía a llorar.
Por otro lado, no deja de ser paradójico el hecho de que sea una película que se pone decididamente más al lado del melodrama que del suspense, lo que la convierte en una rareza dentro de la filmografía del maestro británico y en un ejercicio de estilo digno de un equilibrista. Ingrid Bergman, como casi siempre, está soberbia y Joseph Cotten un adecuado y bienintencionado acompañante aunque ya, naturalmente, había dado lo mejor de sí a Hitchcock unos cuantos años antes con La sombra de una duda.
Por lo demás, pues sí. Está bien. Pero yo les voy a ser sinceros. Es una de las películas que menos me atraen del gran director. Tal vez porque hay una cierta rigidez en la historia para marcar los límites del melodrama, terreno, por otra parte, que Hitchcock dominó con singular maestría en una pequeña joya de su etapa británica titulada El ring. En cualquier caso, si aguantan un estilo basado en no cambiar de plano durante minutos, la película se introduce en la zarandeada alma de una mujer que apenas puede respirar bajo el corsé de las convenciones sociales de la época victoriana allende los mares y dentro de una mansión colonial que, por momentos, se convierte en una plantación de sentimientos y de equívocos morales en algún lugar por debajo del Trópico de Capricornio. El camino de la locura pasa por un hombre cruel y un ama de llaves que no deja lugar para respirar en medio de un diálogo que predomina sobre la acción. La aproximación al drama siempre es más trágica si se consigue ver a través de los ojos de una mujer cuya hermosura es un reflejo de su desgracia. Y no se pierdan todos estos reflejos en color, obra del gran director de fotografía Jack Cardiff.
Así que prepárense para limpiar su mente de malos pensamientos. Su pareja no es tan mala. Sólo así podremos liberarnos de la cárcel y del tormento que nosotros mismos nos hemos construido.

martes, 13 de marzo de 2012

EL MILAGRO DE LAS CAMPANAS (1948), de Irving Pichel

Basada en un guión adaptado por ese extraordinario escritor de películas que fue Ben Hecht, El milagro de las campanas ( que aceptó escribir la película con la condición de no leer el libro en el que se basa) es una de esas películas cuando todo lo que uno necesita es, efectivamente, un milagro. Y eso es quizá porque se ajusta como un guante a la certeza de que mientras hay fe, hay esperanza. El Dios que habita dentro de cada uno de nosotros no sale a la luz por la observancia de unas reglas estrictas sino por actos de humildad y entendimiento. Y viéndola, a veces, uno se sorprende porque hay lágrimas paseándose por el borde nuestros párpados, como los sentimientos que a veces nos invaden sobre la presencia de un ser que, de alguna manera, también nos cuida y nos vigila.
En medio del reparto, está esa extraña actriz de rostro difícil como era Alida Valli, una de esas chicas capaces de helarte con su mirada o de hacer que con sus ojos se comprendan muchas más cosas que con la palabra y en alguna de sus escenas, esta película tiene fotografía de amistad y algún que otro toque de arte de amor. Es una historia tranquila que hace que los pensamientos se remuevan inquietos intentando encontrar una salida en busca de una luz que no sabemos muy bien si está ahí. Quizá es una de esas películas que, cuando terminas de ver, te hacen ser un poco mejor persona.
En ocasiones, sólo hace falta creer para que los milagros ocurran y, desde luego, tienen que ocurrir en un lugar en el que no es malo vivir. Y cuando los milagros ocurren es cuando hacemos que ese lugar sea un poquito mejor. Por el camino recorreremos la dureza, lo mundanal, la furia, la amabilidad, el amor, la felicidad y la decepción…Sal de la vida en el campo de parábolas en los que se convierten nuestras propias existencias aunque a menudo sea arena que se escapa por entre las rendijas de los dedos…Quizá la película, en realidad, no sea un milagro, pero anda por las cercanías de mostrarnos uno que puede ser simple verdad. Y no, no es una película de Navidad (lo digo porque a lo mejor puede inducirnos al error) aunque sólo contenga una escena de esa época del año. Es una película sobre todo aquello que hemos deseado con tanta fuerza que, como diría Goethe, Dios nos tiene que dar una segunda oportunidad para poderlo realizar.
Siéntanse delante del televisor, dejen que todo aquello que no podemos comprender ni aceptar sea contado por una serie de profesionales que hacían cine. Tal vez cuando el final de la película haya llegado, comprendamos que no ayudamos a nadie, que somos más malvados que el destino y que el destino somos nosotros…Sólo que no somos nuestro propio destino, sino el de los demás. Y no olviden nunca la secuencia del restaurante chino, que no voy a explicar para que a algún escéptico le entren las ganas de verla. Que suenen las campanas que ponen música en nuestro corazón y en nuestro pobre entendimiento.

viernes, 9 de marzo de 2012

INDOMABLE (2011), de Steven Soderbergh

El director Steven Soderbergh es uno de los animales más raros que pueblan la fauna cinematográfica. Es capaz de hacer una obra comercial buena, una película de arte y ensayo aceptable, una película rara de calidad discutible, una obra comercial de asco y un montón de incoherencias por el camino. En esta ocasión se ha decidido por hacer una obra comercial que se supone que lleva sello propio. La iluminación, la realización, la coreografía de las secuencias de acción y la dirección de actores son diferentes. El resultado, querido director marginal sin ganas de serlo mucho, es de asco.
Punto de partida: chica, que en teoría está más buena que un queso, es una agente independiente contratada por los servicios secretos de medio mundo para hacerse cargo de asuntos sucios y cae en desgracia por no se sabe muy bien qué. Los burócratas de turno se han puesto de acuerdo para hacerla desaparecer y unos tipos muy atractivos y muy majos se encargan de eliminarla. ¿Atractivo? Psé. ¿Original? Más bien no. Tenemos ejemplos a millares sobre este mismo tema. ¿Cuáles? La infumable Hannah, de Joe Wright,  Nikita, La asesina e, incluso, la comedia Un enredo para dos, con Walter Matthau jugándosela a todos los espías de Europa con su cara de guiñol. Así que Soderbergh tira por el camino de en medio.
Inconveniente primero: La chica, Gina Carano (sin chistes, por favor). Ni está tan buena, ni sabe actuar. Tiene una carita de que todo lo que está haciendo es pura trascendencia, lo más importante del universo y parte del extranjero, que dan ganas de darle la somanta de golpes que le caen y alguno más. No se hace especialmente simpática para el público. Soderbergh lucha con denuedo para hacerla atractiva pero tiene las piernas torcidas hacia dentro y destapa su procedencia cetácea con el traje de neopreno. Tiene un gesto como de haberse comido un frasco de guindillas efervescentes y es menos creíble que un cerdo volando.
Inconveniente segundo: El reparto de campanillas. Menudo plantel de papeles estúpidos para actores de primera fila. Ewan McGregor tiene cara de buena persona y es jefe de un servicio de espionaje privado que lleva el negocio como si tuviera una tienda de alquiler de coches. Michael Douglas parece muy siniestro y sale en tres escenas contadas para hacer ver, además, que la C.I.A es lo mejor de lo mejor. Antonio Banderas es el español equívoco, el amable que te la puede jugar y su última escena es para echarse a llorar por la cantidad de tópicos que acumula en apenas unos segundos de actuación. Channing Tatum, el tipo del cuello de foca, actúa menos que una pelota y, sin embargo, alguien está empeñado en echarle una mano al pobre chaval. Lo de Bill Paxton es una exhibición de uno de los personajes más inútiles que se han visto nunca en una historia de espionaje Eso sí, el único que le pone algo de sal es Michael Fassbender aunque su papel sea breve y leve, como toda la película.
Así pues, es difícil poder entender con cierta lógica dónde se encuentra el atractivo de todo esto porque no es que haya mucha explicación en nada. Nada con leches, eso sí, porque leches se reparten a porrillo y más que un camión de pueblo. La chica recibe y da e, incluso, hay un extraño, un espontáneo en la trama que ni siquiera es gracioso. Llega, se alucina y desaparece. Más o menos una transposición de lo que le ocurre al espectador. Que llega, alucina con algo que no tiene ni sentido ni propósito y que, se supone, es un divertimento que no convence ni con la actitud más favorable hacia el intento. ¿Dónde estará el Soderbergh de Ocean´s eleven o de El halcón inglés o, incluso el de la reciente Contagio? A lo mejor se ha convertido en agente independiente y está siendo repudiado por todos los productores del mundo occidental. Por eso se dedica a estos encargos que no llevan a ningún sitio y en los que sólo se divierte él.

jueves, 8 de marzo de 2012

LUCES ROJAS (2011), de Rodrigo Cortés

Dominar la levitación, comunicarse por telepatía como si fuera un móvil sin palabras, agitar los objetos con la telequinesis, abrir una puerta a la posibilidad de que haya un mundo más allá de la vida... Juegos de manos como fenómenos paranormales que hacen de la psique, un teatro. El temor a las fuerzas que no se pueden comprender es tan antiguo como la razón. El fraude es inherente al hombre. Y luchamos para negar nuestra naturaleza, para reafirmar nuestra individualidad, para considerar nuestra habilidad como algo inaceptable.
En la frontera entre la verdad y la mentira está la voluntad de creer. Las luces rojas que se diferencian de la multitud son tan falsas como la normalidad. Y es ahí donde el fenómeno tiene lugar. En la credulidad, en la ingenuidad, en la verdad que no hace alardes. El escepticismo es lícito, como también lo es dejarse embaucar. El ser humano es así. Está preparado para perder pero no está preparado para enfrentarse con lo evidente. Es la grandeza de la mente humana, a menudo estrecha y demasiado apagada.
El director Rodrigo Cortés intenta introducir levemente al espectador en una atmósfera de inquietud, más propia de lo desconocido que de la psicología del terror. Reúne a un reparto competente en el que destaca Robert de Niro por su capacidad de dejar el corazón helado con una mirada que no existe y de trasladar el presentimiento de la oscuridad detrás de su rostro de arcilla y seguridad. Por el contrario, Cillian Murphy sigue sin transmitir nada más que unos ojos muy especiales que parecen ausentes de vida y de emoción. Pero lo peor de todo es que, jugando con el miedo, vale todo y la lógica de determinadas secuencias, sin duda impactantes y vitales para hacer de la película un producto cercano al susto, se resiente cuando todo se mira en conjunto. Es difícil apartar la mirada, es difícil no encontrar la nada a la vuelta de los títulos de crédito.
Evidentemente, todo esto funcionaría muchísimo mejor si se hubiera trabajado con más determinación. La película podría haber sido buena si las cosas no sucedieran porque sí (aunque no lo parece mientras se ve la cinta) y si, en lugar de preocuparse por abofetear al público con un final que es tan facilón como tramposo, la tensión se palpara a lo largo de toda la historia, salpicándolo todo de sentido, de la presencia de lo oculto, de una mentira contada a medias pero que podría ser una verdad cortada en trozos.
No cabe duda de que a Rodrigo Cortés le ha seducido la idea de contar con un presupuesto en condiciones después del inesperado éxito que supuso Enterrado pero aquí huye de la claustrofobia y tiene que manejar a todo un reparto, en espacios abiertos y sin preocuparse demasiado de un ambiente que se le escapa entre los dedos. Su película es eficaz en el momento, es fraude si se piensa.
El mirar velado con ojos de vidente es ya un punto de partida interesante, adentrarse por los caminos del ocultismo es una tentación a punto para ser devorada; manejar a actores de talla en una trama de puro desconocimiento es un salto hacia delante. Sin embargo, todo eso sirve de muy poco si la obsesión está en hacer saltar de la butaca al espectador sin pensar en la coherencia porque el salto es menor, la sensación de inquietud se evapora, la película se olvida pronto y la noche se aparece como un animal dispuesto a ser mucho más temible que esta historia de videntes que oscilan entre el fraude y la verdad. Y el hecho de que sean una cosa u otra no es una cuestión de prueba, es una cuestión de creencia de aquellos que asisten a sus supuestos milagros. Tal vez el individuo que esté a su lado tenga más poder, quién sabe. Miren de reojo y dejen que el aire transporte las ondas de la psique. Es el arma más increíble diseñada jamás. Con ella se puede amar, se puede vivir, se puede crear y se puede creer.

miércoles, 7 de marzo de 2012

COMPAÑEROS MORTALES (1959), de Sam Peckinpah

La primera película como director de Sam Peckinpah es ya de por sí toda una declaración de intenciones de un hombre que quiso romper las reglas del western que, hasta su aparición, habían fijado creadores tan inmortales como John Ford y Anthony Mann. Como primera muestra, es absolutamente chocante ver cómo Maureen O´Hara, una actriz modelada como si fuera estatua viviente en las manos de ese gran escultor en el tiempo que era John Ford, aquí es dueña de una sorprendente sensualidad, faceta que domina a la perfección y que sirve como instrumento rompiente para un Peckinpah que, después de esta película, daría ya un serio aviso de maestro con la maravillosa Duelo en la alta sierra.
No en vano, en esta primera incursión tras las cámaras, nos encontramos ante una historia que, sí, está ambientada en el Oeste, pero que no habla más que de cicatrices de la emoción y tiene una puesta en escena que nos hace ver que las balas que más duelen son aquellas que se sueltan con el diálogo. No nos engañemos. No es una película fácil de ver. No nos dejemos arrastrar por propagandas fáciles. Peckinpah no quiere sólo una ensalada de tiros y un par de momentos líricos, quiere calar, llegar allí donde hasta ese momento, no había llegado nadie, dibujar el crepúsculo de épocas que se acaban y donde sus personajes no saben ya vivir porque lo único que resta, tal vez, es morir. No deja de ser un trabajo de aprendizaje para el que, luego, sería el gran realizador de esa obra maestra que es Grupo salvaje pero tiene un interés que para sí quisieran muchos primerizos. De hecho, los primeros compases de la película son sorprendentemente confusos y pillan a contrapelo del espectador avezado, pero Peckinpah, sospecho, ya sabía muy bien lo que se estaba haciendo al intentar buscar un ritmo que luego sería marca de fábrica.
Sin duda, también es una película que tiene los defectos propios de alguien que quiere dominarlo todo sin tener todos los resortes necesarios, como una música que se repite con machacona insistencia y que no está en consonancia con el gran poderío visual de un cineasta que ha sido pieza de referencia para otros grandes directores como Martin Scorsese o Quentin Tarantino pero hay que tener una cierta valentía para atreverse a contar la historia de unos personajes que se unen sin tener nada en común e intentar romper, aunque en esta ocasión se atenúe con cierta timidez, todo lo que hasta ese momento se había hecho en las imágenes de una época que no tenía tanta leyenda y que, si fue historia, lo fue para unos pocos valientes.
Quizá dentro de lo arrebatadoramente romántico en su violencia, Sam Peckinpah nos hizo ver cuál es el tamaño del odio y, lo que es aún mejor, supo pintarlo sobre unos cuantos fotogramas.

martes, 6 de marzo de 2012

LOS LIRIOS DEL VALLE (1963), de Ralph Nelson

Un hombre humilde, hijo de la carretera, que va de aquí para allá sin más techo que su coche. De repente, llega a un sitio en ninguna parte. Tierra árida para cultivar. Yunque de sol divino. La voz de Dios no llega a rincones de sacrificio. Pero allí, donde no hay otro dinero que la esperanza es donde florecen los lirios del valle. Y en el lugar donde crecen es donde los hombres saben que tienen su misión. La de él, la de este Homero sin ceguera, es la de construir una capilla con ladrillos de adobe, amasados con sudor y dudas. Hay ocasiones en las que un hombre tiene que hacer algo, sabe que tiene que hacer algo y tiene la certeza de que la forja de su destino está hecha a base de una cruz que acaricia el cielo porque si no de él no quedará más que el polvo llevado por el viento, un suave dibujo de motas en el lienzo del aire, tan breve como un suspiro, como un rastro sin huella en la frágil memoria.
En el desértico camino con cuatro sombras negras deslizándose al encuentro de Dios, siempre hay un regreso, una mirada hacia el cielo, agradecimiento a las plegarias atendidas porque, de algún modo, en el hombre más pequeño, hay un gran hombre y en las gotas del sudor trabajado por altruismo hay unos cuántos trazos de dignidad agarrada por las solapas, de rabia controlada y asegurada con que algo merece la pena, de esa inexplicable e indescriptible sensación de que hemos pisado la tierra que nos acoge para realizar eso mismo, esa misión, ese mandato que al principio no supimos ver y que convertimos en meta y objetivo de nuestras ilusiones. Y no lo hacemos por dinero, ni por egoísmo, ni por vanidad. Quizá ahí reside todo lo que de noble tiene el ser humano. Sentir que se tiene que hacer aquello para lo que has nacido y aquello que te reserva un lugar allí donde realmente merece la pena. Sea el cielo o la satisfacción. El amor por las cosas o la ética del comportamiento. Aquí lo que menos importa son las creencias. Es en lo que se cree.
Los lirios del valle, de Ralph Nelson, fue el primer Oscar al actor principal ganado por un actor de raza negra, Sidney Poitier. En eso se cree. Quizá para eso nació.

viernes, 2 de marzo de 2012

MI SEMANA CON MARILYN (2011), de Simon Curtis

La intensidad de los focos puede llegar a cegar los ojos hechos con el azul del cielo. Pero, también, solo una piel de porcelana hace brillar como una estrella a una chica cercada por las inseguridad, sitiada por los complejos, adulada por las falsedades. En el mundo de la ficción ya no se sabe cuál es la realidad, ni siquiera cuando pasa por su lado. En el mundo de la realidad, nadie deja que una ficción dure más de una caricia.

Querida Marilyn:
Es difícil poseer el equilibrio cuando todas las miradas están demasiado pendientes de ti, de tus andares, de tu cuerpo exuberante, de tu sonrisa que invita a la lujuria, de tu gesto que hace soñar. Los genios que poseen el talento querrán saber qué es lo que hace que emanes tanta luz y lo intentarán buscar en las oscuridades que rodean tu imagen. El rubio de tu pelo pasa por ser una selva de deseos inalcanzables para cualquier hombre. Y tú no has estado nunca rodeada de hombres porque siempre crees que no has sido más que un objeto de deseo. Del deseo de la presunción, del deseo de la sexualidad, del deseo de la vanidad, del deseo de la destrucción. Y ambos sabemos que lo que tú realmente has querido es un poco de comprensión, unas gotas de compañía, un espectador que asienta y mire cómo la fama te devora. Así, Marilyn, tú piensas que no te sentirás tan sola y estás equivocada. Continuamente estás rodeada de gente, estrella de piel de porcelana y engarces de platino, y no dejas de saborear la amargura de la más tremenda de las soledades. Y no sabes enfrentarte a ella.
Eres el centro de todas las miradas. Todas quieren ser tú. Todos quieren tenerte. Y tú quieres tener a alguien pero la cámara te llama con su enorme boca de cristal negro e incluso los que dicen cuidarte no tienen más objetivo en la vida que querer ser parte importante de tus movimientos, de tus gestos y de todas esas inolvidables sensaciones que eres capaz de transmitir a través de la pantalla. Marilyn, querida...¿es que todavía no te has dado cuenta de que la porcelana es frágil y que, poco a poco, te estás rompiendo en mil pedazos de blancura y ruido? Tu sonrisa es pura indecisión, tu anonimato es algo perdido en la memoria, tu felicidad no reside en el éxito pero el éxito es una droga de la que es muy difícil desengancharse. En el fondo, la mujer más deseada también era la más débil, también era la más desesperada, también era la más derrotada. No importa que trabajes con uno de los mejores actores de la historia. Tampoco importa que todo el mundo te tratara como una copa de cristal transparente, delicada, impoluta. Ni siquiera importa la fascinación que un chico lleno de ilusiones siente por ti o tu matrimonio con un intelectual de la verdad y de la huida como Arthur Miller. Lo que importa es que tu rostro tiene algo que refulge, que hipnotiza, que llama y que apresa. El público se enamora cada vez que te ve. Y tú desconoces lo que significa la palabra “enamorarse”. Puede haber otros muchos verbos cercanos a ése, pero ése lo desconoces por completo.
De vez en cuando, Marilyn, habrá una actriz como Michelle Williams que intente recrear tus gestos y, a lo mejor, contratarán a un tipo llamado Kenneth Branagh para que dé vida a Laurence Olivier. Ninguno de los dos se parecen a los imitados pero ambos harán un trabajo basado en la verdad de las personalidades que será notable. Es lo que tiene ser un mito. Podrá haber algo parecido pero nunca habrá el hallazgo de lo auténtico. Por lo demás, Marilyn, recuerda que hay muchos por aquí que te siguen queriendo, a los que sigues fascinando, a los que sigues enamorando con tu pícara ingenuidad. También hay otros que bucean en los rincones de tu vida para saber cómo, con todo para triunfar, solo conseguiste abrirte paso hacia la muerte. Seguro que algún día me podrás decir cómo lo hiciste.
Un beso, chica de porcelana. El crítico vuelve a mí y el sueño se acaba y tú ni siquiera pudiste vivirlo. Aún así, todos deberíamos darte las gracias por algo que brotaba de ti espontáneamente. Se llamaba magia.

jueves, 1 de marzo de 2012

LA INVENCIÓN DE HUGO (2011), de Martin Scorsese

Un engranaje de ruedas dentadas es como ese rompecabezas vertical que siempre sabe cuál es la pieza que encajará dentro de un segundo. El tiempo se encarga de ponerlo todo en su sitio, haciendo que cada elemento tenga su misión, su lugar perfecto e inamovible, su reflejo en una ciudad que vive con venas de luz y manecillas de progreso. Pero el tiempo acelera los sueños, los ahoga y los hace desaparecer. Un sueño quiso ser vida y, de repente, la sombra del olvido apagó el haz de un proyector de cine.
Los autómatas de piel no dejan estela a su paso porque las prisas y la descortesía comienzan a ser el futuro. En medio de la nada, en un rincón de un lugar donde el humo y el tiempo parecen unirse en el techo, un hombre intenta conservar unas migajas de ilusión, un recuerdo sobre sí mismo, una certeza que no fue más que un fracaso. Como el vigilante tic-tac que guarda lo inesperado, un niño sobrevive porque es hijo del reloj, de la precisión y de la exactitud que otorga la ansiedad por la fantasía. Y así, como por arte de magia y celuloide, la escritura va a buscar la imaginación, el cine ensancha el camino y un mundo de posibilidades se abre a los ojos de la ilusión, de la ilusión perdida en las trincheras, de la ilusión perdida en el fuego, de la ilusión perdida de las imágenes inasibles, volátiles, efímeras y geniales.
El homenaje a la aventura del descubrir es un regalo para cualquier niño. En la crueldad sin remordimiento hay mil historias sin engrasar y un amor presentido en el aroma de las flores. La sencillez es una rutina que merece la pena ser contada y el tiempo, por una vez, comienza a tener ojos de infancia, encajando las piezas que corresponden, dando al fracaso un reconocimiento, dando a la tristeza un amanecer mágico.
Martín Scorsese nos lleva de la mano con planos geniales, reviviendo a Hitchcock en más de una ocasión, cogiendo la llave de Lang, colgándose del tiempo con Lloyd y con la mente puesta en aquellos pioneros que consiguieron traspasar los límites del pensamiento y poner en la pantalla desbordantes ríos de color a mano y de cuento. Cuando las luces se apagan, solo alguien muy especial puede volver a transmitir la habilidad del genio, su aptitud espacial, su diversión por el entretenimiento, sus ganas de servir a un nuevo arte que soñó desde la primera vuelta de manivela. Todos los que aman realmente el cine deberían ver esta película. Más que nada porque, más que nunca, quien ama el cine, ama la vida.
Bajo los decorados deslumbrantes de los míticos Dante Ferretti y Francesca Lo Schiavo, corremos con Asa Butterfield para que vuelva a llenar nuestros corazones con la creencia de que la ficción es posible, con Ben Kingsley para que veamos en el  fondo de sus ojos la razón de la experiencia y el fulgor de los fotogramas. Detrás de la cámara, un director de fotografía como Robert Richardson sabe hablarnos con la belleza cazada y el goce comienza a instalarse porque, cada vez que vamos al cine, esperamos a la emoción a la vuelta del siguiente plano. Y Martín Scorsese lo consigue con sus transiciones deslumbrantes, con su virtuosismo de niño que creció con el cine, como un librero que presta incunables, como un inconfundible olor a madera, a calor de película, a sonrisa de quien lo ha visto todo y quiere volverlo a hacer con fulgor en la mirada y esperanza en la narración. Es el material con el que están hechos los grandes directores.
Cine, libros, imaginación fantasía, realidad...Todo se mezcla con particular maestría en una película que no tiene reloj, como la obra de los grandes hombres que intentaron capturar nuestras miradas con un invento del diablo, propio de brujos modernos, que alguien osó llamar cinematógrafo. Pasen y vean. Tal vez el tren, esta vez, sí se salga de la pantalla.